Cuentos escolares : El concurso de poesía

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El concurso de poesía (The Prize Poem)

Publicado por primera vez en Public School Magazine, julio de 1901; reimpreso en Tales of St. Austin's.

Traducción: Diego Seguí, 2010.

Por regla general, cuando los alumnos de St. Austin's sólo obedecieron a su inspiración, jamás escribieron un verso.

The Prize Poem fue probablemente el primer cuento publicado de Wodehouse. Hasta donde sabemos, con él nació St. Austin's, con su Director y su vida característica; también reconocemos a ciertos tipos dentro del pupilaje (el fag, el excéntrico, el senior), aunque los personajes permanentes de las historias posteriores no aparecen todavía.

La historia es sencilla pero llevada con habilidad y con algunos pincelazos del genio posterior, como las veladas reminiscencias de los años juveniles del Director, e incluso la aparición de una de las muletillas perennes de Wodehouse, Fling wide the gates ("Abrid las puertas de par en par", Salmos 117:19).

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El concurso de poesía

Un cuarto de siglo antes del punto en que comienza esta historia, cierto ricachón de tendencias misantrópicas tuvo la brillante ocurrencia de perpetuar su memoria y al mismo tiempo hostigar a parte de la humanidad. De modo que en su testamento destinó una porción de sus ingresos a la adquisición de un premio anual para el mejor poema presentado por un miembro del Sexto Curso del Colegio St. Austin's, con tema elegido por el Director. "Y –añadió (aquí uno se lo imagina riendo por lo bajo)– todos los miembros del curso estarán obligados a competir". Luego se murió. Pero el mal que los hombres hacen susbsiste tras ellos, y todos los años subsiguientes vieron a una banda de renuentes bardos llevados al borde de la desesperación por este legado. No deja de ser cierto que uno que otro saludaba con alegría la apertura de este mercado para sus odas y sonetos. Pero la mayoría, que apenas era capaz de hacer rimar "amor" con "dulzor", oía con la más profunda desazón el anuncio del tema elegido cada año.

Estas cadenas se rompieron al cabo de veintisiete años, y fue del siguiente modo.

El causante indirecto del cambio fue Reynolds, del curso inmediatamente inferior. Estaba en la enfermería, convaleciente de rubéola, cuando recibió la visita de Smith, del Sexto.

–Por Júpiter –observó este caballero, paseando envidioso la mirada por la enfermería–, que lo pasáis en grande aquí.

–Sí, ¿verdad que no está tan mal? Toma asiento. ¿Qué ha estado sucediendo últimamente?

–Casi nada. Supongo que ya sabes que vencimos al M.C.C. por un wicket.

–Eso oí. ¿Algo más?

–El concurso de poesía –dijo Smith, sin el menor entusiasmo. No era un poeta.

El interés de Reynolds se despertó de inmediato. Si había un papel en el que le gustaba imaginarse (y había varios), era el de versificador. Su principal ambición era ver algunos de sus versos en letras de molde, y había adquirido el hábito de enviarlos a varios periódicos, sin resultados hasta el momento, salvo por la recepción de los manuscritos rechazados durante el almuerzo en sobres de vergonzosas dimensiones, sobres que, ruborizándose, escondía con toda la celeridad posible.

–¿Cuál es el tema de este año? –preguntó.

–El Colegio... la cosa más idiota que he oído.

–No puede haber un asunto más adecuado para una oda. Por Júpiter, cómo me gustaría estar en Sexto.

–Cómo me gustaría estar en la enfermería –dijo Smith.

Una idea asaltó a Reynolds.

–Oye, Smith –dijo–, si quieres, yo te escribiré un poema y tú lo enviarás. Si gana el premio...

–Oh, no ganará nada –acotó Smith, impaciente–. Rogers es una fija.

–Si gana el premio –repitió Reynolds, con aspereza– tendrás que decírselo al Viejo. Probablemente maldecirá un rato, pero no hay nada que hacer al respecto. ¿Qué te parece este comienzo?

Masa imponente en el prado deleitoso,
que derrota y victoria has presenciado
en el cricket y el football; muros rojos
que el sol siempre besaba en el ocaso.

–Genial. ¿No podrías meter algo sobre el partido con el M.C.C.? Podrías hacer rimar cricket con wicket.

