Cuentos escolares : El custodio
El custodio (The Guardian)
Cuento. Publicado por primera vez en la Windsor Magazine, septiembre de 1908; reimpreso en The Swoop! and Other Stories y en Tales of Wrykyn and Elsewhere.
Traducción: Diego Seguí & Alejandro Murgia, 2008.
Ilustraciones: Alejandro Murgia.
Sobre este cuento dice Reggie de Blandings: 'Easily one of the best of the school stories, from beginning to end', y uno no puede dejar de suscribir. Pocos de los cuentos escolares, y creo que ninguna de las novelas, tiene una trama tan bien cerrada. La construcción logra dar la idea de desprolijidad (desde dos puntos de vista distintos vemos una escena en una estación de tren, un episodio narrado, luego diálogos, una pelea de la que casi nada se dice, y por fin cartas, todo yuxtapuesto) para luego dejar en claro que cada uno de estos componentes es esencial, y al tiempo que cada uno compone un cuadro acabado en sí mismo no parece haber otro medio más efectivo de marcar los progresos de la entrada de Thomas B.A. Shearne en el mundo de la public school.
Tal vez este dominio técnico tenga que ver con que se trata de una de las últimas historias escolares escritas. Inmediatamente despues de éste, Wodehouse publicó Mike, la larga novela en dos partes que en cierto modo abrió la puerta a las narraciones adultas.
El custodio está ambientado en Eckleton. Fuera de este cuento, la única obra ubicada allí fue The Head of Kay's, publicada tres años antes; y es cosa de lamentar, porque es evidente que Eckleton no tiene nada que envidiar a Wrykyn o St. Austin's en materia de profesores y alumnos. De esta novela, Wodehouse recuperó (según una técnica que es marca registrada suya) para El custodio a su protagonista Kennedy pero le dio una ínfima aparición, y se concentró en Spencer, dando a quien era un mero fag, coro de Kennedy, un papel protagónico.
Es arriesgado decir que Spencer es el protagonista. Thomas sigue siendo en sí mucho más interesante, y uno hubiese querido verlo en otras obras, metido en berenjenales o tal vez actuando de personaje secundario. Spencer no es en sí memorable: tiene razón al decir que son los demás los que están chiflados. Y sin embargo deja bien parado al muchacho del montón, sujeto al capricho de los hados pero que demuestra que sabe estar a la altura de las circunstancias.
Un último detalle: ésta es una historia sobre juniors. Spencer sigue siendo el fag de Kennedy, y aunque no tenemos detalles del status de Thomas y Phipps sabemos que son coetáneos suyos. En las novelas los protagonistas son por lo general seniors, con los problemas propios de ese estamento, en torno a los cuales giran y tropiezan los menores. Pero en El custodio debemos imaginar voces más agudas y físicos más pequeños, porque es uno de los cuentos que demuestran que el mundo de los fags no es en absoluto menos complejo e interesante.
El custodio
Vestido con sus ropas de domingo (incluyendo diez chelines en metálico en el bolsillo derecho del pantalón) y exhibiendo un flamante sombrero bombín, el más joven de los Shearne, Thomas Beauchamp Algernon, se lanzó con el impulso conjunto de toda la familia a su carrera en la public school*Un internado pago para estudios secundarios.. Era un momento solemne. Parientes de todo tipo daban color al paisaje: aquí una hermana pequeña, a la que el esplendor de la ocasión había privado del don del insulto; allí una tía, vagamente admonitoria.
–Bien, Tom –dijo Mr. Shearne–, ya falta poco. Estoy seguro de que te gustará Eckleton. Recuerda: debes practicar el lanzamiento. Hoy en día cualquiera puede batear. Y trata de jugar de forward, y no de outside. Los outsides son los que más se divierten, es cierto, pero si juegas de forward tienes ocho oportunidades de entrar en el equipo.
–Muy bien, papá.
–Ah, y estudia mucho –se le ocurrió decir en un segundo momento.
–Muy bien, papá.
