Una damisela en apuros : Capítulo 1

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Teniendo en cuenta que esta novela tiene como escenario a Belpher Castle, aquel histórico baluarte en el condado de Hampshire, sería muy apropiado abrirla con una detenida descripción del lugar, seguida de algunas notas sobre la historia de los Condes de Marshmoreton, que lo poseen desde el siglo XV. Por desgracia, en estos ajetreados días los novelistas corren con una desventaja: deben zambullirse en su historia con la misma prisa con que abordarían un tranvía en movimiento. Han de arrancar de la línea de largada con la celeridad de una liebre sorprendida en medio del almuerzo. De otro modo, la gente hace a un lado sus libros y se va al cine a ver una película.

Puedo subrayar brevemente que el actual Lord Marshmoreton es un viudo de unos cuarenta y ocho años; que tiene dos hijos: un varón, Percy Wilbraham Marsh –Lord Belpher–, a punto de cumplir veintiún años, y una hija, Lady Patricia Maud Marsh, que acaba de cumplir los veinte; que la castellana del castillo es Lady Caroline Byng –hermana de Lord Marshmoreton–, quien casara con el acaudalado propietario de minas carboníferas Clifford Byng pocos años antes de la muerte de éste (muerte que, según dicen las malas lenguas, ella aceleró); y que Lady Caroline tiene un hijastro, Reginald. Con estos breves datos me conformo: del glorioso pasado de los Marshmoretons no intentaré relación alguna.

Por fortuna, la pérdida para la Literatura no será irreparable. El mismísimo Lord Marshmoreton se encuentra componiendo una Historia Familiar, que sin duda estará en todos los anaqueles apenas Su Señoría lo termine. Y en lo que concierne al castillo y sus alrededores, incluyendo su lechería modelo y su salón ambarino, pueden verlo ustedes mismos cualquier jueves, cuando Belpher se abre al público a razón de un chelín por cabeza. Keggs el mayordomo recoge el dinero y lo envía a una respetable obra de caridad del lugar. Al menos, ésa es la idea. Pero la voz de la calumnia no descansa, y existe una escuela de pensamiento –encabezada por Albert el criado– que sostiene que Keggs se adhiere a esos chelines como con engrudo, y los anexa a sus ya considerables ahorros en el Farmers and Merchants' Bank, en el lado izquierdo de High Street en la aldea de Belpher, junto al Odd Fellows' Hall.

Con referencia a esto, sólo podemos decir que el aspecto de Keggs recuerda demasiado el de un obispo particularmente pío como para rebajarse a tales prácticas. Claro que, por otro lado, Albert conoce a Keggs. Debemos dejar la cuestión abierta.

Por supuesto, las apariencias engañan. Por ejemplo, cualquiera que se hubiese detenido frente a la entrada del castillo a las once en punto de una mañana de junio en particular podría haberse visto fácilmente inducido a error. Tal persona probablemente habría llegado a la conclusión de que la dama de mediana edad y buen semblante que se hallaba junto a las rosas, hablando con el jardinero y observando a la joven pareja que se paseaba en el porche, era la madre de la bonita muchacha, y que sonreía porque esta última se había comprometido con el alto y radiante joven a su lado.

Incluso Sherlock Holmes podría haberse confundido. Ya puedo oírlo ilustrando a Watson en uno de sus chispazos de razonamiento deductivo: "Es la única explicación, mi querido Watson. Si la dama estuviera simplemente felicitando al jardinero por su cantero de rosas, y si su sonrisa fuera causada meramente por el excelente aspecto del cantero de rosas, habría una sonrisa de respuesta en la cara del jardinero. Pero, como puede usted ver, el hombre luce decaído y sombrío".

De hecho, el jardinero –es decir, el robusto hombre de rostro moreno en mangas de camisa y pantalones de corderoy, que fruncía el entrecejo mirando el pote de solución de aceite de ballena– era el Conde de Marshmoreton, y existían dos razones para su decaimiento: detestaba que lo interrumpieran mientras trabajaba, y, para peor, Lady Caroline Byng siempre lo ponía nervioso, sobre todo cuando –como ahora– ella especulaba sobre la posibilidad de un romance entre su hijastro Reggie y la hija de Su Señoría, Maud.

