PGW según Stephen Fry

Stephen Fry es un popular actor y comediante inglés. El siguiente texto aparece incluido como prólogo en la recopilación de textos «What ho! THe best of P. G. Wodehouse», editada en español con el título «¡Pues vaya!»

¡Qué mortales tan afortunados, qué mortales tan afortunados son ustedes! Ante sus ojos van a desplegarse las historias mejores y más divertidas del mejor y más divertido escritor que haya vivido en el pasado siglo. El doctor sir Pelham Grenville Wodehouse (pronunciar Vud-jaus) desafía los superlativos. Si su única contribución a la literatura hubieran sido el personaje de lord Emsworth y el castillo de Blandings, tendría asegurado un puesto en la historia. Si no hubiera escrito de nadie más que de Mike y de Psmith, aún sería celebrado hoy como el mejor y más brillante de nuestros escritores cómicos. Si el único tema de sus obras hubieran sido las historias de Jeeves y de Wooster, aún se le aclamaría como el Maestro. Si nos hubiera dado sólo a Ukridge, o nada más que los recuerdos de la familia Mulliner, o nos hubiera mantenido exclusivamente a base de sus historias de golfistas, aun así Wodehouse sería considerado inmortal. Que nos diera todo eso y más -muchísimo más- es nuestra gran fortuna y el testamento que le debemos al autor más trabajador, prolífico y generoso que jamás se haya sentado a escribir, estrujado la mollera y pergeñado una frase.

Si yo les dijera que la característica de Wodehouse que mejor lo define como hombre fue su profesionalidad, probablemente me dirían que lo estaba haciendo parecer un tipo aburrido. En nuestros grandes hombres buscamos excentricidad, rarezas sexuales, traumas familiares y demonios personales. Wodehouse, que conocía bien lo que se esperaba de los escritores, solía disculparse por haber tenido una infancia que fue «tan normal como el pudín de arroz» y una vida que consistía en poco más que «sentarse ante una máquina de escribir y maldecir un poco».

El único episodio realmente controvertido de la vida de Wodehouse -sus emisiones de radio para los amigos de Berlín mientras fue retenido por los alemanes en Francia y en Bélgica durante la Segunda Guerra Mundial- ha sido sacado a la luz de cuando en cuando por los maldicientes y los ignorantes. No valdría la pena mencionarlo aquí si no hubiera sido desenterrado recientemente, junto con algunos titulares periodísticos totalmente injustos de la prensa británica que unían el nombre de Wodehouse con adjetivos como nazi, fascista y traidor. Cualquiera que haya examinado detenidamente el asunto estará de acuerdo con el funcionario del Foreign Office que escribió que era improbable...

... que alguien niegue en serio que el «affaire Wodehouse» fue una tormenta en un vaso de agua. Está perfectamente claro para cualquier observador sin prejuicios que el señor Wodehouse realizó sus célebres emisiones con toda inocencia y sin ningún propósito censurable. Se le atribuye una actitud mental completamente apolítica; gran parte del furor que causaron los comentarios fue resultado de envidias literarias.

Esto se escribió en 1947 y expresa un punto de vista compartido por Malcolm Muggeridge, quien fue uno de los funcionarios enviados para entrevistarse con Wodehouse cuando fue liberado París, y por George Orwell en su celebrado ensayo de 1945 En defensa de P. G. Wodehouse: «... en el caso de Wodehouse, si lo forzamos a retirarse a los Estados Unidos y a renunciar a su ciudadanía británica, acabaremos avergonzándonos horriblemente de nosotros mismos.» Está el hecho también de que, durante décadas después de haber sido pronunciadas, las emisiones de Wodehouse (que fueron hechas para comunicarse con sus miles de lectores en los Estados Unidos) fueron utilizadas -por la CIA, entre otros- como modelos de cómo había que tomar el pelo a quien te tiene preso mediante el empleo de la ironía. Para conocer las opiniones de Wodehouse sobre los fascistas, uno no tiene más que consultar las descripciones de sir Roderick Spode en El código de los Wooster (incluido en esta antología) para ver cómo un inocente político puede ser capaz de escribir una sátira demoledora. Pero no vale la pena insistir en el tema. Si ese episodio revela alguna cosa es el «misticismo» de Wodehouse: una cualidad que brilla en toda su obra y que en estos tiempos nuestros tan enlodazados e ignorantes debería ser celebrada como una singular bendición.