–Y, Tom –dijo Mrs. Shearne–, estoy segura de que estarás cómodo en la escuela, porque le he pedido a Mrs. Davy que le escriba a su hermana, Mrs. Spencer, que tiene un hijo en Eckleton, y que le encargue que le diga que te cuide cuando llegues. Está en la residencia de Mr. Dencroft, que está al lado de la de Mr. Blackburn, así que estaréis bastante cerca. Recuerda escribir apenas llegues.
–Muy bien, mamá.
–Y préstame atención, Tom. –Su hermano mayor se adelantó y habló con mucha seriedad–. Préstame atención, no vayas a olvidarte de lo que he venido diciéndote.
–Muy bien.
–No tendrás problemas si no te andas con humos. No olvides que por muy bravo que hayas sido en esa private school de porquería, en Eckleton no eres nadie.
–Muy bien.
–Te ves limpio, y eso es lo importante. No tienes nada de malo, salvo ese aire de caradura. Tienes suficiente para inflar un aerostático. Guárdatelo.
–Muy bien. Tú trata de conservar el cabello.
–Ahí tienes –dijo el experto, en sombrío triunfo–. Si andas diciendo ese tipo de cosas en Eckleton no tardarás en tener a alguien sentado encima tuyo, por Júpiter.
–¡Por Zúpiter, viejo! –murmuró el menor–. ¡Somos los demonios del Cuarenta y Doz!
El otro, para quien la mayor pena de su existencia la constituía el hecho de que los miembros más pequeños de la familia no observaran con la debida reverencia su reciente ingreso a Sandhurst*Academia militar., lo miró pesaroso, pero dándose cuenta de que entre ambos había una puerta cerrada no intentó tomar medidas al respecto.
–No importa –dijo–, ya te borrarán la caradurez a golpes, y eso me reconforta. Mira, si te enredas con alguien, no olvides todo lo que te he enseñado. Y si yo fuera tú seguiría entrenándome allí en boxeo, para que puedas ir algun día a Aldershot*Evento de competición deportiva para escuelas. . Con práctica, deberías llegar a ser un peso pluma decente.
–Muy bien.
–Y cuando Eckleton juegue contra Haileybury, haznos saber. Quiero ver ese partido.
–Muy bien.
–Adiós.
–Adiós, Tom.
–Adiós, Tom, cariño.
Coro de tías y demás: –Adiós, Tom.
Tom (abarcativo): –Adiós.
Y el tren partió.
Kennedy, head*Alumno senior a cargo de una residencia. de Dencroft's, le aseguró a Spencer que cuando quisiera ver su estudio convertido en un maldito horno ya se encargaría de hacérselo saber. Señaló que el hábito de entibiar el estudio durante los meses de invierno no justificaba el que Spencer encendiera la estufa de gas una tarde de verano con el termómetro pasando los ochenta. ¿Así que Spencer pensaba que le apetecían unos muffins*Molletes. tostados con el té? Kennedy aconsejó encarecidamente a Spencer que desistiese de pensar, dado que la Naturaleza no lo había equipado para ese tipo de empresas. Pensar implicaba un cierto esfuerzo cerebral, y Spencer –según opinaba Kennedy– carecía de cerebro; apenas salía del paso con un sustituto barato de barro y masilla.
Intercambiaron algunas impresiones informales más, y luego Spencer abandonó la amena entrevista y bajó al estudio junior, donde favoreció a su amigo Phipps con la observación de que la Vida se estaba poniendo un poco densa.
–¿Y ahora qué pasa? –preguntó Phipps.
–De todo. Hace sólo una semana que empezó el curso, y ya he estado de extra*Clase que se toma por la tarde, fuera del horario ordinario, como castigo por mala conducta. sin haber hecho prácticamente nada, y ya me han dado cien versos, y Kennedy me ha estado sermoneando por encender la estufa. ¿Cómo podía saber yo que no la quería? Quisiera ser el fag*Estudiante de los cursos inferiores que hace de sirviente para otro de los cursos superiores. de algún otro.
