Cuentos escolares : Monopolio de versos

Monopolio de versos (A Corner in Lines)

Cuento. Publicado por primera vez en la Pearson's Magazine, enero de 1905; reimpreso en The Uncollected Wodehouse.

Traducción: Diego Seguí, 2009.

En una public school, el espiritu de iniciativa choca a veces contra seculares tradiciones – por ejemplo, no es lícito negociar con las imposiciones escolares.

En este cuento se dan cita dos alumnos ejemplares de Wrykyn: Dunstable de Day's, héroe de Los cazadores de autógrafos o de Un asunto internacional, y el popular Linton, quien sólo aquí se acerca a un rol protagónico.

La costumbre de dar como castigo versos u otros textos para copiar es universal en las escuelas wodehousianas. El traductor (argentino) sólo conoció la variante local de copiar cien veces frases como "No volveré a arrojar tiza" o "Debo ser más prolijo en mis deberes"; en la tradición anglosajona sin embargo la práctica sigue vigente; los memoriosos recordarán su presencia en los clásicos juegos para Spectrum Skool Daze y Back to Skool de los años '80.

Aclaremos que la traducción "versos" es inexacta: lines, como dice el original, equivale a "renglones", porque el texto a copiar no necesariamente era un poema. En el cuento observamos que también se dan páginas en prosa en francés (el idioma de moda en la educación de la época) o los numerales griegos, que evidentemente cotizan más.

La escuela a que asisten nuestros estudiantes se llama aquí Locksley. Cuando existía Blandings, Reggie solía explicar allí con toda propiedad por qué se lo puede considerar como un nombre alternativo de Wrykyn, la escuela wodehousiana por excelencia.

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Monopolio de versos

De todas las cosas inútiles e irritantes que hay en este mundo, probablemente la más inútil e irritante es copiar versos. De hecho, sólo he sabido de dos personas que sacaron algo bueno de ello. Dunstable de Day's fue uno, y Linton de Seymour's el otro. Durante parte de un curso de invierno estos dos se abocaron a copiar versos. Mientras más tenían, más felices eran. Se habrían sentido decepcionados si los profesores hubieran abandonado el hábito de repartir versos.

Dunstable era un joven de muchas ocurrencias. Veía en la rutinaria vida de Locksley más posibilidades que la mayoría de sus contemporáneos, y cada tanto aprovechaba esas posibilidades de un modo que causaba considerable sensación en la escuela.

No era, sin embargo, especialmente brillante en las tareas escolares ordinarias; y sufría las consecuencias. Su principal enemigo era el maestro de su clase, Mr. Langridge. La guerra había empezado con la llegada de Dunstable a su clase, dos años atrás, y había continuado desde entonces. El tanteador favorecía al maestro. El claustro docente tiene modos de anotarse puntos que no están al alcance de la escuela. Esta historia comienza en realidad el penúltimo día del curso de verano. Sucedió que ese día la familia de Dunstable iba a realizar su migración habitual hacia Escocia, y el Director, a quien se consultó sobre el tema tanto por carta como en persona, no vio motivos (habiendo terminado ya los exámenes) para que Dunstable no pudiese dejar Locksley un día antes del fin de curso.

Una noche, tras la preparatoria*Horario de estudio, normalmente por la tarde., llamó a Dunstable a su estudio.

–Su padre me ha escrito, Dunstable –dijo– para solicitarme que le permitiese volver a casa el miércoles, en vez del jueves. En estas circunstancias especiales, creo que no debería haber ninguna objeción. Será mejor que vea al ama de llaves con respecto a su equipaje.

–Sí, señor –dijo Dunstable–. Esto me gusta –agregó para sí mientras salía de la habitación.

En cuanto hubo regresado a su guarida comenzó a reflexionar sobre el tema, para ver si no se podía sacar algún provecho. Así era como procedía Dunstable. Nunca daba nada por terminado hasta asegurarse de que había agotado todas sus posibilidades.

Justo antes de irse a la cama dio los últimos retoques a una bonita triquiñuela para anotarse un punto contra Mr. Langridge. Los únicos que conocían sus planes eran él y el Director. Su profesor creería que iba a quedarse hasta el último día del curso. Por lo tanto, si se portaba mal en clase, Mr. Langridge le daría versos para copiar, en la bendita ignorancia de que ya no estaría allí al día siguiente para presentárselos. Más aun: al comenzar el curso siguiente ya no estaría en el curso de Mr. Langridge, porque tenía la certeza de que pasaría.