Muchos han intentado «explicar» a Wodehouse, psicoanalizar su mundo, colocar sus creaciones bajo el microscopio de la crítica literaria moderna. Semejante proyecto, como observaba un artículo publicado en Punch, es semejante a «probar un soufflé con una pala». Su mundo de desdeñosas y desaprobadoras tías, mayordomos severos aficionados a hacer de carabinas, tíos impacientes, chicas de aspecto deportivo, jóvenes atildados que se lanzan unos a otros bollos de pan en los comedores de los clubs, pero se ruborizan y tartamudean en presencia de personas del sexo opuesto..., pueden ser presentados como prueba de hallarnos ante el mundo de un hombre anclado en una permanente preadolescencia. Las camas, en Wodehouse, no son escenarios de pasiones y deseos carnales, sino unos muebles muy a propósito para ocultarte cuando te persiguen. Las chicas son ángeles de perfección, o marimachos de disparatadas ideas, o severas institutrices empeñadas en mejorar y educar a cuantos se ponen a su alcance, o alegres hermanas que no suponen ninguna amenaza para la paz perfecta que ofrece al hombre el estado de soltería. En el mundo de Wodehouse no hay tampoco ningún lugar para la pobreza. Un tipo puede estar sin blanca, porque su tía, tutor o padre se muestren remisos a soltar la pasta y sus amigos no sean proclives a dejarse sablear cinco libras para sacar de apuros a un camarada, pero las privaciones y la miseria están ausentes de la diversión. Wodehouse escribió mucho durante todo el tiempo que duró la Primera Guerra Mundial, pero jamás se refirió a ella. No hay soldados que regresan a casa ni alusiones a los zepelines o al frente.

Todo ello parecería, ciertamente, infantil, irrelevante y frívolo, si no fuera por el extraordinario, mágico y bendito milagro de la prosa de Wodehouse: una prosa que disipa las dudas como el sol disipa las sombras; una prosa que convierte cualquier crítica, ya sea positiva o negativa, en algo absolutamente inane y francamente necio. Esa prosa vindica una palabra que se emplea a menudo a la hora de hablar sobre Wodehouse: «inocencia». El propio Wodehouse, como ya he mencionado antes, fue un ser inocente; pero -y eso es más importante todavía- los mundos de ficción que creó eran inocentes también. Evelyn Waugh los comparó al Edén antes de la caída, y esa misma descripción -como un mundo idílico anterior al pecado original- aparece una y otra vez en los comentarios y artículos acerca de su obra. La inocencia, la verdadera inocencia adulta, es una característica tan poco frecuente que a menudo la calificamos de «bendita» y la atribuimos sólo a los santos. Habitar en un mundo de ficción donde reina la verdadera inocencia es, a mi entender, la singular cualidad que comunica la experiencia de leer a Wodehouse. En él se nos presenta todo hecho con tan aparente facilidad y fluidez, que uno tiene tendencia a olvidar la excepcional maestría artística y el duro trabajo que conlleva.

Cuando a Hugh Laurie y a mí se nos ofreció el inmenso honor y la aterradora responsabilidad de interpretar los papeles de Bertie Wooster y Jeeves en una serie de adaptaciones para la televisión, enseguida nos dimos cuenta de que nos enfrentábamos a un enorme problema. Los tres grandes logros de Wodehouse son Trama, Personajes y Expresión. De ellos, el mayor de todos es, con mucho, el problema de la Expresión: el del lenguaje. Si todos los implicados en la versión para la televisión tuviéramos un nivel razonable de competencia en nuestro oficio, cabía esperar que seríamos capaces de transmitir de alguna manera una idea aproximada de los argumentos de las narraciones y revelar buena parte del carácter de sus personajes. Pero el lenguaje, en cambio..., sólo podríamos arañar la superficie del lenguaje. «Arañar la superficie» es una expresión que a menudo se emplea sin reflexionar en lo que decimos. Para empezar, una superficie arañada, por fácil que nos resulte olvidarlo, es una superficie dañada. El lenguaje de Wodehouse vive y respira en su forma escrita e impresa. Oscila privadamente entre la página y el lector. El momento en que es leído o interpretado es un momento crítico, comprometido. Es, por citar a Oscar Wilde a propósito de otro tema, «como un fruto exótico y delicado... que, con sólo tocarlo, pierde su lozanía». Arañen ustedes su superficie, en otras palabras, y le habrán causado un daño irreparable. Nuestra única esperanza al hacer aquella serie de televisión era que las historias y los personajes pudieran procurar por sí mismos suficiente placer para inspirar en el espectador el deseo de tomar un libro y trabar contacto con lo Auténtico. Permítanme recurrir a un ejemplo, que tomo completamente al azar. Abro un libro de relatos cortos de Jeeves y Wooster y me encuentro a Bertie y a Jeeves hablando de un joven llamado Cyril Bassington-Bassington...

-Nunca oí hablar de él. ¿Le suena a usted ese nombre, Jeeves?
-Estoy familiarizado con el apellido Bassington-Bassington, señor. La familia Bassington-Bassington cuenta con tres ramas: los Bassington-Bassington de Shropshire, los Bassington-Bassington de Hampshire y los Bassington-Bassington de Kent.
-Inglaterra parece bien nutrida de Bassington-Bassingtons...
-Tolerablemente, señor.
-Vamos..., que no hay riesgo de que se produzca una repentina escasez, ¿verdad?

