Una damisela en apuros : Capítulo 4
–Bueno, eso es todo –dijo George.
–Estoy en deuda con usted –dijo la muchacha.
–No fue nada –dijo George.
Ahora podía disfrutar de una vista mucho más cercana, placentera y satisfactoria de la damisela en apuros de lo que hasta el momento la suerte le había permitido. Ahora hacían su presentación pequeños detalles que a la distancia se le habían ocultado. Sus ojos, que le habían parecido marrones, eran marrones sólo en el esquema general de sus colores. Estaban decorados con atractivas motas de oro que hacían juego a la perfección con los destellos dorados que el sol, regresando una vez más en una de sus visitas rápidas del día y brillando benignamente sobre el mundo, revelaba en sus cabellos. Su barbilla era cuadrada y llena de determinación, pero esa resolución no condecía con el hoyuelo y el encantador buen humor de la boca; y el último toque de suavidad del rostro estaba dado por la nariz, la cual parecía haberse iniciado con la intención de ser digna y aristocrática, pero había traicionado su propósito inicial al pegar un leve saltito al final. Ésta era una muchacha dispuesta a correr riesgos, pero que los enfrentaría con una sonrisa si le tocaba perder.
George no era más que un fisonomista aficionado, pero podía leer lo que era obvio en los rostros que se encontraba; y cuanto más miraba a esta muchacha, menos entendía la escena que acababa de presenciar. La cosa lo desorientaba completamente. Pues a pesar del buen humor que irradiaba, había un aire, una manera, un algo fuerte y defensivo en la chica que hacía imposible que ningún hombre se aventurara a tomarse libertades con ella. Los ojos marrón dorado, que se encontraban ahora con los suyos, eras amistosos y sonrientes, pero él podía imaginarlos congelados en una mirada lo suficientemente amenazante como para reducir de un solo vistazo a sujetos como el joven del sombrero de copa. ¿Cómo, entonces, había podido ese individuo sobrealimentado desmoralizarla al extremo de hacerla abordar taxis de desconocidos? Ahora lucía muy compuesta, era verdad, pero era claro que al momento de entrar al coche sus nervios estaban transitoriamente desbordados. Había misterios aquí que superaban a George.
La muchacha observó fijamente a George y George observó fijamente a la muchacha por espacio de tal vez diez segundos. A George le pareció que lo estaba analizando, sopesando. Que la inspección fue satisfactoria lo mostró el hecho de que al final de ese lapso ella sonrió. Luego se rió, una risa cristalina que George juzgó más musical que la mejor melodía que hubiese él escrito.
–Supongo que se estará preguntando a qué se debe todo esto –dijo ella.
Era precisamente lo que se estaba preguntando ansiosamente George.
–No, no –dijo–. Para nada. No es asunto mío.
–Y por supuesto usted es demasiado educado como para inquirir en los asuntos de otras personas, ¿no es así?
–Por supuesto. ¿A qué se debió todo?
–Mucho me temo que no puedo decírselo.
–Pero, ¿qué le diré al taxista?
–No sé. ¿Qué es lo que habitualmente le dicen los hombres a los taxistas?
–Quiero decir, se sentirá muy mortificado si no le doy una explicación completa de todo el asunto. Acaba de bajar de su pedestal para hacer averiguaciones. Una condescendencia semejante merece algún tipo de reconocimiento.
–Dele una buena propina.
George recordó la razón por la que estaba en el taxi.
–Debería habérselo preguntado antes –dijo–. ¿Dónde debo llevarla?
–Oh, no quiero robarle el taxi. ¿Adónde iba usted?
–Iba a mi hotel. Salí sin dinero, así que debo pasar por allí a buscar un poco.
La muchacha se sobresaltó.
–¿Qué sucede? –preguntó George.
–Perdí mi bolso.
–¡Dios mío! ¿Tenía mucho dinero?
–No mucho. Pero lo suficiente como para volver a casa.
–¿Sería adecuado preguntarle dónde queda?
–Me temo que no.
–No es que lo fuera a preguntar, por supuesto.
