El bate de oro : XXIV. Conclusión

El siguiente episodio de nuestra historia es el relato que hizo Charles Mereweather Cook, day-boy, de catorce años de edad.

Cook llegó a la escuela el diez de marzo exactamente a las nueve en punto, y muy excitado.

Decía que había habido un lío en la ciudad.

Al ser interrogado, dijo que había sido un lío de los buenos, el de la ciudad.

Durante las clases de la mañana entró en detalles, susurrando al oído de Knight, de la Residencia Central, que estaba sentado junto a él.

¿Qué clase de lío?, quiso saber Knight.

Cook reveló que había pasado en bicicleta frente a la entrada del Parque Recreativo, camino de la escuela, cuando su mirada se vio atraída por el tumulto de un grupo de hombres del otro lado del portón. Parecía que se estaban peleando. El testigo no quiso quedarse a mirar, aunque bien que le hubiera gustado. ¿Por qué no? Bueno, porque había salido tarde, y ya en ese momento tenía que picar si quería llegar a la escuela a horario. Y ya había llegado tarde el día anterior, y tenía miedo de que el viejo Appleby (maestro de su curso) le daría una buena si volvía a llegar tarde. Así que no tenía idea de por qué se estaban peleando esos tipos, pero apostaba que volverían a oír del asunto. ¿Por qué? Porque, por lo que había visto, era un asunto de los gordos. Había el menos trescientos tipos en la pelea. (Aporte burlesco de Knight: "¿No habrá sido más?"). Bueno, eran al menos cien. Cincuenta de cada lado. Y dándose con todo. Apostaría a que el Wrykyn Patriot diría algo al respecto al día siguiente. No le extrañaría que hubiese algún muerto. ¿Y por qué se estaban peleando? ¡Qué podía saber él!

En ese momento Mr. Appleby, que durante los últimos cinco minutos había estado tratando de detectar de dónde venía ese susurro, lo descubrió por fin, y solicitó de inmediato a los señores Cook y Knight que le copiaran doscientos versos, añadiendo que si volvía a oírlos hablando los dejaría en clase extra. Desde ese momento reinó absoluto silencio.

Al día siguiente, mientras la clase peleaba con las hazañas, más o menos excitantes, de César en las Galias, Maese Cook extrajo de su bolsillo un recorte de periódico. Tras hundir un poderoso codazo en las costillas de Knight para llamar su atención, pasó el recorte a su amigo y realizó una mímica destinada a darle a entender que lo leyese. Knight, falto de todo interés por las hazañas de César en las Galias, y teniendo en consecuencia bastante tiempo libre a su disposición, no dejó de hacerlo. El recorte se titulaba "Lamentable reyerta", y estaba escrito con el estilo elegante que distinguía al Wrykyn Patriot.

"Lamentamos tener que informar", decía, "acerca de otra de aquellas deplorables ebulliciones de los hooligans locales a que ya en otra dolorosa ocasión hemos tenido el deber de referirnos. El Parque Recreativo fue ayer escenario de la exhibición de salvajismo más brutal que jamás ha manchado la reputación de esta ciudad. Nuestros lectores recordarán cómo, en una ocasión anterior, cuando se halló la hermosa estatua de Sir Eustace Briggs cubierta de alquitrán, atribuimos esta acción a la malevolencia del sector radical de la comunidad. Los hechos nos han dado la razón. El día de ayer se descubrió a un grupo de jóvenes pertenecientes al partido rival en el acto mismo de reiterar la ofensa. Ya habían aplicado una gruesa capa de alquitrán cuando aparecieron varios miembros de la facción rival. Siguió a esto una pelea campal de naturaleza especialmente violenta, con el resultado de que, antes de que la policía pudiese intervenir, varios de los combatientes habían recibido lesiones severas. Por suerte la policía llegó y, con grandes dificultades, pudo poner fin a la reyerta. Se realizaron diversos arrestos.

"No es nuestro deseo desalentar la legítima rivalidad entre partidos, pero creemos estar en nuestro derecho al protestar contra estratagemas tan bajas como esta a que nos hemos referido. Podemos asegurar a nuestros oponentes que no han de ganar nada siguiendo tales políticas."

Había mucho más, que daba a entender que había llegado el momento de que todos los hombres de bien acudiesen en auxilio del partido, y que los constituyentes de Sir Eustace Briggs debían tener cuidado de no fallar en esta hora de necesidad, etcétera. Esto era lo que el Wrykyn Patriot tenía para decir sobre el tema.

