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–Si me permite, señor, una observación...

–Lo permito observar lo que le plazca –dijo el árbitro, amable–. Veinticinco.

–El reglamento dice...

–Ya he manifestado mi decisión. ¡Veinticinco! –Sobre la mejilla oficial se hizo visible una mancha colorada. El árbitro, que venía siendo hostigado desde la patada inicial, comenzaba a sentirse molesto.

–La pelota salió sin rebotar, y el reglamento dice...

–¡¡VeintiCINCO!! –gritó el árbitro–. Estoy perfectamente al tanto de lo que dice el reglamento –y sopló su silbato a modo de conclusión. El secretario del Bargees' F.C. se retiró a desgano, y el juego se reinició.

El partido contra los Bargees era una institución curiosa. El verdadero nombre del contrincante era Viejos Crockfordianos. Unos años atrás, cuando el secretario de St. Austin's recibió de ellos un desafío, razonó consigo mismo del siguiente modo: "No me suena mal. ¿Viejos Crockfordianos? Nunca había oído hablar de Crockford. Debe ser alguna private school*Un internado pago para estudios secundarios, de acceso restringido. grande, vaya uno a saber dónde. En cualquier caso, tienen que ser unos tipos decentes". Así que arregló la fecha para el encuentro. Luego se supo que Viejo Crockford era un poblado y que, a juzgar por el aspecto del equipo que se presentó el día de la batalla, los Viejos Crockfordianos se reclutaban exclusivamente entre la escoria de dicha localidad. Usaban camisetas verdes con un leopardo dorado en el corazón, y sobre el pecho se leía en grandes caracteres C.F.C. Un par de los outsides llevaban gorra, y el equipo en masa insistía en cuestionar las decisiones del árbitro con aspereza. Por desgracia, el primer año vio cómo un débil equipo de austinianos recibía una paliza de las feas, de modo que borrar la mácula se convirtió en una cuestión de honor que había que resolver antes de eliminar estos encuentros del calendario deportivo. Al año siguiente tampoco hubo suerte. Los Bargees se las arreglaron para anotar un penal en la primera mitad, y ganaron con eso. En la temporada siguiente empataron, y para entonces el asunto se había convertido en un evento anual.

Esta vez, sin embargo, la Escuela se estaba tomando revancha. Los Bargees habían traído del norte a un jugador de cierta reputación, y tenían un scrum más fuerte que de costumbre. Pero St. Austin había armado un muy buen equipo y se los estaba llevando por delante. En el medio, Charteris y Graham sacaban la pelota en dirección a sus centrales de un modo que hacía que Merevale, quien se encargaba del rugby en la Escuela, sintiese que valía la pena vivir. Y una vez que la pelota salía todo sucedía de prisa. MacArthur, capitán del equipo, con Thomson acompañándolo en el centro y Welch y Bannister como wings, hacían su voluntad con los tres-cuartos de los Bargees. Todos los outsides de la escuela habían anotado, incluso el back, que había marcado un gol con toda pulcritud. El jugador norteño apenas había llegado a tocar la pelota durante el juego y los Bargees estaban comenzando a ponerse inquietos y nerviosos.

El kick-off desde la línea de veinticinco que siguió a la breve discusión referida llegó hasta Graham. Éste, en circunstancias normales, habría pateado; pero cuando se va ganando con comodidad los métodos originales suelen dar resultado. Esquivó a un furioso adversario de verde y amarillo y partió a lo largo del touch-line. Casi había llegado cuando trastabilló. Se recuperó, pero era demasiado tarde. Antes de poder pasar la pelota ya tenía a alguien encima. Graham no era muy pesado, y su oponente era un sujeto musculoso. Perdió contacto con el piso y un momento después los dos caían juntos, con Graham debajo. Un dolor agudo le atravesó el hombro.

De entre la multitud surgió un doctor (en todas las multitudes hay un doctor) y lo examinó.

–¿Es grave? –preguntó el árbitro.

–La clavícula –dijo el médico–. Lo de siempre, sabe. Una quebradura fea. Por supuesto, no es nada peligroso. En cosa de un mes estára bien. Sáquelo del juego. Qué lástima. ¿Faltaba mucho para el entretiempo?

–No. Precisamente estaba por pitar cuando sucedió.

El guerrero herido fue retirado, y el árbitro llamó al entretiempo.

–Y ahora, Charteris –dijo MacArthur–, ¿a quién cuernos voy a poner de half por Graham?

