El bate de oro : XX. El hallazgo del bate

Trevor esperó hasta que el director hubo regresado a la biblioteca, le dio cinco minutos para tranquilizarse, y luego entró.

El director lo miró, con la interrogación en los ojos.

–Mi ensayo, señor –dijo Trevor.

–Ah, sí, claro. Lo había olvidado.

Trevor abrió su cuaderno y comenzó a leer lo que había escrito. Terminó el párrafo incluido por indicación de Clowes y se apresuró a pasar al siguiente. Para sorpresa suya, la impertinencia pasó desapercibida, oralmente al menos. Por regla general el director prefería que sus prefectos mantuviesen las citas de números atrasados del Punch fuera de sus ensayos de inglés. Y normalmente lo decía sin tapujos. Pero hoy se lo notaba extrañamente preocupado. Un infinitivo escindido en el quinto párrafo, que en otras circunstancias lo habría hecho incorporarse horrorizado en su asiento, no mereció acotación alguna. Igual impunidad recibió la inserción (instigada, como de costumbre, por Clowes) de una muletilla popular en los últimos renglones. Trevor terminó, con la sensación de que esta vez la suerte se había portado noblemente con él.

–Sí –dijo el director, despertado al parecer por el silencio que siguió a la conclusión del ensayo–. Sí. –Y luego, tras una larga pausa, de nuevo: –Sí.

Trevor no dijo nada, pero esperó por si seguían más comentarios.

–Sí –dijo una vez más el director–, creo que es un ensayo bastante bueno. Bastante bueno. Le faltaría todavía un poco de... eh... no tanto... hum... sí.

Trevor anotó mentalmente estos consejos para mejorar futuros ensayos, y ya se estaba levantando cuando el director lo detuvo.

–No se vaya, Trevor. Quisiera hablar con usted.

Lo primero que pensó Trevor, tal vez no sin razón, fue que se iba a traer a colación el tema del bate. Ya se estaba preguntando, desolado, cómo haría para mantener a O'Hara y su excursión nocturna fuera de la conversación, cuando el director continuó: –Ha sucedido algo muy desagradable, Trevor...

"Ahí viene", pensó Trevor.

–Según parece, Trevor, se ha estado fumando mucho en la escuela.

Trevor respiró, aliviado. Después de todo, sólo iba a ser un simple lío sobre las pipas, como siempre. Escuchó con más placer mientras el director, tras inclinarse a apagar el pábilo de la lámpara que había sobre la mesa contigua y que (de modo nada inapropiado) había comenzado a echar humo, retomaba su discurso.

–Mr. Dexter...

Por supuesto, pensó Trevor. Si había lío en la escuela, Dexter tenía que ser el que anduviera detrás.

–Mr. Dexter acaba de venir a verme. Me dio los nombres de seis muchachos. Los descubrió en el sótano, debajo del bloque junior. Dos de ellos eran muchachos de la residencia de usted.

Trevor murmuró algo sin palabras, para mostrar que la historia le interesaba.

–Usted, por supuesto, no sabía nada sobre el tema...

–No, señor.

–No. claro que no. Al head de una residencia se le hace difícil enterarse de todo lo que sucede en esa residencia.

¿Era un condenado sarcasmo?, se preguntó Trevor. Pero decidió que no. Después de todo, el head de una residencia es humano. No puede esperarse que tenga el ojo puesto en la vida privada de cada miembro de la casa.

–Es necesario detener esto, Trevor. No hay modo de decir qué tanto se ha extendido o puede extenderse esa práctica. Lo que quiero que haga es volver directamente a su residencia y que comience un registro exhaustivo de los estudios.

–¿Esta noche, señor? –Le parecía muy tarde para andar entreteniéndose así.

–Esta noche. Pero antes de ir a su residencia, pase por Seymour's y dígale a Milton que quisiera verlo. Y otra cosa, Trevor.

–¿Sí, señor?