–Durante todo este rato que estabas parloteando –dijo Phipps– ha habido una carta para ti sobre la repisa, mirándote.
–Es cierto. ¡Vaya!
–¿Qué pasa? ¡Vaya! ¿Un giro? ¿De cuánto?
–Cinco bobs*Chelines.. A ver, ¿quién es Shearne?
–Un chico nuevo, está en Blackburn's. ¿Por qué?
–¡Gran Scott! Ahora recuerdo. Me dijeron que lo cuidara. Todavía no lo he visto. Y escucha esto: "Mrs. Shearne me ha enviado esto que adjunto para que te lo diera. Su hijo le ha escrito para decir que está muy contento y le está yendo muy bien, así que está segura de que lo has estado cuidando". ¡Pero si ni siquiera lo he visto! Me había olvidado por completo.
–Bueno, será mejor que vayas a verlo ahora, sólo para poder decir que lo hiciste.
Spencer reflexionó un momento.
–Sí que es un engorro, tener a un chico nuevo colgado de uno. Probablemente es un cargoso.
–Bueno, de todos modos deberías –dijo Phipps, que tenía algo así como una conciencia.
–No puedo.
–Está bien, no lo hagas. Pero en ese caso deberías devolver ese giro.
–Mira, Phipps –dijo Spencer, quejumbroso–, no hace falta que te pongas idiota.
Y así quedó archivado el trivial asunto Thomas B.A. Shearne.
Tal como había afirmado en la carta a su madre, Thomas se sentía sobradamente feliz en Eckleton, y efectivamente le iba muy bien. Es cierto que al principio había habido un inconveniente o dos, pero ya eran cosa del pasado, y se había asentado por completo. Los problemitas mencionados habían comenzado el segundo día de su estancia en Blackburn's. El lector habrá podido deducir, a partir del atisbo que obtuvo en la estación de tren, que Thomas no carecía totalmente de confianza en sí mismo. Estaba suficientemente preparado para lo que fuera que el Destino tuviese bajo la manga, y entró a la sala junior listo para cualquier emergencia. El primer día no pasó nada. Una o dos personas le preguntaron su nombre, pero nadie quiso saber qué era su padre, una pregunta que, por lo que había deducido de los libros acerca de la vida escolar, se planteaba al ingresante de manera invariable. Así que no tuvo ocasión de responder fríamente, con los ojos clavados en el demandante: "Un caballero; ¿y el tuyo?" Por supuesto, esto lo había decepcionado. Pero lo aceptó con entereza y, en general, disfrutó de su primer día en Eckleton.
El segundo día ocurrió un Episodio.
Thomas había heredado de su madre una apariencia agradable y tranquila. Tenía mejillas sonrosadas y cabello dorado; un dorado casi indecente en cualquiera que no fuera del coro de niños.
Ahora bien, si uno se parece al Niño-que-Sirve-en-la-Parroquia, o al Pequeño-Willie-Alegría-del-Hogar, e ingresa en una public school, debe afrontar las consecuencias. Cuando Thomas se sentó junto a la ventana del junior a leer una revista con sumo interés, se dibujó en su rostro una expresión tan arrebatadoramente angelical que su sola vista, recortada contra la ventana, conmovió a Maese P. Burge, compañero blackburniano, como un toque de trompeta. No tardó más de un momento en tomar el tomo de Ejercicios de prosa latina de Bradley Arnold y arrojarlo a través de la sala. Dio contra la oreja de Thomas. Éste pegó un salto, y el rosa de sus mejillas subió varios tonos. Entonces bajó la revista, levantó el Bradley Arnold, y se sentó sobre él. Acto seguido prosiguió con la lectura.
El agudo interés que cobró por el asunto la sala junior, siempre amiga de cualquier ruptura de la monotonía, indujo a Burge a profundizar en el tema.
–¡Eh, tú! ¡El de la cara! –dijo con rudeza.
Thomas levantó la vista.
–¿Qué demonios haces con mi libro? ¡Devuelve!
–Oh, ¿era tuyo? –dijo Thomas–. Aquí tienes.