Sólo sus íntimos habrían reconocido en esa curiosa figura enfundada en pantalones de corderoy al séptimo Conde de Marshmoreton. El Lord Marshmoreton que hacía apariciones intermitentes en Londres y que almorzaba entre obispos en el Athenaeum Club sin desentonar era un caballero correctamente vestido, del que nadie habría sospechado que cubriese sus macizas piernas con otra cosa que no fuera la más fina indumentaria. Pero si ustedes echan un vistazo a su copia de Quién es Quien, y abren en la M, encontrarán en el espacio dedicado al Conde las palabras "Hobby: jardinería". A las cuales, en un arranque de modesto orgullo, Su Señoría ha agregado: "Galardonado con el primer premio por Rosas de té híbridas en la Exhibición de Flores de Temple, 1911". Las palabras hablan por sí solas.

Lord Marshmoreton era el jardinero amateur más entusiasta en una tierra de entusiastas jardineros amateurs. Vivía para su jardín. El amor que otros hombres dedican a sus familiares más allegados, Lord Marshmoreton lo prodigaba a semillas, rosas y suelos abonados. El odio que ciertos miembros de su clase sienten por los Socialistas y los Demagogos, Lord Marshmoreton lo reservaba para los gusanos de las rosas, los pulgones de las rosas, y el insecto blanco amarillento cuyo carácter es tan siniestro y depravado que va por la vida con un alias, haciéndose llamar a veces langosta de las rosas y a veces trípido. Un alma simple, la de Lord Marshmoreton: mansa y placentera. Pero póngaselo junto a los trípidos, y se volverá un dispensador de muerte y exterminio, un destructor de la talla de Atila Rey de los Hunos y Gengis Khan. Los trípidos se alimentan del lado inferior de las hojas, succionando su jugo y volviéndolas amarillentas, y el punto de vista de Lord Marshmoreton sobre esta actitud era tan rígido que hubiese vertido solución de aceite de ballena sobre su abuela si la hubiese encontrado succionando el jugo del lado inferior de las hojas de uno de sus rosales.

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El único momento del día en que cesaba de ser el trabajador de manos callosas y se convertía en el aristócrata era por la noche después de cenar, cuando, acicateado por Lady Caroline, que no le daba tregua en el asunto, se retiraba a su estudio privado y trabajaba en su Historia Familiar, asistido por su competente secretaria, Alice Faraday. Su progreso en ese voluminoso trabajo era, sin embargo, lento. Diez horas al aire libre vuelven somnoliento a cualquiera, y muy a menudo Lord Marshmoreton se quedaba dormido en medio de una frase, para desesperación de Miss Faraday, que era una muchacha escrupulosa y quería ganarse su salario.

La pareja en la galería dio la vuelta. La cara de Reggie Byng, mientras se inclinaba hacia Maud, era solemne y animada, y aún a la distancia era posible ver cómo los ojos de la muchacha brillaban con lo que él decía. La sonrisa de Lady Caroline se hacía cada vez más benévola.

–Hacen una pareja encantadora –murmuró–. Me pregunto qué estará diciéndole Reggie. Tal vez en este preciso momento esté...

Se interrumpió con un suspiro de contento. Había tenido sus problemas con ese asunto: el querido Reggie, usualmente tan moldeable en sus manos, había mostrado una inexplicable renuencia a ofrecer su agradable persona a Maud, a pesar de que nunca, ni siquiera en el estrado público que ella adornaba tan bien, había razonado más claramente su madrastra que cuando le señalara a él la conveniencia de tal unión. No era que a Reggie le desagradara Maud. Admitía que era una chica "de primera", y en ocasiones había ido tan lejos como para describirla como "absolutamente inestimable". Pero parecía refractario a la idea de pedirle a la chica que se casara con él. ¿Cómo podía Lady Caroline saber que quien llenaba por entero el mundo de Reggie –o la parte de él que no estaba ocupado por los autos y el golf– era Alice Faraday? Reggie nunca se lo había dicho. Ni siquiera se lo había dicho a la señorita Faraday.

