La maniobras de Charteris : Capítulo 4
–Voy a ir, Bebé –dijo Charteris a la noche siguiente.
El Sexto tendría al día siguiente un día de ocio, dado que se había producido esa cierta calma en las tareas escolares que se da una vez a la semana, cuando no hay ninguna clase de composición para hacer. El Sexto tenía que hacer cuatro composiciones por semana (dos en griego y dos en latín), y fuera de eso no se preocupaba gran cosa por el estudio nocturno. Los autores latinos que estaban haciendo eran Livio y Virgilio, y cada vez que uno de éstos aparecía en el programa del día siguiente la mayor parte del Sexto consideraba que tenía justificación para tomarse la noche libre. Confiaban en su capacidad para traducir a ambos autores "a primera vista" y sin haberse familiarizado previamente con ellos. El concepto popular de que Virgilio es difícil pocas veces afecta a los alumnos de una public school*Un internado pago para estudios secundarios.. Hay dos maneras de traducir a Virgilio, la responsable y la otra; y ellos prefieren la otra.
Esta noche en particular el trabajo estaba fuera de discusión. Merevale había ido al Salón Principal a tomar exámenes, y los merevalianos del Sexto estaban reunidos en asamblea en el estudio de Charteris con el objeto de conversar sobre las cosas en general. Fue después de una pausa de unos instantes, subsiguiente a una discusión de las perspectivas de la residencia en la próxima final, que Charteris habló.
–Voy a ir, Bebé –dijo.
–¿Ir dónde? –preguntó Tony desde las profundidades de una tumbona.
–El Bebé sabe.
El Bebé se volvió hacia la asamblea y explicó.
–Este lunático va a participar en la milla para forasteros de una competencia en Rutton la semana que viene. Lo van a descubrir, seguro. Pero él no se da cuenta. Nunca vi un tipo así.
–Formad un corro –dijo Charteris– y razonemos juntos. Yo escucharé. Tony, ¿qué piensas al respecto?
Tony expresó su opinión tajantemente, y Charteris se la agradeció. Welch, que había estado leyendo, cobró conciencia de que había una discusión en curso y pidió detalles. El Bebé explicó una vez más, y Welch corroboró entusiasmado las observaciones de Tony. Charteris le agradeció también.
–En realidad no vas a ir, ¿no? –preguntó Welch.
–Ya lo creo que sí –dijo Charteris.
–El Viejo no te dará permiso.
–No voy a andar preocupando a ese pobre hombre con estas minucias.
–Pero está varias millas fuera de los límites. Para empezar, la estación de Stapleton está fuera de los límites. Tampoco está permitido andar en tren, y Rutton está aun más fuera de los límites que Stapleton.
–Y puesto que hay una competencia allí –dijo Tony–, es seguro que el Viejo va a declarar Rutton especialmente fuera de los límites ese día. En ningún caso le gusta que alguien de St. Austin's vaya a un lugar donde sucede algo.
–No me importa. ¿Qué significan para mí los mezquinos prejuicios del Viejo? Ahora, veamos mi horario de trenes. Aquí está. Entonces...
–No seas idiota –dijo Tony.
–Por cierto que no lo soy. Mirad, hay un tren que sale de Stapleton a las tres. Puedo tomarlo sin problemas. Llega a Rutton a las tres y veinte. La competencia empieza a las tres y cuarto. O al menos se supone. Asumo que a las cinco ya habrá terminado. Por lo menos ya lo habrá hecho mi carrera, aunque debo quedarme a ver cómo el sobrino del Habitante Más Anciano gana el galope del huevo y la cuchara. Pero eso tendría que venir antes de la milla para forasteros. Hay un tren de regreso que sale a las cinco y cuarto. Llega a las seis menos cuarto. El cierre es a las seis y cuarto. Eso me da media hora para el tramo desde Stapleton. ¿Qué más queréis? Será fácil, y... las probabilidades de que me descubran son de uno contra veinticinco. Si en esos términos alguno de los caballeros presentes desea apostar su dinero, estoy dispuesto a recibirlo. Y ahora os deleitaré con una melodía, si os portáis bien.
Fue hasta el armario y extrajo un gramófono. En el pasado, los instrumentos musicales de Charteris habían sido prohibidos terminantemente por las autoridades, como consecuencia de lo cual había acumulado un buen número de ellos. Por fin, en cuanto se puso de manifiesto que no existía ninguna regla contra el uso de instrumentos musicales en la residencia, Merevale había cedido. Sí se observó rígidamente la regla de que Charteris sólo podría tocar antes del prep*Horario de estudio, normalmente por la tarde., excepto cuando Merevale estaba en el Salón y el Sexto no tenía trabajo para hacer. En esas ocasiones Charteris sentía que tenía justificación para violar las reglas. Tenía un gramófono, un banjo, un penny-whistle* y una armónica. El banjo (que tocaba realmente bien) era el más popular, pero el gramófono también era muy requerido.
