Una damisela en apuros : Capítulo 7

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El primer requisito de un ejército invasor es una base de operaciones. Habiendo George penetrado en la aldea de Belpher y cumplido por lo tanto la primera fase de su movimiento de avance rumbo al castillo, seleccionó como base a la Marshmoreton Arms. Seleccionar no es tal vez la palabra adecuada, ya que indica elección, y en el caso de George no hubo elección. Existen dos posadas en Belpher, pero la Marshmoreton Arms es la única que ofrece alojamiento para hombre y bestia, suponiendo –vale aclarar– que hombre y bestia deseen pasar la noche allí. La otra casa, el Verraco Azul, es una mera cantina donde los estratos más bajos de la sociedad de Belpher se reúnen de noche a saciar su sed y a contarse mutuamente historias interminables y sin el menor sentido. Pero Marshmoreton Arms es una hostería acogedora y respetable, que sirve a los plutócratas del lugar. Algunas noches puede encontrarse allí al cirujano veterinario del pueblo, fumando una pipa con el despensero, el panadero, y el carnicero, y tal vez un puñado de granjeros vecinos ayudando a mantener viva la conversación. Hay un ordinario de un chelín, que en el lenguaje rural vale por una tajada de carne con una patata hervida seguida de una rodaja de un queso que piensa que vale la pena darse a conocer, y es un plato por lo general bastante popular. Los restantes días de la semana, empero, hasta altas horas de la noche, el visitante de la Marshmoreton Arms tiene el lugar prácticamente a su entera disposición.

Es digno de investigarse si a lo largo y ancho del mundo existe un lugar más admirable para pasar un día o dos, cuando uno está enamorado, que la típica aldea inglesa. Las Montañas Rocosas, ese tradicional lugar de peregrinación de los corazones destrozados, pueden estar bastante bien a su manera, pero un amante necesita haber sido vaciado en un molde muy rígido para conseguir ensimismarse cuando a cada momento se le puede aparecer un molesto oso pardo. En una aldea inglesa la meditación no choca con tales obstáculos. En ella se combinan las comodidades de la civilización con la paz de la soledad, de una manera imposible de igualar por ningún otro sitio, salvo tal vez por la Biblioteca Pública de Nueva York. Nuestro amante puede vagar de aquí para allá sin ser molestado, sin hablar con nadie, sin que nadie se dirija a él, y tener la satisfacción –al final del día– de sentarse frente a una chuleta con papas estupendamente cocinada, lubricada con dorada cerveza inglesa.

Belpher, además de todas las ventajas de la típica aldea, tiene un tranquilo encanto muy particular por el hecho de haber conocido mejores días. En algún sentido es una ruina, y las ruinas siempre alivian un alma atribulada. Diez años atrás, Belpher había sido el floreciente centro del comercio de ostras del sur de Inglaterra. Está situada junto a la costa, donde las islas Hayling, que se erigen cruzando la boca de la bahía, rodean las aguas formando una especie de laguna salada, de un modo muy parecido al que Fire Island separa de las aguas del Atlántico a la Gran Bahía del Sur de Long Island. Las aguas de Belpher Creek son poco profundas incluso con marea alta, y cuando la marea baja deja esas brillantes extensiones barrosas que constituyen el hábitat preferido de las ostras. Durante años las ostras de Belpher habían sido la base de radiantes cenas en el Savoy, el Carlton y Romano's. Los duques se babeaban por ellas; las muchachas de los coros lloraban si no figuraban en el menú. Y entonces, en un día siniestro, alguien descubrió que lo que hacía particularmente carnosas y suculentas a las ostras de Belpher era el hecho de que se desayunaban, almorzaban, y cenaban casi exclusivamente con los desechos cloacales de la aldea. No hay sino una tenue línea divisoria entre el tributo popular y la execración. Lo vemos en el caso de los políticos, generales y luchadores por el título; y las ostras no son la excepción a la regla. Hubo un temor a la tifoidea, bastante pasajero e injustificado, pero suficientemente fuerte como para realizar su letal función; y casi de la noche a la mañana Belpher pasó de ser un lugar de industria floreciente a convertirse en el aletargado rincón olvidado del mundo que era cuando George Bevan lo descubrió. El agua poco profunda aún está allí; el barro aún está allí; incluso los bancos de las ostras aún están allí; pero no las ostras ni el pequeño mundo de actividad que había surgido en torno a ellas. La gloria de Belpher ha muerto; y sobre sus puertas está escrito Ichabod. Pero si ha perdido en importancia, ha ganado en encanto; y George, por lo menos, no tenía quejas. Para él, en su actual estado de desorden mental, Belpher era el lugar ideal.

