El bate de oro : XXII. Ensayo con vestuario
Algunos, puestos en la situación de Trevor, tal vez habrían tratado de enfrentar a Rand-Brown a la primera oportunidad, para dar por cerrada la cuestión cuanto antes. Trevor pensó en hacer eso, pero por fin decidió dejar que el asunto reposara un día, hasta que hubiera averiguado con mayor exactitud cuántas posibilidades tenía en realidad.
Al día siguiente, por lo tanto, después de las cuatro y tras haber tomado el té en su estudio, se dirigió a los baños en busca de O'Hara. Esperaba que antes de la noche el irlandés pudiera comunicarle algunas de sus habilidades con las manos. No sabía que para alguien que carece de toda ciencia con los puños no hay nada tan pernicioso como tomar una clase de boxeo la víspera de una batalla. Un poco de conocimiento es algo peligroso. Es posible que el sujeto pierda parte de su temeridad, que le habría hecho buena compañía, a cambio de una pizca de ciencia inútil. Ahora no es ni una cosa ni la otra: ni un luchador nato ni un boxeador habilidoso.
O'Hara trató de hacerle entrar en la cabeza este aspecto de la cuestión apenas hubo oído la explicación de por qué se le pedía entrenamiento esa tarde en particular.
Trevor encontró al irlandés en el gimnasio, dándole al punching-ball. Por lo general practicaba así durante un cuarto de hora todas las tardes, antes de que Moriarty llegara para los seis rounds de costumbre.
–¿Quieres que te enseñe algunos trucos? –dijo–. ¿Para qué?
–Tengo una agarrada dentro de poco –explicó Trevor, tratando de decirlo como si fuese lo más natural del mundo que un prefecto de la escuela, que además era capitán de rugby, head de una residencia, y estaba en el once de cricket, fuese a tener una pelea en el futuro cercano.
–¡Una agarrada! –exclamó O'Hara–. ¡Tú! ¿Y por qué?
–No importa por qué –dijo Trevor–. Tal vez te lo diga más tarde. ¿Nos ponemos los guantes ahora?
–Espera –dijo O'Hara–, que debo darle quince minutos a la bola antes de empezar a enseñar a los demás cómo se boxea. ¿Tienes un reloj?
–Sí.
–Entonces tómame el tiempo. Haré cuatro rounds de tres minutos cada uno, con descansos de un minuto. Es más que lo que voy a hacer en Aldershot, pero me mantendrá en forma. ¿Listo?
–Tiempo –dijo Trevor.
Miró con envidia considerable cómo O'Hara atacaba la pelota. Se preguntó por qué no se había dedicado al boxeo. Todo el mundo debería aprender a boxear. Era algo que a la larga siempre resultaba útil. Tomó su propio caso como ejemplo. Tenía mucho miedo... no, no era miedo la palabra correcta, porque no lo tenía. Lo que tenía era la convicción de que Rand-Brown se iba a divertir de lo lindo cuando se encontraran. Y la final entre residencias se iba a jugar el lunes siguiente. Si la cosa terminaba como no podía dejar de pensar que terminaría iba a estar demasiado molido como para jugar ese partido. Lo probable era que Donaldson's ganara, jugase él o no, pero quedar fuera de ese evento sería una amargura mayúscula. Por otra parte, tenía que hacerlo. No creía que fuese correcto dejar que otra gente se pusiese a resolver sus asuntos privados.
Pero igualmente deseó haber aprendido a boxear. Si tan sólo pudiese golpear esa pelota que bailaba y saltaba con la quinta parte de la habilidad que estaba exhibiendo O'Hara, su resistencia y sus agallas podrían sacarlo adelante. O'Hara terminó el cuarto round contra su oponente de cuero y se sentó boqueando.
–Muy útil, eso que estás haciendo –comentó Trevor admirado.
–Deberías ver a Moriarty –jadeó O'Hara–. Ahora, ¿me vas a decir por qué es que vas a pelear, y contra quién?
–Está bien. La cosa es con Rand-Brown.
–¡Rand-Brown! –exclamó O'Hara–. Pero, amigo mío, te va a comer crudo.
Trevor, más bien molesto, soltó una risita.
–Hay que reconocer que tengo un grupo de amigos agradables, alegres y reconfortantes –dijo–. Eso es precisamente lo que Clowes ha estado tratando de explicarme.
–Clowes tiene razón –dijo O'Hara muy serio–. ¿Ya ha llegado tan lejos que no puedes echarte atrás? Sin rebajarte, por supuesto –añadió.
–Sí –dijo Trevor–, está fuera de discusión. En realidad, creo que podría. De hecho, sé que podría. Pero no pienso hacerlo.
