Una damisela en apuros : Capítulo 6

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Al mismo tiempo –poco más o menos– que el tren de George Bevan partía de Waterloo, un auto gris de competición irrumpía con un chillido de frenos y un oleada de grava frente a la entrada principal de Belpher Castle. El esbelto y elegante joven al volante se quitó las antiparras, sacó un cronómetro, y dijo a su robusto acompañante:

–Dos horas y dieciocho minutos desde Hyde Park Corner. No está mal, ¿eh, Botas?

El robusto acompañante no respondió. Parecía sumergido en graves pensamientos. Se quitó también las gafas revelando un pesaroso rostro florido, equipado no sólo con los aditamentos usuales sino también con un diminuto bigote y una barbilla extra. Contempló con mal ceño la agradable escena que las antiparras le habían ocultado.

Ante él, Belpher Castle –una masa simétrica de piedra gris y verde hiedra– se alzaba contra el cielo azul. A ambos lados se extendía un ondulante prado que se perdía en el horizonte, alfombrado aquí y allá con violetas, matizado con grandes robles y fresnos y castaños españoles, ordenado, sereno, e inglés. Más cerca, a su izquierda, estaban los canteros de rosas, en el centro de los cuales, arqueadas en ángulo agudo, surgían las asentaderas de unos pantalones de corderoy cuyo dueño parecía ocupado en cazar caracoles. Los zorzales cantaban en los verdes arbustos, las cornejas graznaban en los olmos. En algún lugar lejano sonaban los cencerros de las ovejas y las vacas mugían. Era, de hecho, una escena que, iluminada por el sol del atardecer de un día perfecto de primavera y atemperada por la brisa suave del oeste, habría debido traer balsámicas y sedantes reflexiones a quien era el único heredero de ese Paraíso.

Pero Percy, Lord Belpher, no alcanzaba a sentirse reconfortado por la notable obra conjunta del Hombre y la Naturaleza, y no encontraba ningún solaz en el pensamiento de que algún día todas esas cosas placenteras serían suyas. Su mente estaba ocupada exclusivamente en el recuerdo de la penosa escena en el Juzgado de Policía de Bow Street. Las observaciones del magistrado, impiadosas y faltas de tacto, aún resonaban en sus oídos. Y esa noche infernal en la Delegación Policial de Vine Street... La oscuridad... El duro lecho... Las vocalizaciones discordantes de la borrachera y el desorden en la celda contigua... El tiempo podría suavizar esos recuerdos, podría reducir su punzante agonía; pero jamás los borraría del todo.

Percy había sido sacudido en el centro de su ser. Físicamente, aún estaba entumecido tras dormir en una cama sin colchón. Mentalmente, sin embargo, era un volcán. Había desfilado a través de Haymarket a la vista de todo Londres bajo la custodia de un policía grosero. Había sido tratado como un chico malcriado por un magistrado a quien no hubo forma de convencer de que no había obrado bajo la influencia del alcohol (el hombre había dicho cosas con respecto a su hígado, del tipo recapacite-a-tiempo-y-abandone-la-bebida-antes-de-que-sea-tarde, que le habrían parecido a Percy indecentemente francas si las hubiese dicho su consejero médico en la privacidad de su lecho de enfermo). Tal vez no es de extrañar que Belpher Castle, con toda su belleza de paisaje y arquitectura, dejara un poco indiferente a Lord Belpher. Se consumía en una furia que la conversación de Reggie Byng no había hecho nada por apaciguar en el trayecto del viaje desde Londres. Reggie era la última persona que él hubiese escogido como compañero en su hora de dolor. Reggie no era consolador. Insistía en llamarlo por su viejo sobrenombre de Eton, Botas, que Percy detestaba. Y durante todo el viaje había prorrumpido en vulgares comentarios sobre el infortunado suceso reciente, comentarios muy difíciles de soportar.

En esa vena seguía mientras descendían y sonaban la campana.

