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Logos universal

«Logos» quiere decir palabra; pero también el significado de la palabra, la estructura de la razón que indica una palabra determinada. Por lo tanto, Logos también puede significar la ley universal de la realidad. Ese fue el sentido que le dio Heráclito, quien, por otra parte, fue el primero en emplear el término en un sentido filosófico. Para él, el Logos era la ley que determina los movimientos de toda realidad.

Para los estoicos, el Logos era el poder divino que está presente en todo lo que es. Tiene tres aspectos, cada uno de importancia fundamental en el desarrollo posterior.

El primero es la ley de la naturaleza. El Logos es el principio conforme al cual se mueven todas las cosas naturales. Es la semilla divina, el poder creador divino que hace que cada cosa sea lo que es. Y es el poder creador del movimiento de todas las cosas.

En segundo lugar, Logos significa ley moral. Podríamos llamarlo «razón práctica» como hizo Kant. Es la ley innata a todo ser humano cuando se acepta a sí mismo como una personalidad con la dignidad y la grandeza de una persona. Cuando vemos la expresión «ley natural» en los libros clásicos no debemos pensar en leyes físicas sino morales. Cuando hablamos de los «derechos del hombre», por ejemplo, nos referimos a esa ley natural.

En tercer lugar, Logos también significa la capacidad del hombre para reconocer la realidad. Podríamos llamarlo «razón teorética». Es la capacidad que tiene el hombre de razonar. Dado que el hombre posee el Logos en sí mismo, puede descubrirlo en la naturaleza y la historia. Para los estoicos, la consecuencia que se sigue de esto es que el hombre que está determinado por la ley natural, el Logos, es el «logikos«, el hombre sabio. No obstante, los estoicos no eran optimistas. No creían que todos eran hombres sabios. Quizá muy pocos alcanzaban esta meta ideal. Todos los demás, o eran tontos, o se ubicaban en algún punto intermedio entre los sabios y los tontos. De manera que los estoicos sostenían un pesimismo fundamental acerca de la mayoría de los seres humanos.

En sus orígenes, los estoicos eran griegos, luego fueron romanos. Algunos de los más famosos fueron emperadores romanos, como Marco Aurelio. Aplicaban el concepto del Logos a la situación política de la cual eran responsables. El significado de la ley natural era que todos los hombres participan de la razón, en virtud del hecho de que son seres humanos. A partir de esa idea fundamental, elaboraron leyes muy superiors a muchas de las que hallamos en la Edad Media cristiana. Otorgaron la ciudadanía universal a todo ser humano porque, en potencia, todos los hombres participan del Logos. Demás está decir que no creían que la gente empleaba la razón correctamente, pero consideraban que podrían llegar a hacerlo mediante una buena educación. El hecho de otorgar la ciudadanía romana a todos los ciudadanos de los países conquistados fue un paso enorme hacia la igualdad. Las mujeres, los esclavos y los niños, considerados seres inferiores por la antigua ley romana, quedaron en pie de igualdad gracias a las leyes de estos emperadores romanos. Esto no fue obra del cristianismo sino de los estoicos, quienes derivaron esta idea de su creencia en el Logos universal del cual participan todos los seres humanos. (Por supuesto que el cristianismo también sostiene esa creencia a partir de otro fundamento: que todo los hombres son hijos de Dios Padre). De ese modo, los estoicos concibieron la idea de un Estado que abarcara al mundo entero, basado sobre la racionalidad de todos sus habitantes. Esto era algo que el cristianismo podía tomar y desarrollar. La diferencia radicaba en que los estoicos no concibieron la idea del pecado. Tuvieron el concepto de la necedad, pero no del pecado. Por lo tanto, la salvación estoica consiste en alcanzar la sabiduría. Mientras que en el cristianismo la salvación llega por la gracia de Dios. Hasta el día de hoy ambos conceptos están en conflicto.

P. Tillich – A history of Christian Thought (1962)

Hay dos cosas que, en mi opinión, debemos defender como gran herencia europea. La primera es la racionalidad, que es un don de Europa al mundo, también querida por el cristianismo. Los Padres de la Iglesia han visto la prehistoria de la Iglesia no en las religiones sino en la filosofía. Estaban convencidos de que “semina verbi” no eran las religiones sino el movimiento de la razón comenzado con Sócrates, que no se conformaba con la tradición.

