Una damisela en apuros : Capítulo 5

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George se despertó la mañana siguiente con la nebulosa sensación de que el mundo había cambiado. A medida que los restos del sueño lo abandonaban, era más consciente de una vaga excitación. Entonces se sentó en la cama de un tirón. Había recordado que estaba enamorado.

No había dudas al respecto. Una curiosa felicidad impregnaba todo su ser. Se sentía joven y activo. Todo era enfáticamente para mejor en el mejor de los mundos posibles. El sol brillaba. Incluso el sonido de alguno en la calle allá abajo silbando una de sus viejas composiciones, de la que se había hartado de corazón doce meses antes, era un placer para sus oídos, y eso que el invisible silbador afinaba en pocas notas y tenía mala memoria para las melodías. George saltó grácilmente de la cama, y abrió el grifo del agua fría en el baño. Mientras se enjabonaba la cara para su afeitado matinal, se miró al espejo.

Había llegado al fin. En carne y hueso.

George nunca había estado enamorado. No realmente enamorado. Es cierto, desde los quince años se había sentido atraído sentimentalmente por el sexo opuesto con variada intensidad. De hecho, en ese período de la vida sobre el que Mr. Booth Tarkington ha escrito tan detalladamente –la edad de los diecisiete años– había estado enamorado de prácticamente todas las mujeres que había conocido, y de docenas que sólo había visto a la distancia; pero los años de maduración habían sazonado su gusto y lo habían despojado de esa hermosa catolicidad para el romance. Durante los últimos cinco años las mujeres lo habían encontrado más o menos frío. Era la naturaleza de su profesión la que había provocado ese enfriarse de las emociones. Para un hombre que –como George– había trabajado año tras año en la composición de comedias musicales, las mujeres llegan a perder muchas de las atractivas cualidades que cautivan al varón ordinario. Al George de los últimos años le había comenzado a parecer que la característica más notoria de la mujer como sexo era su inclinación a patalear. Durante cinco años había deambulado en un mundo de mujeres, muchas de ellas hermosas, todas superficialmente atractivas, que no dejaron ninguna impresión en su memoria salvo el vigor y la frecuencia con que habían pataleado. Algunas pataleaban por sus números musicales, otras por sus escenas de amor, algunas habían rezongado por sus líneas finales, otras por las líneas de sus vestidos en el segundo acto. Habían pataleado en una miríada de maneras diferentes –con ira, suavemente, ruidosas, dulces, sonriendo, llorando, patéticamente, autoritariamente; pero todas habían pataleado. Con el resultado de que la mujer ahora se había vuelto para George no tanto una inspiración ardorosa ni una deidad tierna como algo a evitar –con tacto, cuando era posible, o en carrera franca, cuando no. Durante años había temido encontrarse a solas con una mujer, y había desarrollado el hábito de escabullirse rápidamente cuando una de ellas lo acosaba.

El efecto psicológico de un estado de cosas tal no es difícil de imaginar. Tómese un hombre de temperamento naturalmente quijotesco, un hombre de instintos caballerescos y una debilidad por el romance, apárteselo cinco años del ejercicio de esas cualidades, y se obtendrá una reserva acumulada de desatino sólo comparable a un escape de gas en un cuarto cerrado herméticamente o un sótano lleno de dinamita. Enciéndase un fósforo y habrá una explosión.

La irrupción tempestuosa de la muchacha en su vida había proporcionado el chispazo. Sus ojos luminosos mirando a los suyos habían hecho explotar el trinitrotolueno espiritual que él había estado acumulando durante tanto tiempo. En un millón de pedazos volando por los aires se había ido la prudencia y el autocontrol de toda una vida. Y allí estaba, tan desesperadamente enamorado como un trovador de la Edad Media.

No fue sino hasta haber terminado de afeitarse y probar la temperatura de su baño con la punta del pie, que en una oleada lo asaltó la revelación de que –aunque podía estar enamorado– el fairway del amor estaba más sembrado de bunkers que cualquier recorrido de golf que hubiese jugado en su vida. En primer lugar, no sabía el nombre de la muchacha. En segundo lugar, parecía prácticamente imposible que la viera de nuevo. Incluso en la cumbre de su optimismo George no podía negar que esos dos pormenores podían razonablemente encasillarse en la categoría de los obstáculos. Volvió al dormitorio y se sentó en la cama. La cosa requería atención.

No estaba deprimido, sólo un poco preocupado. La fe en su suerte lo sostenía. Se daba cuenta de que estaba en la posición de quien ha realizado un drive supremo desde el tee, y encuentra su pelota cerca del green pero dentro de un pozo. Había avanzado mucho; ahora le restaba conducir su conquista a una feliz conclusión. Había que reemplazar el driver de la Buena Fortuna por el spoon, –o posiblemente por el niblick– del Ingenio. Fallar ahora, permitir que la muchacha desapareciera de su vida sólo porque no sabía quién era ni dónde estaba, lo señalaría como un aventurero endeble. Nadie podía esperar que la Buena Fortuna hiciese todo por él. Había que complementar su asistencia con el propio esfuerzo.

¿Qué tenía para iniciar la búsqueda? No mucho, a decir verdad, salvo el dato de que ella vivía a dos horas de Londres, y que su tren salía de la estación Waterloo. ¿Qué hubiese hecho Sherlock Holmes? La elucubración concentrada no produjo ninguna respuesta a la pregunta, y fue en ese punto que el alegre optimismo con que había empezado el día abandonó a George y dio paso al gris desánimo. Una frase terrible, inquietante en su pathos, reptó por su mente: "¡Navíos que se cruzan en la noche!" Podía muy bien terminar en eso. De hecho, contemplando el episodio en todos sus aspectos, y mientras se secaba de su baño de inmersión, George no podía concebir otro desenlance.

