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Aproximadamente una semana después del partido contra los Bargees las reglas con respecto a los límites se volvieron más estrictas, con gran indignación popular. La pena por visitar Stapleton sin permiso pasó de doscientos versos a dos clases extra. Lo que hacía particularmente perniciosas a las clases extra era que interferían con el ejercicio del rugby, dado que el criminal debía permanecer en clase desde las dos hasta las cuatro en días normalmente libres por la tarde, de modo que estaba obligado a abandonar cualquier compromiso de índole deportiva, a menos que quisiera salir a correr en soledad después de esa hora. Durante la temporada de cricket el efecto no era tan letal: todavía se podía llegar a participar en unos innings*Turno de bateo. después de las cuatro, siquiera en las nets. Pero durante la temporada de rugby (esta historia transcurre en febrero) quedarse extra significaba la ruina completa de todo aquello que hacía soportable la vida, y la Escuela protestó (entre sí, recluida en la privacidad de los estudios) con voz nada vacilante contra esta bárbara novedad.

La razón del cambio había sido sencilla. En Stapleton, en una esquina de la High Street, tenía su tienda un vendedor de tabaco, y a Mr. Prater, que había salido una mañana a dar un paseo y a reabastecerse de Pioneer, le interesó observar cómo P.St.H. Harrison, de Merevale's, adquiría una partida de cigarrillos marca La Chica de mi Corazón (a dos peniques y medio el paquete de veinte, y un póster de Lord Kitchener*Póster usado en la campaña de reclutamiento del ejército inglés durante la Primera Guerra Mundial. de regalo). Ahora bien: Mr. Prater tenía uno de los espíritus más deportivos del claustro docente. Si sólo hubiese hallado a Harrison fuera de los límites y contase con alguna posibilidad de pasar por alto su presencia lo habría hecho así. Pero en el interior de un negocio pequeño este comportamiento era imposible. No había manera de paliar el crimen. El comerciante de tabaco, que trataba de jugar sobre seguro, atraía a la población juvenil del vecindario mediante la venta de algunas marcas raras de golosinas, pero resultaba demasiado obvio que Harrison no había ido a buscar de éstas. Su mirada albergaba la culpa, y su mano el atado de cigarrillos. Además, tenía la gorra de su residencia firmemente plantada en la nuca. Mr. Prater terminó de comprar su Pioneer y salió sin emitir palabra. Esa noche, Harrison recibió el anuncio de que el Director deseaba verlo. El Director vio a Harrison, aunque durante cierto lapso de la entrevista Harrison no vio al Director, puesto que se había vuelto de espaldas por pedido expreso de éste. Al día siguiente, Stapleton fue declarado doblemente fuera de los límites.

Tony todavía estaba en cama, y no había oído las noticias cuando Charteris pasó a verlo la tarde del día en que se había publicado el edicto.

–¿Cómo sigues? –preguntó Charteris.

–Bueno, bastante bien. Pero muy aburrido.

–La pitanza parece buena –dijo Charteris, y con aire ausente tomó una porción de tarta.

–No está mal.

–Y no tienes que hacer tareas.

–No.

–Entonces, muchacho, me parece que la estás pasando de maravilla. ¿Qué es lo que no te gusta?

–Es muy aburrido estar solo todo el día.

–Eso te hace apreciar aun más la conversación intelectual (por ejemplo la mía), cuando tienes la oportunidad.

–Quiero algo para leer.

–Te he traído Composición de prosa griega, de Sidgwick*, si quieres. Llena de historias picantes.

–Ya las leí, gracias.

–¿Y qué tal el Homero de Jebb*? Te gustará. Tremendamente interesante. Prueba que nunca existió ningún Homero, y que la Ilíada y la Odisea fueron producto de la evolución. Estilo general, ameno y divertido. Vas a rugir de la risa.

–No seas idiota. Simplemente, me muero por algo para leer. ¿No tienes nada?

