Una damisela en apuros : Capítulo 3

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George la ocultó. Incluso lo hizo sin desperdiciar tiempo precioso en preguntas. En una situación que podría haber desequilibrado al hombre más expeditivo, actuó con presteza, inteligencia, y eficacia. El hecho es que George había sido durante años un asiduo golfista, y no hay mejor escuela que el golf para enseñar concentración y estricta focalización en el asunto que se tiene entre manos. Pocas crisis, por más inesperadas que sean, tienen el poder de perturbar a un hombre que ha conquistado hasta tal punto la debilidad de la carne que logra flexionar la rodilla derecha, elevar el talón izquierdo, balancear los brazos lo más lejos posible del cuerpo, contorsionarse hasta asumir la forma de un sacacorchos, y tensar el músculo de la muñeca al mismo tiempo que mantiene la cabeza inmóvil y el ojo fijo en la pelota. Se calcula que existen veintidós puntos importantes a tener en cuenta simultáneamente mientras se ejecuta un drive de golf; y para el hombre que ha dominado el arte de recordarlos todos la tarea de ocultar chicas en taxis es un juego de niños. Bajar las cortinas del lado del vehículo más cercano al cordón de la vereda fue cosa de un momento. Luego sacó la cabeza por la ventanilla de tal forma que el interior del taxi quedase por completo oculto a la vista del público.

–Muchas gracias –murmuró una voz detrás de él. Parecía llegarle desde el suelo.

–No es nada –dijo George, ensayando una especie de golpe corto vocal desde la comisura de los labios, concebido para a enviar la voz hacia atrás y dejarla muerta dentro del coche.

Paseó su mirada por Piccadilly con ojos de los que había caído la venda. La razón le decía que todavía estaba en Piccadilly. De no ser por eso, le habría parecido increíble que pudiera ser la misma calle que un momento antes había juzgado chata y anodina. Es verdad que en sus características más salientes se había alterado poco y nada: la misma cantidad de individuos de aspecto insípido iba y venía, los edificios conservaban su aire de no haberse dado un baño desde los días de los Tudor, el viento del este aún soplaba. Pero, aunque superficialmente era el mismo, en realidad Piccadilly había cambiado por completo. Antes había sido sólo Piccadilly. Ahora era una calle dorada en la Ciudad del Romance, la avenida principal de Bagdad, una de las arterias principales de la capital de Fantasía. Una niebla rosada nadaba ante los ojos de George. Su espíritu, tan deprimido unos momentos atrás, se remontaba como un buen golpe de niblick desde el bunker del Abatimiento. Los años se desprendían de él, hasta que, en un instante, de creerse un achacoso e hirsuto anciano de sesenta y cinco pasó a sentirse un vivaz mozalbete de veintiuno en un mundo primaveral de flores y arroyos cantarines. En otras palabras, y para decirlo llanamente, George se sentía muy bien. Lo imposible había sucedido: el Cielo le había enviado una aventura, y no le importaba si nevaba.

Posiblemente fue la niebla color de rosa ante sus ojos la que le impidió advertir el apresurado acercarse de un joven impecablemente vestido, de aproximadamente veintiún años, que durante los preparativos de George para asegurar la privacidad en su taxi había estado galopando en su persecución de modo tan decidido que recordaba un pulcro sabueso algo sobrealimentado y fuera de forma. Sólo cuando esta persona se detuvo y comenzó a resoplar a pocas pulgadas de su cara se percató de su existencia.

–¡Usted, señor! –dijo el sabueso, sacándose un lustroso sombrero de copa, enjugándose una frente rosada, y volviendo a colocar la luminosa superestructura en su puesto–. ¡Usted, señor!

