El bate de oro : XVIII. O'Hara se supera
A la mañana siguiente le tocaba a Renford levantarse y dar de comer a los hurones. Harvey lo había hecho el día anterior.
No era Renford un joven al que agradase madrugar; pero en lo que se refería a los hurones hubiese soportado cualquier cosa, así que a las seis en punto se deslizó fuera de la cama, se vistió sin hacer ruido para no molestar al resto del dormitorio y corrió al sótano. Para su sorpresa, estaba cerrado. Jamás le había sucedido algo semejante. Tironeó del picaporte, pero éste no quiso moverse una sola pulgada. La política de Puertas Abiertas ya no gozaba del favor de las autoridades.
Se sumió en una negra desesperación. Pensó en la desazón de los hurones al comprobar, tras despertarse, que no tenían un desayuno esperándolos. Y luego se consumirían lentamente, y algún día alguien bajaría al sótano a buscar sillas y encontraría dos esqueletos mohosos, y se preguntaría qué habrían sido. La visión que se presentó a sus ojos casi lo hizo llorar.
No había nadie cerca. Tal vez podría abrirse paso de algún modo. Pero no había nada con lo que operar. No podía derribar la puerta a patadas. No; debía abandonar la empresa, y la hora del desayuno de los hurones tendría que posponerse. Tal vez a Harvey se le ocurriese algo.
–¿Les diste? –lo interrogó Harvey cuando se encontraron para el desayuno.
–No. No pude.
–Diablos, ¿por qué? No te habrás quedado dormido, ¿no?
Renford derramó su relato en los oídos atónitos de su amigo.
–¡Ostras! –dijo Harvey en cuanto hubo terminado–, ¿y ahora qué diantres vamos a hacer? Se morirán de hambre.
Renford asintió, pesaroso.
–¿Por qué tuvieron que cerrar la puerta? –dijo.
Parecía pensar que las autoridades deberían haberlo notificado con antelación antes de tomar esa medida.
–¿Estás seguro de que la cerraron? ¿No habrá estado sólo trabada, o algo?
–Me prendí al picaporte durante horas. Pero puedes ir a ver por tí mismo, si quieres.
Harvey fue, esperó a que no hubiese moros en la costa, se aferró al picaporte como una morsa y tiró con todas sus fuerzas. Era tal como había dicho Renford: la puerta estaba cerrada más allá de toda duda.
Esa mañana él y Renford fueron a la escuela con caras largas y un aire general de profunda depresión. Esto tal vez fue una suerte para ellos, porque si su aspecto hubiese sido normal probablemente no habrían atraído la atención de O'Hara. En cambio, cuando el irlandés los encontró en el patio del junior los detuvo y les preguntó si algo andaba mal. Se había sentido interesado por Renford y Harvey desde la aventura del sótano.
La pareja le contó su historia en frases alternadas como la estrofa y la antistrofa de un coro griego (eso que, según creo, los estudiosos del griego llaman "esticomitía"... ¡ajá! Efectivamente).
–¿Así que no podéis entrar porque alguien cerró la puerta, y no sabéis qué hacer? –dijo O'Hara cuando hubieron terminado.
Renford y Harvey le dijeron, a coro, que tal era el estado de la partida en ese momento.
–¿Y os gustaría que yo os los sacara?
Ninguno de los dos se había atrevido a esperar tanto. Lo que buscaban era más bien algunos consejos juiciosos. El que un consumado estratega de la talla de O'Hara se hiciera cargo de su causa era un caso de buena suerte sin precedentes.
–Si pudieras... –dijo Harvey.
–Te estaríamos eternamente agradecidos –dijo Renford.
–Está bien –dijo O'Hara.
Se lo agradecieron elocuentemente.
O'Hara replicó que sería para él un privilegio.
Dijo que le daría lástima que les sucediera algo a esos hurones.
Renford y Harvey volvieron a la escuela sintiéndose mucho más alegres. Si alguien podía sacar a los hurones del atolladero en que estaban, ese alguien era O'Hara.
O'Hara no había albergado ninguna duda cuando hizo su ofrecimiento. Estaba seguro de que podía hacer lo que había prometido. Porque no se le había olvidado que era martes; dicho de otro modo, esa mañana había matemáticas hasta el recreo de las once menos cuarto. Como ya hemos explicado, eso significaba que él podía estar en el pasillo, si quería, mientras el resto de la escuela se hallaba en las aulas. No habría testigos para lo que se proponía realizar.
