Cuentos escolares : La cortesía de los príncipes
La cortesía de los príncipes (The Politeness of Princes)
Publicado por primera vez en Captain, mayo de 1905; reimpreso en The Swoop! and Other Stories.
Traducción: Diego Seguí, 2009.
Esta historia prácticamente no comparte personajes alumnos con otros relatos; Mr. Seymour el profesor es el único participante de importancia que figura en otros sitios. Del mismo modo, no hay aquí las referencias deportivas que a veces sobrecargan las narraciones escolares.
La figura ridícula de Chapple, incapaz de levantarse a horario sin ayuda externa, está retratada con la habilidad que más tarde Wodehouse demostraría en personajes notables (jóvenes tímidos, condes excéntricos, etc.).
La cortesía de los príncipes
El doloroso caso de G. Montgomery Chapple, estudiante, residencia de Seymour, Wrykyn. Examinémoslo y reflexionemos sobre él.
Se ha dicho que ésta es la época de la especialización. Todo aquel que desee hacer de éste un mundo mejor y más feliz debería esforzarse por adoptar alguna especialidad y dedicarse a ella con ahínco. La especialidad de Chapple era llegar tarde al desayuno. No es que llegara tarde una o dos veces, sino todos los días. A veces corría hasta su sitio a los tropezones, al tiempo que se abrochaba el chaleco. Por lo general, llegaba en el momento en que el resto de la residencia ya se iba marchando; en esas ocasiones, acechando hasta que Mr. Seymour se había quitado de en medio, entraba en negociaciones privadas con Herbert el factotum, que tenía cierta influencia con el cocinero, para conseguir Algo Caliente y tal vez una taza de café recién hecho. Porque Chapple no era uno de esos remolones amateurs. El amateur se escabulle dentro con un rubor que acentúa el matiz naturalmente sano de su rostro, engulle un poco de pan duro, se echa al estómago una taza de café frío y vuelve a salir corriendo, más lleno de buenas intenciones para el futuro que de alimento. No era así con Chapple. A él le gustaba disfrutar de sus comidas. Quería meterse acá abajo una buena cantidad, y la quería caliente y recién servida. Cuando la conciencia de Chapple trataba de hostigarlo, la conciencia la pasaba mal. Ya venía debilitada desde el primer round.
Pero había alguien más poderoso que la Conciencia: Mr. Seymour. Había observado la constante impuntualidad de nuestro héroe, y no la aprobaba.
Sucedió entonces que Chapple, que cierta mañana había terminado un espléndido desayuno veinte minutos después que el resto del mundo y estaba sentado en la sala junior, tratando, con la ayuda de una artículo ilustrado en una revista para muchachos, de armar un modelo de motor a vapor casero con un ovillo de hilo de algodón y un cuaderno viejo (pues en muchos sentidos el suyo era un cerebro gigantesco), recibió la notificación de que Mr. Seymour deseaba tener con él una amena charla en su estudio. Dejó de lado su modelo de motor a vapor casero y se dirigió al estudio del maestro.
–Hoy llegó usted tarde para el desayuno –dijo Mr. Seymour con los modales antipáticos y bruscos propios de un maestro de residencia.
–Es cierto, señor –dijo Chapple, complacido.
–Y ayer también.
–Sí, señor.
–Y también anteayer.
Chapple no lo negó. Se apoyó en un pie y obsequió a Mr. Seymour con una sonrisa propiciatoria. Hasta aquí, Mr. Seymour se merecía un cigarro o un cacahuete por cada acierto.
El profesor caminó hasta la ventana, miró fuera, regresó a la repisa del hogar y movió un jarrón de porcelana dos pulgadas y cuarto hacia la izquierda. Chapple, por no faltar a papel de interlocutor, se paró en la otra pierna y enroscó el pie desocupado en torno al tobillo. La conversación se estaba poniendo más bien intelectual.
–Me va a copiar...
–Señor, por favor, señor... –lo interrumpió Chapple con tono de "yo-represento-al-acusado-usía".
–¿Sí?
–Donde yo duermo es muy difícil oír la campana, señor.
Debido a un aumento en el número de ocupantes de la residencia durante ese curso, Chapple había tenido que mudarse de su dormitorio habitual a una sala pequeña, ubicada a cierta distancia.
–Tonterías. La campana se oye a la perfección en toda la residencia.