–Tal vez en este preciso momento –continuó Lady Caroline–, el querido muchacho se le está declarando.

Lord Marshmoreton gruñó, y continuó examinando con ojo inquisidor el siniestro brebaje que había preparado contra los trípidos.

–Una cosa que me llena de satisfacción –decía Lady Caroline– es que Maud parece haber olvidado por completo la ridícula obsesión por ese hombre que encontró en Gales el verano pasado. No estaría tan radiante si aún estuviese desvelada con eso. Espero que ahora admitas, John, que yo tuve razón al mantenerla prácticamente prisionera aquí sin darle ocasión de verse con el hombre ni siquiera por accidente. Dicen que la ausencia estimula al afecto. ¡Tonterías! Una muchacha de la edad de Maud se enamora y desenamora media docena de veces al año. Estoy segura de que a esta altura ya casi se olvidó de ese hombre.

–¿Eh? –dijo Lord Marshmoreton. Su mente había estado muy lejos, ocupada en moscas verdes.

–Estaba hablando del hombre que Maud se encontró cuando estuvo en Gales con Brenda.

–Ah, sí.

–Ah, sí –repitió Lady Caroline, fastidiada–. ¿Es ése el único comentario que se te ocurre? Tu única hija se prenda de un perfecto extraño, un hombre al que nunca hemos visto, y del cual ni siquiera sabemos el nombre, nada excepto que es americano y que no tiene un penique (Maud lo admitió), ¡y todo lo que tienes para decir es "Ah, sí"!

–Pero ahora todo ha pasado, ¿no es así? Tengo entendido que el maldito asunto se ha terminado.

–Así lo espero. Pero me sentiría más segura si Maud estuviese comprometida con Reggie. Lo que creo es que deberías tomarte la molestia de hablar con ella.

–¿Hablar con ella? Yo ya hablo con ella. –El cerebro de Lord Marshmoreton se movía lentamente cuando venía de ocuparse de sus rosas–. Estamos en excelentes términos.

Lady Caroline frunció el entecejo impaciente. La suya era un mente vigorosa, brillante y fuerte como una trampa de acero, y la vaguedad de su hermano, ese creciente hábito de estar desatento, la irritaba.

–Me refiero a hablarle sobre comprometerse con Reggie. Tú eres el padre. Sin duda puedes al menos tratar de persuadirla.

–No puedes obligar a una muchacha.

–Nunca sugerí que la obligaras, como dices tú. Simplemente quiero decir que podrías señalarle, como padre, dónde radica su deber y su felicidad.

–¡Bébanse eso! –aulló Su Señoría con repentina furia, rociando con su pote el arbusto más cercano, y dirigiendo su comentario a los invisibles trípidos. Había olvidado por completo a Lady Caroline–. ¡No se contengan, que hay mucho más!

Una muchacha bajó los escalones desde el castillo y se dirigió hacia donde ellos estaban. Era una chica vistosa, con un aire de tranquila eficiencia. Sus ojos eran grises y llamativos. Su cabeza estaba descubierta, y la brisa hacía ondear su oscuro cabello. Componía una figura llena de gracia en la soleada mañana, y Reggie Byng, observándola desde la galería, comenzó a tropezar, ruborizarse, y perder el hilo del discurso.

La súbita aparición de Alice Faraday siempre lo afectaba así.

–He copiado las notas que hizo anoche, Lord Marshmoreton. Hice dos copias.

Alice Faraday habló en un tono tranquilo, respetuoso, y aun así lleno de autoridad. Era una joven de gran carácter. Sus anteriores empleadores la habían considerado una auténtica joya como secretaria. Para Lord Marshmoreton, en cambio, se estaba volviendo una perfecta pesadilla. Sus puntos de vista sobre la importancia relativa del cuidado del jardín y las Historias Familiares no coincidían. Para él, la historia de la familia Marshmoreton era una ocupación para las horas muertas; ella parecía creer que Lord Marshmoreton tenía el deber de considerarla la Obra de su Vida. Siempre estaba apareciendo y desenterrándolo del jardín y arrastrándolo a la que habría debido ser no más que una tarea que se deja para después de la cena.

