El bate de oro : XIII. La víctima número tres

"Con respecto a nuestra última comunicación", decía la carta (el autor evidentemente creía en el lenguaje comercial), "quizás le interese saber que el bate que perdió junto a la estatua la noche del 26 de enero se halla en nuestro poder. Observamos que Barry todavía está jugando en el primer quince."

–Y lo seguirá haciendo, maldita sea –masculló Trevor, haciendo furiosamente un bollo con la carta.

Siguió escribiendo los nombres para el partido con Ripton. El último de la lista era el de Barry.

Luego se echó hacia atrás en la silla y comenzó a lidiar con este nuevo desarrollo de los acontecimientos. Barry debía jugar. Ni todas las bravatas del mundo podían evitar que pusiese al mejor hombre de que disponía en el partido contra Ripton. Él no contaba. Tenía que pensar en la escuela. En ese estado de cosas, ¿que podía suceder? Aunque la carta no decía nada al respecto, estaba seguro de que si insistía en ignorar a la Liga el bate llegaría, de un modo u otro –posiblemente por caminos retorcidos– al director, o a alguna otra autoridad. Y habría preguntas, preguntas incómodas, y comenzarían a salir cosas a la luz. Entonces se le ocurrió que cualquier cosa que pasara no le pasaría a él mismo sino a O'Hara. Esto complicaba aun más la cuestión de qué hacer. Por su parte, Trevor era uno de esos personajes obstinados que pueden soportar cualquier cosa. Si hubiese sido sólo él, habría seguido adelante sin dudarlo. Era evidente que el autor de la carta actuaba bajo la impresión de que Trevor había sido el héroe (o el villano) del episodio de la estatua.

Si todo llegaba a descubrirse, predecir los resultados no exigía grandes dotes para la profecía. O'Hara sería expulsado. De inmediato. Recibiría orden de retirarse a los diez minutos de descubierto lo que había hecho. Sería doblemente expulsado, por decirlo de alguna manera: una por haberse escapado de noche –una de las ofensas más terribles según el código escolar– y otra por haber embadurnado la estatua. Cualquier cosa que manchase el nombre de la escuela ante la ciudad era a los ojos de los poderes un crimen, y éste era un caso particularmente flagrante. Sí, de eso no cabía duda. O'Hara tendría que tomar el primer tren a casa, sin tiempo para empacar siquiera. Trevor conocía bien a su familia y podía imaginar sus sentimientos cuando el hijo pródigo volviese entre ellos, un ex-wrykiniano malgrè lui. Como dijo el filósofo al caer de la escalera, no es la caída lo que importa, sino la súbita detención en el otro extremo. No era contra la expulsión que el expulsado tenía tantos reparos, sino contra la súbida vuelta a casa. Con esta visión tenebrosa ante sus ojos, Trevor casi claudicó. Pero el pensamiento de que la elección del equipo no tenía nada que ver con sus sentimientos personales lo fortaleció. Él no era más que una máquina, diseñada para elegir a los quince mejores hombres de la escuela para enfrentar a Ripton. En su posición oficial de capitán de rugby, no se suponía que pudiese tener sentimiento alguno. Cedió, sin embargo, al punto de acudir a Clowes en busca de una opinión.

Clowes, tras oírlo todo y ver la carta, no dudó en recomendar el camino correcto. Barry debía jugar contra Ripton aunque expulsasen a cincuenta irlandeses locos. Era el mejor hombre y tenía que estar.

–Es lo que pensé –dijo Trevor–. Pero es una mala suerte para O'Hara.

Clowes, no sin cierta redundancia, acotó que los negocios eran los negocios.

–Además –continuó–, estás asumiendo que verdaderamente va a pasar lo que insinúa la carta. Habría que ser un verdadero granuja para caer tan bajo. Basta el menor átomo de decencia para dejar de hacerlo. Me puedo imaginar que un tipo te amenace así para intimidarte (y, la verdad sea dicha, la carta en realidad no dice nada de eso, aunque supongo que lo insinúa) pero no me imagino a nadie capaz de hacerlo, fuera de un personaje de melodrama.

–Nunca se sabe –dijo Trevor. Le parecía que sus posibilidades eran más bien remotas. En el mejor de los casos, nunca es un gran consuelo confiar en los escrúpulos de un antagonista.

–¿Vas a decírselo a O'Hara? –preguntó Clowes.

–No veo de qué podría servir. ¿Tú lo harías?

–No. Él no puede hacer nada, y sólo le haría pasar un mal rato. Yo diría que hay cosas más agradables que andar todo el día preguntándose si lo van a expulsar a uno durante las próximas doce horas. No se lo digas.

–No lo haré. Y Barry juega contra Ripton.

–Por supuesto. Es el mejor hombre.

–Me voy a Seymour's –dijo Trevor–. Quiero ver a Milton. Nos ha tocado Seymour's en la próxima ronda de partidos entre residencias. Supongo que ya lo sabes. Quiero que sea antes del partido con Ripton, y por varias razones. La mitad del quince juega en una u otra residencia, así que el partido será una buena oportunidad para que se pongan a punto. Está muy bien lo de correr y practicar pases, pero lo que realmente te pone a punto es un partido de los duros. Y además estaba pensando que el lado que pierda, sea cual fuere...

–Seymour's, por supuesto.

–Así lo espero. Bueno, la cuestión es que no estarán contentos de perder, así que jugarán todavía más duro el sábado, para consolarse por haber perdido la copa.

–¡Qué buena estrategia! –dijo Clowes–. Piensas en todo. Entonces, ¿cuándo quieres que se juegue?

–Me pareció que el miércoles sería un buen día. ¿Y a ti?

–Vendrá de perlas. Será un buen partido. A todos los fines prácticos, se trata de la final. Si derrotamos a Seymour's, no creo que los otros representen demasiado problema.