–Por supuesto. Es lo que admiro en usted. No es curioso.
George reflexionó.
–Sólo nos queda una cosa por hacer. Tendrá que esperar en el taxi mientras subo al hotel a hacerme con algún dinero. Entonces, si usted me lo permite, le puedo prestar lo que necesita.
–Es muy amable de su parte. ¿Podría conseguir once chelines?
–Fácil. Acabo de recibir una herencia.
–Por supuesto, si usted cree que debería ahorrar, puedo ir en tercera clase. Eso costará sólo cinco chelines. Diez chelines y seis peniques es la tarifa de la primera clase. Así que usted puede deducir que el lugar al que quiero llegar está a dos horas de Londres.
–Bien, eso ya es algo.
–Pero no mucho, ¿no?
–Creo que haría mejor prestándole una libra. Así podrá comprarse también un almuerzo.
–Usted piensa en todo. Y está en lo cierto: me estaré muriendo de hambre. Pero ¿cómo sabe usted que le devolveré el dinero?
–Me arriesgaré.
–Bien, entonces debo ser curiosa y preguntarle su nombre. De otro modo no sabré dónde enviar el dinero.
–Oh, no hay misterios conmigo. Soy un libro abierto.
–No necesita ser desagradable con ese tema. No puedo evitar ser misteriosa.
–No quise decir eso.
–Sonó como si sí. Bien, ¿quién es mi benefactor?
–Mi nombre es George Bevan. Actualmente estoy parando en el Carlton.
–Lo recordaré.
El taxi se movía lentamente, Haymarket abajo. La muchacha se rió.
–¿Sí? –dijo George.
–Sólo estaba pensando en lo de antes. Sabe, no le agradecí lo suficiente por todo lo que hizo. Estuvo maravilloso.
–Me alegra mucho haber servido de ayuda.
–¿Qué sucedió? Recordará que no podía ver nada excepto su espalda, y sólo logré escuchar confusamente.
–Bueno, la cosa comenzó con un hombre galopando e insistiendo en que usted estaba dentro del taxi. Era un tipo con el aspecto del así era yo de un anuncio de medicina para adelgazar, y los modales de un chimpancé de cola ensortijada.
La chica asintió.
–Entonces era Percy. Sabía que no me equivocaba.
–¿Percy?
–Ése es su nombre.
–Tenía que serlo. Hubiese apostado.
–¿Qué sucedió entonces?
–Razoné con el hombre, pero eso no pareció ablandarlo, y finalmente intentó abrir la portezuela del coche, así que le saqué el sombrero de un golpe, y mientras él iba a recuperarlo nosotros arrancamos y escapamos.
La joven estalló en otra carcajada.
–Oh, qué pena que no pude ver. Pero ¡qué ingenioso de su parte! ¿Cómo se le ocurrió eso?
–Simplemente se me ocurrió –dijo George con modestia.
Un gesto serio se dibujó en la cara de la muchacha. La sonrisa murió en sus ojos. Un estremecimiento la recorrió.
–Cuando pienso en la forma en que otros se habrían comportado en su lugar...
–Oh, no. Cualquiera hubiese hecho lo mismo. Estoy seguro de que sacarle el sombrero a Percy fue un acto de cortesía que cualquiera habría llevado a cabo de manera automática.
–Usted podría haber sido un insolente maleducado. O, lo que es casi peor, un idiota de pocas entendederas que se hubiese puesto a hacer preguntas en lugar de actuar enseguida. ¡Pensar que tuve la suerte de dar con usted en medio de Londres!
–A mí me ha parecido un golpe de suerte; pero sólo desde mi propio punto de vista.
Ella puso una mano en su brazo, y le habló afectuosamente.
–Mister Bevan, no debe usted creer que por haberme reído y comportado como si todo fuera una broma, ha dejado de salvarme usted de un problema auténtico. Si no hubiese estado allí y actuado con tal presencia de ánimo, habría sido terrible.
–Pero sin duda, si ese tipo la molestaba, podría haber llamado a un policía.