Lord Marshmoreton tenía la costumbre, cuando se despertaba de sus siestecitas demasiado tarde para reanudar el trabajo, de prometer vagamente "ocuparse de eso mañana"; pero, como reflexionaba Su Señoría con amargura, la joven habría debido tener el tacto y el buen sentido de comprender que era sólo una salida educada que no debía interpretarse literalmente.

–Están muy en bruto –continuó Alice, dirigiendo su conversación a las asentaderas de los pantalones de corderoy de Su Señoría. Lord Marshmoreton asumía siempre una postura encorvada cuando veía aproximarse a la señorita Faraday con papeles en su mano; lo hacía con la patética esperanza (que ninguna cantidad de fracasos lograba derrumbar) de que al no ver su cara ella desistiría–. Recuerde que anoche prometió que se ocuparía de ellos esta mañana –hizo una pausa suficientemente larga para recibir un gruñido ambiguo como respuesta–. Por supuesto, si usted está ocupado... –dijo plácidamente, echando un vistazo a Lady Caroline. Esa experimentada mujer podía siempre considerarse una aliada en tales encontronazos.

–¡Nada de eso! –dijo Lady Caroline crispada. Aún estaba alterada por la falta de atención con que habían sido acogidas sus últimas intervenciones, y recibía con placer la oportunidad de administrar disciplina–. Levántate de inmediato, John, y ve a trabajar.

–Estoy trabajando –se defendió Lord Marshmoreton.

A pesar de los cuarenta y ocho años del conde, su hermana Caroline aún tenía a veces el poder de hacerlo sentir un niñito. Ella había sido una gran déspota en los días de su infancia compartida.

–La Historia Familiar es más importante que andar escarbando en la tierra. No puedo entender cómo no dejas ese tipo de tareas a MacPherson, ni que le pagues salarios tan generosos para luego hacer el trabajo por él. Sabes que los editores están esperando esa Historia. Ve y ocúpate de esas notas ya mismo.

–Me prometió que se ocuparía de ellas esta mañana, Lord Marshmoreton –dijo Alice amablemente.

Lord Marshmoreton se aferró al frasco de solución de aceite de ballena con el estremecimiento de un hombre que se ahoga. Nadie sabía mejor que él que esas entrevistas, especialmente cuando Caroline estaba presente para hacer valer el peso de su personalidad dominante, terminaban siempre de la misma manera.

–Sí, sí, sí –dijo–. Esta noche, tal vez. Luego de la cena, eh. Sí, luego de la cena. Buena idea.

–Creo que usted debería ocuparse de ellas esta mañana –dijo Alice con gentil insistencia. Realmente perturbaba a la joven sentir que no estaba haciendo lo suficiente para merecer su generoso salario. Y era una entusiasta del tema de la Historia de la familia Marshmoreton. Para ella tenía glamour.

Los dedos de Lord Marshmoreton aflojaron su presión. Cientos de trípidos dispersos por todo el jardín siguieron con su comida matinal, ignorantes del funesto destino que acababan de evitar.

–Oh, está bien, está bien, está bien. Vamos a la Biblioteca.

–Muy bien, Lord Marshmoreton –la señorita Faraday se volvió hacia Lady Caroline–. Me estuve fijando en los trenes, Lady Caroline. El mejor es el de las doce y cuarto. Tiene coche comedor, y para en Belpher si se lo solicita.

–¿Te vas, Caroline? –inquirió Lord Marshmoreton esperanzado.

–Voy a dar una breve charla para la Liga del Progreso Social en Lewisham. Vuelvo mañana.

–Oh –dijo Marshmoreton, y la esperanza murió en su voz.

–Gracias, señorita Faraday –dijo Lady Caroline–. El de las doce y cuarto.

–El auto estará aquí a las doce menos cuarto.

–Gracias. Oh, a propósito, señorita Faraday, al pasar ¿podría llamar a Reggie, y decirle que quiero hablar con él?