Esa necesidad de salir de la cárcel de una tradición que ya no es válida abrió las puertas al cristianismo. Tenemos algo que es comunicable y ante lo cual la razón, que lo estaba esperando, sale al encuentro. Es comunicable porque pertenece a nuestra naturaleza humana común. La racionalidad era, por tanto, postulado y condición del cristianismo y permanece como una herencia europea para confrontarnos, de modo pacífico y positivo, con el islam y con las grandes religiones asiáticas.

El segundo punto de la herencia europea es que esta racionalidad se convierte en peligrosa y destructiva para la criatura humana si se transforma en positivista, si reduce los grandes valores de nuestro ser a la subjetividad. No queremos imponer a nadie una fe que solo se puede aceptar libremente, pero –como fuerza vivificadora de la racionalidad de Europa– la fe pertenece a nuestra identidad. Se ha dicho que no debemos hablar de Dios en la Constitución europea para no ofender a los musulmanes y a los fieles de otras religiones. La verdad es exactamente la contraria: lo que ofende a los musulmanes y a los fieles de otras religiones no es hablar de Dios y de nuestras raíces cristianas, sino más bien el desprecio de Dios o de lo sagrado. Esa actitud nos separa de las demás culturas, impide una posibilidad de encuentro: expresa la arrogancia de una razón disminuida, que provoca reacciones fundamentalistas. Europa debe defender la racionalidad, y en este punto también los creyentes debemos agradecer la aportación de los laicos, de la Ilustración, que ha de permanecer como una espina en nuestra carne. Pero también los laicos deben aceptar la espina en su carne: la fuerza fundante de la religión cristiana en Europa.

J. Ratzinger (25/oct/2004) – véase también el discurso de Ratisbona (2006)

El evangelio de este miércoles nos habla de los discípulos de Jesús que impiden a una persona externa de su grupo a hacer el bien. Se quejan, porque, dicen: «Si no es uno de nosotros, no puede hacer el bien. Si no es de nuestro partido, no puede hacer el bien» […] esta cerrazón de no pensar que se puede hacer el bien desde fuera, todos, es un muro que nos conduce a la guerra […] Hacer el bien no es una cuestión de fe, es un deber, es una tarjeta de identidad que el Padre nos ha dado a todos, porque nos hizo a su imagen y semejanza. Y él hace el bien, siempre.

Hoy es santa Rita, patrona de las cosas imposibles, aunque esto parece imposible: pidámosle esta gracia, esta gracia de que todos, todos, todas las personas hagan el bien, y que nos encontremos en esta obra, que es una obra de la creación, que se asemeja a la creación del Padre. Una empresa familiar, porque todos somos hijos de Dios.

Papa Francisco (ayer)

Discutir (es un decir).

# | hernan | 23-mayo-2013

El bien desdeñable

Cerca del final de Pabellón de cáncer —creo que es un fragmento bastante conocido— Solzhenitsyn pinta la conmoción del personaje que en el zoológico, frente a la jaula del mono, se topa con la pura evidencia moral, la simple calificación («un hombre malo») ayuna de ideología.

La jaula estaba vacía; conservaba el cartel «Macacus rhesus«, pero tenía adosado un aviso, escrito a prisa: «El mono que vivía aquí quedó ciego por la crueldad de un visitante. Un hombre malo echó tabaco a los ojos del Macacus rhesus» […] Daban ganas de gritar, de aullar, de alborotar al parque entero… ¿Por qué?… Lo que conmovía el corazón, más que cualquier otra cosa, era la simplicidad infantil de la redacción. De aquel desconocido, que se había marchado impune, no se decía que era «anti-humanista», no se lo acusaba de «agente del imperialismo yanqui». Sólo se decía que era malo. ¡Era impresionante! ¿Cómo, por qué se podía ser malo, así sin más?…
Era la Rusia soviética de los ’60.