Avanzó hacia él, llevando el libro. Cuando estuvo a dos yardas de distancia, disparó. El libro impactó con cierta violencia en el chaleco de Burge, quien tuvo que hacer una pausa para recuperar el aliento.
Puede decirse que fue entonces que la cosa comenzó.
Sí, dijo Burge cuando cinco minutos después fue interrogado sobre el particular, había tenido suficiente.
–Bien –dijo Thomas, amigable–. ¿Quieres un pañuelo?
Esa noche escribió a su madre y, al tiempo que le agradecía sus amables preguntas, afirmó que no estaba siendo víctima de ningún abusón. También respondiendo a sus preguntas añadió que no había sido manteado y que, hasta ahora, ningún Grandullón Más Grande (ceñudo) lo había hecho bajar después de medianoche por la ventana para que le fuese a buscarle ginebra en la taberna local. Por lo que podía colegir, los mayores eran en general abstemios. Sí, había visto varias veces a Spencer. No agregó que sólo lo había visto de lejos.
–Estoy tan contenta de haber pedido a Mrs. Davy que su sobrino cuidara a Tom –dijo Mrs. Shearne durante el desayuno, tras concluir con la lectura de la carta–. Para un niño nuevo, el tener a alguien que lo proteja al principio hace toda la diferencia.
–El único problema –dijo su hermano mayor, lúgubre– es que así nadie le va a ablandar la cara. Tom es un chico que necesita que le rompan la cabeza. Si no, no hay cómo contenerlo.
Y con majestuoso desaliento se sirvió más mermelada, aunque tal golosina ocupaba ya la totalidad de su boca.
Al terminar la primera quincena de su carrera escolar, Thomas Beauchamp Algernon había limado todas las pequeñas asperezas que libran de la monotonía el camino del nuevo alumno. Había caído en un "camelo" de primerizo que el junior dispensaba normalmente a los recién llegados. Pero luego de estar sentado durante diez minutos sobre la cabeza del artífice de la broma, a despecho de las quejas de este último y sus anuncios de lo que haría apenas se levantase, la risa general no estuvo completamente contra él. Había recibido la honorable distinción de una clase extra por molestar en la hora de francés. Había sido "corregido" por el prefecto*Alumno senior de una residencia, a cargo de uno de los dormitorios. de su dormitorio por generar disturbios a la madrugada. En fin, había superado la iniciación y se había convertido en un eckletoniano de pleno derecho.
Las cartas que envió a casa fueron tan positivas en este sentido que un segundo giro llegó para aliviar la menguada fortuna de Spencer. Y fue esto, unido a las recriminaciones de Phipps, lo que indujo al dencroftiano a romper el hielo de su reticencia.
–Mira, Spencer –dijo Phipps, cuya conciencia se había conmovido ante este nuevo golpe de buena suerte–, esto no puede seguir. O envías de vuelta ese giro, o vas y ves a ese tipo. Además, es un sujeto decente. Él y yo estamos en el mismo equipo de cricket. Como lanzador es bastante bueno. Estoy llegando a conocerlo. Creo que tengo mucho más derecho que tú a esos giros.
–Pero por la cara que tiene es un perfecto asno –arguyó Spencer.
–¿Qué tiene de malo? No tiene ni la mitad de cara de cabra que tú –dijo Phipps, con la refrescante franqueza de la juventud.
–Es rubio –replicó Spencer.
–¿Y por qué no iba a serlo?
–Parece un chico de escuela dominical.
–Bueno, te aseguro que no lo es, porque casualmente me he enterado de que se ha metido con algunos de los de su residencia, y simplemente les pasó el trapo.
–Hum. Está bien, entonces –dijo Spencer, renuente.
El histórico encuentro tuvo lugar fuera del bar de la escuela, en el recreo de las once menos cuarto de la mañana siguiente. Thomas estaba apoyado contra la pared, comiendo un bollo. Spencer se aproximó con medio sandwich de mermelada en la mano. Hubo una pausa incómoda.
