Artículo 1:
¿Puede el hombre conocer alguna verdad sin la gracia?
lat
Objeciones por las que parece que, sin la gracia, no puede el hombre
conocer ninguna verdad..
1. Sobre aquello de 1 Cor 12,3: Nadie puede decir Señor Jesús más
que por el Espíritu Santo, dice la Glosa de San
Ambrosio: Toda verdad, quienquiera que la diga,
procede del Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo habita en
nosotros por la gracia. Luego sin la gracia no podemos conocer la
verdad.
2. Dice San Agustín en I Soliloq. que los principios de las ciencias son como las cosas que ilumina el sol para que puedan ser vistas. Y Dios es el sol que las ilumina. Por otra parte, la razón es para la mente como la mirada de los ojos, y las potencias del alma son como los ojos de la mente. Ahora bien, los ojos corporales, por agudos que sean, no pueden ver un objeto si éste no está iluminado por la luz solar. Luego tampoco la mente humana, por perfecta que sea, puede alcanzar la verdad con sus razonamientos sin la iluminación divina y, por tanto, sin el auxilio de la gracia.
3. La mente humana, según pone de manifiesto San Agustín en XIV De
Trin. no puede entender la verdad sino por el pensamiento. Pero dice el Apóstol en 2 Cor 3,5 que nada somos
capaces de pensar nosotros como por nosotros mismos. Luego nuestra
mente no puede entender la verdad sin el auxilio de la
gracia.
Contra esto: está lo que dice San Agustín en I Retract.: No apruebo lo que dije en una oración: «¡Oh Dios, que no quisiste que conocieran la verdad sino los puros!», pues se puede replicar que también los impuros conocen muchas verdades. Pero lo que hace puro al hombre es la gracia, según aquello del salmo 50,12: Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro y renueva en mis entrañas un espíritu recto. Luego puede el hombre por sí mismo y sin el auxilio de la gracia conocer la verdad.
Respondo: Conocer la verdad es un ejercicio o
acto de la luz intelectual, puesto que, según dice el Apóstol en Ef
5,3,
todo lo que se manifiesta es luz. Pero cualquier ejercicio
de una facultad implica movimiento, si tomamos esta palabra en su
sentido amplio, de modo que también el entender y el querer puedan
llamarse movimientos, como lo hace el Filósofo en el libro II
De
anima. Ahora bien, en las cosas corporales vemos
que, para obtener un movimiento, no basta la forma que es principio
del movimiento o acción, sino que se requiere además el impulso del
primer motor. En el orden físico, este primer motor es el cuerpo
celeste; de modo que, por más cálido que sea el fuego, no calentará
sin ser movido por el cuerpo celeste. Pues bien, de la misma manera
que todos los movimientos corporales se reducen al movimiento del
cuerpo celeste como a su primer motor en este orden, así todos los
movimientos, tanto corporales como espirituales, se reducen al primer
motor universal, que es Dios. De modo que, por perfecta que se suponga
una naturaleza corporal o espiritual, no logrará producir su acto si
no es movida por Dios; aunque esta moción responde a los designios
providenciales de Dios y no a la necesidad natural, como la moción del
cuerpo celeste. Por otra parte, no sólo proviene de Dios toda moción
por ser él el primer motor, sino también toda perfección formal,
porque él es el acto primero. De donde se sigue que la acción del
entendimiento, como la de cualquier otra criatura, depende de Dios
doblemente: porque recibe de él la forma por la que obra, y porque de
él recibe además el impulso para obrar.
Sin embargo, cada forma comunicada por Dios a las criaturas tiene
eficacia respecto de un acto determinado, del que es capaz por su
propia naturaleza; pero su acción no puede ir más allá a no ser en
virtud de una forma sobreañadida, como el agua no puede comunicar
calor si no ha sido previamente calentada por el fuego. Así, pues, el
entendimiento humano tiene una forma determinada, que es su misma luz
intelectual, de por sí suficiente para conocer algunas cosas
inteligibles, aquellas que alcanzamos a través de lo sensible. Pero
otras cosas inteligibles más altas no las puede conocer más que si es
perfeccionado por una luz superior, como la de la fe o de la profecía,
que se llama luz de gracia, porque es algo sobreañadido a la
naturaleza.
Debemos, pues, concluir que, para conocer una verdad, de cualquier
orden que sea, el hombre necesita de un auxilio divino mediante el
cual el entendimiento sea impulsado a su propio acto. Pero no se
requiere una nueva ilustración añadida a la luz natural para conocer
cualquier verdad, sino únicamente para aquellas que sobrepasan el
conocimiento natural. Lo que no impide que a veces Dios instruya
milagrosamente a algunos con su gracia acerca de verdades que son del dominio de la razón natural, como también a veces realiza milagrosamente cosas que puede producir la naturaleza.
A las objeciones:
1. Toda verdad, quienquiera que la
diga, procede del Espíritu Santo en cuanto infunde en nosotros la luz
natural y nos mueve a entender y expresar la verdad. Pero no toda
verdad procede de él en cuanto habita en el alma por la gracia
santificante o nos otorga algún don habitual sobreañadido a la
naturaleza. Esto sucede solamente en orden al conocimiento y expresión
de algunas verdades, sobre todo de las que se refieren a la fe. Y es a
éstas a las que se refería el Apóstol.
2. El sol corporal ilumina por
fuera, pero el sol inteligible, que es Dios, ilumina internamente. Por
eso la misma luz natural inherente al alma es una iluminación de Dios,
por la que nos ilustra en el conocimiento de las verdades de orden
natural. Y en este orden no necesitamos una nueva iluminación, sino
sólo en el de las verdades que exceden el conocimiento
natural.
3. Siempre necesitamos el auxilio
divino para pensar, puesto que Dios es quien impulsa el entendimiento
a su acto y, como dice San Agustín en XIV De Trinit., entender algo en acto es pensar.
Artículo 2:
¿Puede el hombre querer y hacer el bien sin la gracia?
lat
Objeciones por las que parece que el hombre puede querer y hacer
el bien sin la gracia.