No le faltaba razón. Herbert, que era el encargado de despertar a la residencia por las mañanas, lo hacía tocando una campana. Era una campana grande, y a él le gustaba tocarla. Pocos eran los que, por por muy profundamente que durmiesen, podían seguir soñando en paz mientras Herbert ejecutaba su solo. A los cinco segundos se revolvían, inquietos. A los siete se sentaban. Al concluir el primer cuarto de minuto ya estaban fuera de la cama, y uno no podía dejar de preguntarse dónde aprendían esas expresiones.
La respuesta de Chapple fue un murmullo sin palabras. Se daba cuenta de que su argumento era débil. Mr. Seymour aprovechó la ventaja.
–Me va a copiar cien versos de Virgilio –dijo–, y si mañana vuelve a llegar tarde duplicaré el número.
Chapple se retiró.
Tuvo la sensación de que se hallaba frente a una crisis. Había seguido su carrera de impuntualidad tanto tiempo que ya no se daba cuenta de que podía llegar un tiempo en que las autoridades caerían sobre él. Por un momento pensó que era imposible, que no lograría cumplir los deseos de Mr. Seymour en ese sentido; pero las agallas de bull-dog del auténtico inglés lo llevaron a revisar esta opinión. No dejaría, al menos, de intentarlo.
–Te diré lo que tienes que hacer –le dijo su amigo Brodie al ser consultado sobre el tema esa tarde, con una tranquila tetera de por medio–. Deberías dormir sin tantas cosas en la cama. ¿Cuántas frazadas usas, por ejemplo?
–No lo sé –dijo Chapple–. Tantas como me den.
Nunca se le había ocurrido calcular el número de colchas antes de retirarse a descansar.
–Bueno, si quieres un consejo –dijo Brodie–, duerme con una sola. Entonces el frío te despertará a la mañana, y te levantarás, porque será más cómodo que quedarse en la cama.
Este plan científico podría haber funcionado. De hecho, funcionó; hasta cierto punto. Despertó a Chapple a la mañana, como había predicho Brodie; pero lo despertó a la hora equivocada. No sirve de nada saltar de la cama cuando todavía faltan tres horas para el desayuno. Cuando Chapple se despertó a las cinco de la mañana, luego de una serie de sueños ambientados mayormente en las regiones árticas, primero estornudó, luego apiló sobre la cama todo lo que pudo encontrar, incluso sus botas, y luego se acostó de nuevo. Una agradable sensación de calidez penetró en sus miembros, y siguió penetrando hasta que volvió a despertar, esta vez a las ocho y cuarto. Dado que el desayuno era a las ocho, tuvo el presentimiento de que su situación con Mr. Seymour no había mejorado. Mientras dedicaba algunos momentos a una profunda reflexión sobre este punto, la agradable sensación de calidez volvió a ejercer su terrible influjo. Cuando volvió a despertar la campana ya estaba llamando a clases. Bajó el record mundial de vestido en velocidad y llegó justo a tiempo para acompañar la cola de la procesión que ingresaba al aula.
–Esta mañana volvió a llegar tarde –dijo Mr. Seymour luego del almuerzo.
–Sí, sedior. Be quedé dorbido, sedior –contestó Chapple, que se había resfriado.
–Doscientos versos.
–Sí, sedior.
Las cosas se habían puesto serias. No valía la pena volver a pedir consejo a Brodie. Brodie estaba acabado, había demostrado ser un fraude, un idiota. En resumidas cuentas, un ramplón. Tenía que probar con algún otro. Un pensamiento feliz: Spenlow. Él sabría qué hacer. ¡Si buscabas a un salvador, él era tu hombre! Joven, es cierto, pero ¡qué cerebro! ¡Colosal!
–Lo que yo haría –dijo Spenlow– es esto: pondría mi reloj media hora antes.
–¿Y eso de qué serviría?
–¿Qué, no lo ves? Te despertarías, y te darías cuenta de que son (digamos) las ocho menos diez, entonces le meterías prisa para vestirte, y correrías abajo, y ahí te darías cuenta de que todavía te queda un montón de tiempo. ¿Qué tal?
–Pero me acordaría de que había adelantado mi reloj –objetó Chapple.
–Oh, no, probablemente no. Estarías medio dormido, y saldrías disparado de la cama antes de acordarte, y eso es lo único que necesitas. Lo que cuesta es salir de la cama. Una vez que estás fuera, no te dan ganas de volver a meterte.