–Esto –decía Reggie– es como el episodio de un melodrama. El hijo convicto trepa vacilante las escalinatas del viejo hogar y toca el llamador. ¿Qué lo aguarda más allá? ¿El Perdón, o la Reprimenda? Es verdad, el mayordomo de cabellos encanecidos que lo conoce desde niño se pondrá a sollozar en su cuello, pero ¿qué hay del viejo papá? ¿Cómo tomará papá la mancha en el blasón de la familia?

El mal ceño de Lord Belpher se ahondó.

–No es asunto para bromas –dijo fríamente.

–Santo Cielo, no estoy bromeando. ¿Cómo podría tener corazón para bromear en un momento como éste, cuando un amigo de la juventud de pronto se vuelve una lacra social?

–Ten la decencia de terminar con eso.

–¿Piensas que es un placer para mí ser visto junto a un hombre que es conocido en los círculos criminales como Percy, el Golpeador de Policías de Picadilly? Mantengo valientemente la frente en alto ante el mundo, pero por dentro ardo de vergüenza, agonía, y muchas otras cosas.

La gran puerta del castillo se abrió, revelando a Keggs, el mayordomo. Era un hombre de edad venerable, alto y digno, con un rostro benévolo que contempló solemne a su joven amo y a Mr. Byng, como si su llegada le hubiese colmado la copa del placer. Sus ojos claros y algo proturberantes expresaban buen talante. Daba exactamente ese toque de apacible humanidad a la escena que la recepción con sus medias luces y su pesada decoración necesitaba para hacer perfecto el retorno del hijo errante. Keggs parecía estar insinuando que éste era el momento que había aguardado durante tanto tiempo, y que de ahora en adelante una Serena Felicidad reinaría soberana. Es doloroso tener que revelar el pasmoso hecho de que, en sus horas de privacidad fuera de servicio, este servidor aparentemente ideal estaba tan lejos de ser respetuoso con las personas que llegaba al extremo de llamar a Lord Belpher "Percy", e incluso "Su Nariz Parada". De hecho, era un secreto a voces entre los criados de alto rango del castillo, y un asunto al que se aludía con temor entre los de rango bajo, que Keggs era un Socialista de corazón.

–Buenas tardes, Su Señoría. Buenas tardes, señor.

Lord Belpher respondió al saludo con un gruñido, pero Reggie fue más afable.

–¿Cómo está, Keggs? Ahora es el momento, si va a hacerlo –dio un paso a un lado e indicó el rosado cuello de Lord Belpher con un gesto invitante.

–¿Perdón, señor?

–Ah, prefiere esperar a poder hacerlo con más intimidad. Tal vez sea lo más adecuado.

El mayordomo sonrió con indulgencia. No entendía de qué hablaba Reggie, pero tampoco le preocupaba. Hacía mucho que había llegado a la conclusión de Reggie estaba levemente chiflado, una teoría apoyada por su valet, quien era de la misma opinión. A Keggs no le disgustaba Reggie, pero intelectualmente lo consideraba insignificante.

–Envíe algo de beber a la biblioteca, Keggs –dijo Lord Belpher.

–Muy bien, Su Señoría.

–Una idea de primera –dijo Reggie–. Iré a estacionar el coche al garaje, y enseguida me reuniré contigo.

Saltó al volante y encendió el motor. Lord Belpher se dirigió a la biblioteca, mientras Keggs se escurrió por la puerta de bayeta verde al fondo de la recepción que dividía los aposentos de la servidumbre del resto de la casa.

No había recorrido una docena de yardas, cuando Reggie percibió a su madrastra y a Lord Marshmoreton caminando hacia él desde los jardines de rosas. Se irguió para saludarlos.

–¡Qué tal, mater! ¡Qué tal, tío! De vuelta a la vieja morada, eh.

Bajo la fachada aristocrática de Lady Carolina la agitación parecía acechar.

–Reggie, ¿dónde está Percy?

–¿El viejo Botas? Creo que se fue a la biblioteca. Acabo de verterlo del auto.

Lady Caroline se volvió al hermano.

–Vamos a la biblioteca, John.

–Está bien, está bien, está bien –dijo Lord Marshmoreton, irritable. Algo parecía haber desbaratado su tranquilidad.

Reggie volvió a arrancar el coche. Estaba retornando tras estacionarlo cuando encontró a Maud.