Smith quedó impresionado con su propio ingenio, pero el otro hizo a un lado con desprecio tan prosaica sugerencia.

–Bueno –dijo Smith–, tengo que irme. Estamos en medio de un partido entre Residencias. Mil gracias por el poema.

Una vez solo, Reynolds se dedicó con toda seriedad a la composición de una oda que le hiciera justicia. Es decir, llevó una silla y una mesita hasta la ventana abierta, escribió los versos que ya había compuesto, y comenzó a mordisquear el lápiz. Al cabo de algunos minutos escribió otros cuatro versos, los tachó, y tomó una hoja en blanco. Entonces volvió a copiar sus cuatro primeros versos. Cuando sólo le quedaba un cabo del lápiz (habiéndose comido el resto), anotó dos palabras, "alegría" y "compañía", al final de dos renglones. Esto lo llevó a extraer un tercer trozo de papel, en el que realizó una especie de édition de luxe con su mejor caligrafía, con el título "Oda al Colegio" en letras de imprenta sobre el margen superior. Estaba admirando el efecto cuando la puerta se abrió de pronto y entró con el té Mrs. Lee, una dama entrada en años y de modales enérgicos, encargada de velar por las necesidades de los enfermos y heridos en el establecimiento. El método que tenía Mrs. Lee de entrar en las habitaciones concordaba con el consejo del salmista, donde dice "Abrid las puertas de par en par"*Salmos 117:19.. Abrió de par en par la puerta de la enfermería, con el resultado de que se levantó lo que vulgarmente se conoce como "una correntada". El aire se pobló de papeles voladores, y cuando al fin la calma sucedió a la tormenta dos ediciones de "Oda al Colegio" yacían en la hierba de afuera.

Reynolds atacó el té sin intentar recuperar su obra perdida. La poesía está bien, pero el té es mejor. Además, se dijo, recordaba todo lo que había escrito, y podía reescribirlo con toda facilidad. De modo que en lo que a él concernía esas tres hojas de papel eran un libro cerrado.

Esa misma tarde, poco después, Montgomery del Sexto acertó a pasar frente a la enfermería cuando el Destino, con la ayuda de un repentino soplo de viento, le llevó un trozo de papel.

–Gran Scott –comentó, cuando su mirada cayó sobre las palabras "Oda al Colegio". Lo mismo que Smith, Montgomery no era ningún experto en poesía. Había pasado una tarde miserable tratando de extraer del magín algo aceptable para el concurso, pero el éxito había sido nulo. En aquel papel había cuatro versos. Con dos más sería un poema completo, digno como tal de entrar en el torneo. Las palabras "masa imponente" con que comenzaba el fragmento lo inspiraron enormemente. Un soplo poético se apoderó de él y en menos de tres horas añadió el pareado que faltaba:

Qué dulce es para mí
descansar la mirada sobre ti.

–Más elegante que el cuerno –dijo satisfecho mientras metía el manuscrito en su cajón–. No estoy seguro de que "ti" no vaya con acento, pero tendrán que tragárselo así. Al fin y al cabo, es un poema, y es lo que importa.

Y salió en dirección de un estudio vecino, con intención de pedir prestado un libro.

Dos noches después, Morrison, también del Sexto, estaba disfrutando su siesta habitual del prep*Horario de estudio, normalmente por la tarde. en su estudio. Lo despertó un golpe en la puerta. Se apresuró a extraer un diccionario, asumió la pose del buscador del conocimiento y dijo:

–Adelante.

No era el Maestro de la Residencia, sino Evans, el fag*Estudiante de los cursos inferiores que hace de sirviente para otro de los cursos superiores. de Morrison, que entró con el orgullo dibujado en el rostro y un trozo de papel en la mano.

–Oye –comenzó–, ¿recuerdas que me dijiste que buscara algunas ideas para el poema? ¿Esto servirá?

Morrison tomó el papel con aire de jurado. En él se leían estas palabras:

Masa imponente en el prado deleitoso,
que derrota y victoria has presenciado
en el cricket y el football; muros rojos
que el sol siempre besaba en el ocaso.

–Espléndido, hasta donde se llega a leer –dijo Morrison–. No podría estar mejor. Encontrarás manzanas en aquella caja. Más vale que tomes algunas. Pero óyeme una cosa –dijo con súbita sospecha–, no puedo creer que hayas escrito esto tú solo. ¿Es tuyo?