Así que actuó en consecuencia.

Pasó la primera parte de la mañana del miércoles perturbando la paz. Mr. Langridge, en vez de regañarlo, lo puso a traducir; y Dunstable comenzó a traducir. Como no había preparado la lección y no era adepto a la traducción a primera vista, tuvo un pobre desempeño.

Al cabo de un minuto y medio el maestro se cansó.

–¿Ha mirado este texto, Dunstable? –quiso saber.

Existía una respuesta consuetudinaria a esta pregunta.

–Sí, señor.

La ética de una public school*Un internado pago para estudios secundarios. no exige que se responda fielmente al espíritu de una pregunta. Lo único que merece nuestra atención es la letra de la misma. Dunstable había mirado la lección. La estaba mirando en ese mismo momento. Los profesores deberían practicar el hábito de hablar con precisión. Hubo un cierto curso en Harrow que solía pasar caminando varias veces sobre una copia de cierto autor latino a la mañana, antes de clase. Luego podían decir con toda veracidad que "la habían repasado" . No es un caso aislado.

–Prosiga –dijo Mr. Langridge.

Dunstable sonrió y prosiguió.

Mr. Langridge se enojó.

–¿De qué se ríe? ¿Qué pretende? Párese. Me va a copiar toda la lección, en latín y en inglés, y me la va a mostrar hoy a las cuatro de la tarde. Ya sé lo que está pensando. Se imagina que porque termina el curso puede hacer lo que se le ocurra, pero se va a dar cuenta de que está equivocado. Recuerde: a las cuatro en punto.

A las cuatro en punto Dunstable estaba disfrutando un excelente té en Green Street, Park Lane, y contando a su madre que había pasado un curso estupendo, y que ningún evento desdichado había venido a arruinarlo. Disfrutó sus vacaciones pensando en la ira del burlado Mr. Langridge al descubrir el sentido más profundo del reciente episodio.

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Cuando volvió a Locksley, a comienzos del curso de invierno, descubrió que aquel episodio no podía darse por cerrado. Durante la primera tarde Mr. Day, maestro de su residencia, envió a por él.

–Y bien, Dunstable –dijo–, ¿dónde está esa tarea?

Dunstable puso cara de no saber nada.

–Perdón, señor, usted no me dio ninguna tarea.

–No, Dunstable, no. –Mr. Day lo examinó seriamente a través de sus lentes–. Yo no le di ninguna tarea; pero Mr. Langridge sí.

Dunstable imitó a aquel eminente estratega, 'Mano Conejo: "Se quedó quieto y no dijo ná".

–Seguramente –continuó Mr. Day, con tono de leve reproche–, no habrá pensado que podía hacer caer a Mr. Langridge, ¿no?

Dunstable creía más bien que sí había hecho caer a Mr. Langridge; pero no respondió.

–Bueno –dijo Mr. Day–. Debo aplicarle algún castigo. Daré al mayordomo instrucciones para que le entregue una nota de mi parte a las tres, mañana –siendo el día siguiente de tarde libre–. En esa nota encontrará lo que deseo que me escriba.

Dunstable se preguntó: ¿por qué estos manejos de sociedad secreta de ópera cómica? Entonces se dio cuenta. Mr. Day quería arruinarle la tarde libre.

Luego del almuerzo Dunstable se retiró disgustado a su estudio, para rumiar sus penas; llegó a él su amigo Charles, es decir C.J. Linton, a la sazón de Seymour's, valeroso compañero.

–Bueno –dijo Linton–. No creí que fuese a encontrarte aquí dentro. Pensé que con un día tan estupendo como éste te habrías ido a algún sitio. Te diré lo que vamos a hacer. Vamos a remar una milla o dos río arriba y tomar el té en alguna parte.

–Me encantaría –dijo Dunstable–, pero me temo que no puedo.

Y le explicó el ingenioso plan de Mr. Day para evitar que saliera durante la tarde.

–¿No es una cochinada? –dijo.

–De lo peor. No creí que el viejo Day fuera capaz de algo así. Pero te diré qué –dijo–. Haz la tarea ahora, y luego podrás salir a las tres en punto, y pasaremos un buen rato junto al río. Day siempre te da lo mismo. He conocido a docenas de chicos que han recibido tareas de él, y todos tuvieron que hacer los numerales griegos. Los numerales griegos lo vuelven loco. Nunca hace otra cosa. Cópialos, e irás sobre seguro. Vamos, te ayudaré.