1. El hombre tiene poder sobre todo aquello de que es dueño. Pero,
como ya queda dicho (
q.1 a.1;
q.13 a.6), el hombre es dueño de sus
actos, y sobre todo del acto de querer. Luego puede querer y hacer el
bien por sí mismo sin el auxilio de la gracia.
2. Cualquier agente realiza con más facilidad aquello que es conforme
a su naturaleza que aquello que no lo es. Pero el pecado es contrario
a la naturaleza, según dice el Damasceno en el libro II, mientras que la virtud es lo que conviene al hombre según su
naturaleza, como se dijo arriba (
q.71 a.1). Luego, como el hombre por
sí mismo puede pecar, parece que con mayor razón puede querer y hacer
el bien por sí mismo.
3. El bien del entendimiento es la verdad, como dice Aristóteles en
VI Ethic. Pero el entendimiento puede conocer la
verdad por sí mismo, al igual que cualquier otro agente puede realizar
por sí mismo su operación natural. Luego con mucha más razón puede el
hombre querer y obrar el bien por sí mismo.
Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Rom 9,16: No es del que
quiere, el querer, ni del que corre, el correr, sino de Dios, que
tiene misericordia. Y San Agustín, en el libro De corrept. et
gratia: Sin la gracia ningún bien en absoluto
hacen los hombres, ni al pensar, ni al querer y amar, ni al
obrar.
Respondo: La naturaleza del hombre puede ser
considerada en un doble estado: el de integridad, que es el de nuestro
primer padre antes del pecado, y el de corrupción, que es el nuestro
después del pecado original. Pues bien, en ambos estados, la
naturaleza humana necesita para hacer o querer el bien, de cualquier
orden que sea, el auxilio de Dios como primer motor, según acabamos de
exponer (
a.1). En el estado de integridad, la
capacidad de la virtud operativa del hombre era suficiente para que
con sus solas fuerzas naturales pudiese querer y hacer el bien
proporcionado a su naturaleza, cual es el bien de las virtudes
adquiridas; pero no el bien que sobrepasa la naturaleza, cual es el de
las virtudes infusas. En el estado de corrupción, el hombre ya no está
a la altura de lo que comporta su propia naturaleza, y por eso no
puede con sus solas fuerzas naturales realizar todo el bien que le
corresponde. Sin embargo, la naturaleza humana no fue corrompida
totalmente por el pecado hasta el punto de quedar despojada de todo el
bien natural; por eso, aun en este estado de degradación, puede el
hombre con sus propias fuerzas naturales realizar algún bien
particular, como edificar casas, plantar viñas y otras cosas así; pero
no puede llevar a cabo todo el bien que le es connatural sin incurrir
en alguna deficiencia. Es como un enfermo, que puede ejecutar por sí
mismo algunos movimientos, pero no logra la perfecta soltura del
hombre sano mientras no sea curado con la ayuda de la
medicina.
Así, pues, en el estado de naturaleza íntegra el hombre sólo necesita
una fuerza sobreañadida gratuitamente a sus fuerzas naturales para
obrar y querer el bien sobrenatural. En el estado de naturaleza caída,
la necesita a doble título: primero, para ser curado, y luego, para
obrar el bien de la virtud sobrenatural, que es el bien meritorio.
Además, en ambos estados necesita el hombre un auxilio divino que le
impulse al bien obrar.
A las objeciones:
1. El hombre es dueño de sus actos,
tanto de querer como de no querer, debido a la deliberación de la
razón, que puede inclinarse a una u otra parte. Por eso, si es dueño
también de deliberar o no deliberar, esto se deberá, a su vez, a una
deliberación anterior. Pero como no se puede continuar así hasta el
infinito, hay que llegar finalmente a un término en que el libre
albedrío es movido por un principio exterior que está por encima de la
mente humana, y que es Dios, como también prueba el Filósofo en el
capítulo De bona fortuna. Por tanto, la mente
humana, aun en estado de integridad, no tiene tal dominio de su acto
que no necesite ser movida por Dios. Y mucho más necesita esta moción
el libre albedrío del hombre después del pecado, debilitado como está
para el bien por la corrupción de la naturaleza.
2. Pecar no es sino faltar al bien
que a cada uno conviene por su naturaleza. Pero las cosas creadas,
dado que no tienen el ser sino por otro y consideradas en sí mismas no
son nada, también necesitan ser conservadas por otro en el bien
conveniente a su naturaleza. En cambio pueden por sí mismas apartarse
del bien, al igual que, dejadas a sí mismas, caerían en el no ser si
no fueran conservadas por Dios.
3. Tampoco puede el hombre conocer
la verdad sin el auxilio divino, como ya dijimos (
a.1). Sin embargo,
la corrupción del pecado afectó más a la naturaleza humana en su
apetito del bien que en su conocimiento de la verdad.
Artículo 3:
¿Puede el hombre amar a Dios sobre todas las cosas con sus meras
fuerzas naturales sin la gracia?
lat
Objeciones por las que parece que el hombre no puede amar a Dios
sobre todas las cosas con sus solas fuerzas naturales sin la
gracia.
1. Amar a Dios sobre todas las cosas es el acto propio y principal de
la caridad. Pero el hombre no puede tener la caridad por sí mismo, ya
que, según se dice en Rom 5,5, la caridad ha sido derramada en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado.
Luego el hombre con sus solas fuerzas naturales no puede amar a Dios
sobre todas las cosas.
2. Ninguna naturaleza puede nada por encima de sí misma. Pero amar
algo más que a sí mismo es tender a algo que sobrepasa los propios
límites. Luego ninguna naturaleza creada puede amar a Dios más que a
sí misma sin el auxilio de la gracia.
3. Siendo Dios el sumo bien, se le debe el amor sumo, que consiste en
amarle sobre todas las cosas. Pero para tributar a Dios el amor sumo
que le debemos, el hombre no se basta sin la gracia, o ésta carecería
de razón de ser. Luego el hombre no puede sin la gracia y por sus
meras fuerzas naturales amar a Dios sobre todas las
cosas.