–Pon Whistling Rufus* –sugirió Thomson.
Se oyó Whistling Rufus, seguido de Campanillas*.
–Esta canción siempre me hace llorar –dijo Tony.
–Es bonita, ¿no? –dijo Charteris.
El resto de mi vida prometo ser tu amor.
Te traje campanillas – grrrhhrh.
La aguja del gramófono, como todas las de su especie, se arrastró por la superficie del disco, y el resto de la balada se perdió.
–Así –dijo Charteris– es como me siento con respecto al Viejo. Yo sería su corazón, si él quisiera ser el mío. Pero él no avanza, y la mácula sobre mi blasón aún no ha sido borrada. Debo confesar que todavía no he hecho la prueba de traerle campanillas, ni me he ofrecido para ser su amor por el resto de mi vida, pero sí he sido muy amable con él en otros aspectos.
–¿Todavía te tiene en la mira? –preguntó el Bebé.
–En los últimos tiempos no ha hecho gran cosa. Actualmente estamos en tregua. ¿Os he contado cómo me anoté un punto en Stapleton?
–Nos lo has contado unas cien veces –dijo el Bebé sin delicadeza–. Pero te voy a decir una cosa: será él quien anote si llegas a ir a Rutton.
–Esperemos que no.
–No lo hará –dijo Welch de pronto.
–¿Por qué?
–Porque no irás. Te apuesto lo que quieras a que no irás.
Esto terminó de decidir a Charteris. Era el tipo de observación que siempre lo afectaba como un energizante. Desde un principio había tenido intención de ir, pero fueron las palabras de Welch las que terminaron de sellar el asunto. Uno de sus lemas de uso diario era "No dejes que Welch se anote un punto contigo".
–Perfecto –dijo–. Está claro que iré. ¿Qué querríais escuchar a continuación en este aparato?
Llegó el día de la competencia, y cuando el Bebé encontró a Charteris en la puerta de Merevale's hizo un último intento por desviarlo de su propósito.
–¿Cómo vas a llevar tus cosas? –preguntó–. No puedes andar con una bolsa. El primer pico que te encuentre empezará a hacer preguntas.
Si esperaba que ése fuese un argumento demoledor, se llevó una decepción.
Charteris palmeó una hinchazón el uno de los bolsillos de su saco.
–Pantalones –dijo, lacónico–. Camiseta –dijo, haciendo lo mismo con el otro bolsillo–. ¿Zapatillas? –a modo de conclusión–. Observarás que llevo en la mano un paquete de papel madera, y si alguien quiere saber que és, le diré que son caramelos ácidos. ¿Estás seguro de que no quieres venir?
–Más que seguro, gracias.
–Muy bien. Entonces, hasta la vista. Pórtate bien mientras estoy ausente.
Y tomó el camino que llevaba a Stapleton.
El Campo de Deportes de Rutton mostraba, en palabras del Stapleton Herald de la semana siguiente, "un aspecto alegre y animado". La multitud reunida era mayor de lo que Charteris había esperado. Se abrió camino, resistiéndose sin dificultad a las propuestas de un caballero de voz ronca que le ofrecía tres contra dos por un tal Quique algo en las cien yardas, y llegó por fin a la tienda-vestuario.
En este punto se le ocurrió que sería atinado averiguar cuándo comenzaba su carrera. Era un día más bien frío, y mientras menos tiempo anduviera sólo de shorts, mejor. Compró un programa corregido de dos peniques y lo revisó. La milla para forasteros comenzaba a las cuatro y cincuenta. Todavía le quedaba una hora antes de que hubiese necesidad de cambiarse. Deseó que las autoridades hubiesen dispuesto el evento más temprano.
A las cuatro cincuenta el tiempo le quedaba justo. La carrera terminaría a eso de las cinco menos cinco, y tenía diez minutos de caminata hasta la estación, o menos si corría. Eso le daba diez minutos para recuperarse de los efectos de la carrera y volver a ponerse la ropa de calle. Tendría que hacerlo de prisa. Pero ya que había llegado tan lejos no iba a volverse sin participar en la carrera. Si abandonaba, ya no podría volver a andar con la cabeza en alto. Dejó el vestuario y salió a pasear por el campo.