O'Hara se las arregló para hacerse con una copia del periódico y se lo mostró a Clowes y Trevor.

–Así pues –dijo–, todo se ha arreglado, como veréis. Nunca sospecharán que no fueron las mismas personas las que cubrieron de alquitrán la estatua en las dos ocasiones. Y ya tienes tu bate de vuelta, así que todo se ha arreglado, como veréis.

–Lo único que te debería preocupar ahora –dijo Clowes– es tu conciencia.

O'Hara dio a entender que trataría de vivir con ello.

–Pero ¿no fue un golpe de suerte –dijo– que hayan ido a alquitranar la estatua de Sir Eustace otra vez, tan poco tiempo después de que lo hiciéramos Moriarty y yo?

Clowes dijo con toda seriedad que esto ponía en evidencia el poder de un buen ejemplo.

–Sí. No se les hubiera ocurrido, si no hubiera sido por nosotros –dijo O'Hara con la voz ahogada por la risa–. Ahora me pregunto si no habrá algo más que podamos hacer con esa estatua –añadió, meditabundo.

–Mi estimado lunático –dijo Clowes–, ¿no te parece que por este curso ya has hecho suficiente?

–Psé, bueno –replicó O'Hara reflexivo–, supongo que tal vez sea así.

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El curso se acababa. Donaldson's ganó la final de la copa entre residencias por unos veintiséis puntos. Tal como habían esperado, había sido uno de los juegos más fáciles de toda la competencia. Sus oponentes, de Bryant's, no eran muy poderosos, y sólo habían llegado a la final porque les habían tocado rivales fáciles en el sorteo. La verdadera final, la que había decidido quién se quedaría con la copa, había sido Donaldson's vs. Seymour's.

Llegaron también las competencias de Aldershot. Drummond y O'Hara se cubrieron de gloria y regresaron con medallas de plata. Pero Moriarty, para decepción de la escuela (que daba por descontado que ganaría la de medianos) se encontró en la final con un sujeto vigoroso de St. Paul's, y quedó prematuramente fuera en el tercer round. No obtuvo, por lo tanto, más que una medalla de bronce.

La relación de Trevor con el bate terminó recién el domingo siguiente a las competencias; por lo menos en lo que se refería al carácter desagradable del bate, es decir, como evidencia que podía ser usada en su contra. Había ido a cenar con el director, junto con Clowes y Milton. El director casi siempre invitaba a algunos de los prefectos a cenar los domingos, durante el curso. Quiso la casualidad que Sir Eustace Briggs estuviese presente. Había retirado sus insinuaciones con respecto al papel que supuestamente había desempeñado un miembro de la escuela en el asunto de la estatua y el alquitrán, y el director había sellado la entente cordiale invitándolo a cenar.

Una persona común probablemente habría considerado mejor no tocar el delicado asunto. No así con Sir Eustace Briggs, que había iniciado el tema y no lo soltaba. Durante toda la cena prácticamente no habló de otra cosa.

–Mis sospechas –dijo, rimbombante, hacia el final del festín–, que, me alegra decirlo, han demostrado ser completamente carentes de fundamento y sentido, fueron instigadas, como ya he tenido ocasión de decir, por el relato de aquel sujeto Samuel Wapshott.

Ninguno de los presentes sentía el menor deseo de saber lo que aquel sujeto Samuel Wapshott tenía para decir, pero Sir Eustace no se amilanó y continuó como si todos los comensales estuviesen pendientes de sus palabras.

–Aquel sujeto Samuel Wapshott –dijo– afirmó taxativamente que entregó un pequeño adorno de oro, con la forma de un bate, a un joven de edad correspondiente a la de los muchachos presentes.

El director lo interrumpió. Era evidente que ya había oído suficiente acerca de aquel sujeto Samuel Wapshott.

–Seguramente se confundió –dijo, cortante–. El bate que Trevor lleva en la cadena de su reloj en este preciso instante es el único de esa clase de que tengo conocimiento. Usted en ningún momento lo perdió, Trevor, ¿no es cierto?

Trevor pensó durante unos instantes. Él no lo había perdido. Respondió, diplomático:

–Ha estado guardado en un cajón durante casi todo el curso, señor.

–En un cajón, ¿eh? –observó Sir Eustace Briggs–. ¡Ah! Un sitio muy adecuado, muchacho. En mi opinión es el mejor lugar para guardarlo.

Y Trevor estuvo de acuerdo, haciendo mentalmente la salvedad de que eso dependía de quién fuese el dueño del cajón.


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