Archivo por meses: mayo 2010

Del despertar y de la Ascensión

Abel de ETF me envía un comentario sobre los versículos mentados del salmo 17. Retoco y copio abajo — a ver si subimos un poco el nivel del blog, caramba.

De paso: este texto del mismo Abel sobre la Ascensión es de lo más sustancioso que he leído últimamente sobre el tema. A mí siempre me dio que pensar esas palabras de Jesús («si yo no me voy… ») – Bloy decía directamente que no podía entenderlo, que no podía ver esa subida sino como una ausencia, y como motivo de duelo más que de alegría.

Y también me resultó estimulante la cita que trajo el papa en su homilía de la Ascensión:

Un autor ruso del siglo XX, en su testamento espiritual, escribía: «Contemplad con más frecuencia las estrellas. Cuando carguéis con un peso en el espíritu, contemplar las estrellas o el azul del cielo. Cuando os sintáis tristes, cuando os ofendan,… pasad un momento… con el cielo. Entonces vuestra alma encontrará el descanso«.

(N. Valentini – L. Žák,Pavel A. Florenskij. Non dimenticatemi. Le lettere dal gulag del grande matematico, filosofo e sacerdote russo, Milano 2000, p. 418).

Los dejo con Abel:

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Al despertar

… al despertar, me saciaré con tu semblante.

Final del salmo 17

(O «me saciaré con tu rostro», o «me hartaré de tu imagen» -aunque esta última puede sonarnos equívoca)

Tres posible lecturas:
1: (ascética) dedicar los primeros pensamientos del día a Dios, que ese sea el desayuno matinal.
2: (mística) deseo de que el alma despierte (se convierta) para estar centrado en Dios.
3: (escatológica) esperar de la consumación (parusía, juicio, resurrección) para contemplar cara a cara Dios.

Si me dan a elegir… me quedo con las tres. Pero, por lo pronto —volando bajo; carreteando, más bien— con la primera.

LSDLT-7: esquema y realidad (palabra e historia)

En la primera parte de su «Escatología» (1977) Ratzinger hace un repaso de distintas exégesis del concepto del «Reino de Dios» (buena parte de esto fue a parar al capítulo 3 de su reciente «Jesús de Nazareth» – libros ambos que he conocido estos días).

Uno de los aspectos que trata es la relación con la proximidad de la parusía (I.2.3). Hay dos vinculaciones problemáticas acá: por un lado la del anuncio del Reino con el fin del mundo (en qué sentido la venida del Reino está en el futuro). Por otro, la relación del anuncio de la destrucción de Jerusalén con la del fin del mundo; puesto que en los dichos de Jesús que trasmiten los evangelios sinópticos ambas cosas parecen difíciles de distinguir… al punto que algunos han creído que Jesús los identificaba y que realmente esperaba el fin del mundo próximo.

Ratzinger empieza distinguiendo matices entre los tres evangelistas: En Lucas, a la destrucción de Jerusalén no sigue inmediatamente el fin del mundo, más bien se sugiere lo contrario («hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles» puede ser un lapso arbitrario). Marcos no parece poner una relación temporal explícita. Y Mateo sí que parece pintar ambos sucesos como próximos en el tiempo, o al menos directamente conectados. Y entonces… ¿qué hacemos?

Hay que advertir —advierte Ratzinger— tres cosas. Primero: que las diferencias entre los evangelios son también el evangelio. No hay que pretender superar esas diferencias, ni prefiriendo uno de los evangelios a los demás, ni forzando armonías de mala ley. El impulso de intentar reconstruir, detrás de los textos de los evangelios, los hechos auténticos y las palabras originales, es en lo esencial errado.

El único Evangelio nos llega únicamente por la escucha de los cuatro evangelios (también Juan). La palabra de Jesús no subsiste sino como palabra oída y recibida por la Iglesia; sólo puede injertarse en la historia si es escuchada y luego asimilada. Pero toda escucha, y por lo tanto toda trasmisión (traditio), es una interpretación: al aclarar un aspecto, deja otro en la penumbra. Por eso tuvo razón la Iglesia al rechazar el intento de Taciano de armar un Evangelio unificado; ninguna armonización literaria puede ser el Evangelio mismo. Es en este coro a cuatro voces que el Evangelio, tan nuevo hoy como entonces, se presenta al entendimiento del fiel.

Esto suena bien, pero hay que notar (y digerir) lo que implica, de negativo y de positivo. No sólo renunciar a los intentos de reconstrucción histórica («… pero.. ¿qué pasó realmente? ¿qué dijo Jesús realmente?»)… aunque ya esto no sería poco renunciar (y podría traer muchos ejemplos del mismo Castellani). Implica también revisar algunas falsas jerarquías o disyuntivas Iglesia-Escritura, montadas sobre otra falsa dicotomía, acaso menos reconocida, entre «lo que los textos de los evangelios dicen» y «lo que de hecho pasó, lo que realmente Jesús dijo y quiso decir». La palabra es viva, lo era cuando se escribieron los evangelios y lo es ahora. Vive —también— en la historia.