–Hola, Maud, vieja y querida.

–Hola, Reggie, te esperaba anoche.

–No pude volver anoche. Tuve que quedarme y rescatar al viejo Botas. No podía fallarle al muchacho en su hora de prueba –Reggie sonrió divertido–. Hora de prueba, está bastante bien, eh. Lo que quiero decir es, era justamente un juicio, ya sabes.

–¿Por qué? ¿Qué le pasó a Percy?

–¿Quieres decir que no has oído nada? Por supuesto que no, no pudo salir en los diarios de la mañana. Hey, Percy aporreó a un policía.

–¿Percy hizo qué...?

–Sacudió a un vigilante. De lo más dramático. Le encajó un puñetazo en el diafragma. Absolutamente. La cruz marca el lugar donde ocurrió la tragedia.

Maud contuvo la respiración. De algún modo, aunque no podía trazar la conexión, sentía que este suceso extraordinario debía estar relacionado con su huida. Luego su sentido del humor venció a la aprensión. Sus ojos parpadearon regocijados.

–¡No vas a decirme que Percy hizo eso!

–Como lo oyes. El tigre humano y todo eso. Una Amenaza para la Sociedad, y otras cosas por el estilo. Imposible detenerlo. Por alguna razón inexplicable la generosa sangre de los Belpher hirvió, y entonces, ¡zing! Lo arrastraron hasta Vine Street. Como el poema, ¿sabes?, El pobre Percy caminó con puños engrillados. Y esta mañana, tempranito, la cartera se le aligeró en diez morlacos. ¿Te das cuenta, Maud, vieja amiga, de que nuestro deber se nos aparece hoy redondamente a los ojos? Tenemos que entrenar al viejo Botas hasta que alcance un peso razonable y soltarlo en el National Sporting Club. Hemos dejado que un campeón de peso mediano se marchitara inadvertido bajo la copa de nuestro árbol.

Maud dudó un momento.

–¿Supongo que no tendrás idea –preguntó despreocupadamente– de por qué lo hizo? Quiero decir, ¿te contó algo?

–No pude sacarle una sola palabra. A su lado, las ostras eran locuaces y las tumbas parlanchinas. Absolutamente. Todo lo que sé es que le encajó uno en la barriga a un agente. Qué lo condujo a eso es más de lo que te puedo decir. Qué te parece si zigzagueamos hasta la biblioteca y nos unimos al post mortem?

–¿El post mortem?

–Bueno, me encontré con la mater y Su Señoría camino a la biblioteca, y me pareció que la mater debió haberse topado con un diario de la tarde, de regreso de la ciudad. ¿Cuándo regresó?

–Hace un momento.

–Entonces, eso es lo que ocurrió. Debe haber traído un diario de la tarde para leer en el tren. Por Zeus, me pregunto si habrá escogido el que tenía un poema sobre el asunto. Un tipo se sintió tan inspirado por la belleza del episodio que lo trató en verso. Creo que tenemos que ir a ver qué está sucediendo.

Maud dudó otra vez. Pero era una chica de espíritu. Y tenía la intuición de que su mejor defensa sería un buen ataque. Astucia era lo que necesitaba. Ojos abiertos, inocente sorpresa... Después de todo, Percy no podía estar seguro de haberla visto en Piccadilly.

–Muy bien.

–A propósito, pequeña –preguntó Reggie–, ¿terminó satisfactoriamente tu asuntito? Me olvidé de preguntarte.

–No mucho. Pero fue muy dulce de tu parte llevarme a la ciudad.

–¿Te molestaría no entretenerte mucho en esa parte? –dijo Reggie nervioso–. Lo que quiero decir es que, por todos los santos, no le digas a la mater que te llevé.

–No te preocupes –dijo Maud riéndose–. No mencionaré para nada el asunto.

