Cuentos escolares : ¡Autor!

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¡Autor! (Author!)

Publicado por primera vez en Public School Magazine, octubre de 1901; reimpreso en Tales of St. Austin's.

Traducción: Diego Seguí, 2010.

La pasión por el teatro contemporáneo coloca a J.S.M. Babington en una incómoda situación.

Éste es otro de los cuentos de la primerísima época de Wodehouse. Es un relato sencillo, situado en St. Austin's, con la vida escolar fielmente reflejada pero sin los personajes permanentes que caracterizaron a sus composiciones posteriores.

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¡Autor!

J.S.M. Babington, de la Residencia de Dacre, se hallaba frente a un dilema. Circunstancias que escapaban a su control lo habían colocado, como un nuevo Hércules, en la encrucijada, obligándolo a decidir entre el placer y el deber, o más bien lo que quienes ostentaban el poder denominaban "el deber". Humano como era, no debería haberle costado demasiado tomar una decisión, si no hubiese sido porque la senda del placer estaba tan rodeada de peligros que se le hacía dudosa la factibilidad del asunto.

Los hechos del caso eran los siguientes. Era costumbre del grupo matemático al que J.S.M. Babington pertenecía (a saber, Cuarto "B") aliviar el tedio de las clases diarias por medio de una suerte de juego por turnos que se jugaba de este modo: en cuanto el profesor tomaba asiento, uno de los jugadores ejecutaba una maniobra calculada para atraer la atención sobre sí mismo, como por ejemplo dejar caer un libro o voltear el pizarrón. Convocado que era al escritorio para dar las explicaciones pertinentes, iniciaba un elocuente discurso de defensa. Ésta era la señal para que comenzase su parte el siguiente jugador. Su tarea consistía en abrirse paso hasta el escritorio y dar fe de la excelencia moral de su compañero, exponiendo todas y cada una de las razones por las que debía ser exonerado sin mácula en su reputación. Cuando iba bien avanzado lo seguía un tercer jugador, y así hasta que todo el espacio en torno al escritorio del maestro estaba ocupado por una nube de testigos. Por supuesto, la duración del juego variaba considerablemente. En algunas ocasiones el juego se podía desarrollar con tanto éxito que el profesor se imbuía del espíritu de la cosa y hacía lo posible por anotar los nombres de todos los infractores al mismo tiempo, hazaña de no poca dificultad. Otras veces los hechos se resolvían mucho más rápido. En cualquier caso la actividad siempre era fuente de diversión inocente, y era por lo tanto muy popular. Sin embargo, el día en que se abre nuestra historia alguien había soltado un profesor nuevo en el aula en reemplazo del Rev. Septimus Brown, y ni aun el habitante más antiguo recordaba un tiempo en que el reverendo no hubiese estado allí. Al Rev. Septimus le gustaba discutir, pero nada sabía de las costumbres de los muchachos de la raza humana. Su sucesor, Mr. Reginald Seymour, no era gran cosa como matemático, pero sí era un buen profesor. Más aun, había sido Azul* de rugby en Cambridge. Esto solo ya debería haberlo asegurado contra las amenidades habituales, porque un Azul es alguien que infunde respeto. De modo que, más que una falta de tacto, fue un error garrafal por parte de Babington tropezar con el pizarrón en su camino de regreso a su pupitre. Si hubiese sido un estudioso de Tennyson podría haber recordado que el orden antiguo tiene la costumbre de cambiar y ceder su lugar al nuevo*.

Durante unos momentos Mr. Seymour miró pensativo el pizarrón.

–Un esfuerzo bastante pobre –dijo a Babington, afectuoso–; le falta a usted finesse. Levántelo, por favor.

Babington lo levantó sin protestar. Bajo el régimen del Rev. Septimus esto hubiese sido la señal para que el resto del curso dejase sus asientos y acudiese en su ayuda, pero ahora parecía que se habían percatado de que había un tiempo para todo, y el presente decididamente no era el tiempo adecuado para deportes de interior.

