Anterior: Capítulo 4   Siguiente: Capítulo 6

Por suerte, el camino avanzaba sobre un llano. Por otra parte, su abrigo lo estorbaba, y al cabo de cien yardas se lo quitó y lo llevó en un incómodo revoltijo. Descubrió que le daba excelente resultado. Se le hizo más fácil correr. Ya se había sacudido la rigidez de las piernas y ahora podía llevar buen paso. A trescientas yardas de la estación la carrera estaba para cualquiera. No era posible determinar la posición exacta del otro competidor (el tren). En todo caso, aún no se lo oía, lo cual significaba que todavía tenía por lo menos un cuarto de milla por recorrer. Charteris pensó que se había ganado un descanso. Aminoró el paso, pero luego de cubrir así algunas yardas le pareció que oía un silbato a lo lejos y volvió a precipitarse. De pronto, una risa ronca llegó a sus oídos desde algún punto más adelante, escondido a sus ojos por un recodo del camino.

–Allí hay alguien medio bebido –pensó Charteris, elaborando un diagnóstico veloz del caso–. Por Júpiter, que si me llega a molestar lo mato. –Tener que hacer las cosas con prisa desesperada siempre ponía a Charteris de un humor rufianesco. Dobló la esquina con un trote rápido y se encontró con dos muchachos que parecían dedicados a la inocua tarea de tratar de conducir una bicicleta. Eran del tipo por el que Charteris sentía particular aversión, el hooligan rural, y era evidente que al menos uno de ellos había estado presente hacía poco en circunstancias en que circulaba el cuenco convivial. Llevaba la bicicleta por el camino, al parecer sin rumbo fijo, con todo el aspecto de estar preguntándose por qué demonios la cosa no se quedaba en el mismo lugar durante dos segundos seguidos. El otro joven aparentaba pertenecer a la especie "su-amigo-Carlitos", esa que se conforma con observar y aplaudir, y ejercer a grandes rasgos la función de coro ante la "iniciativa" de su compañero. Estaba de pie junto al camino con una de esas sonrisas amplias que sugieren cierta debilidad mental. Chartes no lograba decidir cuál de los dos le resultaba más detestable. Se sentía inclinado a declarar un empate.

Sin embargo, no parecía haber nada especialmente ilegal en lo que estaban haciendo. Si se limitaban a dejarlo pasar sin mayor inconveniente, él, por su parte, se limitaría generosamente a pasar por alto el insulto que le infligían con el solo hecho de existir, manteniendo así un estado de tregua. Pero al acercarse observó que la cuestión implicaba más de lo que hubiese supuesto en principio el observador casual. Una segunda y más atenta inspección de los reptiles reveló fenómenos novedosos. En primer lugar, el rodado con el que el hooligan número uno estaba jugando era una bicicleta de dama, y bastante pequeña. Ahora bien: hasta los catorce años, y hasta los sesenta kilos, al aprendiz de ciclista le resulta conveniente comenzar con una bicicleta de dama, no con una de caballero. Aquélla ofrece la posibilidad de descender fácil y rápidamente del artefacto, una cualidad nada despreciable para quienes se hallan en las primeras etapas de su iniciación. Pero aunque éste era (indudablemente) el caso, y aunque Charteris sabía que lo era, su instinto le dijo que algo andaba mal. Los hooligans de veinte años y ochenta kilos no aprenden a andar con bicicletas pequeñas para damas o, si lo hacen, lo hacen sin el permiso de su pequeña propietaria. Por valioso que fuese su tiempo Charteris tuvo la sensación de que correspondía gastar un minuto en pensar y evaluar el asunto. Volvió a aminorar el paso, y al hacerlo su mirada cayó sobre el personaje del drama cuya ausencia le había extrañado: la dueña de la bicicleta. Y desde ese momento tuvo la certeza de que la vida no sería más que una farsa sin sentido si dejaba de caer sobre estos granujas y masacrarlos. Ella estaba de pie junto al seto de la derecha, una pequeña y solitaria figura vestida de gris, y miraba triste y desconsolada las maniobras que se estaban llevando a cabo en medio del camino. Charteris calculó que tendría unos doce años; y fue una estimación correcta. Sobre su estado de ánimo sólo pudo hacer conjeturas. Estaba dejando que el "no me atrevo" se impusiese al "querría", como el difunto Macbeth, como el gato del adagio*, y como tantas otras celebridades. Era evidente que la niña tenía muchos comentarios oportunos que hacer, pero se abstenía de ellos movida por la prudencia.