En la biblioteca, mientras tanto, Lord Belpher había comenzado a sentirse mejor con la ayuda de un whisky con soda. La biblioteca tenía algo –con sus medio tonos apagados– que apaciguaba su doliente espíritu. El lugar albergaba la paz de una ciudad desierta. El mundo, con sus aventuras violentas y sus enormes policías, no tenía cabida allí. Había un poder balsámico en esos estantes y más estantes de libros que nadie jamás leyó, aquellos escritorios donde nunca nadie escribió. Desde la amplia repisa el busto de un anónimo personaje de la antigüedad lo contemplaba casi con simpatía. Algo que se parecía remotamente a la paz comenzaba a invadir el alma de Percy, cuando la abrupta irrupción de Lady Caroline y su padre lo expulsó en un instante. Bastó una mirada al semblante de aquélla para comprender que estaba al corriente de todo.

Se irguió a la defensiva.

–Déjenme explicarles.

Lady Caroline trepidó con emoción reprimida. Esta experimentada mujer no había perdido el control de sí misma, pero pocas veces su calma aristocrática había sido puesta a prueba tan severamente. Como Reggie había sospechado, había leído el reporte de los hechos en el diario de la tarde durante el viaje en tren, y su mundo se tambaleaba desde entonces. César, apuñalado por Bruto, difícilmente pudo experimentar un shock mayor. Los otros miembros de la familia la decepcionaban a menudo. Se había familiarizado con el espectáculo de un hermano que trabajaba en el jardín con pantalones de corderoy y se comportaba en otros aspectos de manera impropia para la dignidad de un Conde de Marshmoreton. Se había resignado a la imperfección innata del carácter de Maud que la hacía enamorarse de un don nadie con quien trabara relación sin haber sido presentados. Incluso Reggie había exhibido en ciertos momentos comportamientos democráticos que ella escrupulosamente desaprobaba. Pero de su sobrino Percy siempre había estado segura. Él era sólido como roca. Él, por lo menos –creía ella–, nunca haría nada que dañara el prestigio de la familia. Y ahora, para decirlo de alguna forma, he aquí que el nombre de Ben Adhem encabezaba la lista*. En otras palabras, Percy era el peor de todo el lote. Fuesen cuales fueran las indiscreciones que los demás hubiesen cometido, al menos nunca habían llevado a la familia a las columnas cómicas de los diarios de la tarde. Lord Marshmoreton podía vestir pantalones de corderoy y negarse a agasajar al condado con fiestas al aire libre, e irse a la cama con un libro cuando era su deber actuar como anfitrión en un baile formal; Maud era capaz de dar su corazón a un sujeto imposible del que nadie había oído hablar; y Reggie podía ser visto en restaurantes de moda en compañía de boxeadores; pero en todo caso ningún poeta había escrito nunca versos burlescos acerca de sus actividades. Esta coronación de la degradación estaba reservada para el hasta ahora intachable Percy, quien, de todos los jóvenes que conocía Lady Caroline, hasta aquí parecía tener el más escrupuloso sentido de su posición, el más rígido respeto por la dignidad de su gran nombre. Y sin embargo allí estaba –si los reportes de los diarios eran dignos de crédito–, ocupando su tiempo, durante la primavera misma de la vida, en correr por Londres como un hotentote furibundo, atacando brutalmente a la policía. Lady Caroline se sentía como se habría sentido un obispo al descubrir de pronto que su cura favorito había desertado para consagrarse a la adoración de Mumbo Jumbo.

–¿Explicar? –gritó–. ¿Cómo podrías explicar? Tú, mi sobrino, el heredero del título, comportándote como un vulgar alborotador en las calles de Londres... tu nombre en los diarios...

–Si supieras las circunstancias...

–¿Las circunstancias? Están todas en el diario de la tarde, en letras de molde.

–En verso –agregó Lord Marshmoreton. Chasqueó la lengua afablemente con el recuerdo. Era un hombre que se divertía con poco–. Debieras leerlo, muchacho mío. Algunos versos están excelentes...

–¡John!

–Pero deplorables, por supuesto –agregó Lord Marshmoreton con premura–. Muy deplorables –se esforzó por recuperar la estima de su hermana mostrando una justa indignación–. ¿Qué te propones, maldita sea? Eres mi único hijo varón. Te he observado crecer y transformarte de niño en muchacho, de muchacho en hombre, cuidándote con tierna solicitud. He querido estar orgulloso de ti. Y todo el tiempo, recórcholis, estás merodeando por Londres como un león, buscando a quién devorar, aterrorizando la metrópolis, haciendo que indefensos policías teman por sus vidas...