Pero por una de esas extrañas perversidades del destino que se ven tan a menudo, esa mañana Mr. Banks se había presentado con un estado de ánimo extraordinariamete dócil y paciente. Acciones que en otras ocasiones habían implicado la expulsión de O'Hara de la sala sin esperanza de regreso, ese día eran recibidas con un simple "O'Hara, por favor, no haga eso", o incluso con un "¡O'Hara!" ridículamente inadecuado. Era completamente enervante. O'Hara ya había comenzado a preguntarse con amargura de qué servía molestar, si eso era todo lo que conseguía. Y el tiempo volaba y la promesa hecha a Renford y Harvey seguía sin cumplir.
Se preparó para una nueva ofensiva.
Tan desesperado estaba que recurrió incluso a métodos rudimentaros tales como arrojar pelotas de papel y dejar caer libros. Y cuando un revoltoso verdaderamente científico se rebaja a tanto es que está casi en las últimas. O'Hara detestaba ser descortés, pero le parecía que no podía evitarlo.
El toque de las diez y cuarto mejoró sus posibilidades. En privado, los miembros de la clase habían acordado previamente que a las diez y cuarto todos estornudarían a la vez. El ruidó perturbó considerablemente a Mr. Banks. Su estado de ánimo angelical comenzó a agotarse. Un hombre puede ser paciente, pero también tiene que marcar sus límites.
–Otra exhibición como ésa –dijo con tono severo– y la clase se quedará después de hora. ¡O'Hara!
–¿Señor?
–Silencio.
–Pero, señor, si no he dicho nada.
–Muchacho, estaba usted haciendo un ruido como de gato con la boca.
–¿Qué clase de ruido, señor?
La clase contuvo el aliento. Esta pregunta, especialmente insidiosa, había sido inventada para usos matemáticos por un tal Sandys, que había dejado la escuela a fines del verano anterior. Pocas eran las veces que el profesor contribuía a la felicidad de las naciones respondiendo a la pregunta del modo deseado.
Pero Mr. Banks tenía la guardia baja y cayó en la trampa.
–Un ruido así –dijo tiesamente, y con sumo placer de la audiencia se oyó el sonido melodioso de un "Miau" que dejó muy detrás el intento de O'Hara, y que bien podría rivalizar con el grito de guerra del cazador de ratones más valiente que jamás pisara tejado.
Desde todos los sectores del aula surgió una tormenta de imitaciones. Mr. Banks se puso rosado y fue directamente a la raíz del distubrio, expulsando en el acto a O'Hara.
O'Hara partió, con la satisfacción del deber cumplido.
El aula de Mr. Banks estaba en la parte más alta del bloque central. Bajó corriendo en silencio las escaleras, tan rápido como pudo. No era probable que el profesor saliera al pasillo para ver si seguía allí, pero podía suceder, y era mejor correr el menor riesgo posible.
Voló hasta el bloque junior, levantó la puerta-trampa y saltó dentro. Recordaba dónde estaban los hurones y no tuvo problemas para hallarlos. Un minuto después estaba de regreso en el pasillo, con la trampa bien cerrada tras él.
Ahora se preguntó qué convendría hacer con ellos. Debía encontrar un sitio seguro, o sus esfuerzos habrían sido en vano.
Se le ocurrió que detrás de la pista de fives*Juego similar al frontón. sería un buen lugar. Nadie iba jamás por allí. Significaba correr trescientas yardas, ida y vuelta, y cabía la posibilidad de que alguno de los Poderes lo viese. En ese caso le resultaría difícil explicar que estába haciendo en medio de los terrenos, en posesión de un par de hurones, cuando las agujas del reloj todavía marcaban las once menos veinte.
Pero las apuestas estaban a su favor. Se arriesgó.
Cuando volvió a sonar la campana para el recreo de las once menos cuarto, los hurones estaban en su nuevo hogar, disputando alegremente un trozo de carne (contribución de Renford, hecha aparte durante el desayuno), y O'Hara, con el aspecto de no haber dejado el pasillo en absoluto, se abría camino entre la clase de matemáticas que se alejaba para presentar sus disculpas a Mr. Banks, como era su costumbre, por su vergonzoso comportamiento durante la lección de la mañana.