Una damisela en apuros : Capítulo 9

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Mientras George y Billie Dore se dirigían al rosedal para encontrarse con el hombre del corderoy, Maud había estado sentada a menos de cien yardas de distancia, en uno de sus refugios preferidos, un templete de escayola descascarada construido durante el período de la Regencia a orillas de un pequeño estanque cubierto de lirios. Estaba leyendo poesía a Albert, el criado.

Albert el criado era una flamante incorporación al círculo íntimo de Maud. Ella se había interesado por él dos meses atrás, con el espíritu del prisionero que domestica y mima en su celda al infaltable ratón. Educar a Albert, elevarlo de su condición y desarrollar su alma, era una tarea meritoria que despertaba su naturaleza romántica, además de constituir un buen modo de matar el tiempo. Es un punto muy debatido –uno que los compañeros de servicio del muchacho hubiesen combatido acaloradamente– la cuestión de si Albert poseía o no un alma. Lo más que se puede aventurar es que lucía como si la tuviera. A quien observaba sus ojos azul oscuro y su mirada dulce y pensativa perdida en la distancia, se le aparecía como un angelito. ¿Cómo iba a saber el observador que detrás de esa mirada lejana se escondía simplemente el cálculo de si el pájaro aquél sobre el cedro estaba o no dentro del rango de tiro de su hondera? Ciertamente, Maud no albergaba sospechas. Ella trabajaba esperanzada, día tras día, para lograr que Albert apreciara las cosas más nobles de la vida.

No es que fuera tarea fácil. Incluso ella lo admitía. El alma de Albert no era rápida para remontar vuelo. Se resistía a despegarse del suelo. La forma de reaccionar al poema que le estaban leyendo difícilmente podía considerarse prometedora. Maud concluyó en un susurro, y paseó su mirada pensativa sobre la moteada superficie del estanque. Una brisa gentil mecía los lirios, que parecían suspirar.

–¿No es hermoso, Albert? –dijo.

Los ojos azules de Albert se iluminaron. Sus labios se abrieron entusiastas.

–Es el primer avispón que veo este año –dijo, señalando.

Maud sintió un leve desánimo.

–¿Me escuchaste, Albert?

–Oh, sí, señorita.

–Olvídate del avispón.

–Muy bien, señorita.

–Preferiría que no dijeras "Muy bien, señorita". Es como, como... –se detuvo. Había estado a punto de decir que sonaba como un mayordomo, pero pensó avergonzada que probablemente ser mayordomo fuese la máxima ambición de Albert–. No me gusta cómo suena. Sólo di "sí".

–Sí, señorita.

Maud no era partidaria del "señorita", pero lo dejó pasar. Después de todo, ni siquiera ella tenía en claro cómo quería que Albert la tratara. Hablando en términos amplios, quería que él fuera en lo posible como un paje medieval, uno de esos tesoritos vestidos de seda y satén que aparecían en las Leyendas de Ingoldsby. Y por supuesto, ésos decían "milady". Y sin embargo, sentía, y no por primera vez, que no era fácil revivir la Edad Media en estos curiosos días. Los pajes, tal como muchas otras cosas, parecían haber cambiado con el tiempo.

–Ese poema fue escrito por un hombre muy agudo que se casó con una de mis antepasadas. Se fugó con ella de este mismo castillo en el siglo XVIII.

–¡Oh! –dijo Albert como una concesión, pero aún estaba interesado en el avispón.

–Él era de inferior rango a los ojos del mundo, pero ella sabía que era un hombre maravilloso, así que no le importó lo que dijera la gente por casarse debajo de su nivel.

–Como Susan cuando se casó con el poli.

–¿Quién era Susan?

–La pelirroja que cocinaba aquí. Le dice Mister Keggs, dice: "testás casando debajo de tu nivel", dice. Yo lo oí porque loscuchaba de atrás de la puerta. Y le dice ella a él, dice: "Oh, por qué no se va usté a freír espárragos".

Esta traduccion de una novela romántica en términos del pabellón de los criados le había caído a Maud como una ducha de agua fría. Dio un respingo.