–¡Hola! –dijo por fin Spencer.
–¡Hola! –dijo Thomas.
Spencer terminó su sandwich y se quitó las migas del pantalón. Thomas continuó dedicado a su bollo, con el aire de concentración propio de una pitón en pleno almuerzo.
–Parece que mi familia conoce a la tuya –dijo Spencer.
–Sí que tenemos amigos de lujo –dijo Thomas. Spencer rumió esta respuesta durante un rato.
–Sí que tienes cara –dijo por fin.
–Lo lamento –dijo Thomas, aunque su aspecto estaba lejos de indicarlo.
Spencer extrajo una bolsa de pastillas de goma.
–¿Quieres una? –preguntó.
–¿Qué tienen de malo?
–Está bien, no.
Eligió una y procedió a consumirla.
–¿Alguna vez te han roto la cabeza? –preguntó, cortés.
Los ojos azules de Thomas adoptaron un aire ligeramente tenso.
–No muchas –contestó educadamente–. ¿Por qué?
–Bueno, no lo sé –dijo Spencer–. Sólo me lo preguntaba.
–¿Ah sí?
–Escúchame –dijo Spencer–, mi mater me dijo que te cuidara las espaldas.
–Bueno, puedes comenzar conociéndolas, porque me voy.
Y Thomas disolvió el encuentro marchándose hacia las aulas del junior.
–Ese niñito –dijo Spencer a su alma inmortal– está pidiendo que le rompan la cabeza. A gritos.
En el almuerzo Phipps tuvo algunas preguntas para hacerle.
–Te vi con Shearne en el intervalo –dijo–. ¿De qué hablaban?
–De nada en particular.
–¿Qué te pareció?
–Medio idiota.
–¿Lo invitaste a tomar el té esta tarde?
–No.
–Deberías. Caramba, tienes que hacer algo por él. Le sacaste diez bobs a su gente.
Spencer no respondió.
Camino a la tienda del colegio esa tarde, encontró allí a Thomas y Phipps sentados detrás de una tetera. Phipps tomaba invariablemente el té con él, así que la deserción lo mortificó.
–Siéntate –dijo Phipps–. Te estábamos esperando.
–Anhelantes –agregó Thomas sin ninguna necesidad.
Spencer refunfuñó, austero.
–Ven a cuidarme las espaldas –lo instó Thomas.
Spencer se sentó en silencio. Por un minuto fue imposible oír otra cosa que el masticar de las mandíbulas de Thomas, que daban cuenta de una rebanada de pan de jenjibre.
–Arriba ese ánimo –dijo Phipps desasosegado.
–Dame aunque sea –dijo Thomas– una mirada cariñosa.
Spencer ignoró el pedido. El silencio se hizo otra vez tenso.
–¿Vamos a las nets*Área de práctica de cricket., Phipps? –preguntó Spencer.
–Estábamos yendo a la piscina. ¿Por qué no vienes?
–Bueno –dijo Spencer.
Los médicos dicen que después de comer hay que esperar una hora antes de meterse al agua, pero en Eckleton esta regla no hallaba una adhesión demasiado rígida. El trío se dirigió directamente de la mesa de té a la piscina.
Cuando llegaron, el lugar estaba más bien vacío. La mayoría de los eckletonianos se bañaba más tarde. El lugar se llenaba cuando se aproximaba la hora del cierre. Salvo por un par de infantes que chapoteaban en la parte baja, y un robusto muchacho que saltaba desde el trampolín, salía, y volvía a tirarse cada vez más horizontalmente, el sitio estaba completamente a su disposición.
–¿Cómo está, Gorrick? –preguntó Phipps al muchacho robusto, que acababa de emerger de nuevo, resoplando como una ballena. La pregunta no era ociosa: muchos años atrás, la caldera de la piscina de Eckleton había explotado, y nunca se la había reparado, de modo que la temperatura del agua era variable. Es decir, la mayor parte del tiempo estaba más fría que de costumbre.
–Hirviendo, simplemente hirviendo –dijo aquel peso pesado mientras trepaba–. Oye, ¿entré bien?