–Gracias –dijo Mr. Seymour en cuanto la pizarra estuvo otra vez en su sitio–. ¿Cuál es su nombre? ¿Eh? No lo oigo bien.

–Babington, señor.

–Ah. Será mejor que venga mañana a las dos y resuelva los ejercicios del trescientos al trescientos veinte de Hall y Knight*. Hay mucho lugar para pasar entre el escritorio y el pizarrón. Sólo necesita práctica.

Lo que quedaba de Babington se dirigió entonces a su asiento. Tenía la sensación de que su reputación como artista del juego había recibido un golpe demoledor. Y además ahora tenía tarea. En sí, esto no lo hubiese preocupado demasiado. Quedarse adentro en una tarde libre no le gusta a nadie, pero es uno de esos males que la carne hereda*, y el verdadero filósofo siempre es capaz de beberse el caldo sin chistar.

El problema era que el correo de la tarde le había traído una carta de un primo suyo que estaba estudiando en Guy's y que según todos los informes se estaba haciendo un nombre en el mundo de la medicina. La carta revelaba que, gracias a un complicado proceso que incluía conocer a gente que conocía a otra gente que tenía cierta influencia con el manager, había logrado hacerse con dos entradas para una función matutina de la nueva obra que acababa de comenzar en uno de los teatros. Y si Mr. J.S.M. Babington deseaba aprovechar la oportunidad, no tenía más que responder, y estar en el puesto de libros de Charing Cross Underground a las dos y veinte.

Ahora bien: aunque Babington tenía serias objeciones contra el drama de la antigua Grecia, apreciaba mucho el de estos días, e hizo votos de asistir a la función, si era posible. Podía faltar a su cita con Mr. Seymour, o podía acudir. La dificultad estribaba en optar por una de las dos alternativas. Todo giraba en torno a cuál podía ser el alcance la pena, en caso de ser descubierto.

Éste era su dilema. Buscó consejo.

–Yo me arriesgaría –dijo Peterson, su amigo del alma.

–Yo no te lo recomendaría –observó Jenkins.

Jenkins era otro amigo del alma, y en cuestión de sabiduría no le iba en zaga a Peterson.

–¿Qué te parece que puede pasar? –preguntó Babington.

–Que te echen –dijo una autoridad.

–Paliza, y más tarea –dijo otra.

–El Daily Telegraph –murmuró el tentador en un aparte– dice que es la mejor comedia desde Sheridan.

"Así dice –pensó Babington–. Me arriesgaré."

–Serás un imbécil si lo haces –croó Jenkins el lúgubre–. No pueden dejar de cogerte.

Pero ganó el Sí. Esa noche Babington envió una respuesta, aceptando la invitación.

No fue sino con alivio que oyó a Mr. Seymour transmitir a otro profesor su intención de tomar el tren de las doce y cuarto con dirección a la ciudad. Ello significaba que no estaría en escena para ver cómo iniciaba sus tareas con el "Hall and Knight". Salvo que la suerte le jugase una muy mala pasada, Babington tenía derecho a esperar que el profesor aceptase la tarea sin hacer preguntas. Había tenido la precaución de completar los ejercicios la noche anterior, con la ayuda de Peterson y Jenkins, más la asistencia de un ser extraño al que aparentemente le gustaba el álgebra y que resolvió diez de los veinte problemas en un lapso increíblemente breve, a cambio de un par de libros de ficción (en mano) y un té (a cuenta). Él, por su parte, tenía planeado tomar el tren de la una y media, que lo llevaría a la ciudad con tiempo de sobra. Peterson le había prometido dar su presente cuando tomasen lista: una operación delicada para la que su extensa práctica, lo mismo que a otros miembros junior de la Residencia, lo había convertido en un experto.