Contra esto: si se supone, como dicen algunos (
1 q.95 a.1), que el
hombre fue constituido primero en un estado puramente natural, es
indudable que amó a Dios de alguna manera. Pero no amó a Dios igual o
menos que a sí mismo, porque de este modo habría pecado. Luego amó a
Dios más que a sí mismo. Por consiguiente, el hombre con sus solas
fuerzas naturales puede amar a Dios más que a sí mismo y sobre todas
las cosas.
Respondo: Según dijimos en la primera parte
(
q.60 a.5), donde expusimos también las diversas opiniones acerca del
amor natural de los ángeles, el hombre en su estado de integridad
podía con sus solas fuerzas naturales realizar el bien que le es
connatural, sin ningún don gratuito sobreañadido, salvo el impulso de
Dios primer motor (
a.2). Ahora bien, amar a Dios por encima de
todo es algo connatural al hombre, como lo es a cualquier creatura,
racional o irracional, y aun inanimada, según el modo de amar que
compete a cada una de ellas. Y la razón está en que cada uno apetece y
ama por naturaleza aquello que corresponde a la disposición natural de
su ser, pues, como dice el Filósofo en II
Physic.,
cada cosa obra según lo que es. Pero es evidente que el bien de la parte se ordena al bien del todo. De ahí que cada cosa particular ama su propio bien, incluso con apetito y amor natural, en orden al bien de todo el universo, y este bien es Dios. Por eso dice Dionisio en el libro
De div. nom. que
Dios dirige todas las cosas al amor de él mismo. Por consiguiente, el hombre en estado de integridad ordenaba el amor de sí mismo al amor de Dios como a su fin, y hacía otro tanto con el amor que tenía a las demás cosas. Y así amaba a Dios más que a sí mismo y por encima de todo. Mas en el estado de naturaleza caída el hombre flaquea en este terreno, porque el apetito de la voluntad racional, debido a la corrupción de la naturaleza, se inclina al bien privado, mientras no sea curado por la gracia divina. Debemos, pues, concluir que el hombre, en estado de integridad, no necesitaba un don gratuito añadido a los bienes de su naturaleza para amar a Dios sobre todas las cosas, aunque sí necesitaba el impulso de la moción divina. Pero en el estado de corrupción necesita el hombre, incluso para lograr este amor, el auxilio de la gracia que cure su naturaleza.
A las objeciones:
1. La caridad ama a Dios sobre
todas las cosas de manera más eminente que la naturaleza. Porque la
naturaleza ama a Dios por encima de todo en cuanto es principio y fin
del bien natural; la caridad, en cuanto es objeto de la
bienaventuranza y en cuanto el hombre mantiene cierta sociedad
espiritual con Dios. La caridad añade además al amor natural de Dios
cierta prontitud y deleite, pues esto es lo que el hábito de la virtud
añade siempre al acto bueno de la razón natural carente del hábito
virtuoso.
2. Cuando se dice que una
naturaleza no puede elevarse por encima de ella misma, no se ha de
entender que no pueda dirigirse a algún objeto superior, pues es
manifiesto que nuestro entendimiento puede conocer naturalmente
algunas cosas superiores a él, como sucede con nuestro conocimiento
natural de Dios. Lo que se afirma es que una naturaleza no puede poner
un acto tan superior a ella misma que no guarde proporción con su
capacidad de obrar. Pero no ocurre esto con el acto de amar a Dios
sobre todas las cosas, que es connatural a toda naturaleza creada,
según queda dicho.
3. El amor puede llamarse supremo
no sólo por el grado, sino también por el motivo y por el modo de
amar. Y en este sentido el amor más alto es el de la caridad, que ama
a Dios como objeto de bienaventuranza, como ya se dijo (ad 1).
Artículo 4:
¿Puede el hombre cumplir los preceptos de la ley sin la gracia y con
solas sus fuerzas naturales?
lat
Objeciones por las que parece que el hombre puede cumplir los
preceptos de la ley sin la gracia, por sus solas fuerzas
naturales.
1. Según dice San Pablo en Rom 2,14, los gentiles, que no tienen
ley, guiados por la razón natural, cumplen los preceptos de la
ley. Mas lo que el hombre hace naturalmente lo puede hacer por sí
mismo. Luego puede cumplir los mandatos de la ley sin la
gracia.
2. En su Expositio catholicae fidei dice San
Jerónimo que deben ser maldecidos quienes pretenden que Dios ha
impuesto al hombre algo imposible de cumplir. Pero para el hombre
es imposible lo que no puede hacer por sí mismo. Luego puede por sí
mismo cumplir los preceptos de la ley.
3. Entre todos los preceptos de la ley, el mayor es el que dice:
Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, según consta por Mt
22,37. Pero este mandamiento lo puede cumplir el hombre con sus solas
fuerzas naturales, amando a Dios sobre todas las cosas, según se dijo
arriba (
a.3). Luego puede el hombre cumplir todos los preceptos de la
ley sin la gracia.
Contra esto: está lo que dice San Agustín en el libro De
haeresibus de que pertenece a la herejía de los
pelagianos creer que el hombre puede cumplir todos los preceptos
divinos sin la gracia.
Respondo: Los mandatos de la ley pueden ser
cumplidos de dos modos. Uno, en cuanto a la sustancia de las obras, es
decir, realizando actos de justicia, de fortaleza y de las demás
virtudes. Y en este sentido, en el estado de integridad, podía el
hombre cumplir todos los mandatos de la ley. De lo contrario, en aquel
estado tendría que pecar por necesidad, ya que el pecado no consiste
sino en incumplir los mandatos divinos. Pero en el estado de
naturaleza caída no puede el hombre guardar todos los preceptos
divinos sin ser previamente curado por la gracia.
