El bate de oro : X. Capítulo que trata de accidentes

Al atardecer del día posterior a la aventura de O'Hara en el sótano, Barry y M'Todd estaban en su estudio preparando los enseres para el té. Durante los cursos de invierno y de Pascua, cuando los días eran cortos y el cierre temprano, la mayoría de los wrykinianos tomaba el té. Durante el verano había otras cosas para hacer: las nets, que duraban hasta las siete menos cuarto (la hora de cierre), y la piscina –de modo que el té prácticamente no tenía lugar. Pero ahora hacía furor, y todas las tardes, a las cinco y cuarto, podía oírse cómo siseaban la suculenta salchicha y otras delicias por el estilo. Por regla general, en vez de entregarse a banquetes solitarios, solían reunirse uno o dos clubes para prepararlo. Esto era a la vez más ameno y menos oneroso. En Seymour's, los estudios cinco, seis y siete se habían estado reuniendo de este modo desde tiempos inmemoriales, y Barry, al obtener el seis, se había amoldado a la tradición. En el estudio cinco estaban Drummond y su amigo Bertini. En el siete, que era una habitación más pequeña, con la comodidad apenas suficiente como para albergar a una persona, se había asentado un tal James Rupert Leather-Twigg (éste era su singular nombre, por usar la expresión de Mr. Gilbert). Puesto que el nombre de Leather-Twigg había resultado un bocado excesivo para Wrykyn, era llamado por sus amistades y conocidos por el eufónico título de Shoeblossom. El encanto particular de Shoeblossom era que nunca podía saberse de antemano qué iba a hacer a continuación. Lo único que podía decirse con absoluta certeza era que se trataba de algo que más hubiese valido que no se hiciera.

Eran las cinco en punto cuando Barry y M'Todd comenzaron a preparar las cosas. No estaban tan alto en el escalafón escolar como para tener fags, así que debían hacer todo por sí mismos.

Barry todavía no se había quitado el equipo de rugby. Había estado corriendo y practicando pases con el primer quince. M'Todd, cuya idea de ejercicio consistía en dar cuerda al reloj, había pasado las horas desde el final de las clases en su estudio, con un libro. Llevaba puesta ropa común. Por lo tanto, no dejó de ser una buena suerte que, cuando volcó la pava (cosa que invariablemente hacía en algún momento durante el transcurso de la tarde), el contenido se derramara sobre Barry y no sobre él mismo. Las ropas de rugby son capaces de soportar cantidades ilimitadas de agua, mientras que el "Traje de invierno para joven, cuarenta y dos chelines y seis peniques" de M'Todd podría haber recibido algún daño. Pero Barry no consideró el episodio desde este punto de vista filosófico. Le habló durante rato con gran elocuencia, y luego lo envió abajo a buscar más agua. Mientras cumplía este cometido entraron Drummond y De Bertini.

–Buenas –dijo Drummond–, ¿está listo el té?

–No del todo –replicó amargamente Barry–, y a este paso tampoco tiene vistas de estarlo. Ya teníamos puesta la pava cuando ese asno de M'Todd se abalanzó sobre la mesa y me volcó todo sobre los pantalones. Suerte que la maldita cosa no estaba hirviendo. Estoy empapado.

–Mientras esperamos, las salchichas, ¿sí? Buena idea, M'Todd, está abajo, pero ¿esperar? No, no. Vamos. ¿Vamos? ¿No es así? ¿Sí? –observó Bertie con toda lucidez.

–Bien. Ahora reconstruye el sentido –dijo Barry, mirando al lingüista con expresión azorada. La firme determinación de De Bertini de hablar en inglés era causa de no pocos inconvenientes para sus amigos. El bueno de De Bertini no se daba por vencido. Pocas veces se lo oía valerse de la lengua de su tierra nativa como soporte para sus acotaciones. Él quería o inglés o nada. Y para la mayoría de quienes componían su círculo de amistades lo mismo podría haber hablado en zulú.