–¿Me escucharán un momento? –gritó Percy. Comenzó a hablar de prisa, consciente de la necesidad de decir lo suyo mientras fuera posible–. Los hechos son éstos: estaba caminando por Piccadilly, camino al club para el almuerzo, cuando junto a Burlintong Arcade me asombró ver a Maud.

Lady Caroline dejó escapar una exclamación.

–¿Maud? Pero Maud estaba aquí.

–No puedo entenderlo –continuó Lord Marshmoreton, retomando su línea de razonamiento. La justa indignación, sentía, había dado resultado. Probablemente era de buen juicio continuar en esa vena, aunque en lo íntimo de su corazón opinaba que nada en la vida de Percy le había caído tan bien como ese ataque contra la Fuerza. Lord Marshmoreton, que en su tiempo había incurrido en todas las locuras de la juventud, había llegado a considerar escasamente humano a su intachable hijo–. No parecías rebelde Nunca te metiste en aprietos en Oxford. Te has pasado el tiempo coleccionando porcelana china y tapetes devocionales. Te vistes de franela...

–¿Podrías por favor callarte? –dijo Lady Caroline impaciente–. Continúa, Percy.

–Oh, muy bien –dijo Lord Marshmoreton–. Sólo decía. Simplemente hice una observación.

–¿Dices que viste a Maud en Piccadilly, Percy?

–Precisamente. Estaba juzgándola una extraordinaria semejanza, cuando ella de pronto se metió en un taxi. Entonces supe que era ella.

Lord Marshmoreton no podía permitir pasar eso en silencio. Era un hombre imparcial.

–¿Por qué no podía la muchacha meterse en el coche? ¿Por qué una muchacha caminando por Piccadilly tiene que ser mi hija Maud por el sólo hecho de meterse en un taxi? Londres –prosiguió, entrando en calor con el argumento y maravillado de la claridad y coherencia de su propio razonamiento– está lleno de chicas que toman taxis.

–Ella no tomó el taxi.

–Acabas de decirlo –puntualizó Lord Marshmoreton con agudeza.

–Dije que se metió en el taxi. Ya había alguien en el auto. Un hombre. Tía Caroline, era él.

–¡Santo Cielo! –exclamó Lady Caroline, cayendo en la silla como fulminada.

–Estoy absolutamente convencido –prosiguió Lord Belpher solemnemente–. Su conducta bastó para confirmar mis sospechas. El coche se detuvo por una congestión en el tránsito, y yo me acerqué y le pedí con correctísimas maneras que me permitiera mirar a la dama que acababa de meterse. Él negó que hubiese una dama en el coche. Y yo la había visto saltar dentro con mis propios ojos. Durante toda la conversación él se asomaba por la ventanilla con la obvia intención de ocultar de mi vista a quien fuera que estaba en el interior. Lo perseguí por Piccadilly en otro taxi, y llegamos hasta el Carlton. Cuando llegué él estaba de pie en la acera. No había signos de Maud. Le exigí que me diera su paradero...

–Eso me recuerda –dijo Lord Marshmoreton divertido– un chiste que leí en un diario. Sospecho que es viejo. Avísenme si lo conocen. Una mujer le dice a la mucama: "¿Sabe algo del paradero de mi esposo?" Y la mucama responde...

–Cállate –interrumpió Lady Caroline–. Hubiese creído que ibas a estar interesado por un asunto que afecta el bienestar vital de tu única hija.

–Lo estoy, lo estoy –dijo Lord Marshmoreton con prisa–. La mucama respondió: "está para lavar". Por supuesto que lo estoy. Continúa, Percy. Dios santo, muchacho, no te tomes todo el día para contarnos tu aventura.

–En ese momento llegó un estúpido policía y quiso saber qué sucedía. Perdí la cabeza, lo admito sin reservas. El policía me aferró un hombro, y yo lo golpeé.

