Una damisela en apuros : Capítulo 8

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El día siguientes fue jueves, y los jueves, como queda dicho, Belpher Castle estaba abierto al público de dos a cuatro. Esta de bajar periódicamente las barreras era una tradición de larga data, y había sido devotamente observada por Lord Marshmoreton desde que accediera al título. Los ocupantes permanentes del castillo albergaban sentimientos encontrados hacia ella. Lord Belpher, aunque la aprobaba en teoría, como hacía con todas las tradiciones familiares –pues era un gran sostenedor de todo lo que fuera feudal, y se tomaba muy en serio su posición en la aristocracia hereditaria de Gran Bretaña– en la práctica la detestaba de corazón. Más de una vez se había visto obligado a salir rápidamente por una puerta más lejana para no ser descubierto por una manada de turistas determinados a examinar la biblioteca o el gran salón; y últimamente se había habituado a recluirse en su dormitorio inmediatamente después del almuerzo y no emerger mientras la marea invasora no se retirase.

Keggs, el mayordomo, siempre esperaba los jueves con grata expectativa. Disfrutaba de la sensación de autoridad que le daba el guiar esos rebaños de pobres parias de acá para allá por los contornos que constituían para él lugares típicos y cotidianos. También le gustaba oír su propia voz disertando en cadenciosos períodos sobre los objetos de interés junto al recorrido. Pero incluso para Keggs había un dejo amargo mezclado con el dulce. Nadie era más consciente que él de que la nobleza de sus maneras, excelente como medio de impresionar a la chusma, le jugaba en contra a la hora de las propinas. Una y otra vez lo había desolado el espectáculo de turistas que apiñados como ovejas se consultaban en murmullos nerviosos acerca de si podrían ofrecerle a este personaje algo tan despreciable como media corona, para descartar finalmente tamaño insulto. Él se empeñaba, especialmente al final de las sesiones, en cultivar en sus modales la combinación exacta de dignidad conforme con su posición por un lado, y radiante genialidad por el otro, para despejar las tímidas dudas del turista y sugerir a éste que –por más extravagante que la idea pareciera– no había nada de malo en poner sus pobres monedas de plata en manos más dignas.

Posiblemente el único miembro de la comunidad del castillo que era completamente indiferente a estas visitas públicas era Lord Marshmoreton. Él no hacía diferencias entre el jueves y cualquier otro día. Tal como hacía siempre, se enfundaba sus manchados corderoys y vagaba por su amado jardín; y cuando, como sucedía en promedio una vez cada tres meses, algún visitante, extraviado de la manada principal, se le acercaba mientras trabajaba y lo confundía con uno de los jardineros, él aceptaba el error sin intentar explicaciones, yendo a veces tan lejos como para fomentarlo adoptando un acento rústico a tono con su aspecto. Este tipo de cosas entretenían al sencillo Par.

George se unió a la procesión puntualmente a las dos, en el instante en que Keggs aclaraba su garganta preparándose a decir: "ahora estamos en el corredor principal, y antes de continuar quisiera llamar vuestra atención sobre el retrato que Sir Peter Lely realizó...". Era su costumbre comenzar la disertación de los jueves con esa observación, pero hoy se retrasó; pues, apenas George apareció, una voz jovial en los suburbios de la caterva habló en un tono que hacía imposible cualquier competencia.

–¡Santo Cielo, George!

Y Billie Dore se separó del grupo, una impecable visión en azul. Vestía un delantal y antiparras, y sus ojos y mejillas resplandecían de estar al aire libre.

–Santo Cielo, George, ¿qué estás haciendo aquí?

–Iba a hacerte la misma pregunta.

–Oh, vine en coche con un muchacho que conozco. Tuvimos un desperfecto justo frente a las puertas. Íbamos a Brighton a almorzar. Me aconsejó que matara el tiempo viendo el panorama mientras él arreglaba los piñones, o el diferencial, o lo que fuera. Cuando termine me pasará a buscar. Pero, francamente, George, ¿cómo es posible esto de tu parte? Te escabulles de la ciudad y abandonas el departamento, y nadie tiene idea de dónde estás. Caray, estábamos pensando en sacar un anuncio, o ir a la policía, o algo. Por lo que sabíamos, bien podías haber sido apaleado, o arrojado al río.

George no había considerado ese costado del problema hasta ahora. Su súbito descenso en Belpher le había parecido el único camino natural a seguir. No se había percatado de que lo echarían de menos, ni de que su ausencia podía haber causado inconvenientes graves a un gran número de personas.

–Nunca pensé en eso. Yo... bueno, simplemente vine aquí.

–¿No estás viviendo en este viejo castillo?

–No precisamente. Tengo un cottage camino abajo. Quería pasar unos días en el campo, así que lo alquilé.

–Pero ¿qué te hizo elegir este lugar?

Keggs, que había estado contemplando a estos perturbadores de la paz con digna desaprobación, tosió.

