El bate de oro : IX. Principalmente sobre hurones

–¡Ouch! –exclamó el cautivo, con voz nada vacilante–. Suéltame, pedazo de asno, que me estás lastimando.

Era una voz de soprano. Esto sorprendió a O'Hara. Le dio la impresión de que había capturado al pájaro equivocado. Por las dimensiones del brazo que estaba agarrando su prisionero parecía de tierna edad.

–Suelta, Harvey, pedazo de idiota, o te pateo.

Antes de que pudiese poner por obra esta amenaza O'Hara, que había estado buscando un fósforo en su bolsillo, encontró por fin uno suelto y lo encendió. Los rasgos del dueño del brazo (que todavía sostenía) se hicieron visibles durante un momento.

–¡Vaya, si es el joven Renford! –exclamó–. ¿Qué haces aquí abajo?

Renford, sin embargo, insistió sobre el tema de su brazo, y sobre el efecto de la salvaje presa que el irlandés había hecho de él.

–Casi me lo rompes –dijo, quejumbroso.

–Lo siento. Te confundí con alguien. ¿Quién está contigo?

–Yo estoy –dijo una voz carente de gramática.

–¿Quién es yo?

–Harvey.

En ese punto una suave luz amarilla iluminó los alrededores inmediatos. Harvey había encendido una lámpara de bicicleta.

–Así está mejor –dijo Renford–. Mira, O'Hara, no vas a soltar el chivo, ¿no?

–No soy soplón de profesión, gracias –dijo O'Hara.

–Sí, ya sé, y está bien, pero todas las precauciones son pocas, porque no está permitido bajar aquí, y habrá un lío gordo si se sabe que andamos por aquí abajo.

–Y se los llevarían –agregó Harvey.

–¿A quiénes? –preguntó O'Hara.

–Unos hurones. ¿Quieres verlos?

¡Hurones!

–Sí. Harvey trajo una pareja al comienzo del curso. Unos animalitos excelentes. No podíamos tenerlos en la residencia, porque los habrían descubierto en un segundo, y tuvimos que pensar en algún otro lugar, y pensamos: ¿por qué no los ponemos aquí abajo?

–Eso, ¿por qué? –dijo O'Hara–. ¿Creéis que les gusta?

–Bueno, a ellos no les molesta –dijo Harvey–. Les damos de comer dos veces al día. Una antes del desayuno (nos turnamos para levantarnos temprano) y otra apenas termina la escuela. Y las tardes libres y los domingos los sacamos a las quebradas.

–¿Para qué?

–Hombre, para buscar conejos. Renford trajo una pistola. La guardamos en una caja cerrada; no se lo digas a nadie.

–¿Y qué hacéis con los conejos?

–Les tiramos cuando salen de la madriguera.

–Sí, pero ¿y cuando les dan?

–Bueno... –dijo Renford a desgano–, para ser exactos, todavía no le hemos dado a ninguno.

–Pero estuvimos cerca un montón de veces –dijo Harvey–. El sábado pasado podría jurarte que no fallé por más de un cuarto de pulgada. Si hubiese sido un conejo de tamaño decente le habría dado de lleno; pero era pequeño, así que erré. Pero ven a verlos. Los tenemos en la otra punta, por si llega a entrar alguien.

–¿Alguna vez visteis a alguien, aquí abajo? –preguntó O'Hara.

–Una vez –dijo Renford–. Media docena de tipos bajaron una vez cuando estábamos alimentando a los hurones. Esperamos a que estuvieran dentro, y luego nos largamos en silencio. No nos vieron.

–¿Visteis quiénes eran?

–No. Estaba demasiado oscuro. Aquí están. Un establo raro éste, ¿no? Cuidado con las sillas y las espinillas. Enciende la luz, Harvey. Allí están. ¿No son estupendos? Y bastante mansos, además. Nos conocen. Y también saben que les vamos a dar de comer. ¡Hola, Sir Nigel! Éste es Sir Nigel. De la "Compañía Blanca", sabes. No dejes que te muerda los dedos. Este otro es Sherlock Holmes.

–¡Mi-mininosss! –dijo O'Hara. Tenia una vaga idea de que eso era lo que había que decir a los animales cazadores y mordedores.

Renford estaba encantado de poder exhibir sus hurones ante un visitante tan distinguido.

–¿Qué estabas haciendo aquí abajo? –preguntó Harvey en cuanto los animalitos hubieron terminado su cena y habían vuelto a retirarse a la vida privada.

O'Hara había estado esperando esta pregunta, pero no estaba seguro de qué debía responder. Al fin y al cabo, pensó, tal vez lo mejor sería contarles la verdadera razón. Si se negaba a dar explicaciones despertaría su curiosidad, y eso sería fatal. Y darles una razón distinta de la verdadera exigía unas dotes de improvisación de las que carecía. Además, no era probable que estos muchachos revelaran su secreto, puesto que él estaba en posesión del que se refería a los hurones. Les explicó la situación en pocas palabras y los hizo jurar que guardarían silencio.

El comentario de Renford fue breve.

–¡Por Júpiter! –observó.

Harvey entró un poco más en materia.

–¿Qué te hace pensar que se reúnen aquí abajo? –preguntó.

