Artículo 1:
¿Debe la ley nueva mandar o prohibir algunos actos
exteriores?
lat
Objeciones por las que parece que la nueva ley no debe mandar o
prohibir ningunos actos exteriores.
1. La ley nueva es el Evangelio del reino, según aquello de Mt
24,14: Será predicado este Evangelio del reino en todo el
mundo. Pero el reino de Dios no consiste en actos exteriores, sino
sólo en los interiores, según aquello de Lc 17,21: El reino de Dios
está dentro de vosotros; y en Rom 14,17: El reino de Dios no
consiste en comida y bebida, sino en justicia, paz y gozo en el
Espíritu Santo. Luego la nueva ley no debe mandar o prohibir
ningún acto exterior.
2. La nueva ley es ley del Espíritu, como se dice en Rom 8,2. Pero donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad, como se
dice 2 Cor 3,17. Ahora bien, no hay libertad si el hombre está
obligado a ejecutar u omitir ciertas obras exteriores. Luego la nueva
ley no contiene ningún precepto o prohibición de actos
exteriores.
3. Todos los actos exteriores se entiende que pertenecen a la mano,
como los actos interiores al alma. La diferencia establecida entre la
ley nueva y la antigua es que la antigua cohibía la mano, pero la
nueva cohibe el ánimo. Luego en la ley nueva no
deben ponerse prohibiciones y preceptos de los actos exteriores, sino
solamente de los interiores.
Contra esto: está el que por la ley nueva son los hombres hechos hijos de la luz, según lo de Jn 12,36: Creed en la luz para que
seáis hijos de la luz. Mas de los hijos de la luz es propio hacer
obras de luz y desechar las obras de las tinieblas, según aquello de
Ef 5,8: Erais en otro tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el
Señor; caminad como hijos de la luz. Luego la ley nueva debió
prohibir algunas obras exteriores y preceptuar ciertas
otras.
Respondo: Como se ha visto antes (
q.106 a.1.2), la principalidad de la nueva ley está en la gracia del Espíritu
Santo. Ésta se manifiesta en la fe, que obra por el amor. Ahora bien,
los hombres consiguen esta gracia por el Hijo de Dios hecho hombre,
cuya humanidad llenó Dios de gracia, y de ella se derivó en nosotros.
Por eso se dice en Jn 1,14:
El Verbo se hizo carne; y luego
añade:
Llena de gracia y de verdad; y más abajo (v.17):
De
su plenitud recibimos todos nosotros, y gracia por gracia. Por eso
añade que
la gracia y la verdad fueron hechas por Jesucristo. Y
así conviene que la gracia, que se deriva del Verbo encarnado, llegue
a nosotros mediante algunos signos sensibles y exteriores, y que de la
gracia interior, por la cual es sometida la carne al espíritu, emanen
algunas obras sensibles.
Así, pues, las obras exteriores pueden pertenecer a la gracia de dos
modos: uno, como causadoras de la gracia, y tales son las obras de los
sacramentos que han sido instituidos en la nueva ley, como es el
bautismo, la eucaristía y los demás.
Pero hay otras obras exteriores que son producidas por el instinto de
la gracia. Mas, aun en éstas, hay alguna diferencia; pues algunas
tienen una necesaria conveniencia o contrariedad con la gracia
interior, que consiste en la fe que obra mediante la caridad, y tales
obras exteriores son las mandadas o prohibidas en la nueva ley, como,
por ejemplo, está mandada la confesión de la fe y prohibida su
negación, pues en Mt 10,32s se dice: Al que me confesare ante los
hombres, yo le reconoceré ante mi Padre; pero al que me niegue ante
los hombres, también yo le negaré ante mi Padre. Pero hay otras
obras que no tienen esa necesaria contrariedad o conveniencia con la
fe que obra mediante la caridad, y tales obras no están mandadas o
prohibidas en la nueva ley desde la primera promulgación de la ley,
sino que han sido dejadas por el legislador, que es Cristo, a cada uno
en la medida en que cada cual debe tener cuidado de otro. En este
sentido, cada cual es libre para determinar lo que le conviene hacer o
evitar en tales casos, y lo mismo cualquier prelado para ordenar a sus
súbditos en esta materia lo que han de hacer o evitar. Y por eso
también la ley del Evangelio se llama ley de libertad (ad 2), pues la ley antigua determinaba muchas cosas y eran pocas las que
dejaba a la libertad de los hombres.