El otro modo consiste en cumplir los preceptos de la ley no sólo en
cuanto a la sustancia de las obras, sino además según un modo
conveniente, es decir, por caridad. Y de esta forma no puede el hombre
observar los preceptos legales ni en el estado de naturaleza íntegra
ni en el de naturaleza corrupta. De aquí que San Agustín, habiendo
dicho en el libro De corrept. et gratia que sin la gracia no hacen los hombres absolutamente ningún bien,
añade: porque necesitan de ella no sólo para que, bajo su
dirección, sepan lo que deben obrar, sino también para que, con su
ayuda, cumplan por amor lo que saben. En ambos estados, para
observar los mandamientos, necesitan además el impulso motor de Dios,
como ya queda dicho (a.2.3).
A las objeciones:
1. San Agustín dice en el libro De spir. et litt.: No os inquiete haberme oído
decir que los gentiles cumplen naturalmente lo prescrito por la ley;
porque es el Espíritu de la gracia quien obra esto, para restaurar en
nosotros la imagen de Dios conforme a la cual fue creada nuestra
naturaleza.
2. Lo que podemos con el auxilio
divino no nos es del todo imposible, si tenemos en cuenta aquello del
Filósofo en III Eíhic.: Lo que podemos
gracias a los amigos lo podemos en cierto modo por nosotros
mismos. Y San Jerónimo, afirma en el mismo pasaje
de la objeción: Somos libres, pero de tal manera que debemos
reconocer nuestra necesidad constante del auxilio divino.
3. Para cumplir el precepto del
amor de Dios, si ha de hacerse por caridad, no bastan las solas
fuerzas naturales, como consta por lo ya dicho (
a.3).
Artículo 5:
¿Puede el hombre merecer la vida eterna sin la gracia?
lat
Objeciones por las que parece que el hombre puede merecer la vida
eterna sin la gracia.
1. Según Mt 19,17, dice el Señor: Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos, lo que parece indicar que el entrar en la
vida eterna depende de nuestra voluntad. Pero lo que depende de
nosotros podemos hacerlo por nosotros mismos. Luego parece que el
hombre puede merecer por sí mismo la vida eterna.
2. La vida eterna es el premio o la recompensa que Dios da a los
hombres, según aquello de Mt 5,12: Vuestra recompensa será grande
en el cielo. Pero la recompensa o premio lo da Dios a los hombres
según sus obras, tal como se dice en Sal 61,13: Darás a los hombres
según sus obras. Luego, siendo el hombre dueño de sus obras,
parece que está en su poder alcanzar la vida eterna.
3. La vida eterna es el último fin de la vida humana. Pero cualquier
ser de la naturaleza puede conseguir su fin con sus propios recursos
naturales. Luego con mucha más razón puede el hombre, que es de una
naturaleza superior, alcanzar la vida eterna con sus medios naturales
sin la gracia.
Contra esto: está lo que afirma el Apóstol en Rom 6,23: La gracia de
Dios es la vida eterna; lo cual, según la Glosa, se dice para que comprendamos que Dios nos llevará a la vida eterna por su misericordia.
Respondo: Para que nuestros actos nos conduzcan
a un fin tienen que ser proporcionados a este fin. Por otra parte,
ningún acto sobrepasa la medida de su principio activo. Y así vemos en
las cosas naturales que ninguna alcanza a producir con su propia
operación un efecto superior a su capacidad activa, sino únicamente
efectos proporcionados a esta capacidad. Ahora bien, la vida eterna es
un fin que sobrepasa la naturaleza humana y que no guarda proporción
con ella, como consta por lo ya dicho (
q.5 a.5). Luego el hombre, con
sus recursos naturales, no puede producir obras meritorias
proporcionadas a la vida eterna. Para esto necesita una fuerza
superior, que es la fuerza de la gracia. Sin la gracia, pues, no puede
el hombre merecer la vida eterna; aunque sí puede realizar acciones
que le conduzcan a algún bien connatural suyo, como
trabajar en el
campo, beber, comer, cultivar la amistad, y cosas semejantes,
según dice San Agustín en la tercera respuesta contra los
pelagianos.
A las objeciones:
1. El hombre realiza por su
voluntad obras que merecen la vida eterna. Pero, como dice San Agustín
en el mismo libro, esto requiere que la voluntad del
hombre sea dispuesta para ello por la gracia de Dios.
2. Sobre las palabras de Rom
6,23,
la gracia de Dios es la vida eterna, dice la
Glosa: Es cierto que la vida eterna se consigue con buenas
obras, pero estas obras se deben, a su vez, a la gracia de Dios,
ya que, como queda dicho (
a.4), para cumplir los mandatos de la ley
según el modo que se requiere para que sea meritorio, se necesita la
gracia.
3. Esta objeción sería eficaz si
se tratara del fin connatural al hombre. Pero la naturaleza humana,
precisamente por su superior nobleza, puede ser conducida, al menos
con el auxilio de la gracia, a un fin más elevado, al que no pueden
llegar en modo alguno las naturalezas inferiores. También el enfermo
que responde a la acción de la medicina, según señala el Filósofo en
II De caelo, se encuentra en mejores
condiciones para alcanzar la salud que el que no es susceptible de
tratamiento médico.
Artículo 6:
¿Puede el hombre prepararse por sí mismo para la gracia sin el
auxilio exterior de la gracia?
lat
Objeciones por las que parece que el hombre puede prepararse él mismo
para la gracia sin el auxilio exterior de la gracia.
1. Nada manda Dios al hombre que sea imposible, como ya dijimos (a.4 arg.2). Pero en Zac 1,3 se dice: Volveos a mí, y yo me volveré a
vosotros. Y como volverse a Dios no es otra cosa que prepararse
para la gracia, parece que el hombre puede prepararse para la gracia
por sí mismo sin la ayuda de la gracia.
2. El hombre se prepara para la gracia haciendo lo que está en su
mano, ya que a quien hace lo que está en él, Dios no le niega la
gracia, según aquello de Mt 7,11: Dios da la gracia a quien se la
pide. Pero la expresión «está en él» equivale a decir que está en
su poder. Luego parece que está en nuestro poder el prepararnos para
la gracia.
3. Si para prepararse a la gracia el hombre necesita otra gracia, con
la misma razón para prepararse a ésta necesitará otra anterior, y así
indefinidamente, lo cual no puede admitirse. Parece, pues, que debemos
atenernos a la primera proposición: que el hombre puede prepararse
para la gracia sin la ayuda de la gracia.