Evans terminó de elegir sus manzanas antes de aventurar una respuesta. Luego se puso tan colorado como puede estarlo un miembro de la escuela junior.

–Bueno –dijo–, no exactamente. Verás, sólo me dijiste que buscara algunas ideas. No me dijiste cómo.

–Pero ¿dónde conseguiste esto? ¿De quién es?

–Ni idea. Lo encontré en el parque, frente al Pabellón y la enfermería.

–¡Oh! Bueno, en realidad no importa. Es justo lo que quería, y eso es lo importante. Gracias. Cierra la puerta, ¿quieres?

Tras lo cual Evans se retiró, con varias manzanas a su favor, y Morrison retomó su siesta en el punto en que la había abandonado.

–¿Ya terminaste con el poema? –dijo Smith a Reynolds el domingo siguiente, al tiempo que servía una copa de té para el inválido.

–Dos terrones, por favor. No, no del todo.

–Por el Gran César, hombre, ¿cuándo te parece que estará? Hay que entregarlo mañana.

–Bueno, lo siento mucho, pero la verdad es que encontré un libro fenomenal. ¿Leíste...?

–¿Y no hay al menos algo hecho? –preguntó Smith.

–Me temo que sólo la primera estrofa. Pero mira, tampoco es que quieras el premio. ¿Por qué no entregas sólo la primera estrofa? Ya es en sí un poema bastante decente.

–Hum. ¿Y te parece que el Viejo la aprobará?

–Tendrá que hacerlo. Las reglas no dicen nada sobre longitud. Aquí está, si la quieres.

–Gracias. Supongo que estará bien, ¿no? ¡Hasta la vista! Tengo que irme.

El Director, conocido por el mundo como el Rev. Arthur James Perceval, M.A., y por la escuela como el Viejo, estaba sentado ante su desayuno, revolviendo el café con una mirada de perplejidad en su digno semblante. La causa de esta perplejidad no estaba en el café, que era excelente, sino en una carta que tenía en su mano izquierda.

–¡Hum! –dijo. Y luego: –¡Hum! –con tono de protesta, como si alguien lo hubiera pellizcado. Por último, soltó un prolongado: –Hum-m-m –con profunda voz de bajo–. Completamente extraordinario. Verdadera, completamente extraordinario. Por demás. Sí. Hum. Verdaderamente. –Tomó un sorbo de café.

–Querida –dijo de pronto. Mrs. Perceval se sobresaltó. Había estado haciendo planes mentales para una cena discreta, y preguntándose si la cocinera estaría a la altura de las circunstancias.

–¿Sí? –dijo.

–Querida, ésta es una comunicación extraordinaria. Por demás. Sí, verdaderamente.

–¿De?

Mr. Perceval se estremeció. En cuestiones de lengua, era un purista.

–Se dice "De quién". Es de Mr. Wells, gran amigo mío del Colegio. Le... ejem... le envié los poemas del Concurso del Sexto Curso, para que los evaluase. Me escribe con estilo ligero. Muy ligero, debería decir. Ésta es su carta: "Querido Jimmy (verdaderamente, debería recordar que ya no somos tan jóvenes como entonces); querido (ejem) Jimmy. Con respecto a los poemas. Los he leído, y te escribo desde mi lecho de enfermo. El doctor dice que todavía tengo esperanzas. Había uno solo bueno, el de Rogers, que aunque (ejem) en algunas partes parece cosa de borrachos (¡tsk!) es mucho mejor que cualquiera de los otros. Pero lo más devastador del programa fue lo de los tres comediantes cuyos esfuerzos adjunto. Observarás que los tres comienzan con los mismos cuatro versos. Por supuesto, copiarse es una costumbre detestable, pero no puedo dejar de admirar esta clase de cosas. Hay en este asunto cierta despreocupada osadía que me parece simplemente fascinante. Me surge un pensamiento terrible: ¿no te habrán estado tomando el venerable pelo? De paso, ¿te acuerdas de cuando...?" El resto de la carta (ejem) trata de otros asuntos.

–¡James! ¡Esto es extraordinario!

–Hum, sí. Me resisto a sospechar que (ejem) haya sido una especie de colusión, pero en este caso no me puede caber duda. Ninguna duda. En absoluto.