A las objeciones:
1. El reino de Dios consiste
principalmente en los actos interiores, pero también, y como
consecuencia, en todo aquello sin lo cual no pueden existir dichos
actos. Por ejemplo, si el reino de Dios es justicia interior, y paz, y
gozo espiritual, necesario es que todos los actos exteriores que
repugnan a la justicia, a la paz o al gozo espiritual repugnen también
el reino de Dios y, por tanto, hayan de ser prohibidos en el Evangelio
del reino. En cambio, aquellas cosas que son indiferentes a esa
justicia, paz o gozo, v.gr., comer estos o aquellos alimentos, no
constituyen el reino de Dios. Por lo cual, San Pablo dice antes: El
reino de Dios no consiste en comida o bebida.
2. Según dice el Filósofo en I
Metaphys.,
se llama libre el que es causa de sí
mismo. Por lo tanto, aquél obrará libremente que obre por propia
iniciativa. Ahora bien, si obra el hombre por un hábito conforme a su
naturaleza, obra por sí mismo, pues el hábito inclina por manera
natural. Pero, si el hábito fuese contrario a la naturaleza, el hombre
no obraría según lo que es él mismo, sino según alguna corrupción que
se le hubiera sobrevenido. Así pues, siendo la gracia del Espíritu
Santo como un hábito interior infuso que nos mueve a obrar bien, nos
hace ejecutar libremente lo que conviene a la gracia y evitar todo lo
que a ella es contrario.
En conclusión, la nueva ley se llama ley de libertad en un doble
sentido (cf. sol.). Primero, en cuanto no nos compele a ejecutar o
evitar sino lo que de suyo es necesario o contrario a la salvación
eterna, y que, por lo tanto, cae bajo el precepto o la prohibición de
la ley. Segundo, en cuanto hace que cumplamos libremente tales
preceptos o prohibiciones, puesto que las cumplimos por un interior
instinto de la gracia. Y por estos dos capítulos, la nueva ley se
llama ley de perfecta libertad, según la expresión de Sant
1,25.
3. Es necesario que la nueva ley,
al retraer el alma de los movimientos desordenados, retraiga también
la mano de los actos desordenados, que son efecto de los movimientos
interiores.
Artículo 2:
¿La nueva ley ordenó suficientemente los actos exteriores?
lat
Objeciones por las que parece que la nueva ley no ordenó
suficientemente los actos exteriores.
1. A la ley nueva pertenece la fe, que obra mediante la caridad,
según aquello de Gál 5,6: En Cristo Jesús no vale nada ni la
circuncisión ni el prepucio, sino la fe que obra mediante la
caridad. Mas la ley nueva explicó ciertas cosas
que hay que creer, las cuales no estaban explícitas en la ley antigua,
como es, por ejemplo, la Santísima Trinidad. Luego también debió
añadir algunas obras morales exteriores que no estaban determinadas en
la antigua ley.
2. En la ley antigua no sólo fueron instituidos ciertos sacramentos,
sino también algunos ritos sagrados, como se ha dicho (
q.101 a.4;
q.102 a.4). Mas en la nueva ley, aunque han sido instituidos algunos
sacramentos, parece que no han sido instituidos ningunos ritos; por
ejemplo, ritos tocantes a la consagración de los templos, de los vasos
sagrados, o a la celebración de alguna solemnidad. Luego la nueva ley
no ha ordenado suficientemente las obras exteriores.
3. En la ley antigua, así como había ciertas observancias relativas a
los ministros de Dios, así también había otras referentes al pueblo,
como se ha dicho antes (
q.101 a.4;
q.102 a.6), al tratar de los
preceptos ceremoniales de la ley antigua. Mas en la nueva ley parece
haber algunas observancias dadas a los ministros de Dios, como consta
en las palabras de Mt 10,9: No
llevéis oro, ni plata, ni dineros en
vuestros cintos, y en Lc 9,10 lo mismo. Luego también debieron en
la nueva ley instituirse algunas observancias pertenecientes al pueblo
fiel.
