Cuentos de Joan Romney : Manejando los hilos
Manejando los hilos (The Wire Pullers)
Cuento. Publicado por primera vez en Strand, julio de 1905; reimpreso en The Eighteen-Carat Kid and Other Stories.
Traducción: Alejandro Murgia, 2009.
Este cuento constituyó la primera contribución de Wodehouse a la revista Strand, y el nacimiento de un curioso personaje femenino, la juvenil Joan Romney, que toma la palabra para contarnos en primera persona las peripecias que vive junto a su padre y su hermano. El señor Romney es un entusiasta jugador de cricket, y en más de una ocasión asistiremos por su causa a inolvidables desafíos campestres rebosantes de wickets y corridas y bateos.
Manejando los hilos
Es espléndido llegar a los diecisiete, dejar las trenzas, y saber que ya no te besuquearán indiscriminadamente chicos pegajosos ni espantosos caballeros decrépitos que "te conocieron cuando eras así de alta, querida", o que te acunaron en sus rodillas cuando eras bebé. La primera vez que bajé a cenar con vestido largo y rodete fue una sensación. Papá dijo "¡Joan querida!" y se quedó boquiabierto. En el rostro del mayordomo se leía una respetuosa admiración. La asistente de cocina que se cruzó conmigo en la escaleras, se rió como una idiota. Bob, mi hermano, que es una bestia, se revolcó por el suelo e hizo como que se desmayaba. En suma, fue un acontecimiento. Mr. Garnet, que escribe novelas y cosas así y estaba a la sazón parando en casa por lo del cricket, me pidió que le contara exactamente cómo se sentía una al usar el pelo recogido por primera vez. Dijo que enterarse le resultaba muy valioso porque le proporcionaba una escalofriante penetración en la mente femenina.
Le dije:
–Me siento como si estuviera escuchando una bella música interpretada muy suavemente una noche de verano, y comiendo montones de fresas rebosantes de crema.
–¡Ah! –dijo.
Pero, de alguna manera, yo no estaba satisfecha. El sueño de mi vida era pasar el invierno en la ciudad apenas dejara las trenzas, e ir a bailar y al teatro, y cosas así, y salir con regularidad como se debe, en lugar de quedarme en este lugar fuera del mundo (que está muy bien en primavera y verano, pero se pone espantoso en invierno), con nadie que la vea a una más que los parientes y papá y el párroco y los doctores de la aldea, y esa clase de gente.
Conocíamos un montón de gente agradable en la ciudad, con quienes lo hubiese pasado espléndido; pero papá siempre fue demasiado perezoso para ir. La verdad es que odia Londres. Lo que le gusta es estar al aire libre todo el día, todo el año, con el rifle o la caña. Y también le encanta el cricket. A mí también. Es decir, me gusta verlo. Pero no se puede ver cricket en invierno.
Realmente no era justo por parte de papá dejarme abandonada en un lugar como Much Middlefold ahora que había pasado a ser adulta. Le hablé sobre eso después de la cena.
–Papá querido –le dije–, vas a llevarme a la ciudad este invierno, ¿no es verdad?
Dio un respingo. Es la única manera de describirlo.
-Eh..., bueno, querida..., bueno, veremos, veremos.
Pobre papá, sí que odia Londres. Siempre le reaviva el reumatismo o alguna otra cosa, y en lugar de ocuparse de sus negocios pasa la mayor parte del tiempo, según sospecho, deambulando por Kensington Gardens, tratando de convencerse de que está en el campo. Pero hay veces en que una siente que hay que desoír las objeciones de los demás. Cuando una chica es bonita (creo que lo soy) y tiene vestidos lindos (sé que los tengo), es un crimen impedir que vaya y los luzca en la ciudad. Y me encanta bailar. Quisiera ir a bailar todas las noches. Y en Much Middlefold tenemos sólo el baile de la cacería, y tal vez con suerte dos o tres más. Y por lo general hay que andar diez millas para llegar.
Así que me puse firme.