La escena que vio era muy distinta de cualquier cosa que hubiese presenciado antes en materia de deportes. Los deportes en St. Austin's mantenían un cierto grado de decoro. Aquí, en cambio, parecían inclinarse por el festival. Era como ir a las carreras, salvo que los que corrían eran hombres y no caballos. Durante la mayor parte del año Rutton era un lugar tranquilo, pero ese día despertaba y evidentemente tenía intenciones de divertirse. Los hooligans rurales pululaban, y aunque en ese momento estaban más o menos tranquilos, la frecuencia con que visitaban los distintos stands de refrescos mantenía en pie la promesa de tiempos más interesantes en el futuro. Charteris tenía la sensación de que esa tarde no se iba a aburrir.
La hora no tardó en transcurrir y Charteris, tras ver cómo el nieto del Habitante Más Anciano ganaba por robo la competencia del huevo y la cuchara, se dirigió a la tienda-vestuario y comenzó a ponerse sus ropas de corredor. La campana de su carrera comenzó a sonar en el preciso instante en que dejaba la tienda. Fue trotando hasta la largada.
Al parecer, el "campo" no era muy grande. Había dos jóvenes flacuchos vestidos de rosa arrebolado, de aproximadamente la misma edad que Charteris, y tras ellos apareció casi en seguida un hombre muy alto y delgado. Charteris acababa de quitarse el saco y estaba por ocupar su sitio en la línea cuando llegó otro competidor, que a juzgar por el aplauso que saludó su aparición era un favorito local. Charteris, sorprendido, comprobó que el recién llegado no era otro que su viejo conocido, el secretario de los Bargees.
Llevaba atuendo de corredor de color naranja brillante, y cuando alguien entre la multitud gritó "¡Arriba, Jorgito!" aceptó el tributo como cosa de hecho y agitó una mano condescendiente en dirección de quien había hablado.
Pasó un rato antes de que reconociese a Charteris, y éste ya había tenido tiempo de decidir su línea de acción. Si buscaba alguna manera de esconderse, el sujeto se daría cuenta de que esta vez al menos, y por usar una expresión adecuada aunque no sancionada por los clásicos, se había escapado, y habría problemas. Si se hacía el inocente, en cambio, había al menos una posibilidad de lograr que el otro imaginase que las apariencias lo engañaban y que, de algún modo misterioso, realmente había obtenido permiso para ir a Rutton ese día. Después de todo, el hombre no sabía mucho sobre las reglas de la Escuela, y el recuerdo de su último chasco lo haría pensarlo dos veces antes de volver a jugar al policía aficionado, especialmente si estaba Charteris de por medio.
De modo que sonrió con afabilidad y expresó su esperanza de que el otro gozase de buena salud.
El hombre, por toda réplica, le clavó una mirada fija y sin afectación.
–¿Y no ha pasado a ver al Director últimamente? –preguntó Charteris.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–Voy a correr. Espero que no le moleste.
–Estás fuera de los límites.
–Eso es lo que dijo la última vez. Le convendría hacer averiguaciones antes de levantar testimonios apresurados. De otro modo, no se sabe qué puede suceder. Tal vez Mr. Dacre me dio permiso.
El hombre articuló una reconvención entre dientes, pero declinó continuar la conversación. Tal como Charteris había previsto, se estaba preguntando si verdaderamente le habían dado permiso. Era un problema difícil.
Sea como resultado de este debate mental, o simplemente a causa de sus limitaciones como corredor, lo cierto es que el secretario de los Viejos Crockfordianos no se lució en la milla para forasteros. Llegó penúltimo, venciendo por sólo un pie al deportista de rosa. Luego de un cierre muy disputado, Charteris fue derrotado sobre el final por uno de los jóvenes flacuchos que en las últimas doscientas yardas mostró una sorprendente capacidad para el pique, sobrepasando a Charteris (que había llevado la delantera desde el principio) con estilo depurado y anotándose lo que el Stapleton Herald describió como "una victoria muy popular".
En cuanto hubo recuperado su cuota de aliento normal –lo cual no sucedió hasta pasado un buen rato–, Charteris se percató de que si quería alcanzar el de las cinco y cuarto de regreso a Stapleton tenía que comenzar a cambiarse. Volvió a la tienda-vestuario y, al consultar su reloj, comprobó horrorizado que sólo tenía diez minutos por delante, sabiendo que la caminata hasta la estación le llevaría unos cinco minutos largos. Se zambulló literalmente en sus ropas e, ignorando al Bargee que había entrado a la tienda y aparentemente quería continuar la discusión en el punto en que se había interrumpido, salió disparado hacia la salida más cercana a la estación. Tenía exactamente cuatro minutos y veinticinco segundos para completar el recorrido, y acababa de correr una milla.