–¿Dónde? –preguntó Lord Marshmoreton, un obsesivo del detalle.

–¿Eso qué importa? –exclamó Lady Caroline–. Hiciste muy bien, Percy. Esos insolentes uniformados no deberían tener permitido manosear a la gente. Cuéntame, ¿cómo era el hombre?

–De aspecto extremadamente ordinario. De hecho, todo lo que puedo recordar de él es que estaba totalmente afeitado. No puedo entender cómo Maud pudo perder la cabeza por un hombre así. A mí me pareció carente de todo atractivo –dijo Lord Belpher, un poco irreflexivamente, pues Apolo mismo habría encontrado dificultad en parecer atractivo después de sacarle a uno su mejor sombrero.

–Tiene que haber sido el mismo hombre.

–Precisamente. Si queremos una prueba más, era americano. Recuerdas que oímos que el tipo de Gales era americano.

Hubo un portentoso silencio. Percy miró el piso. Lady Carolina respiró profundo. Lord Marshmoreton, sintiendo que esperaba algo de él, dijo: –¡Caramba! –y miró seriamente a la lechuza embalsamada de una repisa.

Maud y Reggie Byng aparecieron.

–¡Hola, hola, hola, hola! –dijo Reggie jovialmente. Era un convencido de que había que comenzar bien las conversaciones y hacer sentir cómodos a los interlocutores–. ¡Hola, hola!

Maud juntó fuerzas para el encuentro.

–¡Hola, Percy querido! –dijo, enfrentando el ojo acusador de su hermano con la perfecta compostura que sólo una conciencia completamente culpable puede lograr–. ¿Qué es lo que oí acerca de que eres la Calamidad de Londres? Reggie dice que los policías cavan escondites en la tierra cuando te ven venir.

La gelidez del ambiente habría intimidado a una muchacha menos osada. Lady Caroline se había erguido y le dirigía una mirada severa. Percy resoplaba con el alma abrumada. Lord Marshmoreton, cuyos pensamientos se habían extraviado por un momento rumbo al jardín de rosas, se compuso y trató de lucir amenazador. Maud continuó sin esperar respuesta. Era toda burbujeante simpatía y desparpajo, un encantador cuadro de la actual juventud inglesa, que casi hizo sacar espuma por la boca a su hermano.

–Padre querido –dijo ella, colgándose afectuosamente del ojal de su traje–, di la vuelta en ochenta y tres esta mañana. Hice el hoyo largo en cuatro. Uno bajo el par por primera vez en mi vida. ("Bendita muchacha", dijo Lord Marshmoreton débilmente, mientras palmeaba el hombro de su hija sin dejar de observar con un ojo aprensivo a su hermana). Primero lancé un latigazo de drive que aterrizó en medio del fairway. Luego tomé mi brassey y puse la pelota en la orilla del green. Ciento ochenta yardas como si fueran una pulgada. Mi putt de approach...

Lady Caroline, que no era devota del Antiguo Deporte Real, interrumpió el relato.

–No nos importa qué hiciste esta mañana. ¿Qué hiciste ayer por la tarde?

–Sí –dijo Lord Belpher–. ¿Dónde estabas ayer por la tarde?

La expresión de Maud era la de una niñita que nunca hubiese intentado engañar a nadie en su corta vida.

–¿Qué es lo que quieren decir?

–¿Qué estabas haciendo en Piccadilly ayer por la tarde? –dijo Lady Caroline.

–¿Piccadilly? ¿El lugar donde Percy golpea policías? No entiendo.

Lady Carolina no tenía alma de deportista. Hizo una de esas preguntas directas cuya única respuesta es "sí" o "no" y que no deberían estar permitidas en una discusión. Son el equivalente de dispararle a un pájaro en reposo.

–¿Fuiste o no fuiste a Londres ayer, Maud?

La monstruosa deslealtad de este método de ataque hirió a Maud. Desde la niñez había adherido al aceptado punto de vista femenino sobre la Mentira Directa. Mientras fuese cuestión de omitir la verdad o sugerir lo erróneo, no tenía escrúpulos. Pero sentía repulsión por la falsedad deliberada. Puesta a elegir entre dos males, eligió el que al menos iba a dejar intacta su autoestima.