…el Evangelio no puede enfrentarse a la Iglesia, como algo independiente y cerrado en sí mismo. Aquí radica el error metodológico fundamental del intento de reconstruir la ipsissima vox Jesu, que sería la piedra de toque para juzgar a la Iglesia y al Nuevo Testamento mismo.

Admitir esto no tiene por qué hacernos caer en el escepticismo, aunque topemos aquí con las limitaciones del conocimiento histórico. Porque el mensaje de Jesús nos resulta cognoscible también y precisamente gracias a su eco histórico. En este eco se aprecia su fuerza intrínseca, su riqueza de planos y matices.

Es hoy un lugar común de seminario, decir que «la Biblia no es un manual de ciencia» —o de historia. Pero cuesta elevarse sobre el tono negativo —como a la defensiva— que tienen estas constataciones. ¿De qué modo pueden los evangelios trasmitirnos fielmente cosas que pertenecen a la realidad histórica (del pasado y aun del futuro)? Si no es un manual de historia ¿será entonces literatura? ¿Novela? ¿Ficción? Pero ¿la Biblia es verdadera o no? Se comprende la desazón que ataca a algunos («¡modernismo, modernismo!»), y el deseo de que venga alguien (el papa, si es posible) a demarcar límites. Pero, una vez más, hay que mantener la tensión entre los dos extremos.

Ratzinger contrapone esquema (palabra, texto) a realidad(historia, contenido). No hay que identificarlos ni tampoco disociarlos. Y menos negociar repartijas («hasta acá es realidad histórica, para allá es alegoría»). La fidelidad al evangelio (escucharlo y trasmitirlo: nuestra misión hoy, esencialmente la misma —en este aspecto— a la de los mismos evangelistas en el siglo I) implica relacionar esquema y realidad.

Y no se trata de una relación abstracta, no es que vayamos entendiendo un poquito mejor tal o cual evento o dicho de la vida de Jesús (como el progreso de una ciencia arqueológica) ni tampoco de «adaptar la palabra a la realidad actual». Es en la misma historia —en nuestra historia— que el esquema se nos va llenando de realidad y nos va develando su sentido. Por eso, la fidelidad del cristiano no puede disociar la escucha de la palabra de su obrar histórico. Y por lo mismo, no puede tratar los textos del evangelio que se refieren al futuro como si fueran de un género aparte del resto.

… el punto decisivo es este: los escritos del Nuevo Testamento dejan abierta la diferencia entre esquema y realidad, y especialmente respecto de la cuestión aquí discutida [el anuncio del reino y de la parusía]. Incluso desde la perspectiva del autor, la expresión literaria es esquemática; no se puede relatar lo por venir como lo haría con algo pasado. El modo de relacionar esquema y realidad difiere en los distintos evangelistas, pero ninguno pretende identificarlos sin más. No pretenden tampoco reconstruir los hechos pasados según la coherencia que da una génesis histórica. Lo que les importa no es la sucesión cronológica precisa, ni un desarrollo basado en causas, sino la unidad interna del conjunto, y por eso presentan su material en bloques esquemáticos interrelaciondos. Sobre todo respecto de lo futuro, es evidente que no se puede hablar de ello en una exposición cronológica sin fisuras, sino que hay que ponerlo todo bajo el interés dominante del contenido. Para relacionar las diversas capas del contenido se dispone de las técnicas clásicas de narración, pero en cualquier caso no se puede hacer historia con lo todavía no acontecido ni experimentado.

Lo que no se puede exponer en términos empíricos es, de todas maneras, genuinamente relatado por los autores mediante los recursos de la técnica narrativa. El carácter esquemático de los enunciados, entonces, no se debe a alguna incapacidad de los evangelistas, que en sí misma podría superarse. La diferencia entre esquema y contenido es esencial aquí. No se puede eliminar de modo meramente literario. Sólo la realidad, en su propio devenir, puede aclarar ella misma los contornos del esquema. Sólo por la superación histórica de la realidad se llena de contenido el esquema, y se ilumina tanto su significado como la relación de sus distintos aspectos. Ésta es la idea hermenéutica fundamental aquí: la historia subsiguiente pertenece intrínsicamente a la tensión del texto mismo. Es decir que esa historia no sólo proporciona comentarios retrospectivos del texto; sino que en ella se revela la amplitud de la palabra misma, por la manifestación de una realidad que antes no se veía. Por ello la explicación de los textos es esencialmente incompleta. Y por ello Juan, una generación más tarde, pudo penetrar con autoridad en las profundidades de la palabra, develando sentidos más puros de lo que pudieron entender sus predecesores. El mensaje de Juan no es una adaptación de la palabra a una situación nueva, sino que representa el movimiento íntimo de la palabra. Por estos motivos, finalmente, esas reconstrucciones que confinan el texto a su forma más antigua y sólo admiten una exégesis que partan de esa base están fuera de lugar.

