El bate de oro : XVII. Los vigías del sótano
Durante los tres segundos siguientes se podía haber oído cómo caía una bala de cañón. En la sala senior de Seymour's eso equivalía a silencio absoluto. Barry estaba de pie en el centro de la habitación, apoyado en el bastón con que llevaba adelante su vida desde que se lastimara el tobillo, y se ponía alternativamente rojo y blanco a medida que iba absorbiendo la magnitud de la noticia.
Entonces se escuchó la vocecita de Linton:
–O sea, me debes seis peniques, joven Sammy –dijo. Pues había apostado seis peniques con Maese Samuel Menzies a que Barry conseguiría su gorra del primer quince durante ese curso; y así había sido.
De todos los rincones de la sala se elevó un enorme griterío. Barry era uno de los miembros más populares de la residencia, y todos lo habían lamentado cuando la torcedura del tobillo lo había dejado fuera de competencia por la última gorra.
–Felicidades, Barry –dijo Drummond, encantado. Barry le agradeció, alelado.
Todos se apelotonaron para estrecharle la mano. Barry agradeció a todos, alelado.
Y luego la sala senior, a pesar de haber regresado Milton, se dedicó a celebrar la circunstancia con los rugidos más ensordecedores jamás oídos en aquella fábrica de ruido. El partido de la tarde fue discutido por una Babel de voces, cada una tratando de acallar a las demás a grito pelado. Linton, en un rincón, aporreaba salvajemente una lata de bizcochos con una pata de silla. Shoeblossom estaba ocupado en el rincón opuesto, ejecutando un complicado zapateo sobre el pupitre de alguien. M'Todd se había apoderado del atizador al rojo vivo y estaba grabando sus iniciales en una silla, con letras desmesuradas. En una palabra, todos la pasaban bien, y recién a altas horas pudo recuperarse una calma relativa. Para Barry fue una gran velada: le mejor que hubiese tenido en su vida.
Clowes no se enteró de las noticias hasta que las leyó en el tablón de anuncios el lunes siguiente. Cuando las vio silbó por lo bajo.
–Veo que le diste el gorro a Barry –dijo a Trevor cuando lo encontró–. Todo un revuelo.
–A Milton y a Allardyce les pareció que se lo merecía. Si hubiera jugado en lugar de Rand-Brown probablemente no habrían anotado y nosotros hubiésemos tenido un try más.
–Está bien –dijo Clowes–. Se lo merece de sobra, y me alegro de veras de que se lo hayas dado. Pero ¿no crees que ahora comenzarán a moverse las cosas? Seguramente los de la Liga tendrán algo que decir acerca de este asunto. Será un golpe para ellos.
–¿Recuerdas –dijo Trevor– lo que me dijiste, que en tu opinión tenía que ser Rand-Brown el que escribió las cartas?
–Sí. ¿Qué hay con ello?
–Bueno, Milton cree que fue Rand-Brown el que le destrozó el estudio.
–¿Qué le hace pensar eso?
Trevor le contó el incidente de Shoeblossom.
Clowes se mostró excitado.
–Entonces tiene que ser Rand-Brown –dijo–. ¿Por qué no tratas de atraparlo? Probablemente tiene el bate en su estudio.
–No está en su estudio –dijo Trevor–, porque lo busqué allí por todos lados, e incluso le hice darse vuelta los bolsillos. Y sin embargo juraría que sabe algo. Hubo una cosa que me hizo sospechar. Entré directamente en su estudio y le mostré la última carta, tú sabes, la del bate, y lo acusé de que él la había escrito. Ahora bien, si no hubiera estado de algún modo en el asunto, no habría entendido qué querían decir con eso de "el bate que perdió". Por lo que sabe, podría haber sido un bate de cricket común. Pero se ofreció a dejarme registrar el estudio. No me pareció raro hasta después; cuando lo pensé vi que había gato encerrado. ¿Tú qué piensas?
Clowes le dio la razón, pero admitió que no veía de qué podía servir la sospecha. Sea que Rand-Brown supiese algo del tema, sea que no, lo cierto es que no tenía el bate consigo.
O'Hara, mientras tanto, había decidido que había llegado el momento de retomar sus deberes detectivescos. Moriarty estuvo de acuerdo, y decidieron que esa noche darían preferencia al sótano por sobre el gimnasio y se tomarían un descanso en lo que se refería al boxeo. Todavía quedaba tiempo para la competencia de Aldershot.
El cierre era a las seis, así que un cuarto de hora antes se deslizaron hacia el sótano y tomaron posiciones.
Pasó un cuarto de hora. Se oyó, débil, la campana de cierre. Moriarty comenzaba a cansarse.
–¿Vale la pena? –dijo–. ¿No habrían venido ya, si tuviesen intención de hacerlo?
–Démosles otro cuarto de hora –dijo O'Hara–. Después...
