El bate de oro : V. Mill recibe visitas

Lo primero que pensó Trevor fue que alguien (Clowes, por ejemplo) le había mandado la carta en broma.

Lo sondeó sobre el tema después del desayuno.

–¿Fuiste tú quien me envió esa carta? –preguntó cuando Clowes entró a su estudio a pedir prestado el Sportsman.

–¿Qué carta? ¿Enviaste a la revista el equipo para mañana? Me pregunto qué tal será el equipo de la Ciudad.

–¿Sobre que no diera sus colores a Barry?

Clowes estaba leyendo el periódico.

–¿A quién?

–A Barry. ¿Te molestaría escucharme?

–¿Darle qué?

–Colores de rugby.

–¿Qué pasa con los colores?

Trevor pegó un salto y arrancó la revista de sus manos. Luego se sentó sobre los restos.

–¿Tú me enviaste una carta diciendo que no diera colores de rugby a Barry?

Clowes lo observó con el aire de una niñera que ha visto al bebé de la familia hacer una gracia especialmente ocurrente.

–No te detengas –dijo–, podría escucharte todo el día.

Trevor buscó la nota en su bolsillo y se la arrojó. Clowes la recogió y la leyó con seriedad.

–¿Y qué vendrían a ser los colores de rugby? –preguntó.

–Bueno –dijo Trevor–, no sé quién lo habrá enviado, pero es una broma de un gusto bastante podrido. Todavía no me dijiste si fuiste tú o no.

–¿Y por qué diablos iba a querer mandarte una carta como ésta? Y si crees que es una broma, me parece que estás equivocado.

–¿No creerás verdaderamente en todo eso de la Liga?

–Tú no viste el estudio de Mill después del "tratamiento". Yo sí. Y, de todos modos, ¿cómo explicas la tarjeta que te mostré?

–Pero ese tipo de cosas no pasa en la escuela.

–Bueno, ha pasado, como verás.

–Entonces, ¿quién crees que envió la carta?

–El Presidente de la Liga.

–¿Y quién cuernos es el Presidente de la Liga cuando está fuera de servicio?

–Si lo supiera se lo diría a Mill, y me ganaría su bendición. No es que la quiera, claro.

–Entonces –resopló Trevor–, ¿tengo que entender que tu sugerencia, en vista de esta carta, es que me convendría dejar a Barry fuera del equipo?

–Satíricamente, entre paréntesis –acotó Clowes–. De nada te valdrá que te metas conmigo –añadió–. Yo no hice nada. Lo único que te sugiero es que andes con cuidado y alerta. Si esta Liga se parece en algo a la otra, descubrirás que tienen muchos métodos para caer sobre aquellos por los que no sienten amor. No quisiera ir a darme un baño por la mañana y encontrarme con que el lugar ya está ocupado por ti, todo atado como Robinson. Robinson estaba triste y azul cuando lo encontraron. Le costaba expresarse con claridad, pero lo que se llegaba a entender valía la pena. Yo te recomendaría dormir con un revólver cargado bajo la almohada.

–Lo primero que haré será averiguar quién escribió esta carta.

–Más te vale –dijo Clowes, tratando de animarlo–. Vamos.

Esa mañana, en la residencia de Seymour, el episodio del estudio de Mill constituía el único tema de conversación. Ante de eso, el súbito ascenso al primer quince de Barry, que era popular en la residencia, a expensas de Rand-Brown, que no lo era, había dado de qué hablar a Seymour's. Pero el atentado contra el estudio había opacado aquel tema. Todavía podía pasar a verse el estudio en su estado original de desorden, y durante todo el día rebaños de desconocidos habían pasado a ver a Mill en su cubil, con el objeto de inspeccionar las cosas. Mill era un joven de pocos amigos, y es probable que aquel día, después del episodio, hayan cruzado su umbral más colegas seymouritas que durante todo el resto de su carrera escolar. Brown veía a pedir prestado un cuchillo, barría la estancia con la mirada, y partía; tras un intervalo lo seguía Smith, y luego Robinson, y Jones, que veían a preguntarle la hora, a pedirle un libro y a preguntarle si no había visto cierto lápiz, respectivamente. Al final del día, aparentemente, Mill se hallaba un poco cansado, lo que quedó demostrado cuando Maese Thomas Renford, un joven de catorce años (fag de Milton, que era head de la residencia) entró amparado por la débil excusa de que se había equivocado de estudio, creyendo entrar al de su superior, y dejó escapar un prolongado silbido de sorpresa y satisfacción al ver las ruinas. En esa ocasión, el encolerizado propietario del estudio devastado se aprovechó vilmente de su condición de prefecto, lo que lo habilitaba para esgrimir la varilla; extrajo un práctico bastón de paseo de un rincón vecino y, tras invitar a Maese Renford a que se inclinara, le dio seis de los buenos como recuerdo. Terminada esta ceremonia, lo sacó al pasillo a patadas; Renford bajó a la sala junior a contárselo a su amigo Harvey.