–Pero, amigo mío, no tienes la menor oportunidad. Te lo digo yo. He visto a Rand-Brown con los guantes puestos. Fue el curso pasado. No se los ha puesto desde que Moriarty lo derrotó por los medianos, así que tal vez esté falto de práctica. Pero aun así no te conviene buscarlo. Es grande y fuerte, y con que sólo tuviese ganas iría a Aldershot en lugar de Moriarty. Eso es lo que haría. Y tú no sabes boxear, para nada. Nunca te pusiste los guantes.
–Nunca. Pero cuando era chico sabía pelear.
–Eso no sirve –dijo decididamente O'Hara–. Pero no me has dicho que és lo que tienes contra Rand-Brown. ¿De qué se trata?
–No veo razón para no decírtelo. Y además estás metido. Es más: si el bate no hubiera aparecido estarías mucho más metido que yo.
–¡Qué! –gritó O'Hara–. ¿Dónde lo encontraste? ¿Estaba en el colegio? ¿Cuándo lo encontraste?
A continuación Trevor le hizo un relato completo y exacto de lo que había sucedido. Le mostró las dos cartas de la Liga, mencionó la relación de Milton con el asunto, trazó el desarrollo gradual de sus sospechas, y describió con un poco de excitación la escena en el estudio de Ruthven y las explicaciones que siguieron.
–Así pues, que no te extrañe –concluyó– si te digo que unos cuantos rounds con Rand-Brown me vendrían bien.
O'Hara resopló.
–¡Palabra! –dijo–, me gustaría ver cómo lo matas.
–Pero –dijo Trevor–, tal como me habéis hecho notar Clowes y tú, si va a haber un cadáver probablemente será el mío. Sin embargo, voy a intentarlo. Y ahora tal vez no te moleste enseñarme algunos trucos.
–Sigue mi consejo –dijo O'Hara– y no hagas tonterías.
–Pensé que eras un creyente de la ciencia del box –dijo Trevor sorprendido.
–Lo soy, si tienes suficiente. Pero lo peor que puedes hacer es aprender un par de trucos antes de una pelea, si no sabes algo ya del juego. Un luchador duro y metedor es diez veces mejor que un tipo que acaba de aprender lo que no debería hacer.
–Está bien, pero ¿qué me aconsejas que haga, entonces? –preguntó Trevor, impresionado por la insólita seriedad con que el irlandés declamó su homilía pugilística (una paráfrasis de los puntos de vista con que el instructor de la escuela machacaba para beneficio de los novatos)–. Algo debo hacer.
–Lo mejor que puedes hacer –dijo O'Hara, tras pensar un momento– es ponerte los guantes y pelear un par de rounds conmigo. Aquí llega Moriarty, por fin. Él nos tomará el tiempo.
El recién llegado recibió las explicaciones que se consideraron necesarias para justificar este gusto recién adquirido de Trevor por el pugilato. Moriarty tomó el cronómetro con instrucciones de darles dos minutos para el primer round.
–Métete lo más duro que puedas –dijo O'Hara a Trevor cuando quedaron uno frente al otro–, y golpea con todo lo que tengas. Si no lo haces no servirá como práctica. Y me hará bien antes de ir a Aldershot, ¿ves?
Trevor dijo que veía.
–Tiempo –dijo Moriarty.
Trevor se metió en la pelea con buena voluntad. Al principio no se animó a poner todo su peso en los golpes. Le costaba olvidar que lo animaban sentimientos amistosos hacia O'Hara. Pero muy pronto se dio cuenta de que el irlandés se tomaba el boxeo en serio, y que con los guantes puestos era una persona muy distinta. Cuando se veía provisto de estos accesorios el hombre que estaba frente a él dejaba de ser amigo o enemigo desde el punto de vista personal. No era más que un adversario, y cada golpe que le propinaba valía un punto. Y cada vez que entraba al ring el único objetivo de su vida era sumar puntos. De modo que Trevor, que al principio peleaba liviano y con cierto desapego, despertó de pronto cuando recibió un guante como un rayo entre los ojos. Después de eso él también olvidó su aprecio por la persona que tenía delante, y lo atacó desde todas las direcciones. No cabía duda de quién hubiese ganado si se hubiese tratado de una competencia en serio. La guardia de Trevor era del tipo más rudimentario, y O'Hara la traspasaba cuando y como quería. Pero Trevor, aunque recibió mucho, también dio mucho, y O'Hara confesó más tarde que no lo lamentó demasiado cuando Moriarty gritó "¡Tiempo!"
–Hombre –dijo, quejumbroso–, ¿por qué no te dedicaste al boxeo antes? Hubieras sido un peso mediano espléndido.
–Entonces, ¿te parece que tengo una oportunidad? –preguntó Trevor.
–Podría ser, con mucha suerte –dijo O'Hara, dubitativo–. Pero mucho me temo que no va a ser así.
Y Trevor debió conformarse con este pobre aliento de su entrenador y compañero de guantes.