Un historiador concienzudo querría poder decir que el tren de la una y media se rompió antes de llegar a Victoria y que Babington llegó al teatro en el momento preciso en que caía el telón y la audiencia complacida se abría paso hacia el exterior. Pero la verdad sea dicha, aunque me aplaste. El tren fue tan puntual que se podría haber creído que pertenecía a una línea distinta de la suya. El viaje de Victoria a Charing Cross no lleva demasiado tiempo, y Babington se encontró en su destino con cinco minutos a su favor. A las y veinte llegó su primo y se encaminaron hacia el teatro. Tras una breve escaramuza con un esbirro de librea en el vestíbulo, llegaron a sus asientos.

Cierto filósofo de extraordinarios poderes intuitivos hizo saber al mundo alguna vez que aun las mejores cosas llegan a su fin. Puesto este aserto a prueba, hoy en día se acepta universalmente su exactitud. Aplicando lo general a lo particular, la obra terminó tres horas después de comenzar, en medio de un aplauso estruendoso al que Babington contribuyó en no poca medida.

–¿Qué te parece si vamos a comer algo a alguna parte? –preguntó el primo de Babington mientras salían.

"Vaya, ahí está ese Richards –continuó, antes de que Babington pudiese responder que, en su opinión, de todos los cursos de acción posibles ir a comer algo a alguna parte era el más apetecible–. Es un tipo que conocí en Guy's, ¿sabes? –añadió a modo de explicación–. Haré que venga con nosotros. Creo que te caerá bien.

Richards se manifestó encantado, y estrechó la mano de Babington con una calidez que parecía dar a entender que hasta aquel encuentro la vida le había parecido un vacío espantoso, pero que ahora que lo había conocido podría volver a disfrutarla.

–Será un gusto ir con vosotros, si no os molesta que traiga a un amigo mío al festín –dijo Richards–. Quedamos en encontrarnos aquí. De paso, es el autor de esa obra nueva, Así anda el mundo.

–Vaya, si acabamos de verla.

–Oh, entonces probablemente querréis conocerlo. Aquí llega.

Mientras hablaba llegó hasta ellos un hombre y, con un disgusto que envió toda la sangre de su ser a la parte superior de su cabeza, y luego a los extremos inferiores de sus botas, Babington reconoció a Mr. Seymour. El fraudulento programa había asegurado que el autor de la obra era un tal Walter Walsh. Peor aún: una mentira sinvergüeza. En su cerebro surgió una vaga idea de que todavía podía salir corriendo en busca de asilo, pero antes de que sus miembros paralizados pudiesen ponerse en marcha Mr. Seymour ya había llegado, y le estaban presentando (¡ah, trágica ironía!) al hombre para quien en ese preciso instante él supuestamente estaba trabajando con los ejercicios del trescientos al trescientos veinte de Hall y Knight.

Mr. Seymour tomó su diestra, al parecer sin reconocerlo. La sangre de Babington comenzó a recobrar su posición habitual, aunque tenía la sensación de que esta aparente ignorancia de su identidad podía ser no más que una máscara, un artero engaño, como dice el bardo*. Le vino dolorosamente a la memoria una historia que había leído en alguna revista, donde un prisionero era víctima de lo que los despreocupados inquisidores llamaban la tortura de la esperanza. Se le permitía escapar de la prisión, y traspasar la línea de guardas y centinelas aparentemente sin ser visto. Entonces, justo cuando llegaba al aire libre, el inquisidor en jefe le daba un golpecito en el hombro y, con más pena que enojo, le recordaba que era costumbre que los condenados permanecieran dentro de sus celdas. No le cabía duda de que éste era un caso similar. Pero luego se le ocurrió que Mr. Seymour sólo lo había visto una vez, y que por lo tanto era posible que no llegara a recordarlo, porque los rasgos de Babington no eran de los que arrebatan la mirada y quedan impresos para siempre en el cerebro. A la vista, ofrecía un espectáculo más bien ordinario.