–Me dio seis, el muy cretino –dijo–, sólo porque fui a mirar su maldito estudio. ¿Y por qué no puedo ir a mirar el estudio, si quiero? Me dan ganas de ir a echarle otra ojeada.

Harvey aprobó el plan calurosamente.

–Pero no, creo que no lo haré –dijo Renford bostezando–. Es mucho trabajo subir las escaleras.

–Sí, ¿no? –dijo Harvey.

–Y además, es un animal.

–Sí, ¿no? –dijo Harvey.

–Y me alegro de que haya sido su estudio el que destrozaran –continuó el vengativo Renford.

–Muy excitante, ¿no? –añadió Harvey–. Y yo que pensaba que este curso iba a ser aburrido. El curso de Pascua en general es aburrido.

Este último comentario llevó por otros carriles la mente de Renford, quien hizo la críptica observación que sigue:

–¿Los has visto hoy?

Para la gente común, estas palabras no deberían significar nada. A Harvey le parecieron cargadas de sentido.

–Sí –dijo–, los vi hoy a la mañana, temprano.

–¿Estaban bien?

–Sí. Perfectamente.

–Bien –dijo Renford.

Drummond, el amigo de Barry, era uno de los que habían visitado la escena del desastre más temprano, antes de que la enérgica mano de Mill reparase el daño, de modo que su descripción era bastante solicitada.

–Estaba todo patas para arriba –dijo–. Todo hecho trizas, salvo la mesa; y había tinta por todas partes. Quienquiera que lo haya hecho, le debe haber tenido mucha bronca, o no se hubiera molestado en hacerlo tan a conciencia. Dejó todo hecho una ruina, ¿no, Bertie?

"Bertie" era el nombre que la escuela había elegido para usar en vez de De Bertini. Raoul de Bertini era un muchacho francés que había llegado a Wrykyn durante el curso pasado. El padre de Drummond había conocido al de Bertie en París, y se suponía que Drummond estaba cuidando a Bertie. Estaban en el mismo estudio. Bertie no hablaba mucho inglés, y lo que hablaba estaba como el mobiliario de Mill: hecho trizas.

–¿Perdón? –dijo.

–No importa –dijo Drummond–, no era nada. Sólo quería que me prestases tu apoyo, corroborando los detalles, para dar verosimilitud artística a una narración huera y poco convincente.

Bertie sonrió, cortés. Siempre sonreía cuando no estaba a la altura de la presión intelectual del diálogo. En consecuencia, Bertie era por lo general (como Mrs. Fezziwig) una vasta y sólida sonrisa.

–Mill nunca me cayó bien –dijo Barry–, pero creo que ha tenido una muy mala suerte.

–Una vez –dijo M'Todd– me dio una pateadura, por estar peleando en el pasillo. –Era evidente que el recuerdo persistía.

Es probable que Barry hubiese manifestado lo excelente y digna de elogio que le parecía esa actitud por parte de Mill, pero en ese momento entró Rand-Brown.

–¿Reunión de prefectos? –preguntó–. ¿O todavía no te han designado prefecto, M'Todd?

M'Todd respondió que no.

A ninguno de los presentes le caía bien Rand-Brown, y lo miraron con expresión inquisitiva, como preguntando a qué había venido. Los amigos podían pasar para charlar. Los conocidos debían justificar su intromisión.

Rand-Brown ignoró la interrogación tácita. Se sentó en la mesa y acercó una silla para apoyar las piernas.

–Hablábais de Mill, por supuesto, ¿no? –dijo.

–Sí –dijo Drummond–. ¿Viste su estudio luego de que sucedió?

–Sí.

Rand-Brown sonrió, como si el recuerdo lo divirtiese. Era una de esas personas a las que la sonrisa no las favorece.

–¿Mañana vas a jugar en el primero, Barry?

–No sé –dijo Barry con sequedad–. No he visto la lista.

No estaba de acuerdo con que se trajese el tema a colación. Nunca es agradable hablar de los juegos con el tipo al que se ha dejado fuera del equipo.

A Drummond también le parecía que la situación era embarazosa, y unos minutos después se levantó para ir al gimnasio.

–¿Alguien viene conmigo? –preguntó.

Barry y M'Todd decidieron ir, y los tres salieron de la habitación.

–No hay nada como mostrarle a alguien que no te cae bien, ¿no, Bertie? ¿Tú que piensas? –dijo Rand-Brown.

Bertie sonrió, cortés.


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