Cuentos escolares : Dividiendo el botín
Dividiendo el botín (A Division of Spoil)
Cuento. Publicado por primera vez en Captain, septiembre de 1906; reimpreso en Tales of Wrykyn and Elsewhere.
Traducción: Diego Seguí, 2008.
Ésta es una historia más bien sencilla, ambientada en Wrykyn y con Theodore Merrett como protagonista. Este joven había tenido poco antes un paso secundario y poco honorable por Un asunto internacional y por Monopolio de versos, y mucho antes una aparición ínfima en El bate de oro, capítulo XXIII; ahora lo vemos desarrollando su potencial del modo que se podía esperar.
También vemos florecer aquí a Linton, uno de los favoritos (aparece en al menos siete obras) al que podemos conocer bastante bien, pero que nunca llegó a asumir un rol protagónico.
Dividiendo el botín
Merrett hijo dijo que le gustaría tener un banjo. Más aun. Dijo que le gustaría que Merrett padre le regalase uno.
–¿Sabes cuánto cuesta un banjo, Theodore? –preguntó Merrett padre, que estaba en la City y sabía con bastante precisión el valor del dinero.
Merrett hijo había hecho su pedido una tarde, en el camino de regreso a casa, luego de un concierto. En ese concierto un hombre de sacón largo y corbata amarilla, es decir, un hombre falto de toda pretensión en cuanto al respeto del público bienpensante, se había desempeñado tan diestramente con un instrumento del tipo descrito que los vagos deseos de fama que anidaban en Theodore se habían hinchado y cristalizado. Hasta ese momento, él había anhelado destacarse, pero sin decidirse por ningún canal particular para desarrollar sus talentos. Quería reposar en una atmósfera de envidia y de felicitaciones, pero no había llegado a decir de qué modo exactamente se proponía conseguirlo. Pero la ejecución magistral de "Dixie"*, seguido por "El desfile de mosquitos"*, había terminado de decidir el asunto. Aprendería a tocar el banjo, y cuando regresase a la escuela lo tocaría frente a auditorios extasiados. Si un tipo con sacón largo y corbata amarilla (un amarillo brillante) podía hacerlo tan bien, ¿cuánto mejor no podría hacerlo él, luego de una práctica concienzuda? La opinión generalizada en la residencia de Seymour, Wrykyn, de la cual residencia era miembro Merrett, sostenía hasta el momento que éste era más bien un zapallo. Con su banjo podría borrar esa impresión.
Los dos únicos inconvenientes eran que no tenía un banjo y que su padre, aunque era hombre acomodado, no estaba recibiendo la idea de regalarle uno con la ansiedad jovial que debería ser un rasgo predominante en el carácter de todo padre.
–¿Sabes cuánto cuestan esas cosas, Theodore? –preguntó Mr. Merrett, volviendo al planteo original.
–Sí. Conozco un lugar donde se puede comprar uno por una libra. Justamente estamos llegando. ¡Mira!
Se detuvieron frente a una casa de empeño. En la vidriera había algo que era innegablemente un banjo, y su precio, indicado por medio de una tarjeta con letras redondas y claras, era de una libra.
–¿Y bien? –dijo Mr. Merrett alarmado.
–¿Puedo entrar y ordenarlo?
–Por supuesto que no, por supuesto que no. Antes de comprarte este instrumento, pensaré en el tema bastante más de lo que he tenido tiempo de hacerlo hasta ahora. Palmam qui meruit ferat, muchacho. Debes ganártelo, Theodore, debes ganártelo.
La respuesta de Theodore, emitida entre dientes, pasó inadvertida.
Y así todo el camino hasta casa.
A la mañana siguiente llegó el boletín escolar de Merrett hijo. Su padre lo leyó mientras tomaba su segunda copa de café. Se supone que el café debe tener sobre el propio sistema un efecto tranquilizante. Si esto es verdad, debemos suponer que en esa ocasión la bebida se había tomado el día libre. Aquel documento decía que su desempeño durante el curso había sido pobre. "Le falta energía y concentración", escribió el desagradable maestro de su clase, "y sin estas cualidades sus talentos, por lo demás innegables, no le sirven de nada".