–Ya has leído todo lo que tengo.

–¿Y Welch no tiene libros?

–Ni uno. Cuando quiere leer, toma uno de los míos. Pero te diré lo que voy a hacer, si quieres.

–¿Qué?

–Iré a Stapleton y le pediré algo a Adamson. –Adamson era el médico del Colegio.

–Por Júpiter, no es mala idea.

–Es una idea excelente, que sólo a un genio podría habérsele ocurrido. Adamson y yo hemos sido bastante amigos desde que tuve gripe. A veces voy a tomar el té a su casa, y hablamos de medicina. ¿Alguna vez trataste de hablar de medicina durante el té? Nada como eso para abrirte el apetito.

–¿Tiene algo legible?

–Y vaya. ¿Probaste alguna vez algo de James Payn*Novelista inglés (1830-1898).?

–Leí Terminations o algo así –dijo Tony, dubitativo–; pero es muy difícil.

–Por favor –dijo Charteris entristecido–, no vuelvas a decir cosas como ésa. Terminations es de un tal Henry James*Escritor estadounidense (1843-1916), autor de Otra vuelta de tuerca., y hay una notable diferencia entre él y James Payn. Si quieres una breve biografía de James Payn, hela aquí: escribió cien libros más o menos, y todos ellos son simplemente estupendos, y Adamson tiene un buen número de ellos, y espero pedirle prestados un par (cualquier par servirá), y tú los vas a leer. Ya sé que uno siempre tiene prejuicios contra los libros recomendados, pero no tienes opción. No vas a conseguir nada más hasta que hayas terminado con esos dos.

–Está bien –dijo Tony–. Pero Stapleton está fuera de los límites. Supongo que Merevale te dará permiso para ir.

–No lo hará –dijo Charteris–, ya que no pienso pedírselo. Por una cuestión de principios. Hasta la vista.

A la tarde siguiente Charteris se dirigió a Stapleton. Yendo por el camino, la distancia era de casi una milla. Yendo a campo traviesa era mayor, porque era más que fácil perderse.

La casa del Dr. Adamson estaba en la High Street. Charteris llamó a la puerta. La mucama dijo que lo lamentaba, pero el doctor no estaba en casa. Por su tono parecía dar a entender que, si la hubieran consultado, el doctor no habría salido. ¿Quería Charteris pasar y esperarlo? Charteris decidió que sí quería. Esperó media hora y luego, puesto que el médico ausente no daba señales de aparecer, tomó dos libros del estante, escribió una breve nota explicando lo que había hecho y por qué lo había hecho, con la esperanza de que al doctor no le molestase, y salió una vez más a la High Street con sus trofeos literarios.

Ya eran casi las cinco. La hora de cierre era a las seis y cuarto (teóricamente, en realidad, a las seis; pero la puerta siempre quedaba abierta hasta las y cuarto). Le llevaría no más de quince minutos volver, y menos si trotaba. Era obvio que no podía sino pasar un cuarto de hora contemplativo inspeccionando los paisajes del poblado. Por regla general éstos no eran muchos, pero este día en particular resultó de mercado, y estaban pasando multitud de cosas. La High Street estaba repleta de granjeros, vacas y otros animales, y la mayor parte de los primeros ya había recorrido gran parte del camino hacia la embriaguez. Por supuesto, siempre es extremadamente doloroso ver a un hombre en esa condición, pero cuando ese hombre está empeñado en contar una piara de cerdos en constante movimiento el dolor del observador disminuye considerablemente. Charteris paseó por la High Street observando este fenómeno y otros similares con ojos atentos. Frente al Ayuntamiento lo detuvo un completo desconocido en quien, por su conversación, no tardó en reconocer al "personaje" del pueblo. En todos los pueblos rurales pequeños hay un "personaje". No es un mal personaje; menos aun un buen personaje. No es más que un "personaje", liso y llano. Este hombre en particular (o mejor dicho este hombre, porque no tenía nada de particular), al parecer, se aficionó a Charteris a primera vista. Sin violencia, lo acorraló contra un muro e insistió en contarle una anécdota interminable de su oscuro pasado, de un tiempo en que, aparentemente, había sido super de alguna compañía itinerante. El argumento de la anécdota (en la medida en que Charteris pudo seguirlo) se refería a un tour teatral en Dublin, donde uno o varios desconocidos con la peor intención habían esparcido por el escenario varias libras de rapé antes de la representación de Hamlet; y, por lo que contaba el "personaje", cuando el fantasma del padre de Hamlet se la había pasado estornudando a lo largo de su grandiosa escena, no había quedado un ojo seco en toda la sala. El "personaje" había terminado su anécdota y ya iba por la mitad de otra cuando Charteris, al mirar su reloj, se percató de que eran casi las seis. Interrumpió una oración del "personaje" escabulléndose por un lateral y partiendo veloz por la calle. El historiador no pareció afectado. Charteris volvió la cabeza y vio que ya había acorralado a una nueva víctima. Iba así mirando hacia un lado y corriendo hacia otro cuando chocó contra alguien.