De modo que se sentaron a trabajar al punto. A las tres de la tarde yacía sobre la mesa del estudio una imponente pila de pliegos cubiertos con un griego muy mal escrito.

–Eso debería bastar –dijo Linton, dejando la pluma–. No creo que pueda darte más que lo que hemos hecho.

–Es curioso, tenemos la letra muy parecida –dijo Dunstable, recogiendo las hojas e inspeccionándolas–. Apenas puedes distinguirla, aunque sepas cuál es cuál. Bueno, ya son las tres. Mi reloj está atrasado, como siempre. Iré a buscar esa nota.

A los dos minutos regresó, lleno de referencias injuriosas contra Mr. Day. El astuto pedagogo parecía haber previsto el modo en que Dunstable intentaría esquivarlo haciendo los numerales griegos en la esperanza de que la tarea consistiera en eso. La nota, en cambio, contenía instrucciones para que copiara diez páginas de verbos irregulares, y debían entregarse en su estudio a las cinco. El programa de Linton para esa tarde quedaba así descartado. Pero abandonó lealmente todo plan alternativo que pudiese haber concebido y se dispuso a ayudar a Dunstable con los verbos irregulares. Dunstable estaba demasiado disgustado con el destino como para mostrarse debidamente agradecido.

–Y lo peor de todo es –dijo, mientras se dirigían a tomar el té a las cuatro y media, tras haber depositado los verbos en el escritorio de Mr. Day–, que hemos desperdiciado todos esos numerales.

–Yo los guardaría –dijo Linton–. Tal vez sean útiles. Nunca se sabe.

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A fines de la segunda semana del curso el Destino, a modo de compensación, concedió claramente a Dunstable un golpe de suerte. Mr. Forman, profesor de su nueva clase, le dio cien versos de Virgilio, y le ordenó que se los mostrase al día siguiente. Para dicha de Dunstable, el día siguiente transcurrió sin que se los mencionase; y al terminar el día subsiguiente sin que todavía se hubiese dicho nada llegó a la conclusión de que Mr. Forman los había olvidado por completo.

Y tal era efectivamente el caso. Mr. Forman estaba absorbido en editar una nueva versión de las Bacantes, y como consecuencia tendía a la distracción. De modo que Dunstable, con alegre sonrisa, metió los versos en un armario para que hiciesen compañía a los numerales griegos que había hecho para Mr. Day, y salió a jugar fives*Juego similar al frontón. con Linton.

Cosa curiosa, Linton había tenido un golpe de suerte muy similar. Se lo contó a Dunstable mientras volvían a las residencias luego del juego.

–Esta tarde tuve un poco de suerte –dijo–. ¿Recuerdas que Appleby me dio ciento cincuenta anteayer? Bueno, hoy se los mostré, y él los miró y los tiró en la papelera que tiene bajo su escritorio. En ese momento me pareció que no los había arruinado con el lápiz, que es su jugada de costumbre, así que después de clase, cuando se hubo ido, corrí al cesto y los pesqué. Estaban como nuevos, así que me los guardé por si me llegan a dar más.

Dunstable se apresuró a contarle su propia buena fortuna. La coincidencia causó impresión en Linton.

–Te diré qué –dijo–; de uno u otro modo nos anotaremos algo. Porque si nunca más nos dan versos...

Dunstable se echó a reír.

–Sí, ya lo sé –prosiguió Linton–, eso no va a pasar. Pero aun asumiendo que pase, no tenemos por qué desperdiciar el stock que tenemos acumulado.

–No veo cómo –dijo Dunstable–. ¿Los vamos a encuadernar en tela y publicar? ¿O pensabas enmarcarlos?

–¿Qué, no te das cuenta? Los vamos a vender, por supuesto. Hay docenas de tipos en la escuela que tomarían unos cuantos cientos de versos baratos con alegría.

–No funcionaría. Los descubrirían.

–Para nada. Ya se ha hecho antes, y nadie dijo nada. Un tipo de Seymour's que se fue en la última Pascua subastó su stock de versos el último día del curso. Eran casi todos de Virgilio, y numerales griegos. Se vendieron como pan caliente. Había en total unos quinientos. Y sé a ciencia cierta que todos ellos se entregaron, y pasaron sin problemas.