–Rogers solía jugar de half en su niñez, si no me equivoco. Pero ¿viste cómo lo agarró del cuello? ¿No se puede protestar, o algo?

–Mi viejo, ¿qué puedo hacer? Estamos en nuestro terreno. Estos animales de los Bargees son visitantes, si lo piensas. Me gustaría retorcerle el pescuezo al tipo que lo hizo. No pude ver quién era, ¿y tú?

–Bien que lo vi. El secretario. El de la barba. Voy a hacer que Prescott lo marque durante lo que queda.

Prescott era el tacleador más recio de la Escuela. Aceptó el encargo encantado, y prometió que en cuanto al barbudo daría lo mejor de sí.

Ciertamente, Charteris le suministró para ello todas las oportunidades. Cada vez que despejaba la pelota la arrojaba limpiamente hacia el criminal de la barba, y Prescott, que se le había pegado más que un hermano, por regla general ya lo había tacleado antes de que el otro se diese cuenta de lo que estaba pasando. Al cabo de un rato el secretario adquirió un aire meditabundo, y cada vez que había un line-out iba a pararse entre los tres-cuartos. Esto hizo que gran parte de la justa represalia que Charteris había planeado se frustrara, pero una o dos veces tuvo el placer y el privilegio de taclearlo por cuenta propia. El partido terminó con el adversario en pie, pero considerablemente vapuleado. También estaba bastante molesto. Mientras abandonaban el campo habló con Charteris sobre el tema.

–Te estuve mirando –le dijo, sin más preámbulo.

–Espero que le haya resultado agradable –dijo Charteris.

–Sólo espera.

–No lo dudo. Cuando ande por la zona, estoy seguro de que...

–Ya volverás a saber de mí.

–Mire cómo tiemblo –dijo Charteris con jovialidad, y se separaron.

Charteris se metió en su blazer y corrió tras Welch y MacArthur, con quienes hizo el camino de regreso a la residencia. Los tres estaban en Merevale's.

–Pobre Tony –dijo MacArthur–. ¿Dónde lo llevaron? ¿A la residencia?

–Sí –dijo Welch–. Creo, Bebé, que deberías dar de baja el partido del año que viene. Diles que tenemos el calendario completo, o algo por el estilo.

–No lo sé. Se supone que los partidos de esta clase siempre son fuertes. Después de todo, nosotros también tacleamos con alma y vida. Sé que yo siempre trato de hacerlo. Si después resulta que el tipo es propenso a quebrarse, bueno, es a él a quien corresponde cuidarse –dijo el sanguinario Bebé.

–Mi muy estimado –dijo Charteris–, no hay punto de comparación entre un tacle decente y una agarrada sucia como la que volteó a Tony. Para quebrar una clavícula hace falta mala intención.

–Pero, si lo piensas, el tipo tiene que haber estado fuera de quicio. No se puede esperar que alguien conserve un temple angelical cuando su equipo está recibiendo una paliza por treinta puntos.

El Bebé era una de esas personas excelentes en todo sentido que siempre que pueden tratan de mantener una ecuanimidad universal.

–Pero, maldita sea –dijo Charteris indignado–, aunque haya perdido la cabeza no tenía por qué caer así sobre Tony. No fue por el tacle que Tony se lesionó. Ese animal simplemente se le tiró encima como un hooligan. De todos modos, lo hice espabilar un poco antes del final. Le di a Prescott instrucciones de que lo borrara con la marca. ¿Alguna vez te ha agarrado Prescott? Eso es educación liberal, puedes creerme. Y ahí tienes: Prescott es el ejemplo ideal. Jamás en su vida ha lesionado a nadie. No me refiero a cuando te deja sin aliento: eso es completamente accidental. Pero ya ves. Prescott pesa noventa kilos, y todo eso es músculo, y carga como un ariete. No se puede negar. Va con todo lo que tiene, y lo peor que ha hecho es dejar a un tipo fuera durante dos minutos hasta que recupera el aliento. Compáralo ahora con este sujeto de los Bargees: éste pesa diez kilos menos y es mucho menos fuerte, y sin embargo va y le rompe a Tony la clavícula. No digo que estés equivocado, Bebé, pero tampoco puedes negarlo. Prescott te taclea limpio, y el Bargee te agarra del cuello.

–Sí –dijo MacArthur–, supongo que tienes razón.

–Y vaya que sí –dijo Charteris–. Me hubiera gustado romperle el pescuezo.