Bueno..., por mucho que los actores se esfuercen, esta conversación siempre funcionará mejor cuando se encuentre en medio de una página. Es cierto: sería divertida incluso interpretada como un diálogo dramático, pero no hay actores tan buenos como los actores que cada uno de nosotros llevamos dentro de nuestras cabezas. Y éste es realmente el quid de la cuestión: uno de los maravillosos privilegios de la lectura de Wodehouse es que hace que nos sintamos mejores de lo que somos porque obtenemos un sentimiento de satisfacción personal a través de la risa mutuamente creada. Respondiendo en su propia cabeza al ritmo y al tempo de la página, el lector tiene la sensación de haber hecho que el invento funcione. Por supuesto que le reconocemos a Wodehouse el mérito de haberla escrito, pero es nuestra respuesta la que valida el experimento. Cada coma, cada «señor», cada «¿verdad?» es algo que nosotros hacemos funcionar en la acción de leer. «El mayor prosista vivo», «el Maestro», «el modelo de mi profesión», «comparable con Shakespeare», «un maestro del lenguaje»... Si ustedes nunca hubieran leído a Wodehouse y sólo conocieran el mundo que sus libros habitan, sería disculpable que enarcaran las cejas, sorprendidos, ante esos elogios que han prodigado a un «mero» autor cómico escritores como Compton Mackenzie, Evelyn Waugh, Hilaire Belloc, Bernard Levin y Susan Hill. Pero, una vez se metan ustedes dentro del soufflé, una vez empiecen a moverse en esa milagrosa montaña de hallazgos verbales, la aparente adulación comienza a tener sentido. El ejemplo es más útil que la descripción. Permítanme citarles varias perlas más, tomadas asimismo al azar. Un rasgo muy propio de Wodehouse es la transferencia de epítetos: «Encendí un complacido cigarrillo» o «Ensarté una melancólica porción de huevos con tocino». También son características sus comparaciones sublimemente hiperbólicas: «Roderick Spode. Un grandulón con un bigotillo y el tipo de mirada capaz de abrir una ostra a sesenta pasos de distancia», o «Las patillas del jefe de estación eran un matorral victoriano y daban la impresión de haber crecido en un invernadero». He aquí un ejemplo que ciertamente prueba lo que estoy diciendo acerca de que su prosa funciona sobre todo cuando la encontramos escrita. De poco sirve en este caso la expresión oral...

-¿Sir Jasper Finch-Farrowmere? -preguntó Wilfred.
-ffinch-ffarowmere -corrigió el visitante, al detectar las mayúsculas con su sensible oído.

En la que fue casi la primera novela de Wodehouse que leí figuraba este pasaje, que mezcla típicamente técnicas de gran precisión paródica (ficción romántica y detectivesca, gran periodismo, novela del Oeste), la metáfora cómicamente inapropiada, la extravagancia del absurdo y muchas otras cosas más. Bastó para engancharme por completo.

-No me culpes a mí, Pongo -dijo lord Ickenham-, si lady Constance te observa a través de sus impertinentes. Aunque, ¡bendito sea Dios!, no puedes comparar los impertinentes actuales a los que había cuando yo era niño. Recuerdo cierto día que paseaba con mi tía Brenda por Grosvenor Square, llevando a su chucho, Jabberwocky, cuando se acercó un policía a decirle que el animal debía llevar un bozal. Mi tía no dijo palabra. Se limitó a sacar los impertinentes de su funda y a mirar al hombre a través de sus lentes, para que a éste se le cortara la respiración y cayera de espaldas contra la verja, sin más daño físico que una espantosa mirada de horror en sus ojos desorbitados, como si acabara de tener una visión horrible. Hicieron venir a un médico y se las arreglaron para hacerle recobrar el sentido, pero nunca volvió a ser el mismo. Tuvo que dejar el cuerpo y, con el tiempo, se metió en el negocio de los ultramarinos. Así fue como inició su carrera Thomas Lipton.

De cuando en cuando Wodehouse se permite la que casi podríamos considerar una sátira mundana:

Dígase lo que se quiera en favor de los victorianos, es un hecho generalmente admitido que muy pocos de ellos eran de fiar cuando se veían con una paleta de albañil y un montón de ladrillos a mano.

Luego está este otro pasaje, en el que lord Emsworth reflexiona sobre el tarambana de su hijo menor, Freddie Threepwood.

A diferencia del bacalao macho, que, una vez convertido en padre de tres millones quinientos mil bacaladitos, decide animosamente quererlos a todos, el aristócrata de nuestros tiempos se da cuenta de que su hijo menor es un perfecto incordio.