–No estuvo mal –dijo Phipps.
–Un poco de panzazo –añadió Thomas, con aire crítico.
Gorrick pestañeó, mirándolo con severidad. Los modales del mayordomo en jefe de un restaurante de moda resultan cordiales comparados con los de un muchacho que ya lleva un año en la public school y que ve cómo un recién llegado se toma familiaridades con él. Luego de reflexionar un momento sobre el insulto, volvió a tirarse.
–Peor que nunca –dijo Thomas el Veraz*Personaje tradicional..
–¡Mira, tú...! –dijo Gorrick.
–Hey, ¡calma! –exclamó Phipps, llevándose a Thomas.
–Ese niño –dijo Gorrick a Spencer– está pidiendo que le rompan la cabeza. A gritos.
–Eso es lo que yo digo –concordó Spencer, con el entusiasmo de la gran mente que acaba de encontrar otra que alberga pensamientos afines.
Spencer fue el primero de los tres en estar listo para meterse. Sus movimientos eran deliberadamente precavidos. Él no era uno de esos clavadistas profesionales. Primero se paró en el borde y se frotó los brazos, mirando el agua verde con una mezcla de desconfianza y disgusto. Luego, inclinándose, introdujo tres dedos del pie izquierdo y los retiró inmediatamente gritando "¡Brr!". Después se irguió de nuevo. El movimiento siguiente fue palmearse el pecho y dar unos pasitos de baile, tras lo cual metió el pie derecho en el agua, volvió a acotar "¡Brr!" y retomó la Posición I.
–Dijiste que estaba tibia, me pareció –le gritó a Gorrick.
–Así es: caliente, de hecho. Vamos, entra.
Y Spencer entró. No por propia decisión (en rigor de verdad, todavía le faltaba una docena de pasos antes de terminar metiéndose de a poco por la parte baja), sino porque una mano fría que de pronto se posó en la parte inferior de su espalda lo impulsó hacia adelante. Allá fue, y el agua bulló y burbujeó por encima de él, por debajo y también a los costados. Tragó una cantidad nada despreciable, pero afuera quedó todavía bastante, y lo que quedó estaba frío hasta el límite de lo imaginable.
Luego de lo que le pareció un cuarto de hora volvió a la superficie y se aferró al borde. Cuando logró salir, Phipps y Thomas acababan de entrar. Gorrick estaba parado en el extremo de la estera de fibra que llevaba al trampolín. Estaba azul, pero decidido.
–¿Y? ¿Cómo entré esta vez? –preguntó Gorrick.
–¿Y cómo diantre voy a saberlo? –dijo Spencer, ofuscado por la vacuidad de la pregunta.
–A Spencer le salió bastante bien –dijo Thomas, apareciendo en el agua un poco más abajo y agarrándose de la barandilla.
–¡Pero...! –gritó Spencer–. ¿Fuiste tú quien me empujó?
–¿Yo? ¿Empujarte? –La voz de Thomas expresaba horror y dolor–. Pero si fuiste tú quien se zambulló. Y fue un muy buen salto, además. Me recordó a los elefantes clavadistas del Hipódromo.
Y se alejó nadando.
–Ese niñito –dijo Garrick, siguiéndolo con la mirada– está pidiendo que le rompan la cabeza.
–A gritos –concordó Spencer–. ¡Hey! ¿Fue él quien me empujó? ¿Lo viste?
–Yo me estaba tirando. Pero tiene que haber sido él. Phipps nunca molesta en la piscina.
Spencer gruñó expresivamente y reptando escaleras abajo volvió a entrar en el agua.
La ambición de Spencer era nadar diez largos. No era un joven nadador del Canal, y diez largos representaban una distancia muy respetable para él. Procedió entonces a intentar bajar su record. No era frecuente que tuviera toda la piscina para él; normalmente apenas había espacio para estar parado en el agua, y era imposible nadar grandes distancias. Pero ahora, con el campo despejado, pensó que podría completar la longitud deseada.