–De paso –dijo Welch–, te vi hablando con él después del partido. ¿Qué te dijo?

Charteris se echó a reír.

–Por Júpiter, me había olvidado. Dijo que volvería a saber de él, y que sólo tenía que esperar.

–¿Y tú qué le dijiste?

–Me porté muy bien. Le sugerí que pasara a verme cuando anduviese por la zona, intercambiamos otros comentarios cordiales y nos separamos.

–Me preguntó si lo habrá dicho en serio.

–Creo que pretende tenderme una emboscada con un cinturón de hebilla. No volveré a salir si no me acompaña el Viejo o algún otro guardaespaldas competente. "Atroz atentado: escolar de St. Austin asesinado salvajemente". Se vería muy bien en los titulares.

Welch siguió porfiando sobre el tema.

–No, Charteris, fíjate bien –dijo con seriedad–, no estoy bromeando. Mira: el tipo vive en Stapleton, y si sabe algo de las reglas de la Escuela...

–Probablemente no sabe nada. ¿Por qué iba a conocerlas?

–Si sabe algo de las reglas, sabrá que Stapleton está fuera de los límites, y bien puede verte por allí y denunciarte a Merevale.

–Sí –dijo MacArthur–. Te diré una cosa: harías bien en dejar un poco esas expediciones tuyas a Stapleton. Sabes que si no estuviera fuera de los límites no pisarías el lugar ni una vez al mes. El próximo curso serás prefecto*Alumno senior de una residencia, a cargo de uno de los dormitorios.. Si yo fuera tú, esperaría hasta entonces.

–Pero, mi querido muchacho, ¿qué tiene de importante? Lo peor que puede pasarle a uno por salir de los límites es recibir un par de cientos de versos, y yo ya tengo un stock de cuatrocientos. Además, si uno nunca sale de los límites, la cosa se pone aburrida. Yo por mi parte, cada vez que voy a Stapleton, me siento como una cruza entre Dick Turpin y Maquiavelo. Una sensación de lo más placentera, como si te corriera melaza tibia por la espalda. Doscientos versos es un muy buen precio.

–Eres todo un imbécil –dijo Welch, ruda pero correctamente.

Welch era un joven que se tomaba demasiado en serio los problemas de los demás. Se preocupaba por ellos. No se trata de un rasgo especialmente común en niños ni en hombres, pero Welch lo había desarrollado en alto grado. Probablemente no hubiese podido explicar con precisión por qué se preocupaba, pero no cabe duda de que lo hacía. La suya era una mente seria y responsable. Compartía un estudio con Charteris (pues Charteris, aunque aún no era prefecto de la Escuela, ya era dueño de parte de un estudio) y observándolo de cerca se había convencido de que Charteris no era responsable de sus actos y necesitaba que alguien lo cuidase. Por lo tanto, se había autodesignado como una especie de ángel guardian hecho a medida y extraoficial. Sus obligaciones eran muchas y la remuneración demasiado exigua.

–La verdad, sabes –dijo MacArthur–, no le veo el punto a toda esta locura tuya. No sé si lo habrás notado, pero el Viejo últimamente está poniéndose hasta la coronilla de ti.

–No lo sabía –dijo Charteris–, pero me alegra oírlo. ¡Diantre! Me mueve un prrofundo rrencorr contra ese individuo. Bajo mi maldición aquel místico ha de sufrir, coûte que coûte, Matilda*Cita de "The Sailor Boy to his Lass", de W.S. Gilbert.. Se me sentó encima en público, y la mácula sobre mi blasón que de ello ha resultado sólo podrá borrarse con sangre. O violando las reglas –añadió.