Se vistió desconsolado, y dejó el cuarto para bajar a desayunar. El desayuno al menos aliviaría la sensación de hundimiento que lo embargaba. Y podría pensar más ágilmente tras una o dos tazas de café.

Abrió la puerta. En un felpudo afuera descansaba una carta.

La letra era femenina. Hecha con lápiz, y desconocida. Abrió el sobre.

Querido Señor Bevan (comenzaba).

Con un repentino salto del corazón echó un vistazo a la firma.

La carta estaba firmada: la Chica del Taxi.

Querido Señor Bevan,

Espero que no me considere muy descortés por escapar sin esperar a decirle adiós. Tuve que hacerlo. Vi a Percy acercándose en un taxi, y supe que nos debía haber seguido. Él no me vio, así que salí de allí sin problemas. Me las arreglé perfectamente con el dinero, ya que recordé que llevaba un lindo broche, y me detuve en el camino a la estación para empeñarlo.

De nuevo muchísimas gracias por su maravillosa caballerosidad.

Hasta siempre, la Chica del Taxi.

George leyó dos veces la nota mientras bajaba al comedor, y tres veces más mientras tomaba el desayuno; luego, habiendo memorizado hasta la última coma, se entregó a radiantes reflexiones.

¡Qué chica! Nunca antes en su vida había encontrado una mujer que pudiese escribir una carta sin posdata, y ése no era sino el más insignificante de sus excepcionales dones. ¡El ingenio de empeñar el broche! ¡La dulzura de preocuparse en enviarle una nota! Más que nunca estaba convencido de que había encontrado su ideal, y más que nunca sentía que una trivialidad como desconocer su nombre y domicilio no podía mantenerla apartada. No era que no tuviese la más mínima pista: sabía que vivía a dos horas de Londres y que partía de Waterloo. Eso reducía las posibilidades absurdamente. Había sólo tres o cuatro condados en los cuales podía vivir; y tenía que ser un pobre tipo el que no pudiera buscar a la chica que amaba a través de tres pequeños condados. Especialmente un tipo con su buena fortuna.

La Fortuna es una diosa que no ha de ser azuzada ni concitada a la fuerza por quienes buscan sus favores. De tales espíritus autoritarios ella se aparta. Pero sucede a veces que, si ponemos nuestras manos en las suyas con la humilde confianza de un niñito, ella se compadece de nosotros y no nos falla en la hora de nuestra necesidad. A George, que estaba esperando lleno de confianza que algo se le descubriera, le sonrió inmediatamente.

George tenía la costumbre, cuando almorzaba solo, de aliviar el tedio de la comida con la asistencia de material de lectura en forma de uno o más diarios de la tarde. Ese día, sentado en una parrilla de Piccadilly ante un solitario refrigerio, se había traído una edición temprana del Evening News. Y una de las primeras columnas que vieron sus ojos fue la siguiente, en una de las páginas interiores dedicadas a comentarios humorísticos en prosa y verso de los sucesos del día. A este suceso en particular el redactor lo había juzgado merecedor de ser dignificado con la rima. Estaba encabezado:

EL PAR Y EL POLICIA
A la puerta del Carlton, nos dijeron,
estos atroces hechos ocurrieron.
La hora, nos informan los voceros,
era las dos y media, más o menos.
El día era soleado y azulino
y todo parecía estar tranquilo;
de pronto, empero, un gentleman airado
de aspecto muy decente y bien trajeado
agredió con modales abusivos
a otro caballero bien vestido.
El enguantado puño, con enojo
alzó para encajárselo en un ojo.
Y acaso sucediera una desgracia
si no hubiese por fin salido a plaza
de la ciudad el hijo favorito:
Agente C 235.
–¡Qué son esos modales! ¡Haga a un lado!–
gritole el admirable uniformado,
sujetando con mano fuerte y lista
el cuello del terrible camorrista.
Y nos pesa tener sin dilatorias
que referir el resto de la historia;
no hay margen ni razón para bromear,
las chanzas quedan fuera de lugar.
De solo recordarlo se estremece
la mano, y la tinta palidece.
Abreviemos. Algún ángel caído
inflamó de locura al lechuguino:
Un trompis propinole al policía
Allí donde su almuerzo retenía.
"¡Epa!" le dijo el oficial al mozo,
y sin más lo condujo al calabozo.
En la Vine Street Station se ha sabido:
Lord Belpher era el reo reducido.
Mas mide siempre con la misma vara
nuestra Justicia: al Par y al Pobre iguala.
Pagó pesada multa el agresor
para evitar quedarse en la Prisión,
y en dura penitencia así aprender
A no agredir al brazo de la Ley.

La porción de cordero de George se congeló en el plato, intacta. Las papas fritas se enfriaron, ignoradas. No había tiempo para la alimentación. Justificadamente, por cierto, había confiado en su Buena Fortuna. Ella, con nobleza, había acudido a su lado. Contando con esta pista, todo estaba resuelto con sólo correr hasta la biblioteca pública más cercana para consultar el Anuario de la Nobleza de Burke. Pagó su cuenta y dejó el restaurante.

Diez minutos después estaba digiriendo la suculenta información de que Belpher era el nombre de familia del Conde de Marshmoreton, que el presente conde tenía un hijo, Percy Wilbraham Marsh, educ. Eton y Christ Church, Oxford, y lo que el libro en su rutinario laconismo denominaba "una h.", Patricia Maud. El asiento de la familia, decía Burke, era Belpher Castle, Belpher, Hants.

Algunas horas después, sentado en un compartimento de primera clase de un tren que partía lentamente de la estación Waterloo, George miraba cómo Londres se esfumaba tras él. En el bolsillo junto a su palpitante corazón había un billete de ida a Belpher.


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