4. Según se lee en Prov 16,1, del hombre es el preparar su
ánimo. Pero se dice que es del hombre lo que está en su poder.
Luego parece que el hombre puede por sí mismo prepararse a la
gracia.
Contra esto: está lo que el Señor dice en Jn 6,44: Nadie puede venir
a mí si el Padre, que me ha enviado, no lo trae. Pero si el hombre
pudiera prepararse por sí mismo no necesitaría ser traído. Luego el
hombre no puede prepararse a la gracia sin la ayuda de la
gracia.
Respondo: Hay una doble preparación de la
voluntad humana para el bien. La primera consiste en prepararse a
obrar rectamente y a gozar de Dios. Y esto no puede hacerse sin el don
habitual de la gracia, principio de la obra meritoria, como ya dijimos
(
a.5). La segunda es aquella en que la voluntad humana se prepara
precisamente para conseguir el don de la gracia habitual. Ahora bien,
para disponerse a recibir esta gracia no se debe presuponer otro don
habitual en el alma, porque esto nos llevaría a un proceso indefinido;
pero sí ha de presuponerse otro auxilio gratuito de Dios que mueva
interiormente al alma o le inspire el buen propósito. Ya dijimos antes
(
a.2.3) que de ambas maneras necesita el hombre el auxilio
divino.
Y es indudable que necesitamos esta moción divina para prepararnos al
don habitual. Porque, como todo agente obra por un fin, toda causa ha
de orientar sus efectos con vistas a su fin. Por otra parte, el orden
de los agentes o motores corresponde al orden de los fines. Por tanto,
para que el hombre se dirija al fin último debe ser movido por el
primer motor; para orientarse, en cambio, hacia un fin intermedio, el
impulso lo recibe de un motor inferior. Es como en un ejército, donde
el orientar el esfuerzo del soldado a la victoria final corresponde al
general en jefe, mientras que el conducirlo tras la enseña de su
escuadrón compete al mando subalterno. Así, pues, como Dios es el
primer motor absoluto, todas las cosas se ordenan a El bajo la
tendencia común que tienen hacia el bien, por la que todas tratan de
asemejarse a Dios, cada una a su manera. Y en este sentido dice
Dionisio en De div. nom. que Dios convierte
todas las cosas hacia sí. Con la particularidad de
que a los hombres justos los convierte hacia sí como a un fin
especial, hacia el cual tienden y al que tratan de unirse como a su
propio bien, según aquello de Sal 72,28: Mi bien consiste en
adherirme a Dios. Por eso, que el hombre se convierta a Dios no
puede ocurrir sino bajo el impulso del mismo Dios que lo convierte.
Teniendo en cuenta que prepararse para la gracia consiste precisamente
en convertirse a Dios, lo mismo que el que está de espaldas al sol se
prepara para ver su luz volviendo sus ojos hacia él. Es, pues,
manifiesto que el hombre no puede disponerse para recibir la luz de la
gracia sino mediante el auxilio de un don gratuito de Dios que le
mueva interiormente.
A las objeciones:
1. La conversión del hombre a Dios
es, ciertamente, obra del libre albedrío. Por eso precisamente se le
manda que se convierta. Pero el libre albedrío no puede volverse a
Dios si Dios mismo no lo convierte a sí, de acuerdo con aquello de Jer
31,18: Conviérteme y quedaré convertido, porqué tu eres mi Dios y
Señor; y en las Lamentaciones 5,21: Conviértenos, Señor, a ti,
y nos convertiremos.
2. El hombre no
puede hacer nada si no es movido por Dios, tal como se dice en Jn
15,5: Sin mí nada podéis hacer. Por eso, cuando se dice que el
hombre hace lo que en él está, se entiende que hace lo que puede
supuesta la moción de Dios.
3. La objeción hay que entenderla
refiriéndola a la gracia habitual, que requiere preparación, porque
toda forma exige un sujeto dispuesto. Pero para que el hombre sea
movido por Dios no se requiere otra moción anterior, ya que Dios es el
motor primero. Y tampoco cabe un proceso indefinido.
4. Compete al hombre disponer su
ánimo, porque lo hace por su libre albedrío. Pero no lo hace sin la
ayuda de Dios, que mueve y atrae hacia sí, como ya dijimos.
Artículo 7:
¿Puede el hombre levantarse del pecado sin el auxilio de la
gracia?
lat
Objeciones por las que parece que el hombre puede levantarse del
pecado sin el auxilio de la gracia.
1. Lo que se presupone a la gracia se hace sin la gracia. Pero
levantarse del pecado es requisito previo a la iluminación de la
gracia, según aquello de Ef 5,14: Levántate de entre los muertos y
Cristo te iluminará. Luego el hombre puede levantarse del pecado
sin la gracia.
2. El pecado se opone a la virtud como la enfermedad a la salud,
según ya dijimos (
q.71 a.1 ad 3). Pero el hombre puede por su vigor
natural pasar de la enfermedad a la salud sin la ayuda exterior de la
medicina, gracias al principio vital interior del que brota la
operación natural. Luego, por la misma razón, parece que el hombre
puede restablecerse por sí mismo pasando del estado de pecado al
estado de justicia sin ayuda de la gracia exterior.
3. Las cosas naturales pueden siempre recuperar el estado propio de
su naturaleza. Así, el agua calentada vuelve por sí misma a su natural
frialdad, y la piedra arrojada hacia arriba recupera por sí misma el
movimiento que le es connatural. Pero el pecado es un acto contrario a
la naturaleza, como consta por el Damasceno en el libro
II. Luego parece que el hombre puede volver por sí
mismo del pecado al estado de justicia.
Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Gál 2,21: Si la
justificación se puede conseguir por la ley, Cristo murió en vano,
es decir, sin necesidad. Parejamente, si el hombre tiene una
naturaleza que por sí misma puede alcanzar la justicia, también Cristo
«murió en vano» o innecesariamente. Pero esta conclusión es
inadmisible. Luego el hombre no puede justificarse por sí mismo, es
decir, no puede volver del estado de culpa al estado de
justicia.