–¿No te gustaría disfrutar de una buena educación, Albert –dijo perseverante–, y llegar a ser un gran poeta, y escribir poemas maravillosos?

Albert consideró la propuesta y sacudió la cabeza.

–No, señorita.

Era desalentador. Pero Maud era una muchacha valerosa. No es posible meterse en taxis ajenos en Picadilly si no se es una muchacha valerosa. Cogió otro libro del banco de piedra.

–Léeme alguno de éstos –dijo– y dime si no te despiertan el deseo de hacer grandes cosas.

Albert tomó el libro con cautela. Se estaba hartando un poco del asunto. Es verdad que su señoría le regalaba chocolates durante estas sesiones, pero aun así era demasiada escuela para su gusto. Miró la página abierta con desaprobación.

–Adelante –dijo Maud, cerrando los ojos–. Es muy hermoso.

Albert comenzó. Tenía la voz ronca debido –es de temerse– a su condición de fumador precoz, y su pronunciación no fue tan buena como podría haber sido.

Una cros, digo costra del musgo más oscuro
los macitos, macizos de flores revestía.
Los clavos oxidados que a su muro
el peral su tejaban, digo sujetaban, se caían.
El tin, el tin, el tinglado yacía roto y triste
y la paja del techo consumida
tintineaba la aldaba solitaria
y desierta la finca se veía.
"Él no viene, no viene", dijo ella.
Ella sólo dijo: "Lugu-lubre es mi vida".

A Albert le gustó esa parte. Nunca disfrutaba de una narración si no venía salpicada de unos cuantos "él dijo" y "ella dijo". Terminó con entusiasmo:

"Agobiada, agobiada estoy", se dijo.
Ojalá yo muriera en este día".

Maud había escuchado esta interpretación de uno de sus más adorados poemas con los mismos sentimientos que un compositor de oído extra-sensitivo hubiese experimentado al oir su opus favorito asesinado por una colegiala. Albert, que era un muchacho voluntarioso y estaba dispuesto, si ése era el deseo de ella, a abrirse camino a través de las seis estrofas siguientes, comenzó la segunda, pero Maud le sacó suavemente el libro de las manos. Era suficiente.

–Ahora bien, ¿no te gustaría ser capaz de escribir una cosa tan maravillosa, Albert?

–No, señorita.

–¿No te gustaría ser un poeta cuando crezcas?

Albert sacudió su cabellera de oro.

–Cuando crezca quiero ser carnicero, señorita.

Maud dejó escapar un grito.

–¿Carnicero?

–Psé. Los carniceros ganan plata a paladas –dijo con el entusiasmo brillándole en los ojos azules, pues estaba tocando su tema favorito–. La gente necesita carne, usté sabe, señorita. No es como la poesía, que nadie la quiere.

–Pero, Albert –exclamó Maud con desmayo–. Matar animales indefensos. Estoy segura de que no te gustaría eso.

Los ojos de Albert se iluminaron como los de un monaguillo ante un inciensario.

–Mister Widgeon, allá en la granja de casa –murmuró reverentemente– dice que si me porto bien, me va a dejar ver cómo mata a un cerdo el jueves que viene.

El niño contempló los lirios y dejó vagar sus pensamientos. Un escalofríó recorrió a Maud. Se preguntaba si los pajes de la Edad Media serían tan mundanos como éste.

–Tal vez sea mejor que te vayas, Albert. Puede que te necesiten en la casa.

–Muy bien, señorita.

Albert se puso de pie, con no pocas ganas de dar por terminada la jornada. Era conciente de que se imponía un relajante cigarrillo. Le gustaba Maud, pero un hombre no puede pasar todo su tiempo con mujeres.

–Los cerdos chillan como el demonio, señorita –observó, agregando un tesoro de despedida al inventario de conocimientos generales de Maud–. ¡Jua! Se los oye a una milla, se los oye!