Si ustedes son inmunes a este tipo de humor, entonces, para decirlo con una de las citas de Shakespeare preferidas por Wodehouse, es probable que sólo estén hechos para las traiciones, las estratagemas y las rapiñas. No analicen su luminosa perfección. Limítense a gozar de su cordialidad y esplendor. Como Jeeves, Wodehouse es un caso aparte y analizarlo, en último término, no sirve de nada.

La colección que tienen ante ustedes es, como cualquier antología, incompleta por definición, personal y discutible. Su fuente, sin embargo, es, creo yo, única. La selección se ha hecho sondeando las opiniones de los miembros de seis diferentes sociedades consagradas a Wodehouse en distintos lugares del mundo. Ningún buen aficionado a Wodehouse diría jamás que su gusto es mejor, más certero y profundo que el de cualquier otro lector, pero al menos puede estar seguro de que estas historias y fragmentos han sido escogidos por hombres y mujeres que han leído, si no todo cuanto salió de la máquina de escribir del Maestro (no todo el mundo tiene acceso a libros raros como The Prince and Betty, por ejemplo, o su William Tell), sí, al menos, casi todo cuanto publicó. Este libro, pues, puede ser considerado justamente un rompecabezas o un muestrario, como las botellitas de muestra que nos ofrece un comerciante en vinos para excitar nuestro paladar. Hay en él una representación suficiente de las grandes añadas, que espero basten para complacer al aficionado que desee regalarle a un amigo algo de Wodehouse o necesite tener permanentemente una colección de sus obras en su mesilla de noche. Después de todo, nuestro hombre escribió más de noventa libros, y si a uno lo asalta por la noche el ardiente deseo de leer algo de él, no siempre es aconsejable caminar descalzo hasta la biblioteca para sacar un volumen concreto del estante. Puede ser, pues, sumamente útil tener a mano una selección compacta y manejable, pensada para ustedes. Con esta idea se ha recopilado ¡Pues vaya! Lo mejor de Wodehouse.

La cronología acerca de Wodehouse no es necesariamente fiable ni relevante, pero parece sensato describir sus creaciones en un orden más o menos histórico..., un orden que resulta comprometido por el hecho de que no es infrecuente en él introducir un personaje en un relato corto para sólo más tarde retomarlo y, por así decir, darle cancha. Comenzó a escribir a finales del siglo XIX y siguió escribiendo hasta su muerte, que lo pilló con un manuscrito en su regazo el 14 de febrero de 1975, a la edad de noventa y tres años. Puede, pues, afirmarse claramente que la primera gran creación de Wodehouse, y para algunos la mejor de todas, fue su personaje de Psmith (la «P» inicial es muda). Tomado, según se dice, de la vida real (un tal Rupert D'Oyley Carte, empresario de la Savoy Opera Company), Psmith es un tipo sorprendentemente sofisticado, un antiguo estudiante del viejo Eton expulsado del prestigioso centro, cuyo sensible y delicado sistema nervioso puede sufrir una conmoción por los colores chillones, los puños de celuloide y la simple mención de una raya de los pantalones inadecuadamente planchada. Ha adoptado su propia versión de «socialismo práctico» y conserva hasta el final la costumbre de aludir a quienquiera que sea con el calificativo de «camarada». De la misma manera que Jeeves se dedicaría a sacarle a Bertie una y otra vez las castañas del fuego, Psmith es el eterno salvador del imperturbable y digno de toda confianza Mike Jackson..., el doctor Watson para el Sherlock Holmes de Psmith. De hecho hay un pequeño hilo de autobiografía en la segunda novela de Psmith, Psmith en la City. Mike, cuya única ambición real es jugar al críquet, un deporte en el que es un auténtico genio, ve negada por la mala suerte de su familia la posibilidad de acudir a la Universidad de Cambridge y, en vez de ello, tiene que trabajar para ganarse el pan en el New Asiatic Bank. También el joven Wodehouse se vio obligado a trabajar durante varios años en la City, en el Hong Kong and Shanghai Bank, hasta llegar el momento en que se dio cuenta de que ganaba más escribiendo que cobrando su semanada del banco. La salvación de Mike, empero, no le llegó por sus logros como escritor, sino a través de la ayuda de Psmith. Cuando Psmith y Mike se conocen, en la Sedleigh School, asistimos por primera vez a la aparición del auténtico estilo de Wodehouse. La escena supone un punto de inflexión en la prosa de Wodehouse. Pasa aquí de ser un delicioso escritor de narraciones cortas (un género copiosamente representado en los primeros años del siglo XX) a convertirse en un gran maestro de la comicidad. Puede ser que los tonos y los manierismos de Psmith deriven de personajes ya existentes en la literatura popular, pero su realización y acabamiento son obra exclusiva de Wodehouse. Ningún otro personaje de ficción habla como lo hace Psmith. Buena parte del placer que le causa al lector proviene de su singular impertinencia y de un sentimiento de envidia por no haber sido nosotros capaces de hablar así a los profesores y los superiores que nos hostigaban cuando éramos más jóvenes. Se establece con ello cierta idea del mundo, dividido entre Nosotros (jóvenes irresponsables llenos de esperanzas e irremediablemente optimistas) y Ellos (profesores, directores de banco, vicarios, tías y demás figuras autoritarias). El personaje de Psmith es claramente anterior a la guerra (a la Primera Guerra Mundial, por supuesto), y hasta la última novela, Dejádselo a Psmith (1925), permaneció desconectado de los demás personajes de Wodehouse.