–Ah, ¿no? –dijo Chapple.
–Bueno, tal vez sí te den, pero el sentido común te dirá que no puedes.
–No es mala idea –dijo Chapple–. Gracias.
Esa noche tomó su Waterbury, abrió la tapa con un cortaplumas, como si fuese una ostra, adelantó el minutero exactamente media hora, y se introdujo en la cama satisfecho. Esta vez no podía haber problemas.
Lamento tener que desilusionar a mi lector, pero los hechos son los hechos, y no puedo andar tergiversándolos. Es por lo tanto mi deber informar, muy a mi pesar, que Chapple no llegó a tiempo para el desayuno de la mañana siguiente. Se despertó a las siete, cuando las manecillas del reloj marcaban las siete y media. Rebosando virtuosas intenciones estuvo a punto de saltar del catre, cuando su memoria comenzó a trabajar y recordó que todavía le quedaba una hora. La puntualidad, pensó, era una cosa excelente; más que eso, una virtud noble; pero no había que abusar. Podía tomarse al menos otra media hora más. Así que volvió a dormirse. Se despertó con un sobresalto. Le pareció que había estado durmiendo un tiempo considerable. Pero no. Un vistazo al reloj le dijo que las manecillas indicaban las siete y treinta y cinco. Veinticinco minutos más. Esta vez sí durmió un buen tirón. Luego, sintiendo que ahora sí debía levantarse, miró una vez más el reloj, y se frotó los ojos. Todavía eran las siete y treinta y cinco.
La verdad era que, en el entusiasmo de adelantar el reloj, había pasado por alto la operación, aun más importante, de darle cuerda. El reloj se había parado.
Hay pocas experiencias más perturbadoras que la de descubrir de pronto que no tenemos modo de saber la hora. Especialmente cuando tenemos que estar en un lugar determinado a una hora determinada. Da al descubridor una sensación extraña, como de estar perdido, como si se hubiese muerto de pronto y el resto del mundo hubiese seguido adelante a su ritmo habitual. Es una experiencia no muy distinta de la que tiene un hombre que llega al andén de la estación justo a tiempo para ver cómo desaparece el furgón de cola.
Hasta esa mañana, el record mundial de vestido rápido (establecido el día anterior) había sido de cinco minutos con veintitrés segundos y medio. Chapple lo superó por dos segundos y bajó las escaleras.
La residencia estaba vacía. En el pasillo que llevaba al comedor vio el reloj y su corazón dio un vuelco. Eran las nueve y cinco. No sólo era ya tarde para el desayuno, sino también para las clases. Nunca antes había logrado esta doble hazaña.
Las cosas en el aula no fueron del todo agradables, cuando se escurrió dentro siete minutos después de la hora. Mr. Dexter, el profesor, que nunca era un individuo de trato muy alegre, hizo algunas amargas acotaciones sobre el tema.
–Es usted incorregiblemente perezoso e impuntual –dijo Mr. Dexter sobre el final de su perorata–. Me va a copiar cien versos.
–Oo-h-h, señor-r –dijo Chapple. Pero sintió inmediatamente que como respuesta no era muy brillante. Luego del almuerzo tuvo lugar la entrevista de costumbre con Mr. Seymour.
–Esta mañana volvió a llegar tarde –dijo.
–Sí, señor.
–Doscientos versos.
–Sí, señor.
El asunto se estaba poniendo monótono.
Chapple tomó una determinación. Esto no podía seguir así. Ya se lo había propuesto varias veces con anterioridad, pero ahora iba en serio. Ni la amapola ni la mandrágora ni todos los elixires soporíferos del mundo lo obligarían a volver a dormirse. Esta vez intentaría con una combinación de sistemas.
Antes de irse a la cama esa noche, adelantó su reloj media hora, le dio cuerda, y lo puso en una silla junto a la cama. Luego arrancó todas sus frazadas menos una, y también el felpudo. Las apiló en un caótico montoncillo en el rincón más alejado de la habitación. Quería mantener lejos de sí la tentación. Esta vez no habría ninguna agradable sensación de calidez.