Así era en verdad. Escuchando a Charteris hablar del tema se podría pensar que el asunto le parecía ante todo divertido. Esto sólo se debía, sin embargo, al hecho de que al conversar tomaba todo con humor. Pero, al igual que el loro aquel, menos decía y más pensaba*. El verdadero casus belli había sido una cuestión trivial. O, por lo menos, un simple espectador la habría considerado trivial. Había ocurrido del siguiente modo: Charteris era miembro del cuerpo armado de la Escuela. La oficina de ese cuerpo se hallaba entre los edificios de la Escuela destinados a los juniors. Charteris había ido a devolver su rifle a ese templo de Marte luego de unas maniobras de mediodía, y al salir al pasillo se había encontrado en medio de un alboroto de juniors que no salía de lo ordinario. A alguien se le había caído la gorra, y dos equipos improvisados la estaban usando para jugar al fútbol. Ahora bien, Charteris no era un prefecto (dicho sea de paso, ésta era otra fuente de amargura para él contra los Poderes, porque estaba en Sexto, en un nivel bastante avanzado, y había otros de su grupo como Welch, Thomson y Tony Graham que también estaban en Sexto –los dos últimos por debajo de él– y que ya habían recibido gorras de prefecto). No siéndolo, habría sido una intromisión de su parte detener el juego. De modo que ya pasaba de largo con lo que Mr. Hurry Bungsho Jabberjee, B.A*., habría denominado "una radiante sonrisa de indescriptible suavidad" cuando un miembro de uno de los equipos enfrentados, al efectuar un dribble del tipo G.O. Smith*, se había estrellado contra él. A fin de mantener el equilibrio (como defensa esto ha de parecer bastante débil, pero "me limito a relatar los hechos") se agarró del discípulo de Smith en medio del aplauso general, y en ese preciso momento apareció en escena un nuevo actor: el Director. El caso es que, de todas las cosas que caían dentro de su jurisdicción, lo que más disgustaba al Director era ver a un senior alborotando con un junior. Tenía un concepto muy elevado de la dignidad de los seniors, y hacía todo lo que estaba a su alcance para sostenerla. Cuanto mayor era el número de juniors con los que un senior era descubierto alborotando, mayor era la atrocidad de la ofensa cometida. Ahora la evidencia apuntaba contra Charteris. Todas las apariencias externas indicaban que no era sino un participante más del improvisado partido. Los rayos suaves y fascinantes de su sonrisa, por seguir citando a Mr. Jabberjee, aún no habían desaparecido de su rostro. Con una o dos palabras bien elegidas los labios directoriales dieron fin prematuro al partido de fútbol, y Charteris ya seguía su camino cuando oyó que el Director lo llamaba. Se detuvo. El Director estaba enfadado. Tan enfadado, incluso, que hizo lo que en momentos más lúcidos no habría hecho. Le echó la bronca a un senior al alcance de los oídos de un grupo de juniors, uno de los cuales (no identificado) dejó escapar una risita. Tal como había observado Charteris en otras ocasiones, cuando el Viejo se proponía tomarle a uno las medidas no dejaba fuera gran cosa. El sermón que le dedicó no fue largo, pero cubrió un terreno amplio. La parte que más le dolió a Charteris, y que le había seguido doliendo desde entonces, era aquella en la que había aparecido la palabra "bufón". Quienes tienen sentido del humor y que (naturalmente) disfrutan llevándolo a la práctica detestan que se los llame bufones. Era el único punto débil de Charteris. Todos los demás epítetos insultantes le resbalaban, sin herirlo ni causarle la menor molestia, pero lo de "bufón" penetró hasta la empuñadura. Y, para usar –por última vez, lo prometo– las palabras de Mr. Jabberjee, había acotado (mentalmente): "A partir de esta hora he de perpetrar montañas de los delitos más abominables". Y en verdad desde aquel momento había emprendido una cruzada personal para violar reglas sólo porque eran reglas. Lo que le dolía era la injusticia del asunto. Nadie detesta tanto ser castigado injustamente como aquel que viene eludiendo docenas de castigos sólo porque no lo han descubierto. Hasta cierto punto, puede decirse que Charteris se desbocó. Se escapó de los límites y estudió poco, y, como había comenzado a notar lentamente, terminó aburriéndose de todo eso. Sin embargo, su dignidad ofendida aún lo mantenía firme, por mucho que desease retomar un tipo de existencia menos febril.

–Me mueve un prrofundo rrencorr contra ese individuo –dijo.

–Verdaderamente eres un idiota –dijo Welch.

–Welch –explicó Charteris a MacArthur– es un muchacho hecho de fibra dura. No entiende los sentimientos más refinados. No llega a ver que hago todo esto sólo por el bien del Viejo. La letra con sangre entra. Cambiémonos y vayamos a ver a Tony. Debe estar en la enfermería.

–Está bien –dijo el Bebé mientras entraba a su estudio–. Apuraos. Echaré una moneda para ver quién de vosotros se baña primero.

Charteris y Welch siguieron adelante hacia su propio sanctum.

–Sabes –dijo Welch con seriedad, mientras se agachaba para desatarse las botas–, bromas aparte, de verdad eres una mula. Quisiera que te dieses cuenta.

–No te preocupes, pimpollo –dijo Charteris–, todo saldrá bien. Me cuidaré.

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