Quiso la mala suerte que durante el té se sentaran uno frente al otro, y Babington no dejaba de temblar. Entonces sucedió lo peor. Mr. Seymour, que lo había estado observando durante un rato, se inclinó hacia adelante y preguntó con tono evidentemente falto de sospecha:

–¿No nos hemos encontrado antes? Su rostro me suena familiar.

–Eh... no, no –replicó Babington–. Es decir, creo que no. Pero también es posible.

–Estoy seguro de que sí. ¿En qué escuela está?

El alma de Babington comenzó a tener convulsiones.

–¿En qué... en qué escuela? Ah, ¿escuela? Bueno, pues, eh... en, estoy en... Uppingham.

Una expresión animada se dibujó en el rostro de Mr. Seymour.

–¿Uppingam? ¿En serio? Vaya, si conozco a varios tipos en Uppingham. ¿Conoce a Mr. Morton? Es profesor en Uppingham, y es un gran amigo mío.

La habitación comenzó a bailar con violencia ante los ojos de Babington, pero se aferró a una paja, o lo que le pareció que era una paja.

–¿Uppingham? ¿Dije Uppingham? Quise decir Rugby, por supuesto, Rugby, ¿sabe? Usted ve cómo es, a uno siempre se le mezclan esos nombres. ¿No?

Mr. Seymour lo miró, confundido. Luego miró a los otros, como preguntando cuál de los dos estaba loco: él o el joven sentado en frente. El primo de Babington escuchaba los desatinos que salían de sus labios, igualmente confundido. Pensó que debía estar enfermo. Incluso Richards tuvo la impresión fugaz de que era un poco raro que un tipo olvidara en qué escuela estaba, y se le trastocara el nombre de Rugby con el de Uppingham, o viceversa. Babington se había convertido en objeto de interés.

–Oye, Jack –dijo el primo–, te sientes bien, ¿no? Quiero decir, parece que no sabes lo que dices. Si estás por descomponerte avísame, para que pueda atenderte.

–¿Está en Rugby? –preguntó Mr. Seymour.

–Claro que no. ¿Cómo podría haber venido de Rugby a Londres a tiempo para la función de la mañana? Está en St. Austin's, por supuesto.

Mr. Seymour se quedó unos instantes en silencio, absorbiendo la información. Luego soltó una risita.

–No hay ningún problema –dijo–, y no está enfermo. Ya nos hemos encontrado antes, aunque en circunstancias tan dolorosas que Maese Babington con mucha cordura ha preferido disimularlo para evitarme el recuerdo.

A continuación expuso en pocas palabras lo sucedido. Su auditorio, con excepción de Babington, rugía de la risa.

–Me imagino –dijo el primo– que no pensarás denunciarlo, ¿no? Ha sido un golpe de suerte tan grande que creo que deberías olvidar que eres profesor.

Mr. Seymour revolvió su té y con todo cuidado añadió otro terrón de azúcar antes de responder. Babington lo observaba en silencio, ansiando que resolviese el asunto en seguida, en un sentido u otro.

–Por suerte para Babington –dijo Mr. Seymour–, y por desgracia para la causa de la moral, no soy profesor. Era sólo un sustituto, y cesé en el ejercicio de mis funciones hoy a la una en punto. De modo que el prisionero queda exento sobre la base de una minutia legal, y espero que le sirva de lección. ¿Supongo que habrá tenido el tino de hacer la tarea?

–Sí, señor. Me quedé levantado anoche para eso.

–Bien. Ahora, si quiere mi consejo, se reformará, o algún día encontrará un mal fin. De paso, ¿cómo se las arregló con la lista de presentes hoy?

–Me parece que esa parte al final del primer acto fue estupenda –dijo Babington.

Mr. Seymour sonrió. Tal vez complacido.

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–Bueno, ¿cómo te fue? –preguntó Peterson esa noche.

–Por favor, viejo, ahora no –dijo Babington débilmente.

–Te lo dije –aventuró Jenkins.

Pero cuando hubo oído la historia completa retiró la acotación, e hizo un comentario acerca de la suerte absolutamente inmerecida que parece tener cierta gente.

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