–Si no le importa, madam, estamos esperando.

–¿Eh? ¿Cómo? –Miss Dore levantó la vista con una sonrisa radiante–. Disculpe. Ven, George, intégrate –asintió alegremente al mayordomo–. Muy bien. Ya estamos listos. Puede hacer fuego cuando guste, Gridley.

Keggs hizo una austera inclinación, y aclaró nuevamente su garganta.

–Ahora estamos en el corredor principal, y antes de continuar quisiera llamar la atención de ustedes sobre el retrato que Sir Peter Lely realizó de la quinta condesa. Los expertos lo consideran una de sus obras maestras.

Hubo un casi inaudible murmullo en la multitud, que era expresión de maravilla y sobrecogimiento, como hojas susurrando por la brisa suave. Billie Dore retomó su conversación en un susurro.

–Sí, hubo mucha agitación cuando vieron que habías desaparecido. Llamaban al Carlton cada diez minutos tratando de ubicarte. Sabes, el número veraniego se fue a pique en la segunda noche, y no tenían qué montar en su reemplazo. Pero todo está bien. Lo extrajeron, suturaron la herida, y ahora no podrías darte cuenta de que algo anduvo mal. De todas formas al show le sobraban diez minutos.

–¿Cómo va el show?

–Es una conmoción. Creen que va a estar en cartel dos años en Londres. Hasta donde yo entiendo, en Londres no puedes llamarlo un éxito hasta que no llevas a tus nietos a verlo en la representación número mil.

–Espléndido. ¿Y cómo están todos? ¿Bien?

–Bien. Ese sujeto Gray todavía anda arrastrándole el ala a Bebé. Jamás podré entender qué ve ella en él. Hasta un niño se daría cuenta de que el tipo no es honesto. Bueno, no te culpo por huir de Londres, George. Este tipo de cosas vale por cincuenta Londres.

La procesión había alcanzado uno de los cuartos superiores, y estaban mirando hacia abajo desde una ventana que dominaba un radio de varias millas de campiña inglesa, ondulante, verde y arbolada. Mucho más allá del último monte la bahía de Belpher brillaba como un haz de plata. Billie Dore echó un vistazo.

–No hay nada parecido en el mundo. Me gustaría quedarme aquí parada por el resto de mi vida, tan sólo disfrutándolo.

–Llamo la atención de ustedes –retumbó la voz de Keggs junto a su codo– acerca de esta ventana, conocida en la tradición familiar como El Brinco de Leonard. Fue en el año mil setecientos ochenta y siete que Lord Leonard Cuarto, hijo mayor de su Excelencia el Duque de Lochlane, se arrojó por esta ventana para evitar comprometer a la hermosa Condesa de Marshmoreton, con quien, según se refiere, sostenía un inocente romance. Sorprendido a altas horas por Su Señoría el conde en el boudoir de la condesa –función que esta habitación cumplía entonces– saltó a través de la ventana abierta hacia las ramas del cedro que se alza debajo, y fue lo suficientemente afortunado como para escapar con algunas contusiones de menor importancia.

Un murmullo de admiración acogió la reseña de la presta discreción de este Steve Brodie del siglo dieciocho.

–Ahí tienes –dijo Billie, entusiasmada–, eso es exactamente a lo que me refiero con respecto a este país. Es simplemente una masa de Brincos de Leonard y cosas por el estilo. Me gustaría afincarme en un lugar como éste y pasar el resto de mi vida ordeñando vacas y llevando bandejas de sopa a los dignos aldeanos.

–Ahora –dijo Keggs orientando al rebaño con un gesto– pasaremos al Salón Ámbar, que contiene unos tapices gobelinos muy estimados por los conoceurss.

El obediente rebaño se dispuso a seguirlo.

–¿Qué te parece, George –preguntó Billie en voz baja–, si salteamos el Salón Ámbar? Estoy ansiosa por pisar ese jardín. Hay un hombre trabajando entre aquellas rosas. Tal vez él nos muestre un poco el lugar.

George siguió con la vista el lugar que ella señalaba. Justo debajo de ellos un hombre fornido en pantalones de corderoy estaba haciendo una pausa para encender una pipa corta.

–Como quieras.

Se abrieron camino hacia las grandes escalinatas. La voz de Keggs, que dedicaba elogios a los tapetes gobelinos, llegó a sus oídos como el batir de distantes tambores. Avanzaron hacia el rosedal. El hombre del corderoy había encendido su pipa y se agachaba para continuar su tarea.

–¿Qué tal, papi? –dijo Billie con tono cordial–. ¿Cómo van los cultivos?

El hombre se enderezó. Era un individuo de buen aspecto y mediana edad, con los ojos de un perro amigable. Sonrió con simpatía, y se dispuso a apartar su pipa.

Billie lo detuvo.