Charteris, en cambio, no tenía tales escrúpulos. La sensación de fatiga ya lo había abandonado, y su humor, que había ido empeorando en los últimos veinte minutos, ahora hervía regocijado ante la perspectiva de algo sólido en lo que descargarse. Charteris ya detestaba por principio al hooligan rural. Ahora que se le ofrecía un motivo real y tangible para esta aversión, se sentía capaz de dar cuenta él solo de todo un regimiento de esa calaña. El criminal de la bicicleta acababa de dejarla caer con estrépito cuando Charteris lo arremetió con la cabeza gacha, según el estilo que el Bebé siempre exigía a los miembros del Primer Quince en el campo de rugby, y sin más comentarios lo arrojó a una acequia fangosa. "Su amigo Carlitos" manifestó con un grito su desacuerdo y se precipitó a la pelea. Charteris lo recibió con uno de esos directos de izquierda a los que el gran John Jackson* (según es fama) tanto tuvo que agradecer en los tiempos del viejo Premio del Ring, y Carlitos, que lo recibió entre los ojos, se detuvo con aire desanimado y disconforme, y comenzó a frotarse ese punto. A continuación Charteris se lanzó sobre él y, por usar una expresión acorde con la hazaña, "le encajó un swing de derecha en el punto". El "punto", aclaramos para beneficio de los no afectos al pugilato, es aquella porción de la anatomía escondida detrás del tercer botón del chaleco humano. Cubre del modo más inadecuado el plexo, y el menor golpecillo en esa región puede llegar a producir una cierta incomodidad pasajera. Un golpe de lleno en ese sitio, hábilmente propinado por un brazo musculoso y con el peso de todo el cuerpo detrás, hace que el receptor de la operación desee fervorosamente (en la medida en que es físicamente capaz, en ese momento, de desear nada) no haber nacido. "Su amigo Carlitos" se derrumbó como un saco de papas, y Charteris, asiéndolo de las partes salientes de su vestimenta, lo arrastró hasta la zanja y lo arrojó encima de su amigo, que recién entonces se estaba recuperando lo suficiente como para pensar en volver al exterior. La pareja quedó yaciendo en un montón informe. Charteris recogió la bicicleta y la examinó rápidamente. El esmalte estaba saltado en varios sitios, pero el aparato no había recibido daños graves. La llevó hasta su dueña.

–Casi no está dañada –dijo, mientras avanzaban juntos a paso lento–. Sólo un raspón.

–Muchísimas gracias –dijo la damita.

–Oh, no es nada –respondió Charteris–. Más bien lo disfruté. (Tuvo la sensación de que había dicho lo correcto. El verdadero héroe siempre "lo disfruta")–. Lamento que esos bargees te hayan molestado.

–Sí que lo hicieron. Pero –añadió con tono triunfal, luego de una pausa– no lloré.

–Ya veo que no –dijo Charteris–. Tuviste muchas agallas. Pero ¿no convendría que siguieras adelante? ¿Hacia dónde vas?

–Quería llegar a Stapleton.

–Ah, es sencillo. No tienes más que seguir derecho por el camino, tan derecho como puedas. Pero mira, digo, no deberías andar sola así. No es seguro. ¿Cómo es que te dejaron?

La joven evitó su mirada. Se inclinó y comenzó a inspeccionar el pedal izquierdo.

–No deberían haberte dejado salir sola –dijo Charteris–. ¿Por qué lo hicieron?

–Es que... no me dejaron. Yo vine.

Esta frase le dijo a Charteris un mundo de cosas. Sintió que se hallaban en la misma situación. A él tampoco lo habían dejado. Él había venido. Y había hallado un alma gemela, otro espíritu revolucionario que se burlaba de las cadenas de la convención y de la mal llamada autoridad de las reglas autoconstituidas, ¡ja! ¡Burócratas!

–Choquen esos cinco –dijo–, estoy en la misma.

Chocaron esos cinco con toda seriedad.

–Sabes –dijo la damita–, ya me arrepentí de haberlo hecho. Fue muy malo.

–Yo todavía no me arrepentí –dijo Charteris–; muy por el contrario, me alegro. Pero presumo que dentro de no mucho me habré arrepentido.

–¿Te enviarán a la cama?

–No lo creo.

–¿Tendrás que aprenderte esas asquerosas poesías?

–Probablemente no.

Ella lo miró con curiosidad, como preguntando: "Entonces, si no tendrás que aprender poesías ni te enviarán a la cama, ¿por qué diablos te preocupas?"