–Bueno, yo pienso guardarme los míos –dijo Dunstable–. Estoy seguro de que necesitaré todas las reservas de que pueda disponer. Yo creía que Langridge ya era bastante malo en lo que se refería a tareas, pero Forman le puede dar ventaja. Parece que las tiene como hobby. No hay cómo detenerlo.

Pero no fue hasta la mitad de la preparatoria que a Dunstable se le ocurrió la gran idea.

Lo que lo dejó sin aliento fue su absoluta simplicidad. Eso, y las posibilidades que ofrecía. La idea era ésta: ¿por qué no iniciar una Compañía de Versos en la escuela? ¿Una agencia que suministrase versos, a precio moderado, a todo aquel que los quisiese? El plan no parecía tener ninguna falla. Entre él y Linton podían producir en una semana material suficiente como para dar a la Compañía un buen capital. Y el riesgo de quedar al descubierto cuando los clientes entregasen la mercadería que se les había proporcionado era ínfimo. Como ya se ha señalado, había prácticamente una sola letra común a toda la escuela, cuando llegaba la hora de copiar versos. Se parecía a los movimientos de una mosca que había caído en el tintero y que después se había dedicado a hacer enérgicos ejercicios sobre una hoja de papel para restablecer la circulación. Y por cierto que no era probable que la actitud del maestro a quien se mostraban los versos fuese demasiado crítica. De modo que todo parecía favorecer el plan de Dunstable.

Confió sus maquinaciones a Linton, quien al principio se mofó, pero luego de que se le explicaron en detalle las bellezas de la idea se convirtió en un partidario entusiasta.

–Pero –objetó–, nos llevará todo el tiempo. ¿Vale la pena? No podemos pasarnos todas las tardes sudando la gota gorda haciendo las tareas de los demás.

–No habrá problema –dijo Dunstable–, ya he pensado en eso. Sólo será necesario meterse de lleno durante una semana, o diez días a lo más. Eso nos dará un stock considerable, y después con producir cien al día podremos mantenernos. Si los distribuyes bien durante el día, cien versos no son demasiado.

Linton admitió que tenía sentido, y la Compañía de Suministro de Versos de Locksley, S.R.L., se puso a trabajar en serio.

No debe suponerse que la Agencia dejase gran cosa librada al azar. Puede parecer que escribir versos por adelantado es un negocio más bien especulativo; pero tanto Dunstable como Linton tenían ya una amplia experiencia con los profesores de Locksley y con sus métodos cuando se los incitaba, y esto les permitió reducir el factor riesgo a un mínimo. Sabían, por ejemplo, que la tarea favorita de Mr. Day eran los numerales griegos, y que en nueve caso de cada diez eso sería lo que el joven que tenía contacto con él debería solicitar de la Compañía de Versos. Mr. Appleby, por su parte, invariablemente daba Virgilio. El habitante más anciano de la escuela no tenía conocimiento de que jamás hubiese abandonado esta costumbre. En cuanto a los maestros de francés, los extractos de las obras de Víctor Hugo seguramente pasarían la prueba.

Una semana después de la fecha de esta conversación todos los miembros de la escuela, con excepción de los prefectos y del sexto curso, hallaron en sus pupitres al llegar al aula una hoja de papel impreso. (El impresor había sido Spiking, el librero de High Street.) No era ni más ni menos que el panfleto de la nueva Compañía. Planteaba en términos rutilantes las ventajas ofrecidas por la agencia. Dunstable lo había escrito –estaba hasta cierto punto dotado en el manejo de la pluma– y Linton había sugerido algunas adiciones sutiles y cautivantes. El conjunto ofrecía un aspecto bastante impactante.

El documento estaba encabezado por el nombre de la Compañía en tipo grande. Debajo venía una serie de "ganchos" como éstos:

¡FÍJATE EN LO QUE TE AHORRAS!
¡NO MÁS PREOCUPACIONES!
¡UNA PAZ PERFECTA!
¿POR QUÉ COPIAR VERSOS, SI NOSOTROS LOS COPIAMOS POR TI?

Luego venía el panfleto propiamente dicho:

La Compañía de Suministro de Versos de Locksley, S.R.L., se ha constituido para satisfacer la creciente demanda de versos y otras tareas. Mientras haya profesores en nuestras public schools, habrá versos para copiar. En Locksley la cosecha de maestros siempre ha florecido (y sigue floreciendo), y la demanda de versos ha puesto en jaque la capacidad de aquellos a quienes se ha impuesto la tarea de entregarlos.