Al principio George no se despabiló al punto de llegar a preguntarse por qué estaba allí y –en vista de que allí se hallaba– qué se proponía hacer en adelante. Durante dos lánguidos días holgazaneó, ocupado de lleno en sus pensamientos. Fumó largas, pacíficas pipas en el patio del establo, contemplando cómo los palafreneros acicalaban a los caballos; jugueteó con el cachorrito de la posada, y concedió caricias respetuosas al gato de la posada. Bajó caminando la antigua calle empedrada que daba al muelle, deambuló junto a la costa, y se acostó de espaldas en la playita del otro lado de la laguna, desde la cual podía ver los rojos tejados de la aldea, mientras olas de imitación rompían entusiastas en las piedras, tratando de ocultar con bullicio y energía el hecho de que aún a doscientas yardas de la playa el agua tenía sólo dieciocho pulgadas de profundidad. Pues la obstinada esperanza de Belpher Creek es lograr engañar al visitante ocasional haciéndole creer que está ante el mar abierto.

Y en breve la marea se retiró. Los desechos de las aguas se volvieron un mar de barro, alegremente cubierto de hierba verde. El sol del atardecer arrojó colores de arco iris desde la húmeda suavidad. Los pájaros cantaban en los matorrales. Y George, alzándose, volvió caminando a la amistosa tibieza de Marshmoreton Arms. Y la parte notable es que todo le parecía perfectamente natural y lleno de sentido, y no abrigaba ningún tipo de sospecha en particular de que al haberse enamorado de Lady Maud Marsh y al haberla perseguido hasta Belpher se hubiese metido en algo parecido a una misión sin esperanzas. Como quien ha sido besado en sueños por una diosa, caminaba en las nubes, y mientras uno camina en las nubes es fácil pasar por alto las piedras en el camino.

Considerad su posición, vosotros jovencitos de corazones desmayados y auto-indulgentes, que pensáis que os halláis en un brete sólo porque al ir a la cita vespertina con la caja de bombones bajo el brazo, veis al apuesto estudiante de Yale sentado junto a ella en el porche, tocando el ukelele. Si alguna vez el mundo se os volvió negro en una situación tal, y la luna se os ocultó tras las nubes, pensad en George Bevan y en lo que tenía que enfrentar. Vosotros, al menos, estáis en el lugar correcto. Al menos podéis presentar batalla. Si hay ukeleles en el mundo, también hay guitarras, y mañana podéis ser vosotros, y no él, quienes os sentéis en el porche bajo la luna; puede ser él y no vosotros quien llegue tarde. ¿Quién sabe? Mañana tal vez él no comparezca hasta que vosotros hayáis terminado la Canción de amor del beduino y os encontréis martirizando a los pájaros del lugar, posados en las copas de los árboles, con Pobre mariposa.

Lo que intento decir es: vosotros estáis en carrera. Tenéis bastantes posibilidades. Mientras que George... Bueno, tratad tan sólo de ir a Inglaterra a cortejar a la hija de un conde a la que habéis visto una sola vez, y ésa sin siquiera una presentación formal; una muchacha, el sombrero de cuyo hermano habéis estropeado más allá de cualquier reparación posible, y cuya familia desea que se case con otro hombre; una muchacha que quiere casarse a su vez con otro hombre, y no el mismo otro hombre sino otro otro hombre; que está cercada bajos los muros de un castillo medieval... Bueno, todo lo que digo es: tratad. Y luego regresad a vuestro porche con espíritu humilde y admitid que podríais estar en una situación mucho peor.

George, como digo, no había presentido las peculiares dificultades de su posición. Y no lo hizo hasta la tarde de su segundo día en Marshmoreton Arms. Hasta entonces, como he indicado, erró en una niebla dorada de ensoñadora meditación por los sedantes senderos de la aldea de Belpher. Pero después del almuerzo del segundo día se le hizo claro que cosas semejantes eran placenteras pero no prácticas. Acción era lo que hacía falta. Acción.

La primera maniobra, la más obvia, era ubicar el castillo. Indagaciones en Marshmoreton Arms sacaron a la luz el hecho de que se encontraba "a un paso" de distancia, por la carretera que pasaba frente a la posada. Pero no era el día de admisión del público general. Los visitantes podían invadir Belpher Castle sólo los jueves, entre las cuatro y las seis de la tarde. Los demás días de la semana todo lo que podían hacer era pararse como Moisés en el Pisgah y apreciar el efecto general a la distancia. Como eso era todo lo que George había esperado poder hacer, se puso en marcha.

Rápidamente se le hizo evidente que lo de un paso era un eufemismo. Cinco millas trajinó, arrastrándose sin aliento por un sendero serpeante, antes de llegar a la cima de una colina barrida por los vientos, y ver a sus pies, confundido entre los árboles, lo que ahora era para él el centro del mundo. Se sentó en una piedra y encendió una pipa. Belpher Castle. El hogar de Maud. Allí estaba. ¿Y ahora qué?