Maud permaneció donde estaba, una figura melancólica y pensativa. La "Mariana" de Tennyson siempre la ponía melancólica, aunque fuera en interpretación de Albert. Cuando ocasionalmente un estado de ánimo depresivo variaba su usual buen humor, le parecía que el poema podía haber sido escrito proféticamente para ella, tan estrechamente cristalizaba en palabras mágicas su propia historia.

"Una costra del musgo más oscuro
Los macizos de flores revestía."

Bueno, no, posiblemente no esa parte en especial. Si hubiese encontrado aunque más no fuera un solo macizo de flores con una leve costra de cualquier sustancia extraña, Lord Marshmoreton habría andado por todo el lugar como el viento del este, despidiendo jardineros y ayudantes a cada respiro. Pero...

"Él no viene, no viene", dijo ella.
Ella sólo dijo: "Lúgubre es mi vida".
"Agobiada, agobiada estoy", se dijo.
Ojalá yo muriera en este día".

Con cuánta exactitud –salvo por los momentos en que andaba por los links revoleando matas de hierba con su hierro medio, o practicaba esos otros sanos deportes que tendían a hacerle olvidar sus problemas– resumían su caso esas palabras.

¿Por qué George no venía, o al menos le escribía? Ella no podía escribirle. El único modo de enviar una carta en el castillo era ponerla en el bolso postal que Rogers el chofer llevaba a la aldea todas las tardes. Imposible confiar una carta del tipo que ella quería escribir a un sistema de entrega tan público, especialmente ahora que sus movimientos eran cuidadosamente vigilados. Abrir y leer una carta ajena es un acto bajo y vil, pero ella creía que Lady Caroline no tendría empacho en llevarlo a cabo. Quería abrirle su corazón a George en una larga carta íntima, pero no se atrevía a correr el riesgo de escribirla para un público más amplio. Las cosas ya estaban suficientemente mal tras su desastrosa escapada a Londres.

En ese momento le llegó una visión reconfortante: la visión de George Bevan sacándole de un golpe el sombrero a su hermano Percy. Era la única cosa agradable que había sucedido desde que tuviera memoria. Y entonces, por primera vez, su mente condescendió a posarse por un momento en el autor de ese acto, George Bevan, el amigo en la hora de necesidad, a quien había visto el día anterior en la calle. ¿Qué hacía George en Belpher? Su presencia era significativa, y sus palabras más aun. Él había declarado específicamente que quería ayudarla.

Se sintió oprimida por la ironía de las cosas.

Un caballero había llegado al rescate; pero era el caballero equivocado. ¿Por qué no había podido ser Geoffrey el que esperara al acecho fuera del castillo, y no un agradable pero insignificante extraño? Si muy en el fondo de su conciencia pasó un fugaz sentimiento de decepción hacia Geoffrey o no, ella no hubiese podido decirlo, tan rápida fue en ahogarlo.

Caviló sobre la llegada de George. ¿Qué provecho había en que estuviese en las proximidades si ella no tenía medios de saber dónde encontrarlo? En su posición, no podía vagar a su antojo por el distrito, buscándolo. Y aunque lo encontrara, ¿qué? No era mucho lo que un extraño, por más agradable que fuera, podía hacer.

Se ruborizó debido a un súbito pensamiento. Por supuesto había algo que George podía hacer por ella si estaba dispuesto. Podía recibir, despachar y entregar cartas. Si tan sólo ella pudiera contactarse con él, podría a través de él ponerse en contacto con Geoffrey.

El mundo entero cambió ante sus ojos. El sol se ponía y un viento frío comenzaba a agitar los lirios, dando un aire deprimente a la escena, pero a Maud le pareció como si toda la naturaleza sonriera. Con el egoísmo del amor, no percibía que lo que quería pedir a George era prácticamente que hiciera el humilde rol del árbol hueco en el que los amantes se dejan cartas; en ningún momento tuvo en cuenta los sentimientos de George. Él se había ofrecido a ayudarla, y éste era su trabajo. El mundo está lleno de Georges cuya tarea es rondar en un segundo plano y ser serviciales sin ocasionar molestias.

Había llegado a esa conclusión cuando Albert, que había tomado un atajo para cumplir su recado más rápido, surgió teatralmente ante ella del corazón de un matorral de rododendros.