4. En la ley antigua hubo, además de los preceptos morales y
ceremoniales, otros judiciales. Mas en la nueva ley no existe precepto
ninguno judicial. Luego la nueva ley no ordenó suficientemente las
obras exteriores.
Contra esto: está lo que dice el Señor en Mt 7,24: Todo el que oye
mis palabras y las cumple se parece al varón sabio, que levantó su
casa sobre piedra. Mas el sabio constructor nada omite de lo
necesario al edificio. Luego en las palabras de Cristo está
suficientemente determinado todo lo que pertenece a la salvación
humana.
Respondo: Como vimos (
a.1), la nueva ley,
tratándose de cosas exteriores, tan sólo debió mandar o prohibir lo
que a la gracia nos lleva o lo que necesariamente pertenece al buen
uso de la gracia. Y como no podemos conseguir la gracia por nuestras
propias fuerzas, sino solamente por Cristo, por eso el mismo Señor
instituyó por sí mismo los sacramentos, con los cuales conseguimos la
gracia, esto es, el bautismo, la eucaristía, el orden de los ministros
de la nueva ley —instituyendo a los apóstoles y a los setenta y dos
discípulos—, la penitencia y el matrimonio indisoluble. También
prometió la confirmación mediante el envío del Espíritu Santo.
Asimismo se dice que, por institución suya, curaron los apóstoles a
los enfermos ungiéndolos con óleo, como consta por Mc 6,13; todos los
cuales son sacramentos de la nueva ley.
Ahora bien, el recto uso de la gracia se verifica mediante las obras
de caridad, las cuales, en cuanto necesarias a la virtud, pertenecen a
los preceptos morales, que también existían en la ley antigua. Y por
eso, en esta parte, no debió añadir la ley nueva precepto alguno
acerca de las obras exteriores. La determinación de esas obras en
orden al culto de Dios pertenece a los preceptos ceremoniales de la
ley, y en lo tocante al prójimo, a los judiciales, como se ha dicho
antes (q.99 a.4). Y como estas determinaciones no son, hablando en
absoluto, necesarias a la gracia interior, en la cual consiste la ley,
por eso no caen bajo precepto alguno de la nueva ley, sino que se
dejan al arbitrio humano. De éstos, unos se dejan al juicio de los
súbditos, y son los que pertenecen a cada uno en particular, y otros a
los prelados temporales o espirituales, y son los que pertenecen a la
común utilidad.
En resumen: la nueva ley no debió determinar ningunas otras obras,
mandándolas o prohibiéndolas, a no ser los sacramentos y los preceptos
morales, que de suyo pertenecen a la esencia de la virtud, como, por
ejemplo, que no se debe matar a nadie, que no hay que robar y otras
cosas por el estilo.
A las objeciones:
1. Lo que pertenece a la fe está
sobre la razón humana, y por eso no podemos llegar a ello sino por la
gracia. Por esto fue necesario que, al llegar la gracia, se
propusieran más cosas que creer. En cambio, a las obras de la virtud
nos dirigimos por la razón natural, que es cierta regla de la
operación humana, como se ha dicho (
q.19 a.3;
q.63 a.2). Y por eso, en
estas cosas no fue necesario que se dieran más preceptos, fuera de los
morales de la ley, los cuales dicta también la razón.
2. En los sacramentos de la nueva
ley se da la gracia, que no proviene sino de Cristo, y por eso convino
que El fuera quien los instituyese; pero en los otros ritos sagrados o
sacramentales, v.gr., en la consagración de un templo, o de un altar,
o cosas parecidas, y aun en la celebración misma de las solemnidades
no se da gracia alguna; y por eso, como esas cosas en sí mismas no
pertenecen por necesidad a la gracia interior, las dejó el Señor al
arbitrio de los fíeles para que las instituyeran.