El primer pensamiento que lo asaltó fue práctico, incluso prosaico –el pensamiento de que le sería humanamente imposible hacer las cinco millas de ida y vuelta a pie cada vez que quisiera ver el lugar. Debía mudar su base cerca del teatro de operaciones. Uno de esos vistosos y pulcros cottages allí abajo en el valle serían perfectos, si lograba ingeniárselas para tomar posesión de él. Se asentaban alrededor del castillo, solitarios y en grupos, como perritos en torno a su amo. Lucían como si hubiesen estado así desde hacía siglos. Probablemente ése era el caso, ya que estaban construidos en piedra tan sólida como la del castillo. Debió haber un tiempo, pensó George, en que el castillo fue el punto de refugio central para esas desperdigadas casas; cuando el rumor de la presencia de merodeadores empujaba a toda la comunidad a buscar la seguridad de esas paredes protectoras.

Por primera vez desde que partiera en su expedición George sintió un escalofrío, un decaimiento del corazón, mientras miraba allá abajo la gris y torva fortaleza que se había propuesto asaltar. Así debían haberse sentido aquellos saqueadores de otros tiempos tras trepar esa misma colina y contemplar el panorama. Y el caso de George era incluso peor que el de ellos. Ellos, al menos, podían abrigar la esperanza de que un brazo fuerte y un espíritu arrojado los ayudasen a traspasar esos sólidos muros; no tenían que preocuparse por la etiqueta y los modales. George, en cambio, se encontraba en una posición tal que incluso un mayordomo insensible podía ponerlo en fuga con sólo rehusarse a dejarlo pasar.

La noche caía. En el breve lapso que había pasado en la cima de la colina, el cielo había mudado de azul a azafranado, y de azafranado a gris. Las voces plañideras de vacas querenciosas flotaban hacia él desde allá abajo en el valle. Un murciélago había dejado su refugio y revoloteaba en torno, mancha siniestra contra el cielo. Una luna como una hoz resplandeció sobre los árboles. George sintió frío. Se volvió. Las sombras de la noche lo ceñían, y unos seres minúsculos en los arbustos de los cercos gorjeaban y chillaban mofándose de él mientras bajaba a los tumbos por el sendero.

Contra todos sus temores, la pretensión de George de encontrar un cottage amueblado y solitario en las inmediaciones del castillo no fue considerada el deseo de un lunático por el agente inmobiliario de Belpher. Todo visitante bien vestido que llega a Belpher es automáticamente encasillado por los nativos como un artista, pues lo pintoresco del lugar ha hecho que esté completamente infestado de hermanos y hermanas del pincel. De hecho, al buscar un cottage, George había hecho precisamente lo que la sociedad de Belpher esperaba que hiciese; y el agente ya estaba buscando la lista casi antes que las palabras salieran de su boca. En menos de media hora George estaba de nuevo en la calle, feliz poseedor, por lo que restaba de la temporada, de algo que el agente había descrito como una "joya", y empleador de la esposa de un granjero vecino, que pasaría una vez a la mañana y otra a la tarde para "hacer la casa". La entrevista hubiese tardado unos pocos minutos de no haberse prolongado por la charla del agente sobre los ocupantes del castillo, charla que George escuchó con atención. No lo alentó mucho lo que escuchó sobre Lord Marshmoreton. En los últimos tiempos, el conde se había vuelto notablemente impopular en la aldea por su firme –el agente inmobiliario había dicho "tozuda"– actitud con respecto a cierta disputa sobre derecho de paso. La culpable en la materia era realmente Lady Caroline, y no el complaciente Par del Reino, pero la impresión que se llevó George de la descripción de Lord Marshmoreton hecha por el agente era que se trataba de una especie de Nerón que poseía, además de las condiciones de un tirano romano, muchos de los rasgos menos simpáticos del monstruo de gila de Arizona. Tras escuchar este informe sobre su padre, y habiendo tenido el privilegio de estudiar a su hermano de primera mano, el corazón le sangraba por Maud. Le parecía que la existencia en el castillo, rodeada de tales seres, debía ser poco menos que una tortura.

–Debo hacer algo –murmuró–. Debo hacer algo rápido.

–¿Cómo dijo? –preguntó el agente inmobiliario.

–Nada –dijo George–. Bueno, me quedo con el cottage. Será mejor que le firme un cheque por la renta del primer mes ahora mismo.

