El bate de oro : XXI. La Liga al descubierto
–¿Qué te parece esto? –dijo Clowes.
Trevor no dijo nada. Todavía no había asimilado la situación. No era sólo que la idea de que Rand-Brown había enviado las cartas y se había apropiado del bate estaba firmemente implantada en su cabeza. Aun suponiendo que no hubiese sospechado de Rand-Brown, nunca se le hubiese ocurrido sospechar de Ruthven. Habían sido amigos. No muy íntimos (lo impedían la dedicación de Trevor a los deportes y el disgusto que Ruthven sentía por ellos), pero sí mucho más que conocidos. Trevor estaba hecho de tal modo que no alcanzaba a comprender los procesos mentales necesarios para actuar como lo había hecho Ruthven. Era algo completamente anormal.
Clowes no estaba menos atónito, pero por una razón distinta. No era la desmesura del proceder de Ruthven lo que lo tenía en vilo. Con esa intolerancia que caracteriza a cierto tipo de mentes, creía a Ruthven capaz de cualquier cosa. Lo que lo sorprendía era que Ruthven hubiese tenido el ingenio o incluso la osadía de llevar a cabo una campaña de esa clase. Hubiese creído que sus crímenes no sobrepasaban el límite de copiar en los exámenes. Una cobardía y bajeza como ésa no lo habría sorprendido en absoluto; habría dicho que era precisamente el tipo de cosa que había estado esperando desde el principio. Pero que Ruthven pudiera florecer de pronto como un criminal (a su modo) ingenioso y capaz era una absoluta sorpresa.
–Bueno, ¿tal vez tú sí quieras decir algo? –dijo volviéndose a Ruthven.
Ruthven, con el aspecto de un pasajero del Canal que acaba de descubrir que el zarandeo del barco lo afecta de mal modo, había caído sentado en una silla cuando Clowes lo había empujado. Seguía allí, con una mirada en la cara pálida que no era saludable ver, y tan silencioso como Trevor. Parecía que, si tenía que haber conversación, ésta adoptaría la forma exclusiva de un monólogo de Clowes.
Clowes se sentó en una esquina de la mesa.
–Me parece, Ruthven –dijo–, que más te valdría decir algo. En este momento hay muchas cosas que exigen una explicación. Dado que este bate ha aparecido en tu cajón, supongo que podemos asumir que tú eres el maleducado que escribe las cartas, ¿no?
Ruthven halló por fin su voz.
–¡No! –gritó–. Yo no escribí nada.
–Bien, nos vamos acercando –dijo Clowes–. Ya me parecía que no podías haber sido tú el que llevó todo el negocio. Al parecer no has sido más que el dormilón de toda esta puesta, aunque supongo que fuiste tú el que destrozó el estudio de Trevor, ¿no? En eso, al menos, no dormiste. Me imagino que ese día te decantaste por el área activa del asunto. ¿Fuiste tú quien destrozó el estudio?
Ruthven miró fijamente el fuego, sin decir nada.
–¿Sabes una cosa, Ruthven? Debes ser educado y responder cuando se te pregunta. ¿Fuiste tú quien destrozó el estudio de Trevor?
–Sí –dijo Ruthven.
–Ya me parecía.
–Pero claro, si te encontré afuera –dijo Trevor hablando por primera vez–. Tú fuiste quien me dijo lo que había pasado.
Ruthven no dijo nada.
–Yo diría que lo de tu estudio fue el único papel activo que asumió –acotó Clowes.
–No –dijo Trevor–, también envió las cartas, aunque tal vez no las haya escrito. Milton me estuvo contando... ¿recuerdas? Te conté. No, no lo hice. Milton averiguó que las cartas habían sido enviadas por un tipo pequeño y rubio.
–Fue entonces él –dijo Clowes (sin que le importara la gramática más que a los monjes de Rheims), señalando con el atizador las guedejas inmaculadas de Ruthven–. Bueno, tú destrozaste el estudio y enviaste las cartas. Ésa fue tu parte. ¿Tengo razón al suponer que tu socio fue Rand-Brown?
Silencio por parte de Ruthven.
–¿Tengo o no razón? –insistió Clowes.
–Puedes suponer lo que quieras. No me importa.
–Ya estamos perdiendo otra vez los modales –se quejó Clowes–. ¿Fue Rand-Brown, sí o no?
–Sí –dijo Ruthven.
–Ya me parecía. ¿Y quién más?
–Nadie más.
–Prueba de nuevo.
–Te digo que no había nadie más. ¿Es que no puedes creer lo que se te dice?
–Una que otra palabra, quizás –concedió Clowes–, pero no muchas, y éstas son de las que no. Prueba una vez más.
Ruthven volvió a sumirse en su silencio.
–Está bien –dijo Clowes–, vamos a aceptar esa afirmación. Hay al menos cierta posibilidad de que sea cierta. Y me parece que eso es todo. En realidad, no es asunto mío, Trevor, sino tuyo. Yo sóy sólo un espectador, o ayudante de campo. Búscame luego en mi estudio.
Y, tras dejar con cuidado el atizador en su lugar, Clowes salió de la habitación. Fue a su estudio y trató de trabajar un poco. Pero las bellezas del segundo libro de Tucídides no lograban cautivarlo. Sus pensamientos estaban en otro sitio. Estaba demasiado excitado con lo que había sucedido como para poder traducir griego. Arrastró su silla hasta un sitio junto al fuego y se entregó a especulaciones sobre cómo le estaría yendo a Trevor en el estudio vecino. Se alegraba de haberlo dejado para que terminase solo con el asunto. Si hubiera estado en el lugar de Trevor, lo que más habría odiado en el mundo habría sido tener a algún otro (por muy amigo íntimo que fuese) interfiriendo en sus guerras y resolviéndolas en su lugar. Si lo hubieran dejado en manos de Clowes, la entrevista habría terminado con él moliendo a patadas a Ruthven hasta reducirlo a lo más parecido a una pasta humana que le hubiesen permitido las leyes sobre el asesinato. Tenía una incómoda sospecha de que Trevor lo decepcionaría en ese aspecto.