3. El Señor dio aquellos preceptos
a los apóstoles, no como ceremonias legales, sino como reglas morales,
que pueden interpretarse de dos maneras: primera, según San Agustín
en
De consensu evangelist., entendiendo que no
son preceptos, sino permisiones, pues les permitió que pudieran ir a
ejercer el ministerio de la predicación sin alforja ni bastón y otras
cosas a este tenor, ya que tenían facultad para recibir, de aquellos a
quienes predicaban, las cosas necesarias para la vida. Por eso
añade:
Pues el obrero es digno de su alimento. Y, sin embargo,
no por eso peca, sino que hace una obra de supererogación el que lleva
consigo sus cosas, de las cuales pueda vivir mientras ejercita el
ministerio de la predicación, sin recibir subsidio alguno de aquellos
a quienes predica el Evangelio, como hizo San Pablo (1 Cor
9,4).
De otra manera pueden entenderse aquellos preceptos, según la
exposición de otros santos, como ciertas normas
temporales dadas a los apóstoles para el tiempo en que eran enviados a
predicar a Judea antes de la pasión de Cristo. Pues necesitaban los
discípulos, que, como niños, vivían bajo la tutela de Cristo, algunas
reglas especiales, como todos los súbditos las reciben de sus
prelados, y más las necesitaban ellos, que debían ejercitarse poco a
poco en el abandono de las cosas temporales, con lo cual se harían
aptos para predicar el Evangelio por todo el mundo. Y nada tiene de
particular que, durando aún la situación de la ley antigua y no
habiendo alcanzado aún los apóstoles la libertad perfecta del Espíritu
Santo, instituyera Cristo ciertos determinados modos de vida, que
abrogó próxima la pasión por estar ya los discípulos convenientemente
ejercitados por ellos. Por eso se dice en Lc 22,35s: Cuando os
envié sin zurrón, ni alforja, ni calzado, ¿os faltó acaso algo? Y
ellos contestaron: Nada. Y les dijo: Pues ahora el que tenga bolsa
tome también alforja, pues ya se acercaba el tiempo de la perfecta
libertad, en el cual quedarían dueños de sí mismos en lo que de suyo
no es necesario para la virtud.
4. Los preceptos judiciales, aun
considerados en absoluto, no son imprescindibles para la práctica de
la virtud en cuanto a tal determinación, sino tan sólo considerada la
razón común de justicia. Por eso dejó el Señor que los concretaran los
que habrían de tener cuidado espiritual o temporal de
los demás. No obstante, aclaró algunas cosas relativas a los preceptos
judiciales de la ley antigua por la mala interpretación de los
fariseos, como diremos luego (
a.3 ad 2).
Artículo 3:
¿La nueva ley ordenó suficientemente al hombre en los actos
interiores?
lat
Objeciones por las que parece que la ley nueva no ha ordenado
suficientemente al hombre en los actos interiores.
1. Los preceptos que ordenan al hombre para con Dios y el prójimo
son diez. Pero el Señor sólo perfeccionó algo tres de
ellos, a saber: la prohibición del homicidio, del adulterio y del
perjurio, luego parece que ordenó insuficientemente al hombre
omitiendo el completar con sus declaraciones los otros
preceptos.
2. El Señor en el Evangelio nada ordenó relativo a los preceptos
judiciales, a no ser acerca del repudio de la esposa y la persecución
de los enemigos. Pero en la antigua ley hay muchos otros preceptos
judiciales, como se ha dicho antes (
q.104 a.4;
q.105). Luego, a lo
menos en esto, no dejó suficientemente ordenada la vida de los
hombres.
3. En la ley antigua, además de los preceptos morales y judiciales,
había otros ceremoniales, acerca de los cuales nada ordenó el Señor.
Luego parece que ordenó insuficientemente la vida humana.
4. La buena disposición interior del alma exige que el hombre no haga
ningún acto bueno por cualquier fin temporal. Pero hay otros muchos
bienes temporales, además del favor humano, y muchas obras buenas,
además del ayuno, la limosna y la oración. Luego parece mal que el
Señor haya enseñado a huir la gloria del favor humano tan sólo en
estas tres cosas y nada más diga de los bienes terrenos.