Respondo: El hombre no puede en modo alguno
levantarse por sí mismo del pecado sin el auxilio de la gracia.
Porque, aunque el pecado es un acto transitorio, deja la huella
permanente del reato, como vimos arriba (
q.87 a.6), y por eso, para
levantarse del pecado, no basta cesar en el acto de pecar, sino que se
ha de reponer en el hombre aquello que perdió pecando. Ahora bien, por
el pecado incurre el hombre en un triple detrimento, como consta por
lo dicho arriba (
q.85 a.1;
q.86 a.1;
q.87 a.1), a saber, la mancha, el
deterioro de la bondad natural y el reato de pena. En efecto, incurre
en la mancha, porque es privado de la belleza de la gracia por la
deformidad del pecado. Se deteriora la bondad de su naturaleza, porque
ésta cae en el desorden al no someterse su voluntad a la de Dios, ya
que, si falta esta sumisión, toda la naturaleza del hombre que peca
queda desordenada. Finalmente, el reato de pena sobreviene porque el
hombre, al pecar mortalmente, se hace merecedor de la condenación
eterna.
Ahora bien, es manifiesto que cada uno de estos tres males no puede
ser reparado sino por la acción de Dios. En primer lugar, la belleza
de la gracia proviene de la luz de la iluminación divina, y no puede
recuperarse más que si Dios ilumina de nuevo el alma. Se requiere, por
tanto, un don habitual, que es la luz de la gracia. A su vez, el orden
natural por el que el hombre se somete a Dios no puede
restablecerse más que atrayendo Dios hacia sí la voluntad del hombre,
como ya dijimos (a.6). En tercer lugar, el reato de la pena eterna no
puede ser perdonado sino por Dios, ya que contra El se cometió la
ofensa y El es el juez de los hombres. Por consiguiente, para que el
hombre resurja del pecado se requiere el auxilio de la gracia, como
don habitual y como moción interior divina.
A las objeciones:
1. Lo que se le pide al hombre es
que haga lo que depende de su libre albedrío para levantarse del
pecado. Por eso la expresión levántate y Cristo te iluminará no
significa que el salir del pecado preceda por completo a la
iluminación de la gracia, sino que la gracia santificante la recibe el
hombre después que, bajo el impulso de la moción divina, se ha
esforzado con su libre albedrío por salir del pecado.
2. La razón natural no es el
principio suficiente de este estado de salud que se da en el hombre
merced a la gracia santificante. El principio de este estado es la
gracia, que se pierde por el pecado. Por eso no puede el hombre
recuperarse por sí mismo; necesita que se le infunda de nuevo la
gracia, como si para resucitar a un cuerpo muerto se le infundiera de
nuevo el alma.
3. Es verdad que, cuando la
naturaleza está intacta, puede recuperar por sí misma un estado que le
es connatural y proporcionado; pero no puede sin un auxilio exterior
recuperar un estado que sobrepasa su condición natural. Ahora bien, la
naturaleza humana después del pecado ya no está intacta, sino
corrompida, como dijimos arriba, y no puede reponerse por sí
misma ni siquiera en cuanto al bien connatural; mucho menos en cuanto
al bien de la justicia sobrenatural.
Artículo 8:
¿Puede el hombre evitar el pecado sin la gracia?
lat
Objeciones por las que parece que el hombre puede evitar el pecado
sin la gracia.
1. Según dice San Agustín en los libros De duab.
animab. y De lib. arb.,
nadie peca en aquello que no puede evitar. Ahora bien, si el
hombre que está en pecado mortal no pudiera evitar un nuevo pecado,
parece que no pecaría al pecar. Lo cual es contradictorio.
2. Se corrige al hombre para que no peque. Pero si el hombre en
estado de pecado mortal no puede no pecar, parece que toda corrección
es inútil. Lo cual es inadmisible.
3. En un pasaje de Eclo 15,18 se dice: Ante el hombre están la
vida y la muerte, el bien y el mal; lo que escoja eso se le dará.
Pero el que peca no deja de ser hombre, por lo que aún está en su mano
elegir el bien o el mal. Luego puede el hombre sin la gracia evitar el
pecado.
Contra esto: está lo que dice San Agustín en el libro De perfect.
iust.: A quien niega que necesitemos orar para
no caer en la tentación (y lo niega quien sostiene que no se necesita
la ayuda de la gracia de Dios para no pecar, sino que, supuesto el
conocimiento de la ley, basta la voluntad humana), no dudo en afirmar
que nadie debe prestarle oídos y que debe ser anatematizado por
todos.
Respondo: El hombre puede ser considerado, bien
en el estado de naturaleza íntegra, bien en el estado de naturaleza
corrupta. En el primero de estos estados podía el hombre, aun sin la
gracia, evitar el pecado, tanto mortal como venial, puesto que pecar
consiste en apartarse de lo que es conforme a la
naturaleza, y esto podía el hombre evitarlo cuando su naturaleza
estaba intacta. Necesitaba, sin embargo, el auxilio de Dios, que le
conservara en el bien, puesto que sin este auxilio la naturaleza misma
caería en la nada.
Mas en el estado de naturaleza corrupta, para evitar todo pecado,
necesita el hombre la gracia habitual, que venga a restaurar la
naturaleza. Sin embargo esta restauración, durante la vida presente,
se realiza ante todo en la mente, sin que el apetito carnal sea
rectificado por completo. De aquí que San Pablo, asumiendo la
representación del hombre reparado, diga en Rom 7,25: Yo mismo, con
el espíritu, sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del
pecado. Por lo demás, en este estado, el hombre puede evitar el
pecado mortal, que radica en la razón, como se expuso arriba (q.74 a.4); pero no puede eludir todo pecado venial, debido a la corrupción
del apetito inferior de la sensualidad, cuyos movimientos pueden ser
reprimidos por la razón uno a uno (de aquí su condición de pecado y
acto voluntario), pero no todos ellos, porque mientras atiende a uno
se le desmanda otro, y tampoco puede la razón mantenerse siempre
vigilante para someterlos todos, como ya hemos dicho (q.74 a.3 ad 2).