–¡Sht! –susurró Moriarty.
La puerta se había abierto. Vieron una silueta dibujada tenuemente en la penumbra. Se oyeron pasos que entraban al sótano y luego un ruido, como si el desconocido hubiese chocado contra una silla, seguido de la breve aspiración entre dientes que indica dolor. Hubo un sonido de algo que raspaba, una luz repentina, y un sector del sótano pasó a estar iluminado por una vela. O'Hara captó un atisbo del rostro del desconocido cuando se incorporaba tras prender la vela, pero no fue suficiente como para reconocerlo. La vela estaba en una silla y la luz que daba era demasiado tenue como para alcanzar el rostro de cualquiera que no estuviese a la misma altura.
El desconocido comenzó a arrastrar sillas hacia cerca de la luz. O'Hara contó seis.
No había terminado de poner la sexta silla en posición cuando la puerta se abrió de nuevo. Una tras otra aparecieron cinco figuras más en la abertura y se precipitaron dentro del sótano como conejos en una madriguera. La última cerró la puerta tras sí.
O'Hara dio un codazo a Moriarty y Moriarty dio un codazo a O'Hara, pero ninguno de ellos soltó un sonido. No era probable que los vieran (la negrura del sótano era demasiado egipcia), pero estaban tan cerca de las sillas que cualquier susurro sería con seguridad oído. Hasta ese momento los ocupantes de las sillas no habían emitido una sola palabra. Si las sospechas de O'Hara eran correctas y ésta era verdaderamente la Liga en plena sesión, entonces sus métodos eran más secretos que los de cualquier otra sociedad secreta del mundo. Es probable que incluso los nihilistas intercambien alguna observación cada tanto, cuando se reúnen para confabular. Pero estos hombres misteriosos jamás despegaban los labios. O'Hara no hallaba explicación para esto.
La luz de la vela se oscureció durante unos instantes y desde la oscuridad llegó un ruido de chupadas.
O'Hara volvió a dar un codazo a Moriarty.
–¡Están fumando! –decía el codazo.
Moriarty dio un codazo a O'Hara.
–¡Es cierto, están fumando! –era su significado.
Un fuerte olor a tabaco demostró que el diagnóstico había sido correcto. Por turnos, las figuras fueron encendiendo sus pipas en la vela y se echaron hacia atrás, aún en silencio. Fumar en la oscuridad casi completa no debía ser muy agradable, pero implicaba violar las reglas, y ésa era probablemente la principal consideración que movía a los fumadores. Siguieron chupando sus pipas de firme hasta que los dos irlandeses estuvieron envueltos en nubes invisibles.
Entonces sucedió algo extraño. Sé que al decir esto estoy infringiendo derechos de autor, pero es que la frase describe tan bien lo que ocurrió que tal vez a Mr. Rider Haggard no le importe. Lo que sucedió fue realmente extraño.
Una voz áspera quebró el silencio.
–A ver jóvenes, ahí abajo –dijo la voz–, salgan inmediatamente. Les digo que vengan aquí.
Era la muy familiar voz de Mr. Robert Dexter, bienamado maestro de residencia de O'Hara y Moriarty.
Los dos irlandeses se aferraron mutuamente, cada uno de ellos temeroso de que el otro pudiese pensar (a fuerza de costumbre) que el maestro se dirigía a él. Se quedaron donde estaban. Pensaron que lo que buscaba Dexter eran los fumadores misteriosos.
Pero se equivocaban. Lo que había llevado a Dexter al sótano era el hecho de que había visto a dos muchachos, extrañamente parecidos a O'Hara y Moriarty, que bajaban los escalones del sótano a eso de las seis menos cuarto. Había estado realizando su merodeo de costumbre tras el cierre por el patio del junior, en busca de rezagados, y había sido testigo (desde unas cincuenta yardas y con muy poca luz) de su descenso hacia el sótano. Desde ese momento había estado apostado en el patio, con la esperanza de atraparlos cuando salieran; pero como no salían había decidido tomar la iniciativa. No había visto entrar a las seis figuras porque, siendo la tarde gélida, se había paseado por el patio, y las seis figuras, por pura casualidad, habían elegido para entrar un momento en que estaba de espaldas.
–Suban de inmediato –repitió.
En ese momento llegó a él desde la oscuridad una vaharada de humo de tabaco. Habían apagado la vela ante la primera señal de alarma, y él hasta ese momento no había percibido (aunque sí sospechado) que se había estado fumando allí dentro.
Entre los desconocidos se cruzaban ahora susurros apurados. Al parecer, veían que el juego estaba al descubierto, de modo que se abrieron camino hacia la puerta.
A medida que cada uno subía los escalones y pasaba junto a él Mr. Dexter observaba "¡Ajá!" y parecía tomar nota de su nombre. Cuando el proceso estuvo completo y el último de los seis se alejaba Mr. Dexter lo llamó de vuelta.