–Este boletín es una desgracia –dijo su padre–. Veo aquí que el promedio de los chicos de tu curso es de quince años. Tú ya tienes dieciséis y medio. Observo que estás débil en francés. ¿Cómo es posible, si el verano pasado estuviste dos semanas visitando a tu Tía Elizabeth en St. Malo*?
Theodore murmuró algo ininteligible entre una jungla de tostada con mermelada, y se le requirió que no hablase con la boca llena.
La Charla Seria que fue la secuela de la batalla del desayuno terminó con una especie de pacto informal. Theodore recibiría perdón completo si durante el curso siguiente exhibía algún progreso notable. Mientras tanto, por el resto de las vacaciones, pasaría las mañanas leyendo alternadamente autores griegos y latinos, con el fin de dar a sus Talentos Por Lo Demás Innegables una oportunidad justa. Por las tardes, cuando regresase de sus negocios, Mr. Merrett tomaría lección a su hijo del texto del día (con la ayuda, aunque no mencionó el detalle, de la traducción del Dr. Giles*Autor de traducciones lineales, "palabra por palabra", de obras clásicas.).
Así las agotadoras vacaciones se fueron acercando a su fin. La última tarde, cuando sus cajas estuvieron armadas, cerradas y bien atadas, y se hallaban dispuestas en la recepción, listas para ser embarcadas en el taxi, lo que Theodore no sabía de los primeros trescientos versos de la Medea de Eurípides y de los dos primeros libros de las Odas de Horacio no merecía llamarse conocimiento. En cuanto a Merrett padre, ya estaba comenzando a disfrutar con aquellos clásicos, y tenía la más alta estima por la obra del Dr. Giles. Theodore, en cambio, estaba agobiado por el recuerdo de todas esas mañanas desperdiciadas. En el interior del taxi el ambiente era tenebroso.
Su padre observó esta melancolía, y naturalmente la atribuyó a la pena por estar abandonando el hogar ancestral. Estaba conmovido. Cuando no lo dominaba la idea de que debía cumplir con su rol de progenitor, no era un padre duro de corazón. Después de todo, reflexionó, el chico había trabajado de firme durante las dos últimas semanas. Se merecía alguna recompensa. (No llegó a preguntarse qué hubiese dicho el muchacho, en caso de ser consultado.)
–Theodore, muchacho –dijo mientras bajaban en la estación–, he tomado una decisión. Hace algún tiempo mencionaste que deseabas tener un banjo.
Súbita alerta por parte de Merrett hijo.
–Lo tendrás.
–¡Oh! Gracias, muchísimas gracias.
–Si me traes un premio cuando comiencen las vacaciones de verano.
Regreso de expresión de desdicha al rostro de Theodore. ¿De qué servía una condición como ésa? Las posibilidades de hacerse con un premio eran diminutas. En la carrera por el premio del curso estaba en la posición del pariente lejano del par del reino que tiene una cierta cantidad de vidas robustas entre él y el título. Ese trofeo iría a manos de alguno de la media docena de Tremendos Cráneos que progresaban en la escuela con un paso completamente indecente. A menudo había pensado que debería haber alguna especie de velocidad máxima para ese tipo de personas.
Volvió a pensarlo mientras el tren se ponía en movimiento. El premio del curso estaba fuera de la cuestión. ¿El de matemáticas? Detestaba las matemáticas. Nunca lo habían atraído. No podía hacer una suma ni por pienso, salvo que consultase antes las Respuestas al final del libro. ¿Francés? Ah, bueno, ¿qué pasaba con el de francés? ¿Cuál era el problema?
Dos minutos después, Theodore había decidido ganar el premio de francés.