Drummond, fuese por cierto genio natural, o porque pasaba más tiempo con él, podía en general oficiar de intérprete. En ocasiones se enfrentaba con un esfuerzo lingüístico que, según su propia confesión, lo superaba, y entonces el resto debía quedarse con las ganas. Pero por lo común estaba a la altura de las circunstancias, y así fue en esta ocasión.

–Lo que Bertie quiere decir –explicó–, es que no sirve de nada esperar a que vuelva M'Todd. Nunca ha sido capaz de llenar una pava en menos de diez minutos, y aun así seguramente va a derramarla cuando suba las escaleras y tendrá que ir otra vez. Empecemos con las salchichas.

Ya habían puesto la sartén al fuego cuando M'Todd regresó con el agua. Al entrar tropezó con el felpudo y derramó cosa de media pinta dentro de uno de sus propios botines de rugby, que estaba junto a la puerta; pero era un accidente relativamente trivial, y no despertó comentarios.

–Me pregunto dónde se habrá metido ese holgazán de Shoeblossom –dijo Barry–. Nunca aparece a tiempo para hacer nada. Da la impresión de que se cree un maldito invitado. Me gustaría que se acabaran las salchichas antes de que llegue. Eso le daría una lección.

–No es muy probable –dijo Drummond, arrodillado ante el fuego y observando ansioso el chisporroteo de la llama–, ya verás. Vendrá exactamente cuando hayamos terminado de cocinarlas. Sospecho que ese tipo se limita a esperar afuera de la puerta, con la oreja en el ojo de la cerradura. ¡A ver! Acercad ese plato. En un momento más están listas.

En el preciso instante en que la última salchicha era puesta a salvo en el plato se abrió la puerta y Shoeblossom, con el aspecto de quien no se ha peinado desde su tierna infancia, se deslizó dentro, ensayando un aire de grácil despreocupación; ensayo que se vio frustrado por el estado calamitoso de su conciencia.

–Ah –dijo–, veo que estáis preparando el té. ¿Puedo ayudar en algo?

–Hemos terminado, hace años –dijo Barry.

–Hace edades –dijo M'Todd.

En los rasgos clásicos de Shoeblossom apareció una mirada de alarma.

–Pero no habréis terminado, ¿verdad?

–Hemos terminado de cocinar –dijo Drummond–. Todavía no hemos comenzado a tomarlo. ¿Satisfecho, ahora?

Shoeblossom lo estaba. Tanto, que se sintió en la obligación de celebrar el acontecimiento. Se sentía como un general victorioso. Tenía que haber algo que él pudiera hacer para demostrar que aprobaba la situación. Repasó el estudio con la mirada. ¡Ajá! Un pensamiento feliz: la sartén. Ese útil enser culinario yacía sobre su soporte, todavía cargado de grasa, y junto a él se destacaba un espectáculo que agitaba la sangre y aceleraba los latidos: las salchichas, formando una pila sobre el plato.

Shoeblossom se inclinó. Asió la sartén. Describió con ella una pirueta en el aire. Y antes de que nadie pudiese detenerlo ya la había dado vuelta sobre el fuego. Como ya se ha señalado, era imposible predecir qué haría James Rupert Leather-Twigg a continuación.

Cuando algo pasa de la sartén al fuego, normalmente es causa de interesantes efectos concomitantes. Esta máxima se aplica a la grasa. La grasa entró al fuego con espíritu de venganza. Una gran llamarada saltó hacia afuera y hacia arriba. Shoeblossom saltó hacia atrás con agilidad notable en alguien que no era acróbata profesional. El cobertor de la repisa de la chimenea comenzó a arder. Las llamas subían por la chimenea con un rugido.

Drummond conservó su frialdad en ese entorno caliente. Sin decir una palabra, se dirigió a la repisa y comenzó a apagar el fuego a golpes con una camiseta de rugby. Durante todo el tiempo, Bertie hablaba consigo mismo en francés. Nadie pudo comprender una palabra de lo que decía, lo cual posiblemente fue una suerte.