–A menos... –comenzó a aventurar Mrs. Perceval.

–Ninguna duda en absoluto, querida –la cortó en seco el reverendo Jimmy. No quería pensar siquiera en la otra posibilidad, a saber, que le estuviesen tomando el venerable pelo.

–Ahora bien, ¿con qué objeto los he convocado, muchachos? –preguntó ese mismo día Mr. Perceval a Smith, Montgomery y Morrison en su despacho, luego de la clase matutina. Por regla general comenzaba las entrevistas dolorosas con esa pregunta. Era un método que tenía ventajas innegables. Si el criminal era de temperamento nervioso, se delataba al instante. Y en cualquier caso nunca dejaba de alarmarlo. –¿Con qué objeto? –repitió el Director clavando en Smith una mirada intensa.

"Yo se los diré –continuó Mr. Perceval–. Ha sido porque deseaba cierta información que nadie sino ustedes podrá suministrarme. ¿Cómo es posible que cada una de sus composiciones para el Concurso de Poesía comience con los mismos cuatro versos?

Los tres poetas se miraron entre sí, mudos y atónitos.

–He aquí –prosiguió– los tres poemas. Compárenlos. Y ahora –dijo cuando hubo terminado la inspección– ¿qué explicación tienen para ofrecer? Smith, ¿son suyos estos versos?

–Yo... eh... ah... los escribí, señor.

–No ande con rodeos, Smith. ¿Es usted el autor de estos versos?

–No, señor.

–¡Ah! Muy bien. ¿Es usted, Montgomery?

–No, señor.

–Muy bien. Entonces usted, Morrison, queda exento de toda culpa. Ha sido usted tratado con injusticia. Este fruto primerizo de su ingenio ha sido (ejem) cosechado por otros que ni se esfuerzan ni tejen*Cita común de Shelley.. Puede retirarse, Morrison.

–Pero, señor...

–¿Sí, Morrison?

–Yo no los escribí, señor.

–No... este... no termino de entender, Morrison. ¿Dice que usted también debe estos versos a alguien más?

–Sí, señor.

–¿A Smith?

–No, señor.

–¿A Montgomery?

–No, señor.

–Entonces, Morrison, ¿puedo preguntar a quién se deben estos versos?

–Los encontré en el parque, en un trozo de papel, señor. –Se adjudicó a sí mismo el descubrimiento, pensando que Evans probablemente preferiría quedar fuera de aquel embrollo.

–Yo también, señor. –Esto fue un aporte de Montgomery. Mr. Perceval parecía confundido, y de hecho lo estaba.

–¿Y también usted, Smith, encontró este poema en un trozo de papel, en el parque? –Su voz tenía ahora un tono metálico de sarcasmo.

–No, señor.

–¡Ah! Entonces, ¿en qué circunstancias obtuvo los versos?

–Le pedí a Reynolds que los escribiera por mí, señor.

Montgomery intervino: –Fue cerca de la enfermería que encontré el papel; y Reynolds está allí.

–Yo también, señor –dijo Morrison sin la menor coherencia.

–Entonces ¿debo interpretar, Smith, que para ganar el premio usted recurrió a un artificio tan bajo como ése?

–No, señor. Concordamos que no había peligro de que ganara el premio. Si llegaba a suceder, yo se lo hubiera contado todo a usted. Reynolds puede corroborarlo, señor.

–Entonces, ¿con qué fin construyó este engaño?

–Bueno, señor, las reglas dicen que todo el mundo debe presentar un poema, y yo soy totalmente incapaz de escribir poesía, y a Reynolds le gusta, así que le pedí que lo hiciera.

Smith esperaba que estallara la tormenta. Pero no estalló. Muy dentro de Mr. Perceval yacía cierto tranquilo sentido del humor. La situación logró llegar a ese sitio. Entonces el Director recordó la carta del evaluador, y se le ocurrió que hay pocas cosas más crueles que obligar a una persona prosaica a escribir poesía.

–Pueden retirarse –dijo, y el trío partió.

Y en la siguiente Reunión de Comité se decidió, gracias sobre todo al influjo de un discurso de particular elocuencia que pronunció el Director, modificar las reglas del Concurso de Poesía del Sexto Curso, de modo que nadie tuviese que competir a menos que se sintiese insuflado por el fuego sagrado.

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