–Oh, no era eso. Era mucho, mucho peor. Pero no debo seguir así. No es justo con usted. –Sus ojos se encendieron de nuevo con la luminosa sonrisa de antes–. Sé que no siente curiosidad con respecto a mí, pero quién sabe si no la despierto de seguir alimentando el misterio. Y lo más tonto de todo es que no hay misterio alguno. Es sólo que no puedo contarle nada.
–Ese hecho me parece constituir por sí mismo un notable misterio.
–Bueno, lo que quiero decir es que no soy una princesa de incógnito tratando de escapar de los anarquistas, o ese tipo de cosas que se ven en los libros. Simplemente estoy en un señor problema. Usted se aburriría a muerte si le contara.
–Póngame a prueba.
Ella sacudió la cabeza.
–No. Además, ya llegamos. –El taxi se había detenido ante el hotel, y ya había un portero abriendo la portezuela–. Ahora, si no se ha arrepentido de su impulsiva oferta, y realmente será tan adorable de prestarme el dinero, ¿se daría prisa en traerlo?, porque debo apresurarme. Estoy a tiempo de tomar un buen tren, y pasarán horas hasta el próximo.
–¿Me esperará aquí? Estaré de vuelta en un momento.
–Muy bien.
La última cosa que George vio de ella fue una de sus amplias sonrisas. Fue literalmente lo último que vio, ya que al volver –no más de dos minutos después– el taxi se había ido, la chica se había ido, y el mundo estaba vacío.
Estaba boquiabierto ante tan tremenda e imprevista calamidad, cuando el portero condescendió a informarle:
–La señorita volvió a tomar el taxi, señor.
–¿Volvió a tomar el taxi?
–Casi inmediatamente después de que usted se fuera, señor, ella se metió y le dijo al hombre que la llevara a Waterloo.
George no podía hacer nada. Quedó allí parado en silenciosa perplejidad, y habría podido continuar allí indefinidamente si no hubiese sido porque una voz dictatorial junto a su codo lo distrajo.
–¡Usted, señor, maldita sea!
Un segundo taxi había estacionado, y de su interior emergió un robusto joven de rostro escarlata. A George un vistazo le dijo todo. La cacería continuaba. El sabueso había encontrado la pista. ¡Percy estaba en carrera nuevamente!
Por primera vez desde que se hubiera percatado de su huida, George se sintió aliviado por la desaparición de la chica. Percibía que se había apresurado al eliminar a Percy de la lista de Cosas Que Importan. Absorto en sus propios asuntos, y habiendo considerado la anterior escaramuza como una batalla decisiva de la que no habría recuperación, había subestimado la posibilidad de que esta persona molesta e innecesaria lo siguiera en otro taxi; una labor que, en el lento tránsito congestionado, debió haber sido perfectamente simple. Bien, allí estaba el hombretón, con su espíritu manifiestamente agitado y su presión arterial en niveles bastante más altos de lo que su médico habría aprobado, y la cuestión quedaba abierta nuevamente.
–¡A ver ahora! –dijo el robusto muchacho.
George lo contempló con ojo crítico e hostil Le molestaba en exceso esta grasosa degeneración. Mirándolo de arriba abajo, no podía encontrar un punto que le diera el menor placer, con la única posible excepción del estado de su sombrero, en cuyo costado tuvo el regocijo de comprobar había una gran abolladura informe.
–¡Creyó que se había librado de mí! ¡Que me había dado el esquinazo! ¡Bueno, se equivocó!
George lo miró con frialdad.
–Ya sé lo que le pasa a usted –dijo–. Alguien lo ha estado alimentando con carne.
El muchachón borboteó con furia. Su rostro se tornó de un escarata más oscuro. Gesticulaba.
–¡Canalla! ¿Dónde está mi hermana?
Ante esta observación extraordinaria, el mundo giró vertiginosamente en torno de George. La palabras habían alterado por completo su diagnóstico de la situación. Hasta ese momento había considerado a este hombre como un Lothario, un perseguidor de damiselas. Que el otro pudiese tener alguna razón de su lado nunca se le había ocurrido. Se sentía desorientado por el shock. Le habían sacado el piso de bajo los pies.