El picaporte se movió. Trevor entró y arrimó otra silla en silencio. Llevaba en el rostro una expresión de disgusto. Pero no tenía rastros de combate. La punta de su zapato no estaba gastada ni ajada como a Clowes le hubiese gustado verla. Era evidente que no había tomado medidas activas y físicas en pro del mejoramiento moral de Ruthven.
–¿Y bien? –dijo Clowes.
–¡Cielos, qué cretino! –suspiró Trevor, como para sí.
–Precisamente lo que estaba pensando –dijo Clowes con tono aprobador–. Pero ¿qué hiciste?
–Nada.
–Me lo temía. ¿Te dio alguna explicación? ¿Por qué fue que se metió en el asunto? ¿Qué motivo pudo tener para no querer que Barry consiguiera los colores, aparte del hecho de que Rand-Brown tampoco quería? ¿Y por qué tuvo que hacer lo que Rand-Brown le decía? Nunca oí decir que fuese amigos, hasta hoy.
–Me contó muchas cosas –dijo Trevor–. Es uno de los asuntos más podridos que me ha tocado oír. Ninguno de ellos sale bien parado del asunto, pero lo de Rand-Broan es todavía peor que lo de Ruthven. Palabra, ese tipo necesita que lo asesinen.
–No estaría mal –asintió Clowes–. Cuenta tu historia.
–¿Recuerdas a un tal Patterson, que echaron hace un año?
Clowes volvió a asentir. Recordaba bien el caso. Patterson había estado haciendo apuestas con un comerciante de Wrykyn, pero lo habían descubierto y expulsado.
–Recordarás cómo se sorprendió todo el mundo. No era uno de esos casos en que la mitad de la escuela sabe lo que está pasando. Los casos de ese tipo siempre salen a la luz, tarde o temprano. Pero de lo de Patterson nadie sabía nada.
–Cierto. ¿Y bien?
–Nadie –dijo Trevor–, claro, excepto Ruthven. Ruthven se enteró, de algún modo. Creo que por ese entonces era medio amigo de Patterson. El caso es que tuvieron una pelea, y Ruthven fue a ver a Dexter, porque Patterson estaba en Dexter's, y soltó el chivo. Dexter le prometió que mantendría su nombre fuera del asunto y fue directamente a ver al Viejo, y a Patterson lo rajaron en el acto. Entonces, de un modo u otro, Rand-Brown se enteró; supongo que Ruthven debe habérselo dicho por accidente en algún momento, y desde entonces simplemente tuvo que hacer todo lo que Rand-Brown le decía. Lo amenazó con que, si no lo hacía, le contaría a todos acerca del asunto de Patterson. Así que Ruthven estaba con los pelos de punta.
–Por supuesto –dijo Clowes–; me imagino que el amigo Ruthven la debe haber pasado bastante mal. Pero ¿cómo se les ocurrió comenzar con lo de la Liga? Fue una idea muy buena. ¿De Rand-Brown?
–Sí. Supongo que había oído hablar de ella, y pensó que si se la revivía podía sacar algo.
–¿Y eran sólo Ruthven y él los que estaban en el tema?
–Ruthven jura que sí, y no me extrañaría que por una vez en su vida estuviese diciendo la verdad. Si te fijas, todo lo que ha hecho la Liga hasta ahora pudieron hacerlo él y Rand-Brown, sin ayuda de nadie. Los únicos otros estudios devastados fueron el de Mill y el de Milton: los dos están en Seymour's.
–Es cierto –dijo Clowes.
Hubo una pausa. Clowes puso otra palada de carbón en el fuego.
–¿Qué vas a hacer con Ruthven?
–Nada.
–¿Nada? Diablos, no merece escaparse así. No es tan malo como Rand-Brown (aunque está cerca), pero es un canalla tan completo y acabado como se puede desear.
–Acabado, ésa es la palabra –dijo Trevor–. Se va esta misma semana.
–¿Qué? ¿Se va? ¿Lo echaron?
–Sí. El Viejo ha estado haciendo averiguaciones sobre él, y este lío del tabaco ha dado la puntada final a sus descubrimientos. Por alguna razón en este momento no soporta que se ande fumando.
–¿Pero Ruthven estaba fumando?
–Sí. ¿No te conté? Es uno de los que Dexter atrapó en el sótano. ¿Recuerdas que había dos de esta residencia?
–¿Quién era el otro?
–Ese Dashwood. Tiene el estudio al lado del que era de Paget. También se va.
–Apenas lo conocí. ¿Qué clase de tipo era?
–De afuera. No servía para nada en la residencia. Nadie lo va a extrañar.
–¿Y qué vas a hacer con Rand-Brown?
–Pelear con él, por supuesto. ¿Qué otra cosa podría hacer?
–Pero no estás a su nivel.
–Veremos.
–No, no estás –insistió Clowes–. Te lleva seis kilos, y no es malo boxeando. Moriarty la tuvo difícil con él en los medianos, este año. No tienes ninguna oportunidad.
Trevor se encendió.
–Maldita sea, hombre –gritó–, ¿crees que no lo sé? ¿Pero qué otra cosa puedo hacer? Además, tal vez no sea malo para boxear, pero no tiene agallas. Quizás yo aguante más.
–Esperemos que sí.
Pero no había esperanza en su tono de voz.