Por aquí y en estos días dicen que «Lo importante es el modelo, no dos o tres casos de corrupción», «La corrupción me importa mucho menos que la ideología» y variaciones. Política… Yo, de política, sólo sé que no sé nada. Y aunque, como adivinarán, no tengo mucha sintonía con estos que abominan de la «santurronería» y la «moralina burguesa» (o, en argentino: de «medio pelo»), no me costaría creer que tienen su cuota de razón; razón en general y hasta en particular. Ya sé que, en general, la indignación ética suele ser hipócrita y ocultar otros motivos – aunque, una vez más, quién desenmascarará a los desenmascaradores… En fin, con su pan se lo coman, los unos y los otros, los campeones de la ética y los de la ideología.

Pero el caso más me interesa por algunas analogías que se me van ocurriendo últimamente. Pienso, como primer ejemplo, en católicos que, en comparación a lo presente, añoran a ciertos papas renacentistas de moral muy dudosa, pero —dicen— de impecable ortodoxia. Y quien dice papa, dice clero; y dice Iglesia, y dice cristiandad.

¿Se trata de una cuestión de ortodoxia? Puede ser… pero, ortodoxia entendida al modo ideológico. ¿Ortodoxia vs ortopraxis? Dudo que aquí corresponda oponer «creer lo correcto» a «hacer lo correcto». Porque lo que tales militantes privilegian y aprueban en tales gobernantes (papas o presidentes) éticamente imperfectos… no es solamente una teoría, un credo o un discurso; es también un hacer —sea una excomunión o una expropiación1. Tendrán sus faltas morales, dicen (que, desde ya, reconocemos y deploramos), pero eso es… moral privada, asunto comparativamente irrelevante para lo que importa; si en su rol son ortodoxos (no sólo en lo que dicen y piensan, sino en lo que obran)… hacen bien.

No es, entonces, que estos altivos desdeñadores de la moral (burguesa o humanista) se desinteresen del bien, a expensas de una verdad teórica. Sí que les importa (mucho) hacer la buena obra2; y sí que les importa (muchísimo) exponer la maldad de los malos (cuando hablamos de un Videla, ahí nos ponemos muy moralistas). Pero, claro, no es un bien sin más; es un bien que está ligado a un credo. No es esa bondad ramplona, que cualquiera sabe reconocer, así sin más; es el bien de los iniciados. Lo otro, también existe, y es válido – pero eso no es lo que importa. Y si le das importancia, entonces es que no entendés nada – o, peor, te hacés el que no entendés3.

Moral sectaria, en última instancia: incluso en contradición con el credo profesado (fraternidad, democracia, ley natural… catolicismo). Apelación a un presunto bien superior que cimenta la militancia – y el fanatismo. Negación de la solidaridad, la universalidad y de la posibilidad real de que los hombres podamos convencernos y entendernos.

La fe en la universalidad de determinadas pautas culturales (incluidas las pautas de pensamiento) colisiona con la necesidad de un «compromiso total» a una cultura o subcultura concreta o a un grupo militante (en la medida en que también los grupos con determinados intereses particulares representan ideologías de relevancia humana universal). Resulta difícil un tal compromiso cuando somos concientes de compartir algunos valores fundamentales -incluso intelectuales- con nuestros enemigos. El sentimiento que acompaña el compromiso incondicional da pie a esperar que aquello que aparenta ser falso, a la luz de dichos criterios universalmente válidos, sea verdadero de todos modos; o al menos pueda identificarse como una verdad de orden superior, en relación a valores superiores. Los grupos fuertemente militantes (sean religiosos o políticos, y tanto si se trata de un establishment amenazado o de un movimiento revolucionario) manifiestan a menudo esta tendencia de negar cualquier tipo de universalidad.
Leslek Kolakowsky – Intelectuales contra el intelecto

La separación de los bienes en estos planos, el superior sectario y el inferior universal, va de la mano con el planteo falsamente realista: «Si tuviéramos políticos/clérigos a la vez ortodoxos y éticos, sería ideal. Mientras tanto, mientra no tengamos aquello, yo me decanto por la ortodoxia». Falso, porque es falsa la independencia que supone entre el hecho y la alternativa. Si nos instalamos en este «mientras tanto», nunca tendremos aquello.

Pero, repito, no se trata de política – ni siquiera de política eclesial.

Continuará

 

1. Sin olvidar que el discurso es también un acto, sobre todo para un gobernante.
2. «Contra malicia, milicia» o «No se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo», a elección.
3. Palos que llueven sobre los críticos: sobre Kolakowsky, por ejemplo, cuando pretendía preguntarse si algún catecismo de la izquierda ponía a la tortura como pecado capital.