Para el momento en que Alice Faraday se llegó hasta él, Maud había dejado a Reggie, y el apasionado joven estaba sentado en un banco de piedra, fumando un cigarrillo y entreteniéndose en meditaciones en las cuales el pensamiento de Alice competía por la precedencia con reflexiones más graves sobre la postura correcta para sus approachs. Reggie era un espíritu atribulado esos días. Estaba enamorado, y había desarrollado un mal slice con su hierro medio. Era prácticamente un alma en tormento.

–Lady Caroline me pidió que le dijera que quiere hablar con usted, Mr. Byng.

Reggie saltó de su asiento.

–¡Uau, uau, uau! ¡Hela aquí! Quiero decir, ¿no?

Experimentó, como era usual en presencia de ella, una cálida sensación de picor en la espalda. Algún tipo de elefantiasis parecía haber atacado sus manos y pies, inflándolos hasta proporciones enormes. Deseó profundamente poder librarse de ese hábito de aullar con una risa nerviosa cada vez que se encontraba con la chica de sus sueños. Parecía calculado a propósito para dar la impresión equivocada de un tipo: hacerle creer que era un zoquete timorato.

–Lady Caroline se marcha a las doce y cuarto.

–Excelente. Quiero decir, oh, ¿se marcha? Ah, ahora entiendo a lo que se refiere. –La absoluta necesidad de decir algo al menos moderadamente coherente lo absorbía. Reunió fuerzas: –¿Querría usted dar un paseo conmigo luego luego de que vea a la mater, o remar en el lago, o alguna tontada por el estilo?

–Le agradezco mucho, pero debo ir a ayudar a Lord Marshmoreton con su libro.

–¡Qué suerte podri... digo, que lástima!

La pena desgarró las cuerdas del corazón de Reggie. Ardió en generosa ira contra Lord Marshmoreton, ese moderno Simon Legree, que usaba su poder capitalista para esclavizar jovencitas y mantenerlas encerradas trabajando a destajo mientras en el mundo brillaba el sol.

–Puedo ir a pedirle que le permita posponer eso para después de la cena.

–Oh, no, gracias. Estoy segura de que Lord Marshmoreton ni lo soñaría.

Ella se marchó con una afable sonrisa. Cuando se hubo recobrado del efecto, Reggie se dirigió lentamente al primer piso para encontrar a su madrastra.

–Hola, mater. ¿Todo bien? ¿Para qué querías verme?

–Bueno, Reggie, ¿qué noticias tienes?

–¿Eh? ¿Noticias? ¿No te tocó diario en el desayuno? Tampoco te perdiste mucho. Tam Duggan batió a Alec Fraser por tres hoyos faltando dos en Prestwick. No detecté mucho más de interés. Hay una nueva comedia musical en el Regal. Se estrenó anoche, y parece que es buena. El Morning Post le dedicó un titular; debo hacerme una escapada a la ciudad y verla en algún momento de esta semana.

Lady Caroline frunció el ceño. Esta esta dureza de mollera tan cerca del episodio de distracción de su hermano, la disgustó.

–No, no, no. Me refiero a que tú y Maud han estado hablando un buen rato, y ella parecía muy interesada en lo que le estabas diciendo. Espero que tengas buenas noticias para mí.

El rostro de Reggie se iluminó. Captó su insinuación.

–Oh, ah, sí, ya veo lo que quieres decir. No, no sucedió nada de ese tipo o forma o clase.

–¿Qué le estabas diciendo, entonces, que a ella le interesaba tanto?

–Le estaba explicando cómo hice aterrizar la pelota muerta junto a la banderilla con mi spoon desde la trampa de arena en el hoyo once ayer. Por cierto, fue un golpe de los buenos, teniendo en cuenta que un slice me había mandado a ese bunker, ¿sabes?; simplemente no puedo mantenerlos derechos últimamente con el hierro, y allí estaba la píldora, sonriéndome desde la arena. Por supuesto, hablando estrictamente, debía haber usado un niblick, pero...

–¿Quieres decirme, Reggie, que con tan excelente oportunidad, no le pediste a Maud que se casara contigo?

