El bate de oro : XII. Noticias del bate de oro
Shoeblossom estaba sentado y sin consuelo a la mesa de la sala senior. No era feliz en el exilio. El té en la sala senior no era más que una reyerta vulgar, sin los influjos refinados del estudio propio. Había que abrirse paso a golpes para obtener un lugar junto al fuego, y una vez conseguido no era fácil conservarlo, y no había privacidad, y todo el tiempo los muchachos practicaban la pelea de osos, de modo que era imposible leer un libro tranquilo durante diez minutos seguidos sin que alguien te tirase un almohadón o apagase el gas. Shoeblossom, en suma, anhelaba la paz de su estudio, y deseaba con toda su alma que Mr. Seymour levantase la pena de destierro. Lo que más lamentaba era la imposibilidad de leer. A falta de té, los ex propietarios de los estudios cinco, seis y siete habían adoptado la costumbre de ir a la tienda de la escuela. Era más caro, y para nada nada tan cómodo como el estudio (hay algo de romántico en el té de estudio que jamás ha de hallarse en otros sitios) pero era algo, y no era eso lo que daba ocasión a sus quejas. Lo que odiaba era tener que vivir en un jardín de osos. Porque Shoeblossom era un hombre caprichoso. Dadle dos o tres espíritus afines para apoyarlo, y guiará la jarana con el abandon de un Mr. Bultitude (una vez recuperada su forma original). Pero le gustaba elegir él mismo a sus cómplices, y los alegres ingenios de la sala senior no llamaban su atención. No eran lo suficientemente intelectuales. En sus intervalos de lucidez él solía hacer ostentación de una solemnidad y respetabilidad casi anormales. Cuando no estaba abocado a armar algún alboroto profano, Shoeblossom recordaba a un señor de edad de hábitos sedentarios. Le gustaba sentarse en un sillón cómodo y leer un libro. Fue la imposibilidad de hacer esto lo que lo llevó a pensar en algún otro refugio donde guarecerse. Si hubiese sido verano se habría ido con su literatura al campo de cricket o a las colinas, y habría podido leer de un tirón, con la ayuda de una bolsa de cerezas. Pero el termómetro estaba bajo y eso era imposible.
Se sentía solo y deprimido. No era persona de muchos amigos. De hecho, Barry y los otros tres eran casi los únicos miembros de la residencia con los que solía hablar. Y veía muy poco a ese cuarteto. Drummond y Barry estaban siempre fuera, o en el gimnasio; y en cuanto a M'Todd y De Bertini, no valía la pena hablar con el primero y era imposible hacerlo con el segundo. No es extraño, entonces, que Shoeblossom estuviese aburrido. Una vez, Barry y Drummond lo habían llevado consigo al gimnasio, y entonces se había aburrido más que nunca. Ellos no habían parado un solo momento (pues, a diferencia de muchos en la escuela, no iban al gimnasio a holgazanear sino a dedicarse a lo suyo) y él había tenido que quedarse sentado, mirándolos. Y mirar a otra gente haciendo gimnasia era una de las cosas que más aborrecía. Desde aquella ocasión se había negado a volver.
Esa noche, las cosas habían llegado al límite. Apenas se había sentado a leer, alguien arrojó un cojín de un lado a otro de la habitación y volteó el aparato de gas, de modo que cuando se restableció la luz ya era la hora del té. Luego había prep, que duró dos horas, y cuando llegó la de ir a dormir no había podido leer un solo renglón de la atrapante obra que en ese momento lo absorbía.
En cuanto se hubo metido en la cama lo asaltó una idea brillante. ¿Por qué malgastar horas preciosas durmiendo? ¿Cómo era que había dicho alguien, "Cinco horas para el sabio, seis para algún otro (había olvidado quién), ocho para el tonto, nueve para el idiota", o palabras similares? Cinco horas implicaban que no necesitaba acostarse antes de las dos y media. Mientras tanto, podría dedicarse a averiguar qué había hecho exactamente el héroe cuando, horrorizado, descubría que había sido su primo Jasper quien había asesinado al anciano caballero en el bosque. La única pregunta era: ¿cómo haría para proseguir con la lectura? A los prefectos les estaba permitido seguir trabajando en sus dormitorios con la ayuda de una vela después de apagadas las luces, pero para el común de los mortales esto estaba prohibido.
Entonces lo asaltó otra brillante idea. Las ideas son una cosa rara. Durante un mes entero no te viene ni una, y luego aparecen de golpe y en masa, y todas brillantes. ¿Por qué no podía seguir leyendo en su estudio, con una linterna? Él tenía una linterna. Era una de esas cosas que había encontrado tiradas en su casa, durante el último día de las vacaciones, y que se había llevado a la escuela. Tenía la costumbre de darse una vuelta por la casa justo antes de que terminaran las vacaciones, haciéndose con menudencias descuidadas que podían o no venirle bien más adelante. Para este curso se había traído una curiosa vasija de metal (de aspecto indio, pero probablemente había sido hecha en Birmingham dos años atrás), dos monedas viejas (sin la menor utilidad para nadie, incluido él mismo), y la linterna. Descansaba ahora en el armario de su estudio, cerca de la ventana.