Es con el objetivo de aliviar a éstos que se ha formado la Compañía de Versos. Se propone cubrir todos los pedidos de versos recurriendo a nuestro vasto stock. Nuestras tarifas son moderadas, yendo desde tres a seis peniques por cada cien versos. La tarifa más alta corresponde a las tareas en griego, las cuales, por razones obvias, exigen el más alto grado de esfuerzo de nuestro numeroso y eficiente plantel de escritores.

Todas las órdenes, que se ejecutarán en el acto, deben enviarse a Mr. P.A. Dunstable, Terrenos del Colegio 6, Locksley, o a Mr. C.J. Linton, Terrenos del Colegio 10, Locksley. El pago debe adjuntarse a la orden, o la misma no será ejecutada. En ningún caso se aceptarán pagarés manuscritos o cheques. Nuestra Compañía confía sólo en sí misma.

Enviadnos vuestros miles . Tenemos versos para todos. Si se pusieran los versos que la Compañía tiene en stock uno tras otro, cubrirían parte del trayecto hasta Londres. "Usted paga los tres peniques, nosotros hacemos el resto".

Luego había un espacio en blanco, y después algunos "testimonios espontáneos":

"Quinto Inferior" escribe: "Me dieron doscientos versos de Virgilio el último sábado, a la una. Tras hacer un pedido a vuestra agencia pude entregarlos a la una y cinco. El maestro que me había dado la tarea no pudo dejar de manifestar su admiración por la rapidez y pulcritud de mi trabajo. Podéis usar esta nota del modo que os plazca."

"Residencia de Dexter" escribe: "Por favor enviadme cien (100) versos de la Eneida, Libro Segundo. A Mr. Dexter le gustaron tanto los últimos que le mostré que me pidió que hiciese más."

"Entusiasta" escribe: "Gracias por vuestros numerales griegos. Day los recibió sin pestañear siquiera. Estaba tan bien escritos que yo mismo apenas podía creer que no los había hecho yo."

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No se puede dudar de la popularidad de la Compañía. Prendió de inmediato.

En las aulas, durante el recreo de las once menos cuarto, no se discutía de otra cosa, y en las residencias, luego del almuerzo, seguía siendo el único tema de conversación. Dunstable y Linton se vieron bombardeados con preguntas, y también con chistes casi personales. Respondían a estos últimos de frente, pero a las primeras sólo con evasivas.

–¿De qué se trata todo esto? –preguntaba alguno, agitando el folletín frente al rostro impertérrito de Dunstable.

–Deberías leerlo con atención –respondía Dunstable–. Allí está todo.

–Pero ¿a qué estáis jugando?

–Quisimos hacerlo comprensible aun para la inteligencia más limitada. Lamento que no logres comprenderlo.

Mientras tanto, en su propia aula, Linton explicaba a quienes preguntaban excitados que lo lamentaba, pero que no podía satisfacer su curiosidad en cuanto a quién dirigía la Compañía. No estaba en libertad de revelar secretos de negocios. Bastaba con decir que los versos estaban allí, esperando a ser comprados, y que él estaba allí para venderlos. De modo que si alguno quería hacer un pedido, grande o pequeño según su gusto, ¿por qué no venía y depositaba amablemente la moneda necesaria?

Pero en ese sentido el público mostraba una inexplicable falta de inclinación por hacer negocios. Eso de que los conocidos se acercasen a uno y le dijesen, admirados: "Eres un asno, ¿sabes?", como si fuese el mayor de los cumplidos, estaba muy bien; y en realidad es probable que ellos mismos lo creyesen. Todo eso era magnífico, pero no reportaba dividendos. Dunstable y Linton sentían que la actitud del público hacia el nuevo emprendimiento era totalmente equivocada. Parecía que Locksley consideraba a la Compañía como una enorme broma, y a su panfleto como un jeu d'esprit literario.

De hecho, parecía que (desde un punto de vista estrictamente comercial) la gran Compañía de Suministro de Versos iba a ser lo que en círculos teatrales se conoce como "una helada".

Durante dos días el público se rehusó a morder el anzuelo, y Dunstable y Linton, mientras barajaban las pilas de versos en sus estudios, pensaban lúgubremente que en este mundo no hay sitio para las iniciativas originales.