Así que George, con ardua –aunque vaga– determinación, tomó posesión de aquel cottage conocido por los lugareños como "el de al lado de los Platt", que aunque amueblado con sencillez no dejaba de resultar cómodo. Podía haberle ido peor. Era un edificio de dos pisos de descoloridos ladrillos rojos, no uno de esos nidos de techo de paja que había visto desde la colina. Ésos no estaban en alquiler: los ocupaban familias cuyos ancestros los habían ocupado durante generaciones. El de al lado de los Platt era una estructura moderna –de hecho, una especulación financiera del granjero cuya esposa venía a "hacer la casa"– destinado especialmente a hospedar extranjeros que se interesasen por él y tuviesen el dinero necesario. Tenía de atípico que poseía un cuarto de baño, pequeño pero innegable. Además de este milagro había un acogedor cuarto de estar, un dormitorio más grande en el piso de arriba y junto a él una habitación vacía que miraba al norte, la cual había servido evidentemente de estudio a otros ocupantes artistas. El resto del piso de abajo estaba ocupado por la cocina y el fregadero. Los muebles eran obra de alguien que probablemente hubiera hecho bien en dedicarse a otra rama de la industria; pero un elegante y cómodo silloncito de mimbre dejado allí por uno de los artistas del año anterior mitigaba el efecto; y otros artistas habían colaborado aliviando la llaneza de las paredes con un paisaje o dos. En realidad, cuando George hubo quitado del cuarto dos fundas de sillones, tres grupos de fotografías de amistades del granjero, un texto iluminado, y una estatuilla china del Infante Samuel, apilándolos en un rincón del estudio vacío, el lugar se volvió casi un hogar fuera del hogar.

La soledad puede ser ser insolitaria cuando uno está enamorado. George no tuvo ocasión de comenzar a aburrirse. Lo único que perturbaba su paz era el pensamiento de que no estaba haciendo demasiado para ayudar a Maud en aquel desconocido problema que se le había presentado. Lo único que pudo hacer fue rondar por las calles junto al castillo en la esperanza de encontrarla accidentalmente. Y tal fue su buena suerte que, en el cuarto día de su vigilia, el encuentro casual ocurrió.

La caminata matutina por las callejuelas fue premiada con el hallazgo de un auto de carreras gris a un lado del camino. Estaba vacío, pero debajo sobresalían un par de largas piernas, en tanto que a su lado se erguía una muchacha, a cuya vista el corazón de George comenzó a golpear tan violentamente que habríamos debido excusar al de las piernas largas si se hubiese inclinado a creer que el motor había vuelto a arrancar por propia voluntad.

Hasta que él habló, el suave césped había impedido que ella lo oyese acercarse. Él se detuvo a su lado y se aclaró la garganta. Ella se volvió con un sobresalto, y sus ojos se encontraron.

Por un momento los de la chica no manifestaron ninguna señal de reconocerlo. Luego se encendieron. Contuvo el respiro, y un tenue rubor tiñó su rostro.

–¿Puedo ayudar? –preguntó George.

Las piernas largas se deslizaron hacia el camino, seguidas de un cuerpo largo. El joven bajo el auto se sentó, volviendo hacia George un rostro agradable y surcado de grasa.

–¿Qué hay?

–¿Puedo ayudarlos? Sé arreglar automóviles.

El joven sonrió de manera amistosa.

–Gracias mil, viejo, pero yo también. Es lo único que sé hacer. Igual, muchas gracias, y todo eso.

George fijó sus ojos en los de la chica. Ella no había hablado.

–Si hay algo en este mundo que yo pueda hacer por ustedes –dijo lentamente– por favor, hágamelo saber. Nada me gustaría más en la vida que ayudarla.

La muchacha habló.

–Gracias –dijo con una vocecita casi inaudible.

George se alejó. El joven surcado de grasa lo siguió con la mirada.

–Un pájaro cortés, ése –dijo–. Pero algo parlero, ¿eh? Americano, ¿no?

–Parece que sí.

–Los americanos son los tipos más corteses con que me he topado. Recuerdo que hace dos años, cuando estuve allá en mi yate, le pregunté el camino a un sujeto de Baltimore y me siguió varias millas, dándome consejos y ánimo a los gritos. Me pareció condenadamente cortés de su parte.

–Concéntrate en arreglar el auto, Reggie. Llegaremos más que tarde para el almuerzo.

Reggie Byng comenzó a deslizarse debajo del coche.

–De acuerdo, corazón. Confía en mí. Es una tontería.

–Bien, hazlo rápido.

–Imitación de un rayo engrasado: muy difícil –dijo Reggie animoso–. Sé paciente. Trata de entretenerte a tí misma de algún modo. Plantéate un acertijo. Cuéntate un puñado de anécdotas. Estaré contigo en un momento. Digo yo, ¿qué estará haciendo ese pájaro en Belpher? Un pájaro condenadamente cortés –dijo Reggie aprobatorio–. Me cayó bien. Y ahora, pasemos al asunto reparación de averías.

Su rostro sonriente se esfumó bajo el auto como el Gato de Cheshire. Maud se quedó mirando pensativamente el camino en la dirección por la que George había desaparecido.


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