El segundo personaje inmortal de Wodehouse que aparece por esta época fue Stanley Featherstonehaugh Ukridge (pronunciar Stanley Fanshave Iukridge). Ukridge, para no perder sus quevedos, los tiene sujetos mediante un alambre de tapón de botella de refresco de jengibre, lleva pijama debajo de la gabardina, llama a sus amigos «viejo jamelgo», emplea exclamaciones como «¡Por los huesos de mis antepasados!» y está perennemente necesitado de fondos. Maestro de chanchullos, enreda siempre a su principal biógrafo, Corky (hubo otro, que apareció en la novela Amor y gallinas, 1906), en una serie de planes terribles para hacer dinero. El propio Corky es un aspirante a escritor, pero Wodehouse no lo ha tratado como narrador; en realidad, no pasa de ser un pobre y paciente amigo. Las sumas de dinero que están en juego son entrañablemente modestas, lo que revela tanto la fecha en que la novela fue escrita como la inocente existencia de sus héroes. De ordinario, todo cuanto Ukridge necesita es media corona y no mucho más. Y eso porque su vida no tiene mayores horizontes que el siguiente gran plan para hacer dinero. Con media corona, un hombre tiene lo suficiente para cubrir temporalmente sus necesidades. Por lo demás, no le hace falta más que pedir prestados una chistera y un traje de moda, y confiar en su natural encanto. Aún no hemos llegado a la época de los clubs nocturnos y los deportivos de dos plazas. Pero Ukridge es, en conjunto, un tipo entrañable; su amoralidad y alegre despreocupación por los otros no resulta irritable. El espíritu que impregna sus historias es de un optimismo a ultranza y una gran amplitud de pensamiento (como suele decir Ukridge acerca de sí mismo). También es capaz, cuando la ocasión lo requiere, de soltar espléndidas parrafadas:

-Alf Todd -siguió Ukridge, abandonándose a un torrente de imágenes- tiene tantas posibilidades de ganarle como las que tendría un hombre ciego y manco en una habitación a oscuras de meterle dentro de la oreja izquierda a un gato salvaje medio kilo de mantequilla fundida, ayudándose de una aguja al rojo vivo.

Wodehouse conservó siempre su afecto por Ukridge y continuó escribiendo acerca de él hasta 1966, situando siempre sus relatos en una época anterior a la de Wooster. En 1915 Wodehouse publicó Something Fresh (Algo fresco), la primera de sus novelas acerca de los Blandings. Pienso que sabía muy bien lo que se hacía cuando escogió ese título (Something New en la versión americana, porque fresh, después de todo, sugería una alusión algo picante a los castos oídos de un americano...) porque, con la creación del castillo de Blandings, Wodehouse acertaba a dar con un registro original, algo diferente. Empezaba a transitar por su etapa de madurez.