–Comprenderá que estoy dejando este asunto en sus manos, para que se encargue de él. No le pediré un informe. Pero si encuentra tabaco en la habitación de alguno de los muchachos debe castigarlo con energía, Trevor. Con energía.

Esto significaba que el culpable debía ser "corregido" delante de los miembros de la residencia reunidos en el comedor. No era algo que sucediese a menudo. La última vez había sido mientras Paget era head de Donaldson's, cuando dos ocupantes de la sala senior habían sido descubiertos tratando de revivir la antigua y poco honorable institución del matonismo. Trevor preveía que esta vez se establecería probablemente un record. Podía haber cualquier cantidad de aficionados a la hierba, y tenía intención de llevar a cabo sus instrucciones hasta las últimas consecuencias, y hacer que los criminales tuviesen el día más desdichado de su vida desde aquel en que probaran su primer cigarro. Trevor detestaba el hábito de fumar en la escuela. Estaba tan empeñado en el éxito de la escuela y de su propia residencia en los juegos que aborrecía cualquier cosa que tendiese a perjudicar la resistencia y el ojo. Que alguien se atreviese a fumar en una residencia que iba a jugar la final de la Copa de Rugby entre Residencias lo hacía arder de furia por dentro, y estaba decidido a que las cosas se pusieran feas para ese alguien.

Fumar en la escuela es un insulto para la hierba divina. Cuando uno está obligado a fumar en rincones apartados, temiendo a cada momento ser descubierto, todo el significado, la poesía, el encanto de la pipa se desvanece, y uno se vuelve como esos seres perdidos que fuman mientras corren para alcanzar el tren. Al muchacho que fuma en la escuela lo espera un mal fin. Se irá degenerando poco a poco hasta convertirse en una persona que juega al dominó en las salas de fumadores de as tiendas A.B.C., con amigos que usan sombreros bombín con sacones largos.

Cuando volvió a Donaldson's, luego de pasar por Seymour's y entregar el mensaje para Milton, Trevor expuso gran parte de esta filosofía a Clowes con lenguaje enérgico.

A Clowes la perspectiva de un lío de los buenos lo animó sobremanera.

–Ahora podremos ver los esqueletos que guardan en el armario –observó–. Todo el mundo tiene en el armario un esqueleto que lo sigue dondequiera que va. ¿A qué estudio iremos primero?

–¿Iremos?

–Iremos –repitió Clowes con firmeza–. No pienso quedarme fuera de este paseo. Necesito un poco de acción; estoy débil, sabes, y éste será el tratamiento adecuado. Además, te hará falta alguna clase de guardaespaldas, por si los ocupantes enfurecidos se vuelven contra ti y tratan de descuartizarte.

–No entiendo cómo se puede disfrutar con este asunto –dijo Trevor, lúgubre–. Personalmente deteste este tipo de cosas. Para cuando haya terminado no habrá un solo tipo en la residencia que se digne dirigirme la palabra.

–Salvo yo, querido –dijo Clowes–. Nunca te abandonaré. No vale la pena pedírmelo, porque jamás lo haré. Mr. Micawber podrá tener sus defectos, pero jamás abandonaré a Mr. Micawber.

–Puedes venir, si quieres –dijo Trevor–; iremos por orden. ¿Supongo que no hace falta revisar a los prefectos?

–Los prefectos están por encima de toda sospecha. Da de baja a los prefectos.

–Eso nos lleva a Dixon.

Dixon era un muchacho gordo con lentes, a quien la creencia popular atribuía veintidós horas diarias de trabajo. Se pensaba que dormía dos horas, de once a una, y que luego se levantaba y trabajaba en su estudio hasta la hora del desayuno.