Para cuando Drummond había logrado apagar el cobertor, también Barry había hecho una buena labor en su empeño de devolver el fuego a su nicho con el atizador. M'Todd, que se había ubicado en el rincón más alejado de la habitación y se limitaba a observar todo con la boca abierta, entró ahora en acción. Tal vez fue la fuerza del hábito lo que le sugirió que había llegado el momento de volcar la pava. En todo caso, eso fue lo que hizo: la mayor parte sobre la masa ardiente que ocupaba la chimenea, el resto sobre Barry. Uno de los olores más intensos y detestables que había tenido que soportar el estudio invadió al instante sus narices. El fuego del estudio ya estaba apagado, pero en la chimenea todavía llameaba alegremente.

–Sube al techo y tira agua –dijo Drummond el estratega–. Puedes salir por la ventana del dormitorio de Milton. Pero no vayas a equivocarte y echarla por otra chimenea.

Barry ya se dirigía a la puerta para cumplir con estas excelentes órdenes, cuando ésta se abrió de golpe.

–¡Puf! ¿Qué han estado haciendo? Qué olor espantoso. ¡Puf! –dijo una voz ahogada. Era Mr. Seymour. La mayor parte de su rostro estaba oculta detrás de un gran pañuelo, pero sus ojos, que asomaban por arriba, tenían una mirada poco complacida. Comprendió la situación de un vistazo. Los fuegos en la residencia no eran raros. Cierto deportista jocoso había convertido alguna vez en regla de vida el incendiar la chimenea de la sala senior todos los cursos. Ya había dejado la residencia (por pedido expreso), pero los fuegos persistían.

–¿Se ha incendiado la chimenea?

–Sí, señor –dijo Drummond.

–Vaya a buscar a Herbert, y dígale que lleve agua al techo y la tire por ahí. –Herbert era el limpiabotas de Seymour's.

Barry fue. Poco después un chorro de agua cayó por la chimenea, anunciando que el intrépido Herbert estaba dedicado a la faena. Siguió otro, y otro más. Entonces se produjo una pausa. Mr. Seymour pensó que convenía mirar hacia arriba y ver si el fuego se había apagado. Se inclinó y miró la oscuridad; y en el preciso instante en que observaba ¡splash! bajó el contenido del cuarto balde, junto con una cierta cantidad de hollín que se le había unido en su viaje descendente. Mr. Seymour retrocedió a los tumbos, mugriento y chorreando agua. Se produjo en el estudio un silencio de muerte. Las convulsiones en el rostro de Shoeblossom mostraban a las claras que estaba sometido a fuertes presiones.

El silencio fue roto por una voz hueca y sepulcral, con fuerte acento cockney:

–¿Vio si bajaba bien lagua, seor? –dijo la voz.

Shoeblossom se desplomó en una silla y comenzó a sollozar.

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–...una desgracia... un escándalo... levántese, Leather-Twigg... no se puede confiar... niños... trescientos versos, Leather-Twigg... abominables... sorprendido... debería darles vergüenza... el doble, Leather-Twigg... no vale la pena tratar de enseñarles... atroz...

Tales eran los encabezados principales del discurso de Mr. Seymour, mientras trataba desesperadamente de quitarse el hollín del rostro con su pañuelo. Mientras tanto, Shoeblossom seguía allí, gorgoteando. Ni siquiera la idea de tener que hacer seiscientos versos podía abatir a ese espíritu intrépido.

–Y por último –siguió Seymour en su perorata, mientras abandonaba la habitación–, como es evidente que no es posible confiarles una habitación propia, les prohíbo a ustedes entrar en ellas hasta nuevo aviso. Es una desgracia que sucedan cosas así. ¿Me ha oído, Barry? ¿Y usted, Drummond? No pueden volver a entrar en sus estudios hasta que yo les dé permiso. Trasladen sus libros a la sala senior esta misma noche.

Y Mr. Seymour se alejó de allí para asearse.

–De todos modos –dijo Shoeblossom en cuanto sus pasos se hubieron perdido en la distancia– salvamos las salchichas.

Es este don indomable de poder ver el lado positivo de las cosas lo que ha hecho de nosotros los ingleses lo que somos.


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