Quiso la mala suerte de Theo que hubiese un tal Tilbury en el mismo curso que él. Ahora bien, Tilbury también quería el premio de francés, y estaba decidido a ganarlo. Los demás miembros del curso no sentían la menor inclinación por verlo siquiera. Sucedió, por lo tanto, que mientras treinta integrantes del Quinto Inferior pasaron completamente por alto las maniobras de Merrett, su trigésimo primer rival las observaba con profunda desconfianza y sumo pesar. Un día, durante el recreo, confió sus penas a Linton, personaje del Quinto Inferior. Linton era un individuo jovial, que prácticamente guiaba la vida y el pensamiento del Quinto Inferior. Prometía un gran futuro en todos los juegos y trabajaba bien en el curso, y compensaba este gasto extra de esfuerzo ocasionando disturbios cada vez que podía.
–Oye, Linton, esto es más bien denso –dijo Tilbury.
–¿Qué cosa? –preguntó Linton.
–Ese granuja de Merrett –explicó Tilbury–. Ha entregado la nota máxima seis veces seguidas en francés.
–¿Y por qué no iba a hacerlo? Se divierte, y no hace daño a nadie.
–Pero está el premio.
–¡No vas a decirme que lo quieres! Yo no lo querría ni aunque me lo regalasen. Pero si estás tan ansioso, la mejor jugada es entregar también las notas máximas.
–Gracias. Qué buena idea –dijo Tilbury–. Lo haré.
(No estoy defendiendo el carácter moral de Linton. Me limito a dejarlo registrado.)
El sistema usado para dictar francés en Wrykyn requiere alguna explicación. La etiqueta no exigía honestidad, salvo cuando llegaban los exámenes. Al final de la hora, cada uno corregía la "hoja" de su vecino y se la devolvía. Entonces se entregaban las notas a M. Gandinois. La mayoría entregaba notas altas. Esto agradaba a M. Gandinois y no causaba daño a nadie. Al final del curso se sumaban estas notas a las del examen y el ganador se llevaba el premio. Se verá, por lo tanto, que con Merrett entregando el puntaje máximo todo el tiempo el pesar de Tilbury estaba bien fundado. A Tilbury le faltaba la riqueza imaginativa esencial para triunfar en francés. Tenía la costumbre de entregar alrededor del 75 por ciento. En los exámenes, por supuesto, todos jugaban limpio.
Esto era un aspecto curioso de la etiqueta de Wrykyn en lo que se refería al francés. Durante el curso se copiaba a diestra y siniestra. De hecho, mientras más copiabas mejor quedabas con los compañeros. Pero una ley no escrita decía que la actividad terminaba abruptamente al llegar los exámenes. La caída desastrosa del promedio entonces era motivo de asombro permanente para M. Gandinois. Jóvenes que a lo largo del curso habían obtenido hasta 95 por ciento en cuestiones gramaticales no recogían más de un total de 15 ó 20 por ciento en época de crisis. M. Gandinois lo atribuía a fatiga cerebral.
De modo que Tilbury siguió su camino y procedió a adoptar el sistema de Retribución. Merrett, por su parte, siguió fortaleciéndose día tras día. Viendo sus notas se podría haber pensado que se trataba de uno de esos raros prodigios, el muchacho inglés que es brillante en francés.
Y a su debido tiempo llegó el final del curso y trajo consigo los exámenes.
Tilbury, echando espumarajos por la boca, fue a ver a Linton mientras el Quinto Inferior fluía del aula. Agitaba los brazos en el aire.
–Oh, basta ya –dijo Linton–; no eres un semáforo. ¿Qué pasa?
–Es ese cretino de Merrett.
–¿Qué te ha estado haciendo?
–Ha estado haciendo trampa. Hace trampa todo el tiempo. Lo vi. Lo estuve vigilando.
Linton se puso serio.
–¿Estás seguro? –dijo.
–Absolutamente. Lo estuve vigilando. Lo vi. Tenía un libro debajo del pupitre. El viejo Gandinois no lo vio porque la luz le daba desde arriba, pero yo sí. Lo estuve vigilando. Y ahora se va a llevar el premio.