Es probable que hubiese seguido indagando sobre el problema, pero en ese momento llegó a ellos el sonido de un silbato. Luego otro, esta vez más cerca. Luego un débil rumor que fue creciendo en intensidad. Charteris miró hacia atrás. La vía del tren corría al lado del camino. Pudo ver el humo de un tren a través de los árboles. Ahora estaba cerca, y se acercaba a cada minuto, y a él todavía le faltaban ciento cincuenta yardas para la puerta de la estación.

–¡Hey! –exclamó–. Gran Scott, aquí viene el tren. Debo apurarme. Adiós. Sigue derecho.

Las piernas se le habían vuelto a poner rígidas. Los primeros pasos de la carrera fueron dolorosos, pero pronto sus articulaciones se adaptaron al esfuerzo, y diez segundos después ya llevaba el pique más veloz que jamás había alcanzado fuera de una pista. Cuando hubo recorrido un cuarto de la distancia necesaria la pequeña ciclista lo alcanzó.

–Date prisa –dijo ella–, que ya se ve.

Charteris apretó el paso y, escoltado por la bicicleta, avanzó con estilo elegante. A cuarenta yardas de la estación el tren lo superó. Lo vio entrar en la estación. Todavía le quedaban veinte yardas, sin contar los escalones de la estación, y ya estaba corriendo con toda la velocidad que le permitía su estado. Ahora ya eran sólo diez. Ahora cinco. Por fin, soltando un adiós apresurado a su compañera, subió los escalones a los saltos y aterrizó en el andén. Al final de éste la vía doblaba hacia la izquierda. Por esa curva vio desaparecer el extremo del vagón de cola.

–Lo perdió, señor –dijo jovial el solitario guardia que atendía a los asuntos de Rutton. Hablaba como si estuviese felicitando a Charteris por haber hecho algo verdaderamente astuto.

–¿A qué hora pasa el siguiente?

–Ocho y media –fue la espantosa respuesta del portero.

Durante unos instantes Charteris sintió náuseas. ¡No había más trenes hasta las ocho y media! Entonces, ciertamente, estaba perdido. Pero no podía ser cierto. Tenía que haber algún tren de cualquier clase en medio.

–¿Está seguro? –dijo–. ¿No puede pasar algún tren antes?

–Bueno, sí, señor –dijo el portero con tono regocijado–, pero son todos espresos. El de las ocho y media es el único que para en Rutton.

–Gracias –dijo Charteris, sombrío–, no creo que eso me sirva de mucho. ¡Por vida de mi tía!, qué brete.

El portero produjo con la garganta un sonido de simpatía e interrogación, como invitándolo a explicarlo todo. Pero Charteris no se sentía inclinado a la conversación. Hay ciertos momentos en que uno quiere estar solo. Volvió a bajar los escalones. Cuando llegó al camino su pequeña amiga de la bicicleta había desaparecido. Charteris notó que sentía envidia de ella, que viajaría muy cómoda en su bicicleta. Él tendría que caminar. ¡Caminar! No se creía capaz. La milla para forasteros, seguida por el combate homérico con los dos hooligans y, para terminar, aquella corrida final, lo habían dejado decididamente inhabilitado como viandante. Y había ocho millas hasta Stapleton, ni una yarda menos, y otra milla más entre Stapleton y St. Austin's. Tras invocar una vez más el nombre de su tía, Charteris se tranquilizó con esfuerzo y salió cojeando con gallardía en dirección a Stapleton. Pero el destino, que hasta ese momento le había sido adverso, cedió por fin. Desde atrás le llegó el traqueteo de unas ruedas. El sonido hizo correr a través de él un rayo de esperanza: había cierta posibilidad de hacer dedo. Se detuvo, y esperó que llegara el coche de dos ruedas (por el sonido, al menos, parecía un coche de dos ruedas). Entonces soltó un gritó de alegría y comenzó a agitar los brazos como un semáforo. El hombre del coche era el Dr. Adamson.

–¡Hola, Charteris! –dijo el doctor, tirando de las riendas de su caballo–. ¿Qué haces por aquí?

–Lléveme con usted –dijo Charteris– y se lo contaré. Es una larga historia. ¿Puedo subir?

–Entra. Lugar es lo que sobra.

Charteris trepó al carro y se sentó en los almohadones con un suspiro de placer. ¡Qué lujo! Jamás en su vida había disfrutado algo así.

–Estoy medio muerto –dijo, mientras el carro retomaba su marcha–. Sucedió del siguiente modo. Verá, la cosa fue así...

Y se embarcó en su narración.

charteriscap5.png

Anterior: Capítulo 4   Siguiente: Capítulo 6
Valid HTML 4.01 Transitional