–Sí, lo hice.

Lady Caroline miró a Lord Belpher. Lord Belpher miró a Lady Caroline.

–¿Fuiste a verte con ese americano tuyo?

Reggie Byng comenzó a deslizarse suavemente fuera de la estancia. Sentía que la pasaría mucho mejor en cualquier otro lado. Había sido un espectador sumamente incómodo de la espinosa escena, y se la había pasado meneando sus pies, jugando con los botones de su saco y transpirando.

–No te vayas, Reggie –dijo Lord Belpher.

–Bueno, lo que quiero decir es que, rencillas familiares, y todo eso, si ustedes me interpretan, además tengo una o dos cosas que hacer.

Se esfumó. Lord Belpher frunció el ceño.

–Entonces, ¿fue ése el hombre que me sacó el sombrero de un golpe?

–¿Cómo? –dijo Lady Caroline–. ¿Te sacaron el sombrero de un golpe? No me contaste que te habían sacado el sombrero de un golpe.

–Fue cuando le estaba pidiendo que me dejara ver dentro del taxi. Yo había aferrado la manija de la puerta, cuando él de pronto le dio un golpe al sombrero, haciéndolo volar. Y mientras estaba ocupado en recogerlo, él escapó.

–¡Caray! –explotó Lord Marshmoreton–. ¡Caray, caray, caray! –en un supremo esfuerzo de voluntad, hizo que su rostro se contrajera en una máscara de indignación–. Debías hacer arrestar al truhán –dijo vehemente–. Fue un ataque técnico.

–El hombre que te sacó el sombrero, Percy –dijo Maud– no fue... Fue un hombre diferente, de todos modos. Un extraño.

–Como si tú fueses a meterte en un taxi con un extraño –dijo Lady Carolina cáusticamente–. Hay límites, supongo, incluso para tus indiscreciones.

Lord Marshmoreton se aclaró la garganta. Estaba triste por Maud, a quien adoraba.

–Bien, si miramos el asunto con amplitud...

–Cállate –dijo Lady Caroline.

Lord Marshmoreton agachó la cabeza.

–Quería evitarte –dijo Maud–, así que salté en el primer taxi que vi.

–No te creo –dijo Percy.

–Es la verdad.

–Estás simplemente tratando de despistarnos.

Lady Caroline se volvió hacia Maud. Su gesto era dolido. Lucía como un mártir en el poste de la hoguera que por dejar escapar modestamente una tímida queja se sintiese temeroso de estar hiriendo los sentimientos de sus verdugos y de exhibir por un instante poca simpatía por sus actividades.

–Mi niña querida, sé razonable en esta cuestión. Deja que te guíen quienes son más viejos y sabios que tú.

–Exacto –dijo Lord Belpher.

–Todo este asunto es por demás absurdo.

–Precisamente.

Lady Carolina se volvió a él irritada.

–Por favor, no me interrumpas, Percy. Ahora me has hecho olvidar lo que estaba por decir.

–Para mí –dijo Lord Marshmoreton, volviendo a la superficie una vez más–, la actitud apropiada en casos como el presente...

–Por favor –dijo Lady Caroline.

Lord Marshmoreton se calló y retomó su silenciosa comunión con el pájaro embalsamado.

–Una no puede decidir dejar de estar enamorada, tía Caroline –dijo Maud.

–Sí puede, si se deja guiar por alguien con la cabeza en su lugar.

Lord Marshmoreton se desvinculó del pájaro.

–Pues cuando estaba en Oxford, en el año 87 –dijo, locuaz–, me enamoré de la empleada de una tienda de tabaco. Desesperadamente enamorado, diablos. Quería casarme con ella. Recuerdo que mi pobre padre me sacó de allí y me encerró en Belpher bajo llave. Bajo llave, maldición. Me puse muy enojado entonces, recuerdo –su mente se extravió en el glorioso tiempo pasado–. Me pregunto cómo se llamaría la muchacha. Curioso que uno no pueda recordar algunos nombres. Tenía cabello castaño y un lunar en la mejilla. Yo solía besárselo, recuerdo.