# | hernan | 20-mayo-2013

Jacobinos

La obra de arte, por el solo hecho de existir, niega las conquistas de la ideología. Uno de los sentidos de la historia de mañana es la lucha, ya iniciada, entre los conquistadores y los artistas. Ambos se proponen, sin embargo, el mismo fin. La acción política y la creación son las dos caras de una misma rebelión contra los desórdenes del mundo. En los dos casos se quiere dar al mundo su unidad. Y durante mucho tiempo la causa del artista y la del innovador político se confundieron. La ambición de Bonaparte es la misma que la de Goethe; aunque Bonaparte nos dejó el tambor en los liceos y Goethe las Elegías Romanas. Pero, a partir del punto en que las ideologías de la eficacia, apoyadas en la técnica, intervinieron, cuando por un sutil movimiento el revolucionario se tornó conquistador las dos corrientes de pensamiento se separaron. Lo que el conquistador -de Derecha o de Izquierda- busca no es la unidad, que es ante todo la armonía de los contrarios, sino la totalidad, que consiste en aplastar las diferencias.

El artista distingue allí donde el conquistador nivela. El artista que vive y crea al nivel de la carne y de la pasión sabe que nada es simple, y que el otro existe. El conquistador quiere que el otro no exista; su mundo es un mundo de señores y de esclavos, este mismo mundo en que vivimos. El mundo del artista es el mundo de la discusión viva y de la comprensión. No conozco una sola gran obra que se haya construido sólo sobre el odio, en cambio conocemos los imperios del odio. En una época en que el conquistador, por la lógica misma de su actitud, se hace verdugo y policía, el artista está obligado a ser refractario. Frente a la sociedad política contemporánea, la única actitud coherente del artista -si no debe renunciar al arte- es el rechazo sin concesiones. No puede ser, aunque lo quisiera, cómplice de los que emplean el lenguaje o los medios de las ideologías contemporáneas.

Es por esto que es inútil y ridículo pedir al artista justificación y compromiso. Comprometidos, lo estamos; aunque involuntariamente. No es que la militancia haga de nosotros artistas, sino que el arte nos obliga a ser militantes. Por su función misma, el artista es el testigo de la libertad y es esta una justificación que suele costar cara. Por su función misma el artista está metido en la espesura más inextricable de la historia, allí donde se sofoca la propia carne del hombre. Siendo el mundo lo que es, estamos comprometidos con él, mal que nos pese, y somos por naturaleza enemigos de los ídolos abstractos que en él hoy triunfan, sean nacionales o partidarios. No en nombre de la moral y de la virtud, como se intenta hacer creer por un engaño suplementario. No somos virtuosos. Y viendo el aspecto antropométrico que toma la virtud en nuestros reformadores, no hay por qué lamentarlo. Es en nombre de la pasión del hombre, por lo que hay de único en él que rechazamos siempre esas empresas que se cubren con lo que hay de más miserable en la razón.

Pero esto determina, al mismo tiempo, nuestra solidaridad para con todos. Es porque tenemos que defender el derecho de cada uno a la soledad que jamás seremos solitarios. […]

Los verdaderos artistas no son buenos vencedores políticos, pues son incapaces de aceptar – ay, yo lo sé bien- la muerte del adversario. Están de parte de la vida, no de la muerte. Son los testigos de la carne, no de la ley. Por su vocación, están condenados a la comprensión de lo que les es enemigo. Esto no significa, por el contrario, que sean incapaces de juzgar el bien y el mal. Pero, ante el peor criminal, su aptitud para vivir la vida de otros les permite reconocer la constante justificación de los hombres: el dolor. Es esto lo que siempre nos impedirá pronunciar el veredicto absoluto y, en consecuencia, ratificar el castigo absoluto. En este mundo nuestro de la condena a muerte, los artistas testimonian a favor de lo que en el hombre rehúsa morir. ¡Enemigos de nadie, excepto de los verdugos! Y es esto lo que los señalará siempre, eternos girondinos, a las amenazas y a los golpes de nuestros jacobinos de mangas de lustrina. Después de todo, esta ingrata posición, por su misma incomodidad, constituye su grandeza.

Albert Camus, 1948.

# | hernan | 19-mayo-2013