–Ya veo lo que intentas decir. Bueno, sinceramente, tal como fueron las cosas, no lo hice.

Lady Caroline emitió un sonido sordo.

–Ya que estamos, mater –dijo Reggie–, me olvidé de decírtelo. Todo terminó.

–¡Qué!

–Por completo. Verás, parece que hay un tipejo desconocido por el cual Maud está completamente loquita. Parece que halló a este deportista allá en Gales el verano pasado. La había sorprendido la lluvia, y dio la casualidad de que él pasaba y se acercó con su impermeable, y una cosa llevó a la otra. Siempre lloviendo en Gales, ¿eh? Buena pesca, sin embargo, en ciertos puntos. Bien, lo que quiero decir es que este sujeto era tan endemoniadamente cortés, y todo eso, que ahora ella no se fijará en nadie más. Él es el muchacho de ojos azules, y todos los demás son caballos perdedores, con casi la misma chance de un ciego con un solo brazo tratando de salir de un bunker con un cepillo de dientes.

–¡Qué perfecta tontería! Yo sé todo acerca de ese affaire. Fue sólo un capricho pasajero que nunca significó nada. Maud lo superó hace mucho.

–Ella no parece pensar lo mismo.

–Ahora, Reggie –dijo Lady Caroline tensa–, por favor escúchame. Tú sabes que el castillo se llenará de gente en uno o días para el cumpleaños de Percy, y estos días pueden ser la última oportunidad de tener una auténtica charla, larga y privada, con Maud. Me enojaré mucho si no aprovechas esta ocasión. No hay excusas para el modo en que estás comportándote. Maud es una muchacha encantadora...

–Oh, absolutamente. Una de las mejores.

–Muy bien, entonces.

–Pero, mater, lo que quiero decir es que...

–No quiero más subterfugios, Reggie.

–¡No, no! Absolutamente no –dijo Reggie respetuoso, preguntándose qué significaría esa palabra, y deseando que su vida no se hubiese vuelto tan horriblemente compleja.

–Ahora, esta tarde, ¿por qué no llevas a Maud a un largo paseo en tu coche?

Reggie se puso un poco más alegre. Al menos tenía una respuesta para eso.

–Imposible, me temo. Tengo que ir a la ciudad a recoger a Percy. Está llegando de Oxford esta mañana. Le prometí encontrarlo en la ciudad y traerlo en el coche.

–Ya veo. Bien, ¿por qué no podrías...?

–Te diré, mater, mi querida vieja –dijo Reggie apresuradamente–, creo que harías mejor en ir a preparar tus cosas. Si vas a tomar el tren de las doce y cuarto, deberías estar revisando ansiosa que no te olvidas de nada. Aquí está llegando ya tu auto.

–Ahora preferiría haber elegido un tren posterior.

–No, no, no debes perder el de las doce y cuarto. Buen tren, saludable. Todo el mundo habla bien de él. Bien, te veo luego, mater. Creo que te convendría correr como una liebre.

–¿Recordarás lo que te dije?

–Oh, absolutamente.

–Adiós, entonces. Estaré de vuelta mañana.

Reggie volvió lentamente a su asiento de piedra. Suspiró enérgicamente mientras buscaba su estuche de cigarrillos. Se sentía como un cervatillo perseguido.

Maud salió de la casa al tiempo que el coche desaparecía al final de la avenida de olmos. Cruzó la galería hasta donde Reggie estaba sentado rumiando sus problemas.

–¡Reggie!

Reggie se volvió.

–Hola, Maud, vieja camarada. Siéntate.

Maud se sentó a su lado. Había un rubor en su bonito rostro, y cuando habló su voz vibró con oculta excitación.

–Reggie –dijo, posando una manita en su brazo–. ¿Somos amigos, no es así?

Reggie le palmeó la espalda paternalmente. Había poca gente mejor que Maud.

–Siempre ha sido así desde los añorados viejos días de la infancia, eh.

–Puedo confiar en ti, ¿no?

–Por completo.

–Hay algo que quiero que hagas por mí, Reggie. Tendrás que mantener el secreto con siete cerrojos, por supuesto.