Más allá de lo que pueda decirse sobre la posibilidad del amor a primera vista –en el cual George era ahora un fervoroso creyente– no cabe duda que el fenómeno exactamente opuesto es muy frecuente. Tras un vistazo a cierta gente, hasta la amistad se torna imposible. Tal era el caso –en opinión de George– de la gorgoteante excrecencia que se hallaba debajo del sombrero. Era, para tratarse de un hombre joven, extraordinariamente obeso. Ya había salido publicada una segunda edición de su mentón debajo de la primera, y la chaqueta matutina perfectamente cortada que ceñía su sección superior sobresalía en un opulento semicírculo. Llevaba un bigote pequeño, que el ojo prejuicioso de George reputó más un lamento que un bigote. Su cara era roja, su gesto dictatorial, y su respiración entrecortada. Considerado globalmente, lucía como un puñado de malas noticias.

George se había educado en Lawrenceville y Harvard, y por lo tanto había tenido el privilegio de alternar socialmente con muchos de los más prominentes managers teatrales de New York; sabía cómo comportarse. Ni siquiera Vere de Vere podría haber exhibido maneras más reposadas.

–¿Y qué es –preguntó delicadamente, asomándose un poquito más fuera del taxi– lo que te está carcomiendo, Bill?

Un cadete, dos sujetos andrajosos ocupados en tareas insustanciales y una empleada de tienda se pararon a observar la escena. El tiempo no los corría: la empleada de tienda ya estaba llegando tarde, así que no importaba si se demoraba un poco más. El cadete no tenía nada que hacer salvo entregar un mensaje rotulado: Importante: máxima urgencia; y en cuanto a los dos sujetos andrajosos, sus planes inmediatos incluían una intención vaga de dirigirse hasta algún edificio público y recostarse contra la pared, de modo que tenían todo el tiempo del mundo para George. Uno de los dos inclinó la cabeza y dijo: "¡Ajá!"; el otro recogió una colilla de la alcantarilla y comenzó a fumar.

–Una joven acaba de subirse a su taxi –dijo el corpulento muchachón.

–Con seguridad que no.

–¿Qué demonios quiere usted decir: "con seguridad que no"?

–He estado en el taxi todo el tiempo, y lo habría notado.

En esa coyuntura estaban cuando el atasco de tránsito se liberó, y el taxi rodó firmemente unas cincuenta yardas para detenerse de nuevo. George, asomándose de la ventana como un caracol, se entretuvo con el espectáculo de su persecución. La caza continuaba. Excepto porque no alzó la cabeza ni ladró, el robusto muchachón se comportó exactamente como lo hubiese hecho un sabueso en circunstancias similares. Rompió en un galope vehemente seguido con atención por sus socios autoconvocados; y, si consideramos que el muchacho era bastante corpulento, que el cadete juzgaba poco profesional apresurarse, que la chica de la tienda dudaba sobre si darse a la carrera era o no apropiado para una dama, y que los dos bohemios se movían por primera vez en once años a un paso más veloz que el arrastrarse, la cabalgata marcó buen tiempo. El taxi seguía estacionario cuando llegaron todos simultáneamente.

–¡Acá está, jefe! –dijo el cadete, secándose una gota de transpiración con el mensaje urgente.

–¡Acá está, jefe! –dijo el bohemio no fumador–. ¡Ajá!

–¡Acá estoy! –concedió George afablemente–. ¿Y qué puedo hacer por ustedes?

El fumador escupió complacido a un perro que pasaba. El punto le parecía bien esgrimido. Hacía tiempo que no disfrutaba así. En un mundo árido que albergaba pocas vueltas de gin y demasiados policías, un mundo en que se oprimía a los pobres y pocas veces podían éstos disfrutar de un cigarrillo sin que les pisaran los dedos, se sentía momentáneamente dichoso, feliz, expectante. Esto parecía una pelea de pitucos, y de las cosas que realmente lo entusiasmaban, las peleas entre pitucos estaban primeras en el ranking.

–¡Ar! –dijo, aprobatorio–. ¡Eso es hablar!