Siempre que se reúnen los amantes de Wodehouse se ponen a discutir entre ellos acerca de cuáles son los mayores logros de Wodehouse: si hay que adjudicar ese trofeo a las historias de Jeeves o a las de Blandings. Finalmente los reunidos se dispersarán sintiéndose un tanto avergonzados por el apasionamiento de sus opiniones, porque son conscientes de que esa discusión tiene tan poco sentido como preguntarse si Dios se lució más cuando creó los Alpes o cuando levantó las Rocosas. Pero la pregunta está condenada a reaparecer porque cada vez que uno lee otra nueva historia de Blandings la sublimidad de ese mundo lo deja boquiabierto. La relación de los personajes residentes en él es más amplia que la de los que componen el canon de los Wooster. Para empezar está el mismísimo lord Emsworth, el cordial y soñador noble cuyo primer amor -las calabazas- se verá pronto suplantado por el más auténtico y avasallador amor de su vida, la Emperatriz de Blandings, la incomparable cerda negra de Berkshire, tres veces galardonada con la medalla de plata al ejemplar porcino más gordo de Shorpshire; está asimismo Connie, la hermana de Emsworth (a cuyos impertinentes oímos ya antes aludir a lord Ickenham, otro huésped habitual del castillo), quien, cuando algo la saca de quicio, suele retirarse a sus habitaciones para refrescarse las sienes con eau de cologne; el eficiente Baxter, secretario de lord Emsworth, un terrible sabueso; otro hermano de Emsworth, Galahad, el último de los Pelícanos (que se nutrían de señoritingos tocados con chistera de seda que vivían por todo lo alto y estaban siendo continuamente expulsados del selecto bar Criterion por los años ochenta y noventa del XIX); está su hijo menor, Freddie, la cruz de la vida de su padre..., muy especialmente cuando decide sentar la ca beza y se convierte en comerciante, el rey de la comida para perros; están Beach, el mayordomo, sir Gregory Parsloe, tía Julia y tía Hermione, y otra media docena de habituales, como lord Bosham, el heredero, y el jardinero de la casa, McAllister... La lista sigue y se le suman con frecuencia jóvenes que habremos conocido en alguna otra parte, como Ronnie Fish y Pongo Twistleton, e incluso el propio Psmith. Con todo ello, Blandings se nos ofrece, en el canon de Wodehouse, como el consumado ideal de las casas de campo inglesas. Su serenidad y belleza bastan para calmar los ánimos más turbulentos. Es todo un mundo en sí, y uno tiene la sensación de que Wodehouse ha volcado en él sus sentimientos más profundos acerca de Inglaterra. Quien ha bebido el agua de su manantial, volverá allí una y otra vez. Excusen mi hipérbole, pero Blandings es así: cala profundamente en el alma de un hombre.

Los jóvenes que cito como visitantes de Blandings son todos miembros de la gran institución imaginaria creada por Wodehouse: el Club de los Zánganos, en Dover Street, por Piccadilly. Hay docenas de relatos individuales acerca de los miembros del club, y dos colecciones principales tituladas Eggs, Beans and Crumpets y jovencitos con botines. El título de la primera deriva de la costumbre de los Zánganos de referirse unos a otros como old egg (viejo huevo), old bean (viejo frijol) o my dear old crumpet (mi querido buñuelo), entre otros apelativos. El Club de los Zánganos es un refugio para los jóvenes ociosos de la ciudad. Seres que, en su mayoría, dependen por completo de las asignaciones de sus forrados tíos. Ciertamente el nombre de «Zánganos» alude al macho de las abejas, que ni trabaja ni se afana, a diferencia de su industriosa prima, la abeja obrera. Miembro arquetípico del club podría ser Freddie Widgeon, intensamente afable, no muy brillante de mollera y siempre enamorándose. El único zángano francamente antipático es Oofy Prosser, el más adinerado y tacaño de todos. Tiene acné, calza zapatos de Lobb y tiene el billetero más firmemente cerrado de Londres. El segundo miembro del club en orden de opulencia financiera es, sin embargo, el más amable de todo. Se trata de Bertram Wilberforce Wooster, descendiente del Señor de Wooster, que se distinguió en las cruzadas y de quien el joven Bertram conserva el estricto código del honor heredado de su antecesor, el código de la prez del caballero, del consumado gentilhombre. Bertie Wooster es, por supuesto, quien tiene empleado a Jeeves, el caballero personal del consumado caballero.

Jeeves hizo su primera aparición literaria en 1917, en la narración corta titulada «Sacando de apuros al joven Gussie», que formaba parte de la colección El hombre con dos pies izquierdos. Wodehouse solía burlarse de sí mismo por no haber visto de inmediato que con Jeeves había encontrado un filón; pero, de hecho, tan sólo dos años más tarde escribió cuatro narraciones más. A partir de entonces, siguió ofreciendo al mundo las historias de Jeeves y Wooster hasta su última novela completa, Aunts Aren't Gentlemen (1974).