–No te preocupes. Todavía no lo tiene –dijo Linton–. Oye, ¿alguien más lo vio?
–No sé. Tal vez Firmin. Estaba sentado al lado.
–Muy bien. Le preguntaré a Firmin. Y no andes soltándolo por ahí hasta que yo te diga, o te meterás en problemas. ¡Ya verás!
Y Tilbury vio.
Linton consultó a Firmin; Firmin confirmó a Tilbury.
–Sí, es cierto, tenía un libro debajo de la mesa. Es una perrada, digo yo; incluso en francés. No es que quiera el premio, por supuesto –se apresuró a añadir, temeroso de que se lo juzgase mal.
–Por supuesto que no. Aun así...
–En un examen... –dijo Firmin.
–No es muy...
–Muy limpio, ¿no?
–Mejor no le digas nada a nadie, Firmin. Yo me encargaré.
Esa noche Merrett escribió a su padre.
Gozaba (decía) de excelente salud, y esperaba que su padre también. Añadió que tenía esperanzas de volver con el premio de francés.
Y cuando dos días después, en la entrega de premios, el director leyó sin la menor emoción (porque ya comenzaba a sentirse un poco cansado del asunto): "Premio de francés, Quinto Inferior: T. Merrett", la mayoría hubiese pensado que estas esperanzas se habían hecho realidad. Merret, mientras avanzaba por el salón con su copia primorosamente encuadernada de Les Misérables*, tuvo una visión de sí mismo tocando "Luke el Pesado"* ante un auditorio entusiasmado.
El Quinto Inferior en masa se había reunido en su aula para retirar sus libros cuando llegó Merrett. Linton estaba de pie junto al banco del profesor. Parecía como si estuviese esperando algo.
–Hola, Merrett –dijo–. ¿Ése es el premio? Echémosle un vistazo.
Se apoderó del reluciente volumen, despejó un espacio entre los papeles y tinteros de la mesa, y se sentó. Merrett notó que se la sala se había sumido en una cierta quietud expectante.
–Mira, Merrett –dijo Linton, pasando las hojas del libro–, es probable que no sepas nada al respecto, pero te vieron copiando en el examen. ¿Qué hay de eso?
–Sí que tienes derecho a ponerte a hablar de copiar –dijo Merrett.
–Todos copiamos durante el curso, así que eso está bien. Pero se da por entendido que no lo hacemos en los exámenes. Así que no me parece que tengas demasiado derecho a este libro de porquería, ¿no?
–Devuelve.
–Espera un segundo. Ya te tocará tu parte. Vamos a tratar de proceder con perfecta equidad. Sabes, algunos cursos te hubiesen dado una paliza por esto, ¿no, muchachos?
–Seguro –dijo el curso.
–Pero nosotros no vamos a hacer eso. Deberías estar agradecido. Sólo que, como todos tenemos el mismo derecho al premio que tú, vamos a dividirlo.
–Pero... –dijo una voz de protesta. Tilbury había quedado segundo en francés y no había previsto este arreglo comunista.
–Cierra el pico –dijo Linton–. Y tú, Merrett, si das un paso más lo lamentarás. ¿Me seguís? Este libro tiene quinientas dieciséis páginas. Que alguien me diga, ¿cuánto le toca a cada uno?
Pausa.
–Trece, exactamente –dijo Firmin.
–Gracias. Aquí tienes tu parte, Firmin –dijo Linton–. No te molesta que estén un poco rasgadas, ¿no?
–En absoluto –dijo Firmin–. Gracias.
–Tú puedes quedarte con la cubierta, Merrett –dijo Linton en cuanto hubo entregado a cada uno su porción del premio–. Te puede venir bien como adorno para la repisa de la chimenea, allá en tu casa.
Pero Theodore nunca se molestó en exhibir de ese modo su porción del botín. Y todavía quiere un banjo.