La chica de la tienda había descubierto una conocida en el gentío. La llamó a viva voz.

–¡Maudie! ¡Ven p'acá! ¡Rápido! ¡Algo está pasando!

Maudie, acompañada tal vez por una docena más de los millones de transeúntes londinenses, se incorporó a la audiencia. Todos ellos pertenecían a la clase de los que se reúnen a mirar en silencio mientras un automovilista repara un neumático. No son gente impaciente. No exigen una acción rápida y continuada. Un simple agujero en el suelo, que de todos los espectáculos es tal vez el menos animado y dramático, basta para retener su atención durante horas. Miraban a George y al taxi de George sin pestañar siquiera. No sabían qué iba a suceder ni cuándo, pero estaban decididos a esperar hasta que sucediera. Quizá la espera se prolongase años, o para siempre, pero tenían toda la intención de estar allí cuando las cosas comenzaran a ocurrir.

Comenzaron a oírse especulaciones.

–¿Qué pasa? ¿Un asidente?

–¡Nah! ¡A ése lo bolsillearon!

–Pelotera entre dos pitucos.

–¡Un tipo se salvó por un pelo de ser atropellado!

Un escéptico lanzó una sugerencia cínica.

–Están atuando. Son del cine.

La idea ganó popularidad instantánea.

–¿Cuchaste eso? ¡Una peli!

–¡Fa!

–La cámara está escondida en el tasi.

–Ya no saben qué inventar.

Un espectador de nariz colorada, con el estómago enjaezado de botones para cuellos de camisa, inauguró otra escuela de pensamiento. Hablaba con decisión, como quien detenta autoridad.

–¡Nada que ver! ¡El gordo se tomó unas copas acá a la vuelta y se le subieron a la cabeza!

El taxista, que hasta el momento había permanecido ostensiblemente ajeno a los disturbios entre las clases inferiores, de pronto se tornó humanamente inquisitivo.

–¿A qué se debe todo esto? –preguntó, volviéndose a uno y otro lado y dirigiendo la pregunta a la cabeza de George.

–Es justamente lo que quiero averiguar –dijo George. Indicó al comerciante de los botones para cuellos. –El caballero de allí con el departamento de saldos Woolworth portátil me parece que tiene la mejor teoría.

El muchacho robusto, cuyo comportamiento peculiar había concitado toda esa obsequiosa atención del monstruo de muchas cabezas, y que parecía considerablemente confundido con la publicidad, había estado resoplando ruidosamente durante la conversación en curso. Ahora, habiendo recuperado suficiente aliento como para reanudar el ataque, se dirigió a George una vez más.

–Maldita sea, señor, ¿me va a dejar mirar dentro del coche?

–Déjeme –dijo George–. He menester estar solo.

–Hay una joven en el taxi. La vi meterse, y a partir de allí he observado todo el tiempo, y ella no se ha bajado, de modo que ahora ha de estar dentro.

George asintió aprobando el ajustado razonamiento.

–Su argumento parece no contener errores. Pero, ¿y qué? Aplaudimos al Hombre de Lógica, pero ¿qué hay del Hombre de Acción? ¿Qué piensa hacer al respecto?

–¡Salga del medio!

–No lo haré.

–Entonces me abriré paso a la fuerza.

–Si lo intenta, le propinaré infaliblemente uno en la mandíbula.

El muchacho robusto dio un paso atrás.

–Usted no puede hacer una cosa semejante, lo sabe.

–Sé que no puedo –dijo George –pero lo haré. En esta vida, mi estimado señor, debemos estar preparados para cualquier emergencia. Debemos distinguir entre lo inusual y lo imposible. Sería inusual que un extraño se descolgase de la ventana de un taxi y le encajase a usted uno bueno, pero usted parece haber desplegado sus planes en la suposición de que eso sería imposible. ¡Extraiga de ello una enseñanza!

–Le digo que esto es...