Cuando entraron Trevor y Clowes estaba trabajando. La puerta se abrió para mostrarlo sumergido, cabeza abajo, en un enorme Liddell & Scott. Al oír la voz de Trevor emergió lentamente, y un par de ojos redondos y con anteojos miraron vacíos a los visitantes. Trevor explicó brevemente su misión, pero la entrevista perdió parte de su solemnidad debido al hecho de que la sola idea de que Dixon pudiese estar guardando tabaco en su habitación hacía rugir de risa a Clowes. Además, Dixon se negó rotundamente a entender de qué le estaba hablando Trevor, así que al cabo de diez minutos la pareja decidió que no valía la pena tratar de explicárselo y partió. Dixon se quedó con una idea vaga de que lo habían invitado a participar en una especie de partido de algo, que había rehusado, y volviendo a su Liddell & Scott siguió pugnando con las expresiones algo oscuras de los coros de Esquilo en el Agamenón. Distinto fue el efecto que este chasco tuvo sobre Trevor y Clowes. A Trevor lo sumió en una horrible depresión. Lo sacó de sus casillas. Clowes, por el contrario, consideraba todo el asunto como una alegre farsa y se negó a ver que se trataba de un asunto serio en que estaba comprometido el honor de la residencia.

El siguiente estudio era el de Ruthven. Eso disminuyó en algo la exuberancia del comportamiento de Clowes. Cuando a uno le cae mal alguien, uno se siente curiosamente reacio a mostrarse de buen ánimo en su presencia. Se tiene la impresión de que el otro tal vez lo tome como una especie de cumplido, o que en todo caso lo haga sentirse invitado a contribuir con su propia sonrisa, lo que sería detestable. Así que cuando entraron al estudio Clowes estaba tan serio como Trevor.

El estudio de Ruthven era como su dueño, sobrecargado y frívolo. Llegaba al extremo de tener un amplio suministro de adornos de porcelana. Parecía más un salón que un estudio escolar.

–Lamento molestarte, Ruthven –dijo Trevor.

–Entra, entra –dijo Ruthven con voz cansada–. Cierra la puerta, por favor, que hay corriente de aire. ¿Deseas algo?

–Tenemos que echar una mirada –dijo Clowes.

–¿Y no ves dónde está todo?

Ruthven odiaba a Clowes tanto como Clowes a Ruthven.

Trevor volvió a meterse en la conversación.

–Ruthven, la cuestión es así –dijo–. Lo siento muchísimo, pero es que el Viejo me ha dicho que registre los estudios, por si alguno tiene tabaco.

Ruthven dio un salto, asustado, y se puso pálido.

–No puedes. No voy a permitir que me andes revolviendo el estudio.

–Tonterías –dijo Trevor, cortante–. Tengo que hacerlo. No lo hagas más desagradable de lo que ya es.

–Pero no tengo tabaco. Te juro que no lo tengo.

–Entonces, ¿por qué te molesta que revisemos? –dijo afablemente Clowes.

–Vamos, Ruthven –dijo Trevor–, dame las llaves. Será lo mejor.

–No lo haré.

–No seas imbécil.

–He aquí –observó Clowes con su estilo triste y solemne– un robusto atizador que servirá. –Mientras hablaba se inclinó a recogerlo.

–Deja tranquilo ese atizador –gritó Ruthven.

Clowes se irguió.

–Te lo cambio por las llaves.

–No seas idiota.

–Muy bien. Aquí va el primer asalto.

Ruthven saltó hacia adelante pero Clowes, desviándolo con la izquierda al modo de un rugbier, estrelló con la derecha el atizador contra la cerradura del cajón de la mesa junto a la que se hallaba.

La cerradura se quebró con un ¡crac! No la habían hecho para soportar tales ataques.

–No estuvo mal, para ser el primer disparo –dijo Clowes complacido–. Ahora vengan esos Mustafás y shags.

Pero cuando miró dentro del cajón dejó escapar un grito de sorpresa. Sacó algo y se lo arrojó a Trevor.

–Atrapa esto, Trevor –dijo tranquilamente–. Es algo que te interesará.

Trevor lo atrapó con una mano y se lo quedó mirando como si nunca hubiese visto algo semejante. Y sin embargo lo había visto muy a menudo. Porque lo que tenía en la mano era un pequeño bate de oro, de aproximadamente una pulgada de longitud por un octavo de ancho.


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