5. Es del todo natural que el hombre se preocupe de las cosas que
necesita para vivir, y en esa solicitud coinciden también con el
hombre los demás animales. Por eso se dice en Prov 6,6.8: Mira, ¡oh
perezoso!, a la hormiga y considera su modo de proceder; sin guia ni
maestro se prepara en el verano el alimento y reúne sus provisiones de
trigo con que viva. Pero todo precepto dado contra la inclinación
de la naturaleza es malo por ser contra la ley natural; luego parece
que el Señor prohibió sin razón debida la solicitud por el alimento y
el vestido.
6. No debe prohibirse ningún acto de virtud. Pero el juicio es acto
de la virtud de la justicia, según aquello de Sal 93,15: Hasta que
la justicia se convierta en juicio; luego parece que la ley nueva
ordenó insuficientemente al hombre respecto de los actos
interiores.
Contra esto: está lo que dice San Agustín en De serm. Domini in
monte: Debe considerarse que, al decir el Señor:
«El que oye estas mis palabras», claramente dio a entender que este
sermón del Señor, en el que se contienen todos los mandatos que
informan la vida cristiana, es perfecto.
Respondo: Como consta por el testimonio de San
Agustín antes aducido, el sermón que pronunció el Señor en el monte
(Mt 5-7) contiene un perfecto programa de vida cristiana, pues en él
se ordenan con perfección los movimientos interiores del hombre. En
efecto, después de exponer el fin en que consiste nuestra
bienaventuranza y de ensalzar la dignidad de los apóstoles, por los
cuales había de ser promulgada la doctrina evangélica, ordena los
movimientos interiores del hombre, primero en sí mismo y luego en
orden al prójimo.
En sí mismo lo hace de dos maneras, atendiendo a los dos movimientos
interiores del hombre, que son la voluntad de lo que hay que obrar y
la intención del fin. Y por eso, primero ordena la voluntad del hombre
según los diversos preceptos de la ley que prescribe abstenerse no
sólo de las obras exteriores malas en sí mismas, sino también de las
interiores y de las ocasiones de los males. Después ordena la
intención del hombre, mandando que en las cosas buenas que hacemos no
busquemos la gloria humana ni las riquezas del mundo, lo cual es
atesorar en la tierra.
En tercer lugar, ordena los movimientos interiores del hombre con
relación al prójimo, mandando que no le juzguemos temeraria, injusta o
presuntuosamente, pero que tampoco seamos tan negligentes con él que
le entreguemos las cosas divinas si es indigno de ellas.
Por fin, enseña la manera de cumplir la doctrina evangélica, a saber:
implorando el auxilio divino, procurando entrar por la puerta estrecha
de la virtud perfecta, poniendo sumo cuidado en no ser pervertidos por
los impostores y diciéndonos que la observancia de sus mandamientos es
necesaria para la virtud, no bastando la mera confesión de la fe ni
aun el obrar milagros, ni el simple escuchar sus palabras.
A las objeciones:
1. El Señor exige el cumplimiento
de aquellos preceptos de la ley cuyo verdadero sentido no entendían
los escribas y fariseos. Esto sucedía sobre todo en tres preceptos del
decálogo; pues en la prohibición del adulterio y del homicidio sólo
creían vedado el acto exterior, no el deseo interior. Esto lo creían
más del homicidio y adulterio que del falso testimonio, pues el
movimiento de la ira, que tiende al homicidio, y el movimiento de la
concupiscencia, que tiende al adulterio, parecen sernos naturales,
pero no así el apetito de hurtar o de proferir un falso testimonio.
Relativamente al perjurio, tenían una falsa interpretación, creyendo
que el perjurio era ciertamente pecado, pero que el juramento era por
sí mismo deseable y así debía ser frecuentado, por parecer que
pertenece al honor de Dios. Por eso el Señor enseña que el juramento
no debe desearse como cosa buena, sino que es mejor hablar sin
juramento, a no ser en caso de necesidad.
2. Los escribas y fariseos, en lo
tocante a los preceptos judiciales, erraban por dos capítulos:
primero, porque reputaban como justas algunas cosas que en la ley de
Moisés se conceden a título de meras permisiones, a saber, el repudio
de la esposa y el recibir de los extraños usuras. Por eso el Señor
prohibió, en Mt 5,32, el repudio de la esposa y, en Lc 6,35, el
prestar dinero a usura, respecto de la cual dijo:
Dad prestado y no
esperéis nada por ello.