Lady Caroline, que por lo general apoyaba las investigaciones de su hermano en el pasado de la familia, cortó de lleno las reminiscencias.

–Eso no debe importarte ahora.

–No me importa. Ya lo superé. Ésa es la moraleja.

–Bien –dijo Lady Caroline–, en todo caso tu pobre padre actuó con muy buen sentido en esa ocasión. No parece haber otro camino que tratar a Maud del mismo modo. No podrás dar un paso fuera del castillo hasta que hayas superado esa espantosa enajenación. Estarás vigilada.

–Yo te vigilaré –dijo Lord Belpher, solemne–, yo vigilaré cada uno de tus movimientos.

Una expresión soñadora se dibujó en los ojos marrones de Maud.

–Unas pocas paredes de piedra no constituyen una cárcel, ni unos barrotes de hierro una jaula –dijo suavemente.

–Ésa no fue tu experiencia, Percy, muchacho mío –dijo Lord Marshmoreton.

–Constituyen una muy buena imitación –dijo Lady Caroline fríamente, ignorando la interrupción.

Maud la enfrentó desafiante. Parecía una princesa en cautiverio enfrentando a sus carceleros.

–No me importa. Yo lo amo, y siempre lo amaré, y nada nunca impedirá que yo lo ame, porque yo... lo amo –concluyó, algo endeblemente.

–Tonterías –dijo Lady Caroline–. Dentro de un año te habrás olvidado hasta de su nombre. ¿No estás de acuerdo conmigo, Percy?

–Considerablemente.

–No, no lo haré.

–Son cosas endiabladamente difíciles de recordar, los nombres –dijo Lord Marshmoreton–. No una sino cien veces traté de recordar el nombre de la muchacha de la tienda de tabaco. Tengo la vaga idea de que empezaba con "L", Muriel, o Hilda, o algo así.

–En un año –dijo Lady Caroline–, te estarás preguntando cómo pudiste ser tan tonta. ¿No lo crees así, Percy?

–Considerablemente –dijo Lord Belpher.

Lord Marshmoreton se volvió hacia él, irritado.

–¡Dios santo, muchacho! ¿No eres capaz de responder a una pregunta sencilla con una simple afirmación? Si alguien se me acercara y, señalándote, me preguntara: "¿Es éste su hijo?" ¿te parecería lógico que le respondiera "Considerablemente"? Ojalá no te hubieses dedicado a coleccionar tapetes devocionales. Eso te consumió el cerebro.

–Dicen que la vida en la prisión debilita el intelecto, padre –dijo Maud. Se dirigió a la puerta y asió el picaporte. Albert, el criado, que se había expuesto a un dolor de oídos por escuchar a través de la cerradura, enderezó su cuerpecito y se escabulló–. Bueno, ¿eso es todo, tía Caroline? ¿Puedo irme?

–Por cierto. Ya he dicho todo lo que quería decir.

–Muy bien. Me apena desobedeceros, pero no puedo evitarlo.

–Ya verás cómo puedes después de unos meses a la sombra –dijo Percy.

Una sonrisa tranquila se dibujó en el rostro de Maud.

–El amor se ríe de los cerrajeros –murmuró suavemente, y se retiró del cuarto.

–¿Qué es lo que dijo? –preguntó Lord Marshmoreton, interesado–. ¿Algo acerca de reírse de un cerrajero? No entiendo. ¿Por qué debería nadie reírse de los cerrajeros? Son gente de lo más respetable. Uno de ellos estuvo antes de ayer, para destrabar el cajón de mi escritorio. Lo observé trabajando. De lo más interesante. Olía fuertemente a una mala marca de tabaco. Hay que tener garganta de cuero para fumar eso. Pero en ningún momento me pareció objeto de risa. De principio a fin, no estuve tentado a reírme ni siquiera una vez.

Lord Belpher deambuló apocadamente hasta la ventana y observó la creciente oscuridad.

–Y todo esto tenía que pasar –dijo con amargura– en la víspera de mi vigésimo primer cumpleaños.


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