Apenas quedaba tiempo para ver a Milton antes del cierre. Trevor corrió hasta Seymour's y subió al estudio de aquél.

–Adelante –dijo Milton, en respuesta a su llamado.

Trevor entró y se detuvo, sorprendido por la diferencia que mostraba el lugar con respecto a la última vez que había estado en él. Las paredes, que alguna vez habían estado cubiertas de fotografías, estaban desnudas. Milton, sentado frente al fuego, contemplaba apesadumbrado lo que parecía un montón de recortes de cartón.

Trevor reconoció los síntomas. Tenía experiencia.

–¡No me digas que también se la han tomado contigo! –exclamó.

El rostro de Milton, por lo común alegre, aparecía nublado y tenebroso.

–Sí. Estaba pensando en lo que me gustaría hacerle al tipo que arruinó todo esto.

–Fue la Liga otra vez, ¿no?

Milton pareció sorprendido.

–¿Otra vez? –dijo–, ¿y dónde oíste hablar de la Liga? Ésta es la primera vez que oigo que existe, sea lo que sea. ¿De qué se trata esta maldita cosa, y por qué diablos vinieron a hacer esta estupidez? ¿Qué significa este condenado asunto?

Sacó a relucir otra tarjeta de las que Trevor ya había visto dos ejemplares. Trevor le explicó en pocas palabras el estilo y la naturaleza de la Liga, y mencionó que también su estudio había sido devastado.

–¿Tu estudio? ¿Por qué? ¿Qué tienen contra ti?

–No lo sé –dijo Trevor. Revelar el contenido de las cartas que había recibido no serviría de nada.

–¿Y rompieron tus fotografías?

–Todas.

–Trevor, viejo, voy a decirte de qué se trata todo esto –dijo Milton, solemne–; hay un loco suelto en la escuela. Es lo único que se me ocurre. Un lunático, cuya forma de locura se manifiesta devastando estudios.

–Pero no es posible que haya sido el mismo tipo el que se ocupó del tuyo y del mío. Tiene que haber uno en Donaldson's, y otro de los vuestros, que vino al tuyo y al de Mill.

–¿Mill también? ¡Por Júpiter, claro! No se me había ocurrido. ¿Asumo que ésa también fue la Liga?

–Sí. Había una de esas tarjetas atada a una silla, pero Clowes la quitó antes de que nadie la viese.

Milton retomó los detalles del desastre.

–¿Y tambien volcaron tinta en tu habitación?

–Varias pintas –dijo Trevor secamente. Era un tema doloroso.

–Aquí también –dijo Milton afligido–. Galones.

Hubo un minuto de silencio mientras cada uno sopesaba sus desgracias.

–Galones –volvió a decir Milton–. Fui lo suficientemente imbécil como para guardar aquí un tarro lleno, de los grandes, y lo usaron todo. Hasta la última gota. Nunca viste nada parecido.

Trevor dijo que había visto un espectáculo similar.

–¡Y mis fotografías! ¿Recuerdas esas fotografías que te mostré? Todas arruinadas. Las cortajearon con un cuchillo. Algunas estaban por la mitad. Quisiera saber quién lo hizo.

Trevor dijo que a él también le gustaría.

–Había una de Mrs. Patrick Campbell –siguió Milton con tono desgarrador–, cortada en dieciséis pedazos. Los conté. Están allí, sobre la repisa de la chimenea. Y había una de Little Tich –aquí su voz se quebró–, tan cubierta de tinta que tardé media hora en reconocerla. Palabra.

Trevor asintió, compasivo.

–Sí –dijo Milton–. Empapada.

Hubo otro silencio. Trevor sentía que sería un insulto discutir un tema tan prosaico como la fecha de un partido entre residencias con alguien tan destrozado. Pero el tiempo apremiaba y se acercaba la hora de cierre.

–¿Querrías jugar...? –empezó.

–No tengo ganas de volver a jugar, nunca más –lo interrumpió Milton–. Nunca me creerías la cantidad de papel secante que he usado hoy. Dick, viejo amigo, este tipo tiene que haber sido algún lunático.

Cuando Milton llamaba "Dick" a Trevor era una señal de que estaba conmovido. "Dick, viejo amigo" significaba un cataclismo interno sin precedentes.

–Digo, ¿quién sino un lunático se levantaría de noche para hacer trizas el estudio de otro? Y a esto lo hicieron entre las once de anoche y las siete de hoy. Vine a las once, y cuando bajé hoy a las siete el lugar era una ruina. Tiene que haber sido un lunático.

–¿Y qué piensas de la tarjeta impresa de la Liga?

Milton murmuró algo acerca que la astucia de los locos y de desviar las sospechas, y volvió a sumirse en su silencio. Trevor aprovechó la oportunidad para realizar la propuesta que lo había llevado allí, a saber, que Donaldson's vs. Seymour's se jugase el miércoles siguiente.

Milton aceptó, indiferente.

–Precisamente allí, donde estás parado –dijo–, encontré una fotografía de Sir Henry Irving tan rasgada que al principio pensé que era Huntley Wright en San Toy.

–Largamos a las dos y media –dijo Trevor.

–Tenía diecisiete de Edna May –continuó monotóno el aquejado seymourita–. En diversas poses. Todas destruidas.

–En la cancha del primer quince, por supuesto –dijo Trevor–. Le pediré a Aldridge que sea árbitro. ¿Te va?

–Bueno. Lo que tú digas. Y ahí, junto a la chimenea, encontré los restos de Arthur Roberts en H.M.S. Irresponsible. Y parte de Seymour Hicks. Debajo de la mesa...

Trevor se alejó.


Valid HTML 4.01 Transitional