Entonces las cosas comenzaron a moverse.

Lo hicieron al principio casi por accidente. Jackson de Dexter's estaba tomando el té con Linton, y, como era su costumbre, le estaba propinando una historia condensada de su vida desde la última vez que lo había visto. En ese contexto mencionó un encuentro que había tenido esa tarde con M. Gaudinois.

–Así que me dio dos páginas de Quatre-Vingt Treize para copiar –terminó–, por no hacer prácticamente nada.

Según Jackson, todas las tareas que recibía eran por no hacer prácticamente nada. Cada tanto, sin embargo, se las daban por no hacer literalmente nada... cuando hubiese debido estar haciendo los deberes.

–¿Ya las hiciste? –preguntó Linton.

–No; todavía no –respondió Jackson–. Más té, por favor.

–Lo que tienes que hacer, entonces –dijo Linton–, es recurrir a la Compañía de Suministro de Versos de Locksley. Es precisamente lo que te hace falta.

–No tienes por qué burlarte en un asunto tan doloroso –protestó Jackson.

–No me estaba burlando –dijo Linton–. ¿Por qué no envías un pedido a la Compañía de Versos?

–Entonces, ¿quieres decir que verdaderamente existe esa cosa? –dijo Jackson, incrédulo–. ¡Vaya! Yo pensé que era todo en broma.

–Ya sé que lo hiciste. Es el tipo de gansada que pensaría un tipo como tú. ¡En broma, por Júpiter! Mira esto. ¿Ahora te das cuenta de que va en serio?

Se levantó y fue hasta el armario que ocupaba el espacio entre la estufa y la biblioteca. De ese sitio de reposo extraño una gran pila de manuscritos y los dejó caer sobre la mesa con un estrépito que hizo que gran parte del té de Jackson saltara fuera de su copa nativa y fuera a depositarse en los pantalones de su dueño.

–Cuando hayas terminado –protestó Jackson, secándose con un pañuelo que había conocido mejores días.

–Lo siento. Pero mira esto. ¿Qué dijiste que te habían dado de tarea? Ah, ya recuerdo. Aquí tienes. Dos páginas de Quatre-Vingt Treize. No sé qué dos páginas son, pero supongo que bastará con cualquiera.

Jackson estaba pasmado.

–¡Gran Scott! ¡Vaya fajo! ¿Cuándo hicisteis todo eso?

–Pues en los ratos libres. Y Dunstable tiene una otro tanto en Day's. Así que, como ves, la Compañía viene a lo grande. Estos garabatos parecen tuyos, ¿no es cierto? Normalmente esto te costaría cuatro peniques, pero por esta vez puedes llevártelos gratis.

–Oh, vaya –dijo Jackson, agradecido–, es muy amable de tu parte.

Desde ese momento, la Compañía de Suministro de Versos de Locksley avanzó con viento en popa. El rutilante éxito que acogió a su primera entrega (M. Gandinois aceptó las tareas de Jackson sin rechistar) generó confianza en el público, que se precipitó a comprar. Las órdenes llovían desde todas las residencias, y a mediados del curso los organizadores de la empresa pudieron dividir una suma apreciable.

–¿Cómo te está yendo por tu lado? –preguntó Linton a Dunstable al cabo de la sexta semana del curso.

–Espléndido. Se venden como pan caliente.

–Lo mismo con las mías –dijo Linton–. casi se me han agotado las existencias. Debería haber escrito un poco más, pero últimamente he andado un poco perezoso.

–Sí, ponle ganas. Necesitamos tener mucho disponible.

–Oye, ¿oíste lo de Merrett, en nuestra residencia? –preguntó Linton.

–¿Qué hay con él?

–Bueno, que trató de iniciar una empresa rival. Escribió un panfleto y todo. Pero no prendió. El único que llegó a comprarle algo fue el joven Shoeblossom. Quería doscientos versos para Appleby, pero Appleby le cayó encima como una tonelada de ladrillos. Se dio cuenta de que Shoeblossom no los había escrito, y le preguntó quién los había hecho. Todos en la residencia están furiosos con Merrett. Piensan que debería haberse hecho cargo.

–¿Y eso no arruinó la empresa de Merrett? ¿Va a seguir produciendo?

–No creo. ¿Quién se los compraría?