De igual manera, antes de que la razón humana en estado de pecado
mortal sea reparada por la gracia santificante puede evitar los
pecados mortales uno a uno y por algún tiempo, pues no es necesario
que esté siempre pecando en acto. Pero es imposible que permanezca
mucho tiempo sin pecar mortalmente. De aquí esta advertencia de San
Gregorio en Super Ezech.: El pecado que no
es borrado en seguida mediante la penitencia, por su propio peso
conduce a otro pecado. La causa de esto es que, así como el
apetito inferior debe estar sometido a la razón, la razón, a su vez,
debe estar sometida a Dios, en quien ha de poner el fin de sus
apetencias. Pues los actos humanos deben ser regulados por el fin, al
igual que los movimientos del apetito inferior tienen que ser guiados
por el juicio de la razón. Ahora bien, lo mismo que en el apetito
inferior no sometido plenamente a la razón es inevitable que surjan de
vez en cuando movimientos desarreglados, así también tienen que
aparecer movimientos desordenados en la razón natural que se encuentra
en estado de insubordinación a Dios. Porque cuando el hombre no tiene
su corazón de tal manera fijo en Dios que ni por conseguir provecho ni
por evitar daño consienta en apartarse de Él, le salen al encuentro
multitud de cosas que, por alcanzarlas o por rehuirlas, le inducen a
apartarse de Dios por la infracción de sus mandatos, y así cae en el
pecado mortal. Sobre todo, porque cuando tiene que actuar de
improviso, el hombre obra de acuerdo con fines prefijados y con
hábitos previamente adquiridos, según observa el Filósofo en III Ethic. Mediante la premeditación puede, sin duda,
eludir en alguno de sus actos el condicionamiento de los fines
preconcebidos y de las inclinaciones habituales. Pero, como no puede
mantenerse siempre en estado de premeditación, es imposible que
permanezca mucho tiempo sin obrar a impulsos de la voluntad
insubordinada a Dios, a no ser que sea prontamente reintegrada por la
gracia a su debida subordinación.
A las objeciones:
1. El hombre puede evitar cada uno
de los pecados en particular; pero para evitarlos todos necesita la
gracia, como acabamos de decir. Sin embargo, si no se dispone
para recibir la gracia, es por culpa suya. Por eso no queda exento de
pecado por el hecho de que no pueda evitar el pecado sin la
gracia.
2. Según dice San Agustín en el
libro De corrept. et grat., la corrección es
provechosa para que del dolor de la corrección brote el deseo de la
regeneración, siempre que el corregido sea hijo de la promesa; de modo
que, mientras el ruido de la corrección restalla y flagela
exteriormente, Dios, por una secreta inspiración, opere en su interior
el propósito. La corrección es, pues, necesaria porque la voluntad
del hombre es indispensable para que se abstenga de pecar. Pero la
corrección no basta sin el auxilio de Dios. Por eso se dice en Eclo
7,14: Considera la obra de Dios. Porque nadie puede corregir a
aquel a quien él despreció.
3. Según dice San Agustín en su
tratado Hypognost., aquellas palabras se
refieren al hombre en estado de naturaleza íntegra, en el que no era
todavía siervo del pecado, de modo que podía pecar o no pecar. En el
presente estado también se le da al hombre cualquier bien que pida.
Pero el deseo de este bien lo debe al auxilio de la
gracia.
Artículo 9:
El que ya posee la gracia, ¿puede obrar el bien y evitar el pecado
por sí mismo sin otro auxilio de la gracia?
lat
Objeciones por las que parece que el que ya posee la gracia puede
obrar el bien y evitar el pecado por sí mismo, sin
otro auxilio de la gracia.
1. Lo que no consigue su finalidad, o es inútil o es imperfecto. Pero
la gracia se nos da para que podamos hacer el bien y evitar el mal.
Luego, si con ella el hombre no puede hacer esto, parece que la gracia
o se le dio inútilmente o es imperfecta.
2. Por la gracia habita en nosotros el Espíritu Santo, según aquello
de 1 Cor 3,16: ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros? Pero el Espíritu Santo, que
es omnipotente, basta para inducirnos a obrar el bien y para
defendernos del pecado. Luego el hombre en gracia puede ambas cosas
sin otro auxilio de la gracia.
3. Si el hombre en gracia necesita todavía otro auxilio de la gracia
para vivir rectamente y abstenerse del pecado, con igual motivo
necesita un tercer auxilio cuando haya obtenido aquel segundo. Pero
esto nos llevaría a un proceso indefinido, que no puede admitirse.
Luego el que está en gracia no necesita otro auxilio de la gracia para
obrar el bien y evitar el mal.
Contra esto: está lo que dice San Agustín, en el libro De natura et
gratia, que, así como el ojo corporal, aunque
esté perfectamente sano, no es capaz de ver sin el concurso del brillo
de la luz, así tampoco el hombre, aunque se halle plenamente
justificado, puede vivir rectamente si no es ayudado divinamente por
la eterna luz de la justicia.
Respondo: Como ya dijimos (
a.2.3.6), el hombre
para vivir rectamente necesita un doble auxilio de la gracia de Dios.
El primero es el de un don habitual por el cual la naturaleza caída
sea curada y, una vez curada, sea además elevada, de modo que pueda
realizar obras meritorias para la vida eterna, superiores a las
facultades de la naturaleza. El segundo es un auxilio de gracia por el
cual Dios mueve a la acción. Ahora bien, el hombre que está en gracia
no necesita otro auxilio de la gracia, en el sentido de un nuevo
hábito infuso. Pero sí necesita un nuevo auxilio en el segundo
sentido, es decir, necesita ser movido por Dios a obrar
rectamente.
Y lo necesita por dos razones. La primera, de orden general, es que,
como ya dijimos (a.1), ninguna cosa creada puede producir acto alguno
a no ser en virtud de la moción divina. La segunda es una razón
específica, basada en la condición presente de la naturaleza humana.