Estaba comenzando el quinto largo cuando sobrevino la interrupción. Justo a la mitad del camino una voz dijo a su lado: –Oh, Percy, te vas a cansar –y una mano en su cabeza lo impulsó firmemente hacia el fondo.
Todo escolar conoce –como hubiese dicho el honorable Macaulay*T.B. Macaulay (1800-1859).– la sensación de ser hundido. Es siempre desagradable; a veces más, a veces menos. El caso presente se encuadraba en el primer tipo. Apenas había lugar dentro de Spencer para otra media pinta de agua. La tragó. Cuando volvió a la superficie, nadó a un costado sin emitir palabra, y trepó fuera. Era la gota que rebalsaba el vaso. Ahora el honor sólo podía ser satisfecho con sangre.
Se quedó rondando las proximidades de la piscina hasta que aparecieron Phipps y Thomas, tras lo cual, con una expresión decidida en el rostro, se acercó a este último y le propinó una patada.
Thomas pareció sorprendido más que alarmado. Abrió los ojos bien grandes y el rosa de sus mejillas se hizo más profundo. Ahora parecía un niño-del-coro enojado.
–¡Y eso! ¿Qué te pasa, Spencer, pedazo de asno? –preguntó Phipps.
Spencer no respondió.
–¿Dónde? –preguntó Thomas.
–¡Hey! ¡Dejaos de tonterías! –dijo Phipps el pacificador.
Spencer y Thomas se observaban con cautela.
–Muchachos, no os iréis a pelear, ¿no? –dijo Phipps.
La idea parecía afligirlo.
–Salvo que se aguante que lo pateen –dijo Spencer con suavidad.
–Me parece que hoy no, gracias –replicó Thomas sin acalorarse.
–Entonces, mirad –dijo Phipps, animoso–. Conozco un lugarcito excelente, a un paso del Camino a Lelby. No está a más de cinco minutos caminando, y no hay peligro de que os pillen ahí. Sería una lástima que alguien viniera a interrumpiros por la mitad, ¿no? Está en medio de un descampado, con arbustos alrededor. Nadie podrá veros. Y os digo más: yo tomaré el tiempo. Tengo un cronómetro. Rounds de dos minutos, con medio minuto de descanso, y yo haré de árbitro; y si cualquiera de vosotros comete foul, detengo la pelea. ¿Qué os parece? ¡Vamos!
No se conservan detalles precisos acerca del desarrollo del conflicto. Phipps es entusiasta al respecto, pero impreciso. Se refiere de modo elogioso a cierto "mamporro" que Spencer sacó a relucir durante el segundo round, y también a un "tremendo bife" que al parecer Thomas consumó en el cuarto. Pero con respecto a los aspectos más sutiles de la pelea se conforma con afirmar que en conjunto fueron "lo máximo". En lo que hace al resultado, todo indica que Phipps, en su carácter de árbitro, declaró al final del séptimo round que habían empatado; y que, en su carácter de segundo de ambas partes, tuvo que ayudar a sus protegidos a regresar a casa por senderos escondidos, uno apoyado en cada brazo.
A continuación, este cronista debe llamar la atención de sus lectores sobre dos cartas.
La primera, de Mrs. Shearne y dirigida a Spencer, decía así:
Querido Spencer: Te escribo directamente a ti, y no por medio de tu tía, porque quiero agradecerte de corazón el que hayas cuidado tan bien a mi muchacho. Sé perfectamente lo mal que lo puede pasar un chico nuevo en una public school, si no tiene a alguien que lo proteja al principio. Esta mañana me llegaron noticias de él. Dice que eres "un tipo de lo más decente", y que eres "el único que se le paró en frente". Supongo que quiso decir "que estuvo a su lado". Espero que puedas venir a pasar parte de tus vacaciones con nosotros. (–¡Si me atrapan! –dijo Spencer.)
Cariños,
P.D.: Espero que puedas comprarte algo lindo con el adjunto.