–El consejo que le doy a cada joven que se inicia en la vida es: ¡nunca confundas lo inusual con lo imposible! Tome, por ejemplo, el caso presente. Si usted tan sólo hubiera contemplado la posibilidad de que alguien algún día le propinase un directo en la mandíbula al querer irrumpir en un taxi, habría maquinado docenas de astutas maniobras para enfrentar el problema. Pero tal como están las cosas usted no está preparado. La contingencia lo toma por sorpresa. El murmullo se difunde por los clubs: "El pobre Como-se-llame ha sido tomado por sorpresa. ¡No puede manejar la situación!".

El hombre de los botones para cuellos hizo otro diagnóstico. Estaba viendo más y más claro con cada minuto que pasaba.

–¡Chiflados! –decidió–. Éste acá afuera se la ha pasado haciendo morisquetas, y el otro en el tasi anda mal del coco. Por eso está de pie en lugar de sentarse. No se sentará hasta que le traigan una tostada, porque se cree un huevo escalfado.

George dirigió la vista hacia el inteligente sujeto.

–Su razonamiento es admirable, pero...

Se detuvo allí, no porque no tuviera más que decir, sino porque el muchacho robusto, ahora en un estado mental rayano en la furia Berserk, acababa de lanzarse repentinamente contra la puerta del taxi y sujetar la manija, la cual estaba a punto de ceder a la presión cuando George intervino con la celeridad y decisión que habían caracterizado su conducta desde el comienzo.

Era una situación que exigía la mayor consideración. Permitirle al asaltante libre acción con la manija, o incluso pugnar con él por su posesión, entrañaba el riesgo de que la puerta se abriese revelando a la muchacha. Por otro lado, aporrearlo en la mandíbula como había prometido no era –a ojos de George– una política práctica. Por más excelente disuasión que pudiera constituir el amenazar con un procedimiento de esa índole, su realización concreta no podía contemplarse. Demandas y querellas por asalto en la vía pública esperaban agazapados a quienes fueran por la vida aporreando a sus semejantes en la mandíbula. No. Lo indicado era algo rápido, algo decidido e inmediato, pero algo que detuviera inmediatamente la agresión.

George barrió el aire con la mano y de un golpecito derribó el sombrero de copa del muchacho robusto.

El efecto fue mágico. Todos tenemos nuestro talón de Aquiles, y –paradójicamente– en el caso del muchacho robusto ese talón era su sombrero. Confeccionado soberbiamente por el único sombrerero de Londres que podía confeccionar un sombrero de copa que fuese realmente un sombrero de copa, y planchado por manos amorosas apenas una hora antes en la única barbería de Londres donde un planchado es un planchado y no un ataque brutal, era su orgullo y alegría. Perderlo era como perder los pantalones. Lo hacía sentirse insuficientemente vestido. Con un grito apasionado parecido al de una criatura salvaje privada de sus cachorros, el ex Berserk soltó la manija y corrió a recuperarlo. Al mismo tiempo el tránsito volvió a moverse.

Lo último que vio George fue una escena grupal con el muchacho robusto en el medio. El sombrero había sido devuelto al campo, donde había sido atrapado por el cadete. El muchacho robusto se estaba inclinando hacia él y acaraciándolo con dedos afectuosos. Estaba muy lejos para oír algo, pero a George le pareció que murmuraba palabras de cariño. Luego, colocándoselo en la cabeza, se lanzó a la calle y George lo perdió de vista. La audiencia permaneció inmóvil, mirando el punto donde había ocurrido el accidente. Continuarían allí hasta que el próximo policía que pasara los dispersara.

Con un plácido gesto de adiós, en caso de que alguno estuviese mirando en su dirección, George metió el cuerpo dentro del taxi y se sentó.

La muchacha de marrón ya se había incorporado, si es que realmente había estado en el suelo, y se encontraba ahora sentada muy compuesta en el extremo opuesto del coche.


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