Al irse a la cama había llevado consigo el libro, por si tenía ocasión de leer una página o dos, en caso de levantarse temprano. (Nunca había confiado del todo en ese tipo, Jaspers. Para empezar, se lo había visto empeñando el reloj de pulsera del anciano caballero la tarde del asesinato, lo que ya era una circunstancia sospechosa, y además no era un personaje agradable, sino precisamente el tipo de persona que se dedicaría a asesinar ancianos caballeros en el bosque.) Esperó a que Mr. Seymour hubiese realizado su visita nocturna –siempre daba una ronda por los dormitorios a eso de las once– y luego soltó una risita. Si Mill, prefecto del dormitorio, estaba despierto, no cabía duda de que la risita lo haría hablar: Mill era suspicaz por naturaleza, y creía que era sólo su vigilancia ininterrumpida lo que evitaba que se armase lío de noche.
Mill estaba despierto.
–Silencio, ahí –gruñó–. Terminen con ese ruido.
Shoeblossom sintió que aún no había llegado la hora de partir. Media hora más tarde hizo otra prueba. No hubo reprimenda. Para asegurarse, soltó una segunda risita, cargada de connotaciones siniestras. Desde la dirección de la cama de Mill llegó un leve ronquido. Shoeblossom se deslizó fuera de la habitación y fue a su estudio a buen paso. La puerta no estaba cerrada; Mr. Seymour había confiado en que sus órdenes serían suficientes para mantener a su dueño fuera de él. Se deslizó dentro, encontró la linterna, la encendió, y se instaló para leer. Leyó con excitación febril. Veréis: la cuestión era que, aunque Claud Trevelyan (el héroe) sabía de sobra que había sido Jasper quien cometiera el asesinato, la policía no, y dado que él (Claud) era demasiado noble como para decírselo, lo habían arrestado bajo sospecha. Shoeblossom pasaba las hojas con los ojos desorbitados, cuando un sonido repentino arrancó su atención del libro. Eran pasos. Alguien venía por el pasillo, y bajo la puerta se coló una luz tenue. Cerrar la puertilla de la linterna y saltar hacia la puerta, de modo que si se abría él quedase detrás, fue, como hubiese dicho Mr. Claud Trevelyan, cosa de un momento. Oyó cómo se abría de golpe la puerta del estudio cinco, y luego los pasos siguieron adelante y se detuvieron frente a su guarida. El picaporte giró y la luz de una vela invadió la habitación, para apagarse al instante por el aire de la puerta al abrirse.
Shoeblossom oyó que su visitante soltaba una interjección de disgusto y se revolvía los bolsillos en busca de cerillas. Reconoció la voz como la de Mr. Seymour. El hecho era que Mr. Seymour había tenido la misma experiencia que el General Stanley en Los Piratas de Penzance:
nunca bien ha dormido;
y estando yo en cama, despierto,
creí escuchar un ruido.
No es posible, por supuesto, saber si Mr. Seymour tenía un peso en la conciencia. Pero lo cierto es que había escuchado un ruido, y había venido a investigar.
Hasta el momento, la búsqueda de cerillas había resultado infructuosa. Shoeblossom, parado detrás de la puerta, temblaba. El olor a lata caliente, procedente de la linterna, se hacía cada vez peor. Mr. Seymour olfateó varias veces hasta que Shoeblossom tuvo la seguridad de que lo descubriría. Entonces, con inmenso alivio de su parte, oyó que Mr. Seymour se alejaba. Ésta era la oportunidad de Shoeblossom. Probablemente Mr. Seymour había ido a buscar cerillas para volver a encender la vela. El episodio no podía darse por concluido; seguramente volvería en seguida. Si Shoeblossom iba a escapar, debía hacerlo ahora, de modo que esperó a que los pasos se hubiese apagado y salió corriendo en dirección a su dormitorio.
Al pasar por el estudio de Milton una figura blanca salió de él. Todo lo que alguna vez había oído o leído sobre fantasmas acudió al cerebro petrificado de Shoeblossom. Deseó ardientemente estar de nuevo en su cama. Deseó no haber salido nunca de ella. Deseó haber llevado una vida mejor y más noble. Deseó no haber nacido jamás.
La figura pasó muy cerca de él, que estaba pegado a la pared. La vio desaparecer en el dormitorio enfrentado al suyo, del que Rigby era prefecto. Se puso colorado como un tomate, pensando en el terror que había pasado. No era sino alguien que jugaba al mismo juego que él.
Se metió en la cama de un salto y se quedó quieto, no sin haber antes sumergido la linterna por completo en la jarra para extinguirla. Su siseo delator acababa de morir cuando Mr. Seymour apareció en la puerta. Le había parecido que en el estudio de Shoeblossom había percibido un olor muy fuera de lo común, un olor demasiado parecido al de lata caliente. Le había entrado la sospecha de que Shoeblossom había estado allí con una linterna. Había venido al dormitorio a confirmar sus sospechas. Pero una sola mirada le bastó para constatar lo injusto que había sido. Allí estaba Shoeblossom, profundamente dormido. Por lo tanto, Mr. Seymour siguió el excelente ejemplo de Lord Tomnoddy en una recordada ocasión, y se fue a la cama.
Era costumbre que el capitán de rugby de Wrykyn eligiese el equipo para el partido contra Ripton y lo publicase una semana antes de la fecha del encuentro. La tarde siguiente al partido con los Nomads, Trevor estaba sentado en su estudio escribiendo los nombres, cuando se oyó un golpe en la puerta y entró un fag con una carta.
–Acaba de llegarte esto, Trevor –dijo.
–Muy bien. Déjala.
El fag se marchó. Trevor recogió la carta. No conocía la letra. Las palabras del sobre eran impresas. Le vino de pronto a la cabeza que ya antes había recibido una carta muy similar: la carta sobre Barry, de la Liga. ¿Ésta también vendría de ellos? La abrió.
Así era.
La leyó, y jadeó. Había sucedido lo peor. El bate de oro estaba en poder del enemigo.