El adjunto era otro giro más por cinco chelines. Ya lo dijo alguien muy sabio: la parte más importante de la carta de una mujer es la posdata.
–¡Ese chico –murmuró Spencer con los labios hinchados– tiene la caradurez de dieciocho niños juntos! ¡"Un tipo de lo más decente"!
Acto seguido escribió una respuesta que por su combinación de dignidad y lucidez podría servir de modelo para nuestros jóvenes escritores:
Eckleton.
Mr. C.F. Spencer presenta sus respetos a Mrs. Shearne, y reintegra el giro postal, porque no ve de qué manera pueda habérselo ganado. Toma nota de vuestra alusión a su "ser un tipo decente" en la fechada el día 13 próximo pasado, pero no alcanza a ver en qué se aplica, puesto que lo único que ha hecho por el hijo de Mrs. Shearne es pelear con él siete rounds en un descampado, con el arbitraje de W.G. Phipps. Resultó empate. Yo saqué un ojo morado y la boca en bastante mal estado, pero también le di a él lo suyo, particularmente en el plexo, cosa que aprendí a hacer leyendo Rodney Stone*Novela de Sir Arthur Conan Doyle. (la parte en que Bob Whittaker derrota al Gondoliere Italiano). Con la esperanza de que la presente se lea en el espíritu en que fue escrita,
se despide atentamente,
Un adjunto.
Lo envió después del prep*Horario de estudio, normalmente por la tarde. y se fue a dormir colmado de orgullo espiritual.
A la mañana siguiente, mientras se dirigía a la tienda durante el intervalo, se topó con un Thomas comprometido con un bollo caliente.
–¡Hola! –dijo Thomas.
Como solía sucederle después de un encuentro limpio y apasionado con un semejante, Thomas había comenzado a sentir que quería a su reciente adversario como a un hermano. Un saludable respeto, que hasta ese momento había estado ausente, formaba parte de la opinión que se había hecho de él.
–Hola –dijo Spencer, haciendo un alto.
–Ajá –dijo Thomas.
–¿Cómo va?
–O sea, creo que no nos hemos dado la mano aún, ¿no?
–No que yo recuerde.
Se dieron la mano. Spencer comenzó a sentir que Thomas tenía algunos puntos a favor, después de todo.
–O sea –dijo Thomas.
–¿Sí?
–Perdón por lo de la piscina. Tú sabes. No sabía que te disgustaba que te hundieran.
–Oh, todo bien –dijo Spencer torpemente.
Silencio de ocho compases.
–O sea –dijo Thomas.
–Ajá.
–¿Algún plan para esta tarde?
–Nada especial. ¿Por qué?
–¿Vienes a tomar el té?
–De acuerdo. Gracias.
–Te espero en la puerta de la residencia.
–Bueno.
Sólo entonces Spencer sintió haber devuelto aquel giro por cinco chelines. Cinco magníficos chelines.
Simplemente echados por la borda.
¡Así es la vida!
Pero después de todo, no fue tan así. En su bandeja del desayuno Spencer encontró el día siguiente una carta. Hela aquí:
Los señores J.K. Shearne (padre de T.B.A. Shearne) y P.W. Shearne (hermano del mismo) acusan recibo de la distinguida comunicación fechada el día de ayer del señor C.F. Spencer, y en respuesta desean informar al señor Spencer que aprueban calurosamente las atenciones dispensadas para con el plexo del señor T.B.A. Shearne. Es la opinión de los infrascritos que el mencionado, un muchacho bueno pero con inclinación a la caradurez, ocasionalmente pide a gritos un tratamiento en ese sentido. Por lo tanto devolvemos el giro postal, junto con otro por una suma similar, en la esperanza de contar con la aprobación del señor Spencer.
P.W. Shearne.
Dos adjuntos.
–Lo que pasa, por supuesto –se dijo Spencer en cuanto terminó de leer–, es que toda la familia está chiflada.
Su mirada cayó sobre los giros.
–¡Y sin embargo...!
Y esa tarde agasajó a Phipps y a Thomas B.A. Shearne con lujo inaudito.