–No dejes de fumar por mi culpa –dijo–. Me gusta. Bueno, tú sí tienes un buen trabajo, ¿eh? Si yo fuese varón, nada me gustaría más que dedicarle mis ocho horas a un rosedal. –Miró a su alrededor–. Y así es como un rosedal debe lucir, sí señor –dijo con beneplácito.

-¿Es usted aficionada a las rosas, señorita?

-Ya lo creo. Debes tener aquí todas las variedades que se han inventado. Las cincuenta y siete.

–Hay casi tres mil variedades –dijo indulgente el hombre del corderoy.

–Estaba usando una expresión coloquial, papi. No hay nada que puedas enseñarme sobre las rosas. Soy el tipo que las inventó. ¿Tienes Ayrshires?

El hombre del corderoy parecía haber llegado a la conclusión de que Billie era lo único que importaba en el mundo. Este descubrimiento de un espíritu afín lo cautivó completamente. George era un mero espectador.

–Esas que ve allí son Ayrshires, señorita.

–No tenemos Ayrshires en América. Al menos, nunca me topé con una. Calculo que tener, las tendrán.

–Necesita usted el suelo correcto.

–Arcilla y mucha lluvia.

–Exactamente.

Había en el rostro de Billie Dore un fervor que George nunca le había visto.

–Oye, papi, mira. Con respecto a este tema de los pulgones de las rosas, ¿qué harías si...?

George se apartó. La conversación se estaba volviendo demasiado técnica para él, y presentía que nadie lo echaría de menos. Además, le acababa de llegar en un destello una de esas inspiraciones repentinas que suelen tener los grandes generales. Había visitado el castillo esa tarde sin un plan definido que fuese más allá de la vaga esperanza de ver a Maud. Ahora comprendía que no había ninguna probabilidad de que eso sucediera. Evidentemente los jueves la familia se escondía bajo tierra y permanecía allí hasta que los turistas se fueran. Pero existía otra vía de comunicación: este jardinero parecía un hombre de inteligencia inusual. Podía confiársele una nota dirigida a Maud.

En su reciente deambular por el castillo de Belpher en compañía de Keggs y sus seguidores, George había tenido el privilegio de examinar la biblioteca. Era una habitación fácilmente accesible que desembocaba en el corredor principal. Dejó a Billie y su nuevo amigo enfrascados en una discusión sobre babosas y pulgones, y volvió rápidamente a la casa. La biblioteca estaba desierta.

George era un joven meticuloso. Creía en las bondades de no dejar nada librado al azar. El jardinero parecía digno de confianza, pero nunca se sabe. Tal vez era dado a la bebida. Podía olvidar o perder la valiosa nota. Así que –con un ojo atento a la puerta– George garabateó apresuradamente un duplicado. No le tomó más que unos pocos minutos. Volvió al jardín para encontrar a Billie Dore subiendo a un automóvil azul.

–Oh, aquí estás, George. Me preguntaba adónde te habrías ido. Oye, tuve éxito con papi. Le di mi dirección y prometió enviarme un lote entero de rosas. Por cierto, te presento a Mr. Forsyth. Éste es George Bevan, Freddy, el que escribió la música de nuestro show.

El joven solemne al volante extendió una mano.

–Estupendo show. Estupenda música. Todo estupendo.

–Bueno, adiós, George. ¿Te veré pronto?

–Oh, sí. Cariños a todo el mundo.

–Muy bien. Dale al pedal, Freddie. Adiós.

–Adiós.

El auto azul ganó velocidad y desapareció camino abajo. George volvió junto el hombre del corderoy, que se había doblado en dos persiguiendo una babosa.

–Lo molesto un minuto –dijo George con prisa. Sacó la primera de las notas–. Dele esto a la señorita Maud a la primera ocasión que se le presente. Es importante. Tome un soberano por su molestia.

Se fue raudamente. Había notado que la gratificación recibida le había encendido al otro el rostro de rubor, y estaba ansioso por separarse. Era un muchacho modesto, y los agradecimientos efusivos siempre lo avergonzaban.

Ahora sólo restaba colocar el duplicado de la nota. Tal vez ni siquiera valiese la pena tener esa precaución, pero George sabía que la victoria en las batallas es para quienes no dejan nada librado al azar. Se encontraba a unas cien yardas del rosedal cuando dio con un muchachito que vestía el uniforme abundante en botones de un criado. El muchacho había salido de detrás de un gran cedro, donde, para ser exactos, había estado fumando un cigarrillo robado.

–¿Quieres ganarte media corona? –preguntó George.

El valor de mercado de los mensajeros había caído.

El mozalbete extendió su mano.

–Dale esta nota a la señorita Maud.

–Perfeto.

–Que la reciba cuanto antes.

George se retiró con la satisfacción de haber cumplido con las tareas de la jornada. Tras darle una mordida a su media corona, Albert el criado se la metió en el bolsillo. Luego se alejó rápidamente, con un brillo de entusiasmo y gratitud en sus ojos azules.


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