Porque, si bien esta naturaleza ha sido restaurada por la gracia en
cuanto a la mente, aún queda en nosotros la corrupción y la infección
de la carne, la cual sirve a la ley del pecado, según se dice
en Rom 7,25. Queda además cierta oscuridad de ignorancia en el
entendimiento, debido a la cual no sabemos lo que nos conviene
pedir, como dice también San Pablo en Rom 8,26. Pues por la
complejidad de los acontecimientos y por la imperfección del
conocimiento que tenemos de nosotros mismos, no podemos saber
plenamente qué es lo que nos conviene, y así se dice en Sab 9,14: Los pensamientos de los hombres son indecisos y nuestras previsiones
son inciertas. Por eso tenemos necesidad de que nos dirija y nos
proteja Dios, que lo conoce y lo puede todo. De aquí que, incluso los
renacidos por la gracia como hijos de Dios, tenemos que pedir: No
nos dejes caer en la tentación y hágase tu voluntad así en la
tierra como en el cielo, y todo lo demás que se contiene a este
respecto en la oración dominical.
A las objeciones:
1. El don de la gracia habitual no
se nos concede para que no necesitemos más del auxilio divino, pues
toda creatura necesita ser conservada por Dios en el bien que de él
recibió. Por consiguiente, si después de haber recibido la gracia, el
hombre sigue necesitando el auxilio divino, no se sigue de ahí que la
gracia se le haya dado inútilmente o que sea imperfecta. Porque aun en
el estado de gloria, cuando la gracia habrá alcanzado su total
perfección, el hombre seguirá necesitando el auxilio divino. Aquí, sin
embargo, es cierto que la gracia entraña cierta imperfección, en
cuanto no sana perfectamente al hombre, como se acaba de decir.
2. La acción por la que el
Espíritu Santo nos mueve y nos protege no se circunscribe al efecto
del don habitual que causa en nosotros, sino que nos mueve y protege
también al margen de este don, junto con el Padre y el
Hijo.
3. El argumento propuesto muestra
simplemente que el hombre en estado de gracia habitual no necesita
otra gracia habitual.
Artículo 10:
El hombre que está en gracia, ¿necesita el auxilio de la gracia para
perseverar?
lat
Objeciones por las que no parece que el hombre en estado de gracia
necesite el auxilio de la gracia para perseverar.
1. La perseverancia no alcanza el rango de virtud, como tampoco la
continencia, según muestra el Filósofo en VII Ethic. Pero el hombre, una vez que ha sido justificado por la gracia, no necesita otro auxilio de la gracia para adquirir las virtudes. Luego mucho menos para obtener la perseverancia.
2. Las virtudes se infunden todas a la vez. Mas la perseverancia es
considerada como una virtud. Luego parece que se da al ser infundidas
las otras virtudes junto con la gracia.
3. Según dice el Apóstol en Rom 5,15, al hombre le fue restituido
por el don de Cristo más de lo que había perdido por el pecado de
Adán. Pero Adán había recibido lo necesario para perseverar. Luego
en mayor grado se nos devolvió por la gracia de Cristo lo que se
requiere para la perseverancia. Y así el hombre no necesita de la
gracia para perseverar.
Contra esto: está lo que dice San Agustín en el libro De la
perseverancia: ¿Por qué pedir a Dios la
perseverancia si no es Dios quien la da? ¿No es irrisoria una oración
en la que pedimos obtener de él lo que sabemos que él no concede, sino
que está en manos del hombre sin que él lo dé? Ahora bien, la
perseverancia la piden incluso los que están santificados por la
gracia, pues tal es el sentido de la petición Santificado sea tu
nombre, como ratifica el mismo San Agustín con
palabras de San Cipriano. Luego el hombre, aunque esté ya en gracia,
necesita que Dios le conceda la perseverancia.
Respondo: La palabra perseverancia se toma en
un triple sentido. A veces significa el hábito del alma por el cual el
hombre permanece firmemente adherido a la virtud frente a las pruebas
que le asaltan. En este sentido, la perseverancia es con respecto a
estas pruebas lo que es la continencia respecto de las concupiscencias
y deleites, según señala el Filósofo en VII
Ethic. En segundo lugar puede llamarse perseverancia a un hábito por el cual el hombre tiene el propósito de perseverar en el bien hasta el fin. Tomada en estos dos sentidos, la perseverancia se infunde a la vez que la gracia, lo mismo que la continencia y las demás virtudes.
En un tercer sentido se llama perseverancia a la continuidad en el
bien hasta el fin de la vida. Y para conseguir tal perseverancia el
hombre, en estado de gracia, no necesita ciertamente otra gracia
habitual, sino solamente un auxilio divino que lo dirija y proteja
contra los impulsos de las tentaciones, según se ha visto en el
artículo precedente. Por eso, cuando uno ha recibido la gracia
santificante, necesita todavía pedir este don de la perseverancia, que
le permita guardarse del mal hasta el fin de la vida. Porque a muchos
se da la gracia a quienes no se concede perseverar en
ella.
A las objeciones:
1. Esta objeción se refiere a la
perseverancia en el primer sentido, como la objeción segunda a la
perseverancia en el segundo sentido.
Queda, pues, resuelto el segundo argumento.
3. Según dice San Agustín en el
libro De natura et gratia, el hombre en el
primer estado recibió el don que le permitía perseverar, pero no
recibió el perseverar de hecho. Ahora, en cambio, mediante la gracia
de Cristo, son muchos los que reciben el don por el que pueden
perseverar y además se les concede el perseverar de hecho. Y en
este sentido el don de Cristo es más grande que el pecado de
Adán. Sin embargo, en el estado de inocencia, merced
al don de la gracia, era más fácil perseverar que hoy bajo la
restauración de la gracia de Cristo. Porque en aquel estado no existía
la rebelión de la carne contra el espíritu, mientras que ahora, si
bien la reparación se inició en cuanto a la mente, no se consumó aún
en cuanto a la carne. Se consumará en la patria celestial, donde el
hombre no sólo podrá perseverar, sino que incluso ya no podrá
pecar.