–Eso no es todo –dijo, suspicaz.
–Sí, señor –dijo el último de los desconocidos.
Ninguno de los irlandeses reconoció la voz. Su dueño era un extraño.
–Le digo que no –escupió Mr. Dexter–. Me está ocultando usted la verdad. O'Hara y Moriarty están ahí abajo, dos muchachos de mi propia residencia. Los vi bajar.
–No tenían nada que ver con nosotros, señor. No los vimos en ningún momento.
–No me cabe duda –dijo el maestro– de que se imagina usted que está haciendo algo muy quijotesco al tratar de apañarlos, pero no ganará nada. Puede irse.
Llegó hasta el comienzo de la escalera y dio la impresión de querer sumergirse en la oscuridad para buscar a los sospechosos. Pero probablemente se dio cuenta de la inutilidad del intento, porque cambió de opinión y emitió un ultimatum desde su escalón.
–O'Hara y Moriarty.
No hubo respuesta.
–O'Hara y Moriarty, sé perfectamente que están ahí abajo. Suban inmediatamente.
Silencio orgulloso desde el sótano.
–Muy bien. Voy a esperar aquí a que suban. Harían bien en subir en seguida. Les advierto que no me voy a cansar de esperar.
Se volvió, cerrando la puerta de golpe tras sí.
–¿Qué haremos? –susurró Moriarty. Por fin susurrar había dejado de ser peligroso.
–Espera –dijo O'Hara–. Estoy pensando.
O'Hara pensó. Durante muchos minutos pensó en vano. Por último volvió a su cerebro el recuerdo de los tiempos en que había sido un simple fag. Era lo que había estado buscando; ahora lo recordaba. Una vez, en aquellos días, había tenido lugar una función inesperada a mitad del curso. Para esa función habían hecho falta unas cuantas sillas. Aun hoy podía recordar su furia y disgusto cuando había caído sobre él y sobre un grupo de fags colegas el profesor de su clase y los había obligado a formar una fila entre el bloque junior y el claustro, con el objeto de trasladar sillas. Es cierto que más tarde el profesor les había servido ginger-ale con liberalidad principesca, pero aquélla era una tarea que ni siquiera varios galones de ginger-ale podían transformar en placentera. Ahora, sin embargo, dejó de lamentar aquel episodio. Le había tocado ocupar el extremo de la cadena de silleros. Había estado en un pasillo del bloque junior, junto a la puerta que llevaba al jardín de profesores y que, según recordaba, nunca se cerraba hasta muy tarde. Y mientras había permanecido allí un par de manos (aparentemente desprovistas de cuerpo) había levantado una silla tras otra a través de una abertura negra en el suelo. Dicho de otro modo, había una puerta-trampa que conectaba el exterior con el sótano donde ahora se encontraba.
Compartió estos recuerdos de su infancia con Moriarty. Partieron en busca de la puerta perdida y, luego de vueltas y raspaduras demasiado dolorosas como para ser relatadas, la hallaron. Moriarty encendió un fósforo. La luz cayó sobre la puerta-trampa y todas sus dudas se disiparon. La cosa se abría hacia adentro. La traba estaba de su lado y no en el pasillo de arriba. Abrir el pasador les llevó un segundo y trepar al pasillo un minuto. De pie junto a la abertura se sacudieron el polvo de la ropa.
–¡Diablos! –dijo Moriarty de pronto.
–¿Qué pasa?
–¿Y cómo vamos a cerrarla?
Éste era un problema de cierta monta. Finalmente lo lograron, con O'Hara colgado por la abertura tratando de pescar la puerta y Moriarty tomándolo por los pies.
Quiso la suerte (que evidentemente los había estado acompañando todo el rato) que hubiese un pasador por fuera, además de por dentro.
–¡Supón que hubiese estado cerrada por fuera! –dijo O'Hara mientras trababan la trampa.
Moriarty no tenía ganas de suponer cosas tan desagradables.
Mr. Dexter todavía merodeaba por el patio del junior cuando los dos irlandeses cruzaron corriendo el patio del senior en dirección al gimnasio. Allí hicieron unos minutos de sparring ligero y luego se dirigieron decididos a Mr. Day (que había entrado cinco minuto después de que llegaran) para recibir sus papeletas.
–¿A qué hora llegaron O'Hara y Moriarty al gimnasio? –preguntó Mr. Dexter a Mr. Day a la mañana siguiente.
–¿O'Hara y Moriarty? La verdad, no recuerdo. Sí sé que se fueron a eso de las siete y cuarto.
Aquel profundo pensador que fue Mr. Tony Weller nunca estuvo más acertado que en sus opiniones acerca de las coartadas. Hay pocas cosas mejores en una emergencia.