–Vi a unos tipos salir corriendo de aquí anoche. Y decís que vosotros también los habéis visto. No veo qué podrían tener que hacer por aquí si no fuera una reunión de la Liga. No veo qué más puede andar buscando alguien por aquí.

–Tal vez estén criando hurones –aventuró Renford.

–La escuela en masa no cría hurones –dijo O'Hara–. En ese sentido sois únicos. No, tiene que ser la Liga, y tengo intenciones de esperar hasta que aparezcan.

–¿Toda la noche? –preguntó Harvey. Sentía un gran respeto por O'Hara, que gozaba de una reputación considerable por sus hazañas. El brillante léxico de O'Hara, creía, no contenía la palabra "imposible".

–No –dijo O'Hara–, sino hasta el cierre. Y será mejor que vosotros dos os vayáis.

–Es cierto –dijo Harvey.

–Y no le soltéis una palabra sobre esto a nadie –advertencia que extrajo de ambos jóvenes fervorosos votos de silencio.

–Ésta –dijo Harvey en cuanto salieron al patio– es de las buenas. Me alegro de estar dentro.

–Yo también. ¿Crees que O'Hara los atrapará?

–Seguro, si los espera lo suficiente. Tienen que volver. ¿No te hubiera gustado estar aquí, la última vez que la Liga estuvo funcionando?

–Ya lo creo. Te juego una carrera hasta la tienda. Quiero comprar algo antes de que cierre.

–¡Vamos! –y desaparecieron.

O'Hara esperó allí hasta que el reloj de la torre dio las seis, y tras él oyó el sonido de la campana que llamaba al cierre. Entonces se abrió camino con cuidado entre los matorrales de sillas, raspándose cada tanto las espinillas con las patas vueltas hacia afuera; empujó la puerta y salió al aire libre. Éste le resultó fresco y agradable, luego del tipo de atmósfera de que estaba provisto el sótano. Después corrió hasta el gimnasio para encontrarse con Moriarty, sintiéndose disgustado por la falta de éxito que habían hallado sus esfuerzos detectivescos hasta el momento. Hasta ahora no tenía nada que ofrecer, salvo el polvo de su ropa y una camisa sucia, pero estaba lleno de determinación. El juego de esperar le venía bien.

Al cabo, fue una lástima que O'Hara abandonase el sótano en ese momento. Cinco minutos después de su partida, seis formas sombrías atravesaron en silencio, en fila india, la puerta del sótano, que cerraron con cuidado tras sí. El hecho de que ya hubiese pasado la hora del cierre carecía de importancia. En ese sentido, Wrykyn era una escuela más bien permisiva. Existía la costumbre de salir tras el toque de campana para visitar el gimnasio. Durante los cursos de invierno y de Pascua el gimnasio se convertía en una especie de club social. La gente solía ir ahí con muy pocas intenciones de hacer gimnasia. Iban a holgazanear y charlar con sus compinches frente a las dos enormes estufas que caldeaban el lugar. En ocasiones, para guardar las apariencias, hacían uno o dos ejercicios sencillos en el potro o las barras paralelas, pero en su mayoría preferían el rôle de espectadores. No faltaba qué ver. En un rincón, O'Hara y Moriarty solían mantener sus seis rounds de todas las noches (dos series de tres rounds cada una). En otro, Drummond, que iba a presentarse en Aldershot como pluma, se entrenaba con el instructor. En los aparatos, los miembros del seis de gimnasia (entre ellos los dos expertos que llevarían los colores de la escuela a Aldershot la próxima primavera) ejecutaban sus maravillas de costumbre. Sí, valía la pena pasar una noche por el gimnasio. En ningún otro sitio de la escuela había tantos paisajes y espectáculos como allí.

Saciado el apetito de paisajes, uno volvía a la residencia. Y aquí es donde entra el encanto particular del sistema que gobernaba el gimnasio. Uno iba al profesor que estaba de turno (siempre había uno, por lo menos) y le dirigía suavemente estas palabras: –Disculpe, señor, ¿me da una papeleta? –Acto seguido el profesor tomaba un trozo de papel y escribía en él lo siguiente: "J.O. Jones (o A.B. Smith, o C.D. Robinson) dejó el gimnasio a tal o cual hora". Presentando este documento al esbirro que abría la puerta de la residencia uno entraba alegremente, y la paz reinaba en el mundo.

Ahora bien, el papel no hacía mención alguna del momento en que uno entraba al gimnasio, sino sólo de la hora a la que había salido. En consecuencia, algunos espíritus delictivos merodeaban por el vecindario luego de la hora de cierre, y presentándose cosa de un cuarto de hora en el gimnasio evadían cualquier comentario. A esta clase pertenecían las antedichas formas sombrías.

O'Hara había olvidado esta costumbre, con el resultado de que no se hallaba en el sótano cuando entraron. Se lo recordó Moriarty, a quien en los intervalos entre rounds había comunicado lo esencial de sus descubrimientos. –No vale la pena vigilar antes de la hora de cierre –dijo–. Si van, será después de las seis.

–Cielos, tienes razón –dijo O'Hara–. Una de estas noches tenemos que dejar de lado la sesión de boxeo e ir a vigilar.

–Cierto –dijo Moriarty–. ¿Estás listo para seguir?

–Sí. Este round quiero practicar el swing de izquierda al cuerpo. Ese que hace Fitzsimmons. –Y, según su propia expresión, "se los pusieron" otra vez.


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