–¡Perdón! –dijo Charteris de prisa–. ¡Hola!

Era el secretario de los Viejos Crockfordianos, y a juzgar por el ceño fruncido que ostentaba aquel caballero el reconocimiento había sido mutuo.

–Eres tú, ¿no? –dijo el secretario con su estilo pulido.

–Así lo creo –dijo Charteris.

–Fuera de los límites –observó el tipo.

Charteris se sorprendió. Este dominio del conocimiento técnico por parte de un completo extraño era tan inesperado como grato.

–¿Y qué sabe usted de límites? –dijo Charteris.

–Sé que no te permiten venir aquí, y que vas a tener un mal rato con tu profesor por haber venido.

–Ah, pero es que no se enterará. No se lo diré, y estoy seguro de que usted respetará mi secreto.

Charteris sonrió, confiado.

–¡Ja! –dijo el hombre–. Digo, ¡ja!

Esta palabra, "Ja", tiene algo de definitivo. Da la impresión de cerrar cualquier discusión de modo terminante. Yo, al menos, nunca he hallado a nadie que pueda decirme cuál sería la respuesta adecuada.

–Bueno –dijo Charteris, afable–, no quiero quitarle su tiempo. Debo irme.

–¡Ja! –observó una vez más el individuo–. Digo, ¡ja!

–Una observación de lo más aguda –dijo Charteris–. Eso no se me escapa, pero quisiera que me explicase qué significa exactamente.

–Estás fuera de los límites.

–Da la impresión de que su mente se mueve en círculos. No puede escapar de ese tema de los límites. ¿Cómo sabe que Stapleton está fuera de los límites?

–He estado haciendo averiguaciones –dijo el hombre sombríamente.

–Por Júpiter –dijo Charteris, encantado–, espléndido. Es usted todo un sabueso. ¿Me atrevería a decir que también ha averiguado mi nombre y en qué residencia estoy?

–Tal vez sí –dijo el hombre–, o tal vez no.

–Bueno, ya que lo dice, supongo que una de las dos contingencias ha de ser cierta. Bueno, ha sido todo un placer encontrarlo. Adiós. Debo irme.

–Vendrás conmigo.

–¿Tomados del brazo?

–No quisiera tener que llevarte.

–No –dijo Charteris–, de veras le aconsejo que no lo intente. Voy hacia allá.

Avanzó hasta llegar al camino que llevaba a St. Austin's. El secretario de los Viejos Crockfordianos caminó junto a él con paso decidido.

–Ahora –dijo Charteris, una vez que estuvieron en el camino–, no se preocupe si ve que voy rápido. Tengo prisa.

