El bate de oro : XIX. La visita del alcalde

Los prefectos de la escuela de Wrykyn tenían que escribir ensayos semanales para el director. Aquellos que habían obtenido becas para la Universidad o que iban a presentarse al año siguiente solían llevarle sus ensayos después de clase y leérselos: una práctica poco popular, apta para destruir los nervios y emparentada con el suicidio. Trevor había ganado una beca el último noviembre. Tenía que estar en la casa del director a las seis en punto del martes siguiente. Pensaba en la fecha de esta presentación no sin recelo. El tema de ensayo para esa semana era "Lo que es comida para uno es veneno para otro", y Clowes, que sostenía que un ensayo de inglés era el medio adecuado para desatar su frivolidad intempestiva, había insistido en que comenzase así: "Aunque no puedo en conciencia llegar al extremo de decir que lo que es comida para uno es veneno para otro, ciertamente no dejo de tener la opinión de que aquello que es altamente beneficioso para uno puede ser, por el contrario, extremadamente pernicioso para otro de diversa constitución, y de hecho completamente mortal".

Trevor no estaba seguro de que el director se lo tragaría. Pero Clowes había se había plantado tan firme ante su sugerencia de que tal vez convenía omitirlo que al final lo había dejado.

A las cinco y media estaba dando los últimos retoques a esa joya de la literatura inglesa cuando entró Milton.

–¿Ocupado? –dijo Milton.

Trevor respondió que no tardaría más de un minuto.

Milton tomó asiento y esperó.

Trevor borró dos palabras, las reemplazó, hizo un par de manchas pintorescas y, dejando la pluma, anunció que había terminado.

–¿Qué pasa? –dijo.

–Es sobre la Liga –dijo Milton.

–¿Averiguaste algo?

–No mucho. Pero he estado preguntando. ¿Recuerdas que te pedí que me dejaras ver esas cartas que tienes?

Trevor asintió. Había sido el sábado anterior.

–Bueno, quería mirar los sellos.

–Por Júpiter, no se me había ocurrido.

Milton prosiguió con el tono profesional del detective que en el último capítulo del libro explica cómo lo supo.

–Como lo suponía, descubrí que las dos cartas provenían del mismo sitio.

Trevor sacó las cartas en cuestión.

–Es cierto –dijo–, de Chesterton.

–¿Conoces Chesterton? –preguntó Milton.

–Sólo de nombre.

–Es un caserío, a unas dos millas de aquí, pasando las quebradas. Hay un solo negocio en el lugar, que es oficina de correos, tabaquería y todo lo demás. Se me ocurrió que si iba y preguntaba por las cartas tal vez recordarían quién las envió, si les mostraba una fotografía.

–¡Por Júpiter, claro! ¿Lo hiciste? ¿Y qué sucedió?

–Fui ayer a la tarde. Llevé media docena de fotos de varios de los chicos, incluido Rand-Brown.

–Espera un momento. Si Chesterton está a dos millas, Rand-Brown no pudo enviar las cartas. No habría tenido tiempo después de clase. Estuvo en la escuela las dos tardes anteriores a que yo recibiera las cartas.

–Lo sé –dijo Milton–. En ese momento no se me ocurrió.

–¿Entonces?

–Una de las cosas que tiene la oficina de correos de Chesterton es que no hay un buzón afuera. Hay que entrar al negocio y entregar lo que quieres enviar en el mostrador. Pensé que eso me iba a favorecer. Pensé que tenían que acordarse de quién entregó las cartas. No debe haber muchos en un lugar así.

–¿Y se acordaban?

–Recordaban perfectamente que las cartas habían sido entregadas, pero en cuanto a quién lo había hecho no tenían idea. Había una vieja en la tienda, calculo que de unos trescientos diez años. No diré que alguna vez haya sido inteligente, pero ahora chocheaba. Comencé invirtiendo un chelín en unos caramelos de aspecto venenoso. Después se los regalé a un chico del pueblo que encontré afuera. Espero no haberlo matado. Entonces, habiendo preparado el campo de ese modo, pesqué las fotografías, mencioné las cartas y la fecha en que habían sido enviadas, y le pedí que hiciera un esfuerzo e identificara al remitente.

–¿Lo hizo?

–Amigo mío, los identificó a todos. El primero era Clowes. Estaba dispuesta a jurar que él había sido el tipo que envió las cartas. Entonces puse una tuya sobre el mostrador, y sembré así la semilla de la duda. Dijo que estaba segura que había sido uno de esos "muuchachos", pero no podía decidir cuál. Para mantenerla entretenida disparé la foto número tres: Allardyce. También lo identificó. Al cabo de diez minutos estaba segura de que era uno de los seis (siendo los otros Paget, Clephane y Rand-Brown), pero no iba a jugarse por uno u otro. Como ya se me había acabado la reserva de fotografías y me estaba cansando un poco del juego me levanté para irme, pero en ese momento salió otro personaje de Chesterton de una habitación que estaba detrás. Era casi un niño, no más de ciento cincuenta, así que, para gastar el último cartucho, lo abordé con el tema. Miró las fotografías cosa de media hora, murmurando que "no era éte", "éte taampoco" y cosas por el estilo, hasta que comencé a sentir que ya había tenido suficiente. Entonces salió a relucir que el tipo que había enviado las cartas era un "muuchacho" rubio, no tan grande como yo...