También erraban al creer que algunas reglas, instituidas por la
antigua ley con espíritu de justicia, debían ejecutarse por deseo de
venganza, por codicia de los bienes temporales o por odio a los
enemigos. Esto sucedía en tres preceptos; pues, en primer lugar,
creían lícito el deseo de venganza, por el precepto que tenían sobre
la pena del talión, que fue dado para mejor guardar la justicia, no
para procurarse la venganza. Por eso, el Señor, para impedir esto,
enseña que debe tener el hombre un espíritu tal, que esté preparado en
caso de necesidad a sufrir aun las mayores injurias. Juzgaban, además,
lícita la codicia de los bienes ajenos a causa de los preceptos
judiciales en que se ordena la restitución de lo robado y algo más,
como se ha dicho arriba (q.105 a.2 ad 9). Esto lo mandó la ley para
mejor guardar la justicia, no para dar lugar a la codicia. Por eso el
Señor enseña que no exijamos nuestros bienes por codicia, antes
debemos estar dispuestos a dar más aún si es menester. El odio lo
creían lícito a causa de los preceptos que daba la ley sobre la muerte
de los enemigos, cosa que mandó la ley para cumplir con la justicia,
como se ha dicho (ib., a.3 ad 4), pero no para satisfacer el odio. Y
por eso el Señor enseña que debemos amar a los enemigos y estar
preparados, en caso de necesidad, aun para hacerles bien. Pues estos
preceptos deben entenderse en la preparación de ánimo, como
expone San Agustín.
3. Los preceptos morales deben
subsistir totalmente y en absoluto en la nueva ley, por pertenecer en
sí mismos a la esencia de la virtud. En cambio, los judiciales no
quedaban necesariamente en la forma por la ley determinada, sino que
dejaba a la voluntad humana determinar en los casos particulares la
manera de obrar. Por eso muy bien dio el Señor sus normas acerca de
estas dos clases de preceptos. Pero la observancia de los preceptos
ceremoniales desapareció totalmente ante la realidad que ellos
representaban, y por eso nada se ordena sobre estos preceptos en
aquella doctrina común. Pone de manifiesto, sin embargo, en otro
lugar, que todo el culto externo, determinado en la ley, habrá de ser
cambiado en culto espiritual, como consta en Jn 4,21.23, al decir: Llegará un tiempo en que no adoraréis al Padre ni en este monte ni en
Jerusalén; los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y
en verdad.
4. Todas las cosas mundanas pueden
reducirse a tres clases: los honores, las riquezas y los placeres,
según aquello de 1 Jn 2,16: Todo lo que hay en el mundo es
concupiscencia de la carne, lo cual pertenece a los placeres de la
carne; y concupiscencia de los ojos, que pertenece a las
riquezas, y soberbia de la vida, que abarca la ambición de la
gloria y del honor. Pero la ley no prometió los placeres superfluos de
la carne, antes bien los prohibió. En cambio, prometió la grandeza del
honor y la abundancia de riquezas, pues en Dt 28,1 se
dice: Si escuchares la voz del Señor, tu Dios, el Señor te hará más
grande que todos los pueblos; esto referente a la primera parte. Y
luego (v.11) añade, tocante a la segunda: Te haré abundar en todos
los bienes. Las cuales promesas entendían los judíos tan
depravadamente, que, según su sentencia, había de servirse a Dios por
ellas como por único fin. Por eso el Señor refuta esta falsa
interpretación, enseñando primero que no deben hacerse las obras de
virtud por la gloria humana. De esas obras pone como ejemplo tres
principales, a las cuales pueden reducirse todas las demás; pues todo
lo que uno hace para refrenarse a sí mismo en sus concupiscencias,
puede reducirse al ayuno; todo lo que se hace por amor del prójimo, se
resume y condensa en la limosna; y lo que se hace para dar culto a
Dios, está compendiado en la oración. Habla en especial de estas tres
cosas por ser las principales y por las que solemos ante todo buscar
la gloria humana. En segundo lugar, enseña que no debemos poner
nuestro último fin en las riquezas, diciendo (Mt 6,19): No
amontonéis tesoros en la tierra.