La idea que Charteris tenía de "ir rápido" consistía en disparar camino abajo al paso que se usa para el cuarto de milla. El movimiento tomó por sorpresa al hombre, pero al cabo de un momento éste ya venía atrás, jadeando con fuerza. Era evidente que no estaba en forma. Charteris tuvo la sensación de que el camino de regreso podía llegar a resultar divertido, a su manera. Cuando hubieron corrido unas trescientas yardas aminoró la marcha y retomó el paso común. En ese momento su compañero hizo evidente su deseo de continuar el viaje con una mano puesta en el cuello de Charteris.

–Si me toca –observó Charteris con sorprendente dominio de las minutiae legales–, será técnicamente un asalto, y lo denunciaré; y, de todos modos, recibirá lo suyo apenas lo intente.

El hombre volvió a considerar la situación y decidió no intentarlo.

A media milla del Colegio Charteris volvió a apretar el paso. Era bueno en la media milla, y su compañero era malo en cualquier distancia. Luego de un lapso más o menos parejo se retrasó, y terminó cosa de cien yardas detrás, en muy malas condiciones. Charteris se lanzó a la puerta de Merevale's con cinco minutos de margen y subió a su estudio para perturbar a Welch con el relato del episodio.

–Welch, ¿recuerdas al Bargee que agarró a Tony del cuello? Bueno, recientemente ha habido toda clase de desarrollos en el asunto. El tipo acaba de seguirme desde Stapleton.

–¡Stapleton! ¿Estuviste en Stapleton? ¿Merevale te dio permiso?

–No. No se lo pedí.

–En serio que eres un idiota. Y ahora este Bargee irá directamente a ver al Viejo, y te denunciará. Me sorprende que no lo hayas pensado.

–Es curioso, pero no lo hice.

–¿Supongo que vio que entrabas aquí?

–Seguro. Ni aun comprando una platea hubiese podido verme mejor. Pero medio segundo; tengo que llevar estos libros a Tony.

Cuando volvió encontró a Welch más serio que nunca.

–Te lo dije. Tienes que ir a ver al Viejo ahora mismo. Acaba de mandarte a buscar. Pero mira, si se trata sólo de copiar versos, no me importa ayudarte a hacer algunos, si quieres.

Charteris estaba conmovido por la generosidad de la oferta.

–Es muy amable de tu parte –dijo–, pero en serio, no importa. Todo estará bien.

Volvió diez minutos más tarde, sonriendo.

–Y bien –dijo Welch–, ¿qué te dio?

–Cariños para ti. La cosa fue así. Primero me preguntó si no era perfectamente consciente de que Stapleton estaba fuera de los límites. "Señor", le dije, "lo he sabido desde mi más tierna infancia". "Ah", me dice, "¿y Mr. Merevale le dio permiso para ir hoy por la tarde?" "No", le digo, "en ningún momento consulté al caballero que usted menciona".

–¿Y bien?

–Entonces me sermoneó como diez minutos, y por fin me dio extra para los dos próximos sábados.

–Lo suponía.

–Ah, pero todavía falta el epílogo. Cuando hubo terminado, yo dije que lo lamentaba si había malinterpretado las reglas, pero pensaba que bien se puede ir a Stapleton si se ha obtenido permiso de un profesor. "Pero usted dijo que Mr. Merevale no le dio permiso", dijo. "Amigo de mi juventud", repliqué cortés, "tienes toda la razón. Como siempre. Mr. Merevale no me dio permiso, pero", añadí con suavidad, "Mr. Dacre sí". Y me alejé cantando himnos triunfales con clara voz de barítono y dejándolo medio desmayado en un sofá. Y el Bargee, que había estado presente durante la entrevista, se retiró velozmente y en silencio, con la moral destrozada. Y todo eso, mi querido Welch –añadió Charteris exultante–, fue un tanto a mi favor, y estoy uno arriba. Así que pásame esos bizcochos y regocijémonos, aunque sea la última vez que lo hagamos.

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