Mucho se ha escrito acerca de Jeeves. Sobre su imperturbabilidad, su omnisciencia, su serena penetración de las cosas, su grandilocuencia, su infalible manera de aducir una cita..., sobre su perfección, en suma. Todos nos decimos a veces que ojalá hubiéramos tenido un guía, un filósofo y un amigo así. Pero sería una lástima no prestar atención al personaje de Bertie Wooster. A partir de la mezcla de relatos completos y extractos que se ofrece aquí, podrán ver ustedes que Bertie es mucho más que el tonto del bote o el hijo de papá que la gente imagina a menudo. Que es leal, amable, caballeroso, resuelto y de un carácter espléndidamente bondadoso es algo que no puede dudarse... Pero... ¿es estúpido? Sorprendemos a Jeeves en una ocasión describiéndolo como «mentalmente, un cero a la izquierda». Pero eso tal vez no sea del todo justo. Aunque no comprenda el significado de algo, Bertie está deseando desesperadamente aprender, ansioso de asimilar la sabiduría de su incomparable maestro. Hace lo que puede. Quizá no capte ni la mitad de las citas y alusiones con que Jeeves esmalta su discurso, pero es dócil y trata de ampliar el marco de sus referencias. La proximidad con el gran cerebro lo ha hecho consciente de las posibilidades que entraña el ejercicio del cerebelo. Cuando se debate con una cita o un plan, sus amigos y familiares no valorarán el gran universo jeevesiano de alusiones y de «psicología del individuo» en el que Bertie está tratando de entrar, y se apresurarán a espetarle enseguida: «¡No digas tonterías, Bertie!», demostrando con ello una impaciencia que nosotros, como lectores, sabemos injusta. Después de todo, es a través del lenguaje de Bertie como conocemos a Jeeves, y es a través de sus ojos y sus oídos por donde funcionan sus historias. El genio de Wodehouse en este canon radica en su plena realización de Bertie como narrador en primera persona. Todas las demás narraciones (con la excepción de las de Ukridge) se basan en una narrativa impersonal estándar. El particular goce que nos causan los relatos de Jeeves deriva de la deliciosa sensación que nos produce vernos enteramente en manos de Bertie. Su forma aparentemente confusa de expresarse es reveladora, por un lado, de su carácter, pero a la vez tiene la virtud de desarrollar la narración con una extraordinaria economía de medios y asombrosa vitalidad. Puesto que las historias de Jeeves a menudo están conectadas unas con otras, con frecuencia Bertie se verá en la necesidad de repetirse, lo que hace con suma sencillez. Se le invitará a hacerlo más de una vez, por ejemplo para recordar al lector lo ya dicho acerca de la terrible hija de sir Roderick Glossop. El primer ejemplo muestra una versión de Bertie inspirada en la poesía victoriana (en este caso, en la fragante Felicia D. Hemans):

En cierta ocasión me comprometí con su hija Honoria, una espantosa exhibición de dinamismo, que leía a Nietzsche y tenía una risa como de olas rompientes contra una agreste costa rocosa.

Otra descripción de las mismas características de Honoria nos ofrece una mezcla de símiles sumamente típica de Wooster:

Honoria... es una de esas chicas robustas y dinámicas que tienen la musculatura de un peso welter y una risa semejante a un escuadrón de caballería cruzando a la carga un puente de lata.

En ocasiones el discurso de Bertie tiende a una forma de imágenes cómicas tan perfecta, que uno podría justamente calificarla de poética:

Por regla general, comprenda, a mí no me incluyen en las riñas de la familia. En las ocasiones en que las tías se llaman unas a otras como mastodontes barritando a través de los pastizales primigenios..., el clan tiene tendencia a ignorarme.

O...

Me volví hacia la tía Agatha, cuya actitud era parecida a la de aquel que, cuando recogía margaritas entre las vías del ferrocarril, acaba de recibir el impacto del expreso de Down allí donde la espalda cambia de nombre.

Incluido en esta selección de historias de Jeeves -¿y cómo podría no estarlo?- los lectores encontrarán el magistral episodio en el que Gussie Fink-Nottle entrega los premios en la escuela de enseñanza secundaria de Market Snodsbury. Esta escena se incluye con frecuencia en las antologías generales de la gran literatura cómica, y a menudo ha sido descrita como el fragmento más divertido de literatura humorística escrito en lengua inglesa. Les encarezco, sin embargo, que, en cuanto lo hayan leído, vayan derechos a una librería o biblioteca y se hagan con la novela completa, De acuerdo, Jeeves, donde lo encontrarán de nuevo en su contexto y verán cómo cobra una vitalidad todavía más extraordinaria. A lo largo de toda su vida, Wodehouse siguió escribiendo historias de golf. Muchas están reunidas en dos libros, El éxito de Cuthbert y El corazón de un bobo. Narradas, habitualmente a un oyente reacio, por el socio más veterano de un club de golf del que no se da el nombre, componen ciertamente la mejor colección de relatos que jamás se haya escrito acerca de ese juego. Aunque ustedes no sean unos fanáticos del golf y sepan muy poco de sus reglas, las encontrarán sumamente amenas, con todas las cualidades de Wodehouse patentes en ellas. Después de todo, pocas cosas encontrarán mejores que ésta:

Y todavía hay otra cosa que lo molesta en los links. Falla los putts cortos por el ruido que arman las mariposas en los prados vecinos.