5. El Señor de ninguna manera
prohibe la natural y necesaria solicitud por las cosas temporales,
sino la desordenada, que puede serlo por cuatro capítulos, en los que
debe ser evitada: Primero, no poniendo en lo temporal el fin ni
sirviendo a Dios únicamente por las cosas necesarias para comer y
vestir. Por eso añade (l.c.): No atesoréis, etc. Segundo, no
viviendo tan preocupados por ellas que desesperemos del auxilio
divino, y por eso el Señor dice (ib., v.32): Ya sabe vuestro Padre
celestial que necesitáis todo eso. Tercero, no ha de ser una
solicitud presuntuosa, esperando poder proveerse de lo necesario para
la vida por solas sus propias fuerzas, prescindiendo del auxilio
divino. Esto lo inculca aquí (ib., v.27) el Señor, diciéndonos que por sólo nuestras fuerzas no podemos añadir a nuestra estatura ni lo
más mínimo. Cuarto, no adelantando los acontecimientos
preocupándose del porvenir; por lo cual dice: No os preocupéis del
día de mañana (ib., v.34).
6. El Señor no prohibe el juicio de
justicia, sin el cual no pueden negarse a los indignos las cosas
santas; lo que prohibe es el juzgar sin fundamento, como acabamos de
decir.
Artículo 4:
¿Fue conveniente que se propusieran ciertos consejos en la nueva
ley?
lat
Objeciones por las que parece que no está bien que en la ley nueva se
hayan dado determinados consejos.
1. Los consejos versan sobre las cosas convenientes al fin, como se
ha dicho (
q.14 a.2) al hablar del consejo. Pero no a todos convienen
los mismos consejos. Luego no a todos deben proponerse determinados
consejos.
2. Los consejos versan sobre un bien mejor; pero no hay grados
determinados en ese bien mejor; luego no debe darse consejo alguno
determinado.
3. Los consejos pertenecen a la perfección de la vida. Mas la
obediencia pertenece a la perfección de la vida; luego sin razón se ha
omitido en el Evangelio el consejo acerca de ella.
4. Hay muchas cosas que pertenecen a la perfección de la vida que se
cuentan entre los preceptos, como es aquello de
Amad a vuestros
enemigos (Mt 5,44) y asimismo los preceptos que dio el Señor a los
apóstoles y constan en Mt 10.
Luego sin razón se dan en la nueva ley consejos, ya porque no constan
todos, ya también porque no se distinguen de los preceptos.
Contra esto: está el que los consejos de un amigo sabio traen gran
provecho, según aquello de Prov 27,9: El corazón se deleita con el
ungüento y con los variados olores, y el alma se endulza con los
buenos consejos del amigo. Pero Cristo es el más amigo y sabio.
Luego sus consejos son de gran utilidad y, por lo mismo, son
convenientísimos.
Respondo: La diferencia entre consejo y
precepto está en que el precepto implica necesidad; en cambio, el
consejo se deja a la elección de aquel a quien se da. Por eso muy bien
se añaden a los preceptos ciertos consejos en la nueva ley, que es ley
de libertad, lo cual no se hacía en la antigua, que era ley de
servidumbre. Y así hay que decir que los preceptos del Evangelio
versan acerca de las cosas necesarias para conseguir
el fin de la eterna bienaventuranza, en la que nos introduce la nueva
ley inmediatamente; en cambio, los consejos versan acerca de aquellas
cosas mediante las cuales el hombre puede mejor y más fácilmente
conseguir ese fin.
Ahora bien, el hombre se halla colocado entre las cosas de este mundo
y los bienes espirituales, en los que consiste la eterna
bienaventuranza, de tal modo que cuanto más se adhiera a uno de ellos,
tanto más se aparta del otro, y reciprocamente. Por lo tanto, el que
totalmente se apega y adhiere a las cosas de este mundo, poniendo en
ellas su fin y teniéndolas como normas y reglas de sus obras, se
aparta del todo de los bienes espirituales. Tal desorden se rectifica
mediante los mandamientos. Mas, para llegar a ese fin último, no es
necesario desechar en absoluto las cosas del mundo, ya que usando el
hombre de ellas, puede aún llegar a la bienaventuranza eterna con tal
de no poner en ellas su último fin; aunque llegará más fácilmente
abandonando totalmente los bienes de este mundo. Por eso el Evangelio
propone ciertos consejos acerca de este particular.