–¡Su hermana!
–¡Ya escuchó lo que dije! ¿Dónde está?
George aún estaba esforzándose por ajustar sus alteradas facultades. Se sintió tonto y obligado a una disculpa. Se había imaginado más allá de toda duda en el lado correcto, y ahora parecía que el lado era el equivocado.
Por un momento estuvo a punto de mostrarse conciliatorio. Luego el recuerdo del pánico de la chica y los indicios que había dado del trance que la amenazaba –presumiblemente por intermedio de este hombre, hermano o no hermano– lo refrenaron. No sabía de qué se trataba, pero una cosa se entendía claramente en ese galimatías de sucesos confusos: la muchacha necesitaba su ayuda. Fuera cual fuese el lado correcto, él era su protector, y debía comportarse como tal.
–No sé de qué está hablando –dijo.
El joven agitó un enorme puño enguantado frente a su cara.
–¡Canalla!
Un voz profunda, rica, suave y tranquilizante se deslizó en la caliente escena como el Santo Grial por un rayo de sol.
–¿Qué es todo esto?
Un vasto policía se había materializado de la nada. Estaba de pie junto a ellos, viva estatua de la Autoridad Vigilante. Un pulgar descansaba sereno en su ancho cinturón. Los dedos de la otra mano acariciaban suavemente un bigote que había roto más corazones del sexo débil que cualquier otro bigote en la división C. Los ojos sobre el bigote eran estrictos e inquisitivos.
–¿Qué es todo esto?
A George le gustaban los policías. Sabía como tratarlos. Su voz, al responder, tenía la nota precisa de respetuosa deferencia que la Fuerza gusta de oir.
–Realmente no sabría decirlo, oficial –dijo, con el aire de quien encuentra en un momento de aprietos un hermano mayor a quien solicitarle ayuda, lo cual le ganó inmediatamente un aliado en el ministro de la Ley–. Estaba parado aquí cuando este hombre me atacó repentinamente. Ojalá pudiese usted pedirle que se fuera.
El policía tocó al robusto muchachón en el hombro.
–Esto no va, ¿sabe? –dijo austeramente–. Este tipo de cosas no va aquí, sabe.
–¡Sáqueme las manos de encima! –bramó Percy.
El ceño se arrugó en el rostro olímpico. Júpiter empuñó sus truenos.
–¡Epa, epa, epa! –dijo con voz irritada, como de un dios desafiado por un mortal–. ¡Epa, epa, e-pa!
Su dedos cayeron otra vez sobre los hombros de Percy, pero esta vez no era un mero golpecito de advertencia. Se quedaron donde habían aterrizado, como una tenaza de hierro.
–Esto aquí no va, ¿sabe? –dijo–. Este tipo de cosas no va.
La locura se posesionó del robusto muchachón. La prudencia ordinaria y las enseñanzas de una juventud cuidadosamente aleccionada cayeron de él como una prenda de vestir. Con un aullido incoherente se abalanzó y golpeó certeramente al policía en el estómago.
–¡Uf! –dijo el ultrajado oficial, tornándose humano de repente. Su mano izquierda se soltó del cinto y sujetó profesionalmente el cuello de su adversario–. ¡Usted va a venir conmigo!
Era sorprendente. La cosa había ocurrido en un lapso extraordinariamente breve. En un momento dado –pensaba George– él era el centro de una fea pelea en uno de los puntos más públicos de Londres; un instante después, el foco había cambiado; él ya no importaba, y toda la atención de la metrópolis estaba dirigida hacia su anterior asaltante quien, urgido por el brazo armado de la Ley, iniciaba su travesía hacia la estación de policía de Vine Street, que tantos hombres mejores que él habían hollado.
George observó cómo la pareja remontaba Haymarket, seguidos por un gentío creciente y cada vez más absorto; luego se volvió hacia el hotel.
–¡Éste –se dijo– es el cénit de un día perfecto! Y yo que pensé que Londres era insípido.