–¡Señorita! Caballero me dio esto para usté.

Maud leyó la nota. Era breve y directa.

"Estoy junto al castillo en un cottage llamado "el de al lado de los Platt". Es un lugar bastante nuevo, de ladrillos rojos. Lo puede encontrar con facilidad. Estaré a la espera por si necesita algo".

Estaba firmado "El Hombre del Taxi".

–¿Conoces un cottage llamado "el de al lado de los Platt", Albert? –preguntó Maud.

–Sí, señorita. Está al lado de la granja de los Platt. El miércoles vi cómo mataban un pollo ahí. ¿Sabía usted, señorita, que cuando le cortan la cabeza a un pollo, el bicho sale corriendo como flecha?

Maud tuvo un escalofrío. El entusiasmo juvenil de Albert a menudo era un golpe para ella.

–He sabido que un amigo mío está parando allí. Quiero que le lleves una nota mía.

–Muy bien, señorita.

–Y, Albert...

–¿Sí, señorita?

–Tal vez sería mejor que no les contaras nada sobre este asunto a ninguno de tus amigos.

En el estudio de Lord Marshmoreton, un consejo de tres estaba sentado debatiendo. El tema de discusión era la otra nota que George había escrito y que tan imprudentemente había confiado a quien creyera un inocente jardinero. El consejo estaba constituido por Lord Marshmoreton, que lucía avergonzado, su hijo Percy, que lucía abotargado y serio, y Lady Caroline Byng, que lucía como la reina de una tragedia.

–Esto –decía Lord Belpher con voz firme– decide las cosas. Desde ahora no debemos permitir que Maud se aleje de nuestra vista.

Lord Marshmoreton habló.

–Ojalá no hubiera hablado de la nota –dijo con pesar–. Sólo la mencioné porque pensé que los iba a divertir.

–¡Divertir! –La voz de Lady Caroline hizo temblar los muebles.

–Que encontraran divertido el hecho de que me diese justamente a mí, de toda la gente, una carta para Maud –explicó su hermano–. No quiero traerle problemas a Maud.

–Tu debilidad es criminal –dijo Lady Caroline con severidad–. Estoy convencida de que eras capaz de darle la nota a esa pobre niña mal aconsejada, y no decir nada a nadie. –Se ruborizó–. ¡Vaya insolencia la del hombre, llegar aquí e instalarse a las puertas mismas del castillo! Si en lugar de ese Platt hubiese sido cualquier otro el que le diese refugio, insistiría en que lo echara. Pero ese sujeto Platt sólo va a alegrarse de que nos está causando molestias.

–No lo dudes –dijo Lord Belpher.

–Debes ir a ver a ese hombre lo antes posible –continuó Lady Caroline, paralizando a su hermano con una mirada dominante– y hacer lo posible para que se dé cuenta de lo abominable que es su conducta.

–Oh, no podría –suplicó el conde–. No conozco al muchacho. Me echaría.

–Tonterías. Ve a la primera oportunidad.

–Está bien, está bien, está bien. Bueno, tengo que volver al jardín de rosas ahora. Todavía falta una hora larga para la cena.

Hubo un golpecito en la puerta. Alice Faraday entró trayendo papeles, una dulce sonrisa servicial dibujándose en su bonita cara.

–Tenía la esperanza de encontrarlo aquí, Lord Marshmoreton. Me prometió repasar estas notas conmigo, las referidas a la rama de Essex...

El hostigado Par del Reino lucía como si estuviese a punto de arrojarse por la ventana.

–En otra ocasión, en otra ocasión. Tengo... tengo asuntos importantes...

–Oh, si usted está ocupado...

–Por supuesto que Lord Marshmoreton estará encantado de trabajar en sus notas, Miss Faraday –dijo Lady Caroline tajantemente–. Siéntese. Nosotros nos íbamos.

Lord Marshmoreton dirigió una triste mirada a la ventana abierta. Luego se sentó con un suspiro, y tanteó en busca de sus lentes de lectura.


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