Habría sido mejor para la Compañía de Suministro de Versos que Merrett no hubiera recibido este golpe devastador, sino que se le hubiese permitido continuar con este negocio rival en términos leales. Locksley era una escuela de hábitos conservadores, y probablemente hubiese seguido prestando su apoyo a la firma más antigua.

Tal como se dieron las cosas, el chasqueado Merrett, un joven de naturaleza vengativa, rumiaba su derrota, y al fin dio con un plan para tomar revancha.

Cierta tarde, poco antes del cierre, Dunstable recibió la sorpresiva visita en su estudio de un Linton magullado y en bastante mal estado. Uno de sus expresivos ojos estaba cerrado y morado. También lucía lo que en círculos pugilísticos se conoce como una oreja de coliflor.

–¿Qué diantre te ha pasado? –preguntó Dunstable, asombrado ante estos fenómenos–. ¿Has estado peleando?

–Sí. Merrett. Pero gané. ¿Qué estás haciendo? ¿Copiando versos? Puedes ahorrarte el trabajo. No servirán de nada.

Dunstable se lo quedó mirando.

–La Compañía se ha ido al tacho –dijo Linton.

Nunca malgastaba palabras en momentos de profunda emoción.

–¡Qué!

–Al tacho, dije. Ese cretino de Merrett soltó el chivo.

–¿Qué hizo? Supongo que no habrá ido a contarle a un profesor, ¿no?

–Bueno, hizo lo más parecido que puede haber. Agarró el panfleto y se puso a leerlo en medio de la clase. Yo lo vi. Lo tenía debajo del pupitre, y armó un lío espantoso, riéndose con él. Appleby no podía dejar de darse cuenta. Por supuesto, le dijo que le llevase lo que estaba leyendo, y allá fue Merrett con el panfleto.

–¿Y Appleby se enojó?

–En realidad, creo que no. Por lo menos se rió cuando lo leyó. Pero me mandó llamar después de clases y me dio la lata un rato largo, y me hizo llevarle a su residencia todos los versos que tenía. Los quemó. Acabo de desquitarme con Merrett. Él jura que no fue su intención que se dieran cuenta, pero yo sé que sí.

–¿Dónde os agarrasteis?

–En el dormitorio. Abandonó después del tercer round.

Se oyó un golpe en la puerta.

–Adelante –gritó Dunstable.

Apareció Buxton, miembro de la residencia de Appleby.

–Oh, Dunstable. Appleby quiere verte.

–Está bien –dijo Dunstable con tono cansino.

Mr. Appleby estaba de ánimo burlón. Dijo algunas cosas ingeniosas sobre Dunstable y sus panfletos, y admitió que el asunto lo había divertido. Dunstable sonrió, aunque sin disfrutarlo. Tal vez fuese una buena cosa que Mr. Appleby fuera capaz de ver el lado humorístico de la Compañía, y no el ilegal; pero todas las agudezas del mundo no podían salvar la institución de la ruina.

Al cabo de un rato Mr. Appleby cambió de tono. "Soy un tipo divertido, lo sé", parecía decir, "pero el deber es el deber, y es menester hacerlo".

–¿Cuántos versos le quedan en su residencia, Dunstable? –preguntó.

–Unos ochocientos, señor.

–Entonces, lo mejor será que me escriba ochocientos versos, y que me los muestra en esta habitación a las... ¿digamos a las cinco menos diez? Ahora son las menos cuarto, de modo que tendrá tiempo de sobra.

Dunstable fue y cinco minutos más tarde regresó, con una fajo de manuscritos bajo el brazo.

–No creo que necesite contarlos –dijo Mr. Appleby–. tenga la amabilidad de cogerlos de a diez hojas por vez y rasgarlos por la mitad, Dunstable.

–Sí, señor.

En dos partes, la última hoja cayó con un floreo en la papelera rebosante.

–Ha sido un horrible desperdicio, señor –dijo Dunstable, desolado.

El rostro de Mr. Appleby se iluminó.

–Sin embargo –dijo– siempre debemos tratar de ver el lado positivo, Dunstable. La tarea de copiar estos ochocientos versos tiene que haberle dado un firme dominio del ritmo de Virgilio, la espléndida prosa de Víctor Hugo, y la espontánea majestad de los Numerales Griegos. Buenas noches, Dunstable.

–Buenas noches, señor –dijo el Presidente de la Compañía de Suministros de Versos de Locksley, S.R.L.

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