Y no la hubo. Despertó a las seis con la sensación de que era un bloque sólido de hielo. Lo sobrellevó apáticamente hasta las siete, cuando ya se hizo insoportable. No sería un placer levantarse y bajar a la triste sala junior, pero era lo único que podía hacer. Sabía que con una sola vez que se envolviese en las mantas, que lo miraban invitadoras desde el rincón opuesto del dormitorio, estaría perdido. De modo que se arrastró fuera de la cama temblando, se lavó sin ningún entusiasmo y procedió a vestirse.
Lo de abajo era más desagradable de lo que se hubiese creído posible. La sala exhibía su estado de desorden habitual. El fuego no estaba encendido. Había en el aire un vago olor a manzana. La vida era gris, muy gris. No parecía haber en ella ningún brillo.
Se sentó a la mesa y comenzó una vez más la tarea de armar un modelo de motor a vapor casero, pero pronto se dio cuenta de algo que ya había sospechado antes: que las instrucciones eran obra de algún loco peligroso. ¿De qué valía seguir viviendo, cuando se permitía a lunáticos balbuceantes escribir en los semanarios?
Más o menos a esa hora su pesadumbre se hizo más profunda, al comprobar que una lata con la etiqueta "bizcochos surtidos" que había observado en el armario de Brodie estaba vacía.
Se le ocurrió ir a dar una vuelta. Sería un asco, por supuesto, pero no tanto como quedarse sentado en la sala junior.
Es aquí cuando la tragedia se hace más aguda.
Al salir por la verja de Seymour's encontró a Brooke, de Appleby's. Brooke tenía en el rostro una expresión serie y pensativa.
–Hola, Brooke –dijo Chapple–, ¿dónde vas?
Al parecer, Brooke se dirigía a la carpintería. De ahí su expresión seria y pensativa. Su mente estaba lidiando con ciertos trozos de madera que planeaba convertir en marcos para fotografías. En la escuela había una demanda constante de marcos para fotografías, y quienes tenían un don solían hacerse con uno o dos honestos peniques fabricándolos.
El alma del artista no siempre se halla mal predispuesta a tener un público. Brooke dijo que no le importaba que Chapple lo acompañase, con tal de que no hiciese ninguna tontería. Así que Chapple lo acompañó.
Una vez en la carpintería Brooke quedó pronto absorbido en su labor. Chapple lo observó un rato, con el interés de un cofrade artesano, pues ¿acaso no había intentado él en su juventud armar un modelo de motor a vapor casero? En verdad era así. Al cabo de un tiempo, sin embargo, el rol de espectador perdió su atractivo. Quería hacer algo. Vagando por la habitación, encontró un escoplo y al punto, en expresa contravención de la orden de no hacer ninguna tontería, se sentó y empezó a grabar su nombre en una tabla blanda que tenía el aspecto de que nadie la quería. La pareja trabajó en un silencio roto solamente por algún resoplido ocasional cuando la tarea se ponía interesante. La lengua de Chapple estaba fuera de su boca y ejecutaba piruetas místicas a medida que grababa las letras. Se sentía inspirado.
Estaba comenzando con la A cuando la voz de Brooke lo trajo de nuevo a la tierra.
–Realmente eres un idiota –dijo Brooke, quejumbroso–. Ése es mi tablón, y ahora lo has arruinado.
¡"Arruinado"! ¡Qué cara! ¡"Arruinado", ciertamente, cuando había dejado sobre él un grabado exquisito!
–Bueno, ahora no hay nada que hacerle –dijo Brooke filosóficamente–. Supongo que no es tu culpa que seas tan burro. De todos modos, vámonos. Ya son más de las ocho.
–¿Ya son qué? –dijo Chapple con voz entrecortada.
–Más de las ocho. Pero no importa. A Appleby no le molesta que uno llegue tarde al desayuno.
–¡Oh –dijo Chapple–, a él no!
Id alguna mañana a Seymour's a las ocho en punto y observad la mesa. Veréis el rostro de G.M. Chapple: una que otra vez oscurecido por una taza de café y una rebanada de pan con mermelada. Hace tres semanas que no llega tarde. El dormitorio separado aloja ahora a Postlethwaite, del Cuarto Superior, cuyo lugar en el dormitorio de Milton ha sido ocupado por Chapple. Milton es el head*Alumno senior a cargo de una residencia. de la residencia, y destaca entre los prefectos por su vigor para tratar con su dormitorio. En este mundo no hay nada seguro, pero es muy improbable que Chapple vuelva a llegar tarde. Existen unas cosas llamadas palmetas.