–El hombre fuerte y silencioso. Ése soy yo. ¿De qué se trata?

–Esta tarde irás hasta la ciudad en tu coche, ¿no es así? Para recoger a Percy.

–Ésa era la idea.

–¿Podrías, en cambio, ir por la mañana, y llevarme?

–Por supuesto.

Maud sacudió la cabeza.

–No sabes en qué te metes, Reggie, o estoy segura de que no aceptarías tan a la ligera. Sabes que no me dejan salir del castillo, a causa de lo que ya te conté.

–¿El tipejo?

–Sí. De modo que habrá escenas terribles si alguien se entera.

–No te preocupes, vieja mía. Correré el riesgo. Nadie sabrá tu secreto de estos labios.

–Eres un encanto, Reggie.

–Pero ¿cuál es la idea? ¿Por qué quieres ir precisamente hoy?

Maud miró encima de su hombro.

–Porque... –bajó la voz, aunque no había nadie cerca–. ¡Porque él ha vuelto a Londres! Es una especie de secretario, ¿sabes, Reggie?, de su tío; esta mañana leí en el diario que el tío ha vuelto ayer tras un largo viaje en su yate. Así que él debe haber vuelto también. Tiene que ir a todas partes con su tío.

Y doquiera fuera el tío, detrás iba el tipejo* –murmuró Reggie–. Perdón, no quise interrumpirte.

–Debo verlo. No lo he visto desde el verano, ¡casi un año entero! Y él no me ha escrito, y yo no me he atrevido a escribirle a él, por miedo a que la carta llegase a otras manos. Ya ves, tengo que ir. Hoy es mi única oportunidad. Tía Caroline se fue. Padre estará en el jardín y no se dará cuenta de si estoy o no. Y, además, mañana será demasiado tarde, porque Percy estará aquí. Él es quien está más furioso que nadie con este tema.

–El perfecto aristrócata presumido, Percy –convino Reggie–. Entiendo perfectamente. Dime qué quieres que haga.

–Quiero que me recojas con el auto a una media milla de aquí. Me dejas en Piccadilly: estaré lo bastante cerca del lugar al que voy. Pero lo más importante tiene que ver con Percy. Debes persuadirlo a que se quede a cenar en la ciudad y vuelva después de la cena. Entonces podré volver en el tren de la tarde, y nadie sabrá que me he ido.

–Bastante sencillo, ¿eh? Considéralo hecho. ¿Cuándo quieres partir?

–De inmediato.

–Me daré una vuelta por el garage y recogeré el auto. –Reggie rió asombrado–. ¡Qué coincidencia! La mater me acaba de decir que debiera sacarte a pasear en el coche!

–¡Eres un encanto, Reggie, realmente!

Reggie le dio otra palmada paternal.

–Sé lo que significa estar enamorado, mi vieja amiga. A propósito, Maud, ¿te parece que el amor desacomoda tu golpe? Quiero decir, ¿te hace pegar los approachs con slice?

Maud se rió.

–No. No ha tenido hasta ahora ningún efecto en mi juego. Hice la vuelta en ochenta y seis el otro día.

Reggie suspiró con envidia.

–¡Las mujeres son maravillosas! –exclamó–. Bueno, a mover las piernas e ir por el coche. Cuando estés lista, date una vuelta por el camino y espérame.

Cuando él se hubo ido, Maud sacó un pequeño recorte de periódico de su bolsillo. Lo había cortado del ejemplar del día anterior de las columnas de sociedad del Morning Post. Contenía sólo unas pocas palabras.

"Mr. Wilbur Raymond ha regresado a su residencia de Belgrave Square Nro. 11 luego de un prolongado viaje en su yate, el Siren".

Maud no conocía a Mr. Wilbur Raymond, y aún así el párrafo le hizo rebullir la sangre en cada vena de su cuerpo. Pues, como le había dicho a Reggie, cuando los Wilbur Raymonds de este mundo vuelven a sus residencias ciudadanas, traen consigo a su sobrino y secretario, Geoffrey Raymond. Y Geoffrey Raymond era el hombre al que Maud había amado desde el día en que se habían conocido en Gales.


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