–Lo cual no ayuda gran cosa –dijo Trevor.

–...y que era "todo un cabaieerito". Así que lo único que tenemos que hacer es buscar a algún joven duque de aspecto y modales pulidos, con rubias guedejas.

–Hay trescientos sesenta y siete tipos rubios en la escuela –dijo tranquilamente Trevor.

–Qué raro, creía que eran trescientos sesenta y ocho –dijo Milton–. Pero tal vez me haya equivocado. De todos modos, ahí tienes el resultado de mis investigaciones. Si puedes sacar algo en claro, que te aproveche. Adiós.

–Medio segundo –dijo Trevor mientras se levantaba–; ¿el tipo tenía gorra de alguna clase?

–No. Iba con la cabeza desnuda. No esperarás que se delate llevando la gorra de su residencia, ¿no?

Trevor llegó a la casa del director con este descubrimiento dándole vueltas en la cabeza. Como pista no era gran cosa, pero una pista mínima es mejor que nada. Saber que quien enviaba las cartas de la Liga era rubio estrechaba un tanto la búsqueda; al menos eliminaba a quienes tenían el pelo francamente negro. Además, combinando su información con la de Milton, tal vez pudiese estrechar aun más las perspectivas. Sabía que el educado escritor debía estar en Seymour's o en Donaldson's. El número de jóvenes rubios en las dos residencias no era muy alto. De hecho, en ese momento no podía recordar a ninguno, lo cual más bien complicaba las cosas.

Llegó a la puerta del director y llamó. Lo condujeron a una habitación al costado del salón, cerca de la puerta. El mayordomo le informó que el director en ese momento estaba ocupado. Trevor, que había ya cruzado la puerta principal muchas veces para ver al director por negocios, conocía superficialmente al mayordomo y le preguntó de quién se trataba.

–Sir Eustace Briggs –dijo el mayordomo y desapareció en dirección a su cubil detrás del separador de bayeta, en el extremo del salón.

Trevor entró en la habitación, que era una especie de estudio auxiliar, y se sentó, preguntándose qué había llevado al alcalde de Wrykyn a ver al director a una hora tan avanzada.

Un cuarto de hora después un sonido de voces vino a perturbar su tranquilidad. El director venía por el salón con intención de acompañar a su visitante a la salida. La puerta de Trevor estaba abierta de par en par, de modo que pudo oír con claridad lo que se decía. No tenía ningún interés por hacer de curioso, pero este papel le fue impuesto a la fuerza.

Sir Eustace parecía excitado.

–De ningún modo es mi costumbre –iba diciendo– plantear quejas innecesarias acerca de la conducta de los jóvenes a su cuidado. –Sir Eustace Briggs sentía un profundo disgusto por las formas más breves y coloquiales de la lengua. Habría preferido morir antes que decir algo por el estilo de "quejarme de sus chicos" en vez de la fórmula mayestática que había usado. Hablaba como si disfrutase eligiendo las palabras. Daba la impresión de que se paraba y pensaba antes de cada palabra. Las malas lenguas (celosas de su exitosa carrera) solían decir que hacía eso por miedo a comerse las eses, si relajaba su vigilancia.

–Pero –continuó– me veo contra mi voluntad obligado a extraer la desagradable conclusión de que el deleznable ultraje hacia el que yo y la Prensa de la ciudad hemos querido llamar la atención de usted ha sido cometido por uno de lo muchacho... perdón, de los muchachos a que me he referido.

–Haré una investigación minuciosa, Sir Eustace –dijo la voz de bajo del director.

–Se lo agradezco –dijo el alcalde–. En las presentes circunstancias, soy de opinión de que es lo más aconsejable. Aquel sujeto Samuel Wapshott, de cuya narración recientemente he hecho a usted una somera síntesis, afirmó en términos nada vacilantes haber hallado, al pie de la estatua contra la que se perpetró el deleznable ultraje, un pequeño adorno, con la forma de los bates que se utilizan en el juego de cricket. Este adorno, según afirma (si con verdad o no, no sé decirlo), lo entregó a un joven de edad correspondiente a la división superior de esta escuela. El joven afirmó que era de su propiedad, según se me dio a entender.

–Se hará una investigación minuciosa, Sir Eustace.

–Se lo agradezco.

Entonces la puerta se cerró y la conversación terminó.


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