Otro filón de narraciones cortas se encuentra en los libros acerca de Mulliner. El señor Mulliner es el imperturbable y amable narrador de The Angler's Rest (El Reposo del Pescador), una taberna situada, por lo menos en la imaginación del lector, a orillas del Támesis. Mulliner tiene, por lo que se ve, una casi inagotable parentela de jóvenes (de los que algunos son también golfistas y miembros del Club de los Zánganos), cuyas aventuras figuran entre los mejores ejemplos del relato corto. El lector podrá ver también por otras dos historias incluidas aquí que Wodehouse, aunque asociado sobre todo a Inglaterra, escribió también con bastante conocimiento de causa acerca de Hollywood. He dicho al principio de esta introducción que las emisiones de Berlín fueron el único episodio realmente controvertido de la vida de Wodehouse. No es la estricta verdad. En 1931 provocó un terremoto en Hollywood cuando (de nuevo con toda la inocencia del mundo) respondió a una entrevista a propósito de su vida allí como escritor. Lo habían invitado inicialmente a la Costa Oeste ofreciéndole un sueldo realmente principesco para escribir algunos guiones. Estuvo meses y meses trabajando en uno de ellos, para una película titulada Rosalie, cobrando aquel salario sin dejar de escribir a escondidas sus libros y la literatura propiamente dicha. Fue lo bastante ingenuo como para mencionar eso en una entrevista para Los Angeles Times, a la vez que revelaba la suma que le habían pagado por no hacer prácticamente nada: 104.000 dólares.

Estoy sorprendido. Me pagaban 2.000 dólares a la semana... y no acabo de ver para qué me habían contratado. Fueron extremadamente amables conmigo, pero me da la sensación de que los he estafado.

Los periódicos neoyorquinos dieron cuenta de esta sincera y divertida entrevista. Pero los bancos de la Costa Este que financiaban las nóminas de Hollywood llevaban ya tiempo irritados y buscando una excusa para controlar los excesos de la industria del cine: las palabras de Wodehouse fueron, por lo visto, el catalizador que obligó a Hollywood a echar mano de la escoba y barrer abusos. Como lo expresa Frances Donaldson, biógrafa de Wodehouse:

... desde entonces forma parte de la leyenda de Hollywood que aquella entrevista galvanizó a los banqueros que apoyaban a la industria del cine y los hizo ponerse en acción para asegurarse de que se operaba la reforma; y que el bueno de Plum (el apodo de Wodehouse, formado por contracción de su nombre, Pelham) dio el golpe de muerte a todas aquellas extravagantes prácticas.

Uno querría pensar que la sátira contenida en sus narraciones cortas hubiera bastado para conseguir ese efecto, pero, ya se sabe..., el sino de la sátira es no cambiar nada. Hollywood no fue la única rama de la industria del espectáculo que se benefició de la atención de Wodehouse. Para muchos admiradores de la comedia musical que jamás han leído una novela o una narración corta en sus vidas, Wodehouse ocupa un puesto permanente en la historia como letrista y autor de libretos de musicales. Con su amigo Guy Bolton, Wodehouse colaboró en docenas de comedias musicales y obras serias. Dorothy Parker describió en cierta ocasión un musical de BoltonWodehouse como su «deporte de interior favorito». Escribió para algunos de los grandes de la historia del Tin Pan Alley, como Romberg, Kern y Gershwin, y le gustaba decir que los royalties que había obtenido de su letra para «Just My Bill», una canción que Jerome Kern incorporó en Showboat, bastaban por sí solos para proveerlo de tabaco y whisky durante el resto de su vida. Es muy justo, pues, que en esta colección se incluyan algunos de sus escritos de carácter teatral, así como una muestra de aquellos versos de estilo ligero reveladores de las cualidades que vieron en él algunos de los grandes escritores de canciones de la época.

Pienso que debería concluir con una nota personal. Lo he escrito ya antes y no me avergüenza escribirlo de nuevo. Sin Wodehouse, dudo que yo fuera hoy la décima parte de lo que soy..., sea esto cuanto sea. En los años de mi adolescencia, los escritos de P. G. Wodehouse me descubrieron las posibilidades del lenguaje. Sus ritmos, tropos, trucos y manierismos arraigaron profundamente en mí. Pero, por encima de eso, me enseñó acerca de la bondad. Es suficiente ser compasivo, ser educado, ser divertido, ser bondadoso. Él se burlaba de sí mismo a veces porque sabía que una gran proporción de sus lectores eran internos de cárceles y hospitales. A riesgo de parecer sentencioso, ¿no es verdad que todos nosotros somos, durante gran parte de nuestras vidas, enfermos o presos, que todos estamos necesitados de este notable espíritu sanador, de este bálsamo para las heridas de nuestras mentes?

Tuve la fortuna de recibir dos cartas del gran hombre y una fotografía suya firmada por él mismo. La estoy viendo ahora. Bajo la calva cabeza familiar y su bondadosa sonrisa aparece escrito con tinta azul oscuro: «Para Stephen Fry, deseándole lo mejor, P. G. Wodehouse.»

Pues bien, con esta misma esperanza les ofrecemos este libro: con el deseo de brindarles lo mejor.

Stephen Fry

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