Ahora bien, los bienes de este mundo que sirven para la vida humana
son de tres clases. Unos pertenecen a la concupiscencia de los
ojos, y son las riquezas; otros, a la concupiscencia de la
carne, y son los deleites carnales, y otros, por fin, a la soberbia de la vida, que son los honores, como se dice en 1 Jn
2,16.
Pero abandonar del todo estas tres cosas, en lo posible, es propio de
los que siguen los consejos evangélicos. En ellos también se funda
todo el estado religioso, que profesa vida de perfección, pues las
riquezas se renuncian por el voto de pobreza; los deleites de la
carne, por la perpetua castidad, y la soberbia de la vida, por la
sujeción a la obediencia.
Estas tres cosas, rigurosamente observadas, pertenecen a los consejos
propuestos absolutamente; pero, en cambio, el cumplir cada una de
ellas en casos particulares pertenece al consejo en cierto sentido tan
sólo; es decir, en casos determinados. Por ejemplo: al dar a un pobre
limosna, cuando uno no está obligado, el hombre sigue el consejo en
aquel caso particular; y lo mismo cuando, por un tiempo determinado,
se abstiene de los placeres de la carne para vacar a la oración, sigue
el consejo por aquel tiempo. Y cuando no hace uno su voluntad en algún
caso en que podría lícitamente hacerla, sigue el consejo en aquel caso
particular, como, por ejemplo, si hace bien a sus enemigos cuando a
ello no está obligado; si perdona una ofensa de que pudiera exigir
satisfacción. Y, en este sentido, aun todos los consejos particulares
se reducen a los tres generales y perfectos.
A las objeciones:
1. Estos consejos, de suyo, son
útiles a todos, pero ocurre que, por indisposición de algunos, a esos
no les conviene, no sintiendo su afecto inclinado a ellos. Y por eso
el Señor, al proponer los consejos evangélicos, siempre hace mención
de la aptitud de los hombres para cumplirlos. Por ejemplo, al dar el
consejo de perpetua pobreza en Mt 19,21, dice antes: Si quieres ser
perfecto, y luego añade: Vende todo lo que tienes, etc. Lo
mismo al dar el consejo de perpetua castidad dijo (ib., 12): Hay
eunucos que se castraron a sí mismos por el reino de los cielos; y
luego añade: El que pueda practicarlo, hágalo. Y lo mismo San
Pablo, en 1 Cor 7,35, después de dar el consejo de virginidad,
dice: Lo digo para provecho vuestro, no para tenderos un lazo.
2. Los bienes mejores están
indeterminados en los particulares; pero lo que es en
absoluto mejor en general, está determinado. A ello se
reducen también todos aquellos consejos particulares, como ya se dijo.
3. Aún podemos entender que Cristo
dio el consejo de obediencia cuando dijo: Y sígame (Mt 16,24).
Y a Cristo le seguimos no sólo imitando sus obras, sino también
obedeciendo sus mandatos, como consta en Jn 10,27 al decir: Mis
ovejas oyen mi voz y me siguen.
4. Lo que el Señor dice en Mt 5 y
Lc 6 del verdadero amor a los enemigos y otras cosas parecidas, en lo
que toca a la preparación del ánimo son del todo necesarias para
salvarse. Por ejemplo, que debemos estar preparados para hacer el bien
a nuestros enemigos y otras cosas por el estilo cuando lo exija la
necesidad; y por eso el Evangelio los pone entre los preceptos. Pero
hacer esto con los enemigos con prontitud, cuando no se presenta
especial necesidad, pertenece a los consejos particulares, como
acabamos de decir. Lo que se dice en Mt 10 y en Lc 9 y 10 son
ciertos preceptos disciplinarios, útiles en aquel tiempo, o, más bien,
ciertas permisiones, como hemos dicho (q.2 ad 3), y por eso no se
cuentan entre los consejos.