La tensión abierta entre esquema y realidad llama a que la realidad de la historia posterior entre en el texto. La palabra va adquiriendo su pleno sentido mediante la incorporación de las experiencias históricas, y el esquema se llena de realidad. Se quedaría, por el contrario, en un esquemátismo vacío quien pretendiera deducir el contenido exclusivamente a partir del texto reconstruido en su forma más primitiva.

De esa manera el lector mismo es impulsado a la aventura de la palabra. Sólo puede comprenderla como actor, y no como mero espectador.

Por supuesto que hay que resaltar también la otra parte. El espacio que continúa abierto para la realidad creciente, espacio que mantiene abierta con toda claridad la diferencia existente entre esquema y realidad, ese espacio, digo, no significa que la palabra como tal no tenga contenido y esté a merced del capricho, como ocurre en las teologías que ponen la «situación» como fuente suprema de lo cristiano, convirtiéndola en su normativa. La senda de la verdadera asimilación de la palabra se mueve en la estrecha vereda existente entre arcaísmo y modernismo. Partiendo del Cristo crucificado y resucitado hay una dirección bien definida y lo suficientemente amplia como para poder incorporar toda la realidad, pero también lo bastante clara como para confrontarla con un criterio.

Todo esto puede sonar abtruso o artificial. Pero los cristianos tenemos una enorme analogía ejemplar a mano: Jesús y el Antiguo Testamento. Podemos preguntar ¿en qué sentido, en qué registro, el Antiguo Testamento anuncia a Jesucristo? ¿en qué medida es este anuncio la razón de ser de todas las escrituras? Cierta apologética tiene o tenía respuestas demasiado simples: como si las profecías anunciaran inequívocamente a Jesucristo (como si los escribas judíos hubieran carecido de simple perspicacia humana para leer textos en sí terminantes); sin embargo, los escribas eran los más celosos lectores y custodios de la palabra; y, en general, no vieron nada de eso. Del otro lado, muchos no dejan de advertir la evidente oscuridad de las profecías mesiánicas, el lugar comparativamente pequeño que ocupan en el volumen del antiguo testamento, las interpretaciones «libres» (probablemente muy lejos del pensamiento del autor) de tantos textos leídos por cristianos… y concluyen que casi toda (si no toda) exégesis es acomodaticia, que en verdad el antiguo testamento no se refiere a Jesús. Otras dos simétricas maneras de caerse del caballo.

En cierto sentido hay que decir que la historia de la Iglesia continúa con lo que fundamentalmente ocurrió en la época de Jesús. Porque la diferencia entre esquema y realidad con la que nos las tenemos que ver tiene su forma radical en la diferencia existente entre la palabra del Antiguo Testamento y la realidad histórica de Jesucristo. En las palabras del Antiguo Testamento, en las que se concretizó la experiencia de fe de Israel con la palabra de Dios, se da en esbozo previo la historia de Jesús, la palabra viviente de Dios en este mundo. Y únicamente a partir de esta palabra es como resulta teológicamente comprensible la figura de Jesús, a partir de ella es él explicado, gracias a lo cual puede asimilarse como «palabra» toda su existencia. Pero por mucho que la palabra explique a Jesús previamente, en definitiva, sólo gracias a la figura real del Jesús que vino es como resulta visible lo que se mantenía oscuro en la mera palabra, lo que de modo puramente histórico no se podría reconstruir a partir de aquella palabra.

La tensión que se da entre la palabra antigua y la realidad nueva continúa siendo la forma fundamental de la fe cristiana. Sólo a través de esa tensión es como se puede llegar a conocer la oculta realidad de Dios.

El cristiano, pues, que imagina fijado el contenido del evangelio (el pasado-pasado de los hechos relatados, del siglo I, en primer lugar; el futuro-pasado de los II a XX, en segundo lugar; el futuro, en tercer lugar), aunque no sea con la pretensión absurda de conocer plenamente ese contenido (basta con que lo considere en la imaginación como fijado, negando prácticamente tensión, creyendo que nuestra historia no puede llenar de contenido el esquema sino más bien corromperlo… o en el mejor de los casos, aportar mejores «comentarios retrospectivos») yerra, me parece a mí, al modo de aquellos celosos escribas judíos.