–Papá querido –dije–, ¿por qué no arreglamos el asunto ahora, así escribes y reservas una casa con tiempo?
Esta vez se empacó. Se sentó en su silla y no dijo nada.
–¿Lo harás, papá?
–Pero los gastos...
–Puedes alquilar la mansión.
–Y los campos; debo cuidarlos.
–Oh, pero el inquilino que alquile la casa puede ocuparse. ¿No escribirás esta noche, papá? Yo lo haré si me dices qué poner. Así no tendrás que moverte, siquiera.
Aquí pareció ocurrírsele una idea. Noté con pesar que su rostro se iluminaba.
–Te diré lo que haremos, querida –dijo–; haremos un trato.
–Sí –dije. Sabía que algo espantoso estaba al caer.
–Si hago cincuenta puntos en el partido del lunes, celebraremos el acontecimiento pasando el invierno en la ciudad, por mucho que me desagrade. Esos pavimentos mojados siempre me provocan reumatismo, no sé por qué. El césped mojado nunca lo hace.
–¿Y si no haces cincuenta puntos, papá?
–Pues entonces –respondió contento–, nos quedamos a disfrutar en casa.
El partido que iba a jugarse el lunes era contra el equipo de Sir Edward Cave. Sir Edward era un hombrecito desagradable que de un manera u otra había hecho mucho dinero y había sido nombrado caballero. Siempre reunía gente en su casa para jugar al cricket, y era nuestro gran partido. Sir Edward no era popular en el condado, pero le dedicaba mucho al cricket, y todos estaban felices de poder jugar en su parque o ver a sus amigos haciéndolo.
Papá siempre jugaba para Much Middlefold en estos desafíos. Había sido muy buen jugador en su momento, y me han dicho una vez que si el capitán no hubiese tenido tantos amigos personales a los que reservarles lugares en el equipo, papá podría haber jugado para Oxford contra Cambridge en su último año. Pero, por supuesto, se estaba poniendo un poquito viejo ahora para el cricket, y el partido contra Castle Cave era el único que jugaba.
Había hecho veinticinco puntos el año pasado contra el equipo de Sir Edward Cave, y todos habían comentado lo bien que había jugado, así que pensé que podría fácilmente mejorar este año y duplicar su puntaje.
–¿Y si haces cincuenta puntos realmente me vas a llevar a la ciudad? ¿Me lo prometes solemnemente?
–Foi de gentilhomme! Palabra de Romney, mi querida Joan; pero presta atención, si no llego a hacer cincuenta hemos de abandonar el tema por lo que queda del actual año de gracia. El año que viene podremos reabrir la discusión; pero por este invierno tendrás que reprimir cualquier nuevo intento de envolverme. Sabes que soy como arcilla en tus manos, jovencita, y no debes aprovecharte de mi debilidad.
Le prometí que no lo haría.
–¿Y sinceramente intentarás hacer cincuenta, papá?
–Eso puedo prometértelo, querida. Haría falta más que la perspectiva de los horrores de Londres para hacerme jugar mal a propósito.
De modo que la cosa quedó arreglada.
Fui a hablar con Bob antes de irme a la cama. Bob es novato en el Magdalen, así que –como es natural– está más engreído de lo que tres hombres juntos tendrían derecho a estarlo. Yo lo pongo en su lugar cada vez que puedo, pero últimamente, con la emoción de dejar las trenzas, lo había tenido un poco descuidado, y había sufrido una recaída.
Lo encontré en la sala de billar con Mr. Garnet. Estaba despatarrado sobre la mesa, tratando de alcanzar su bola sin tocar el resto, y lucía rídiculo. Esperé a que hiciese su tiro; no logró tocar la bola roja, que habría debido meter fácilmente.
–¡Bob! –dije entonces.
–¿Qué? –dijo.
Creo que debía haber estado perdiendo, porque parecía de mal humor.
–Quiero hablarte.
–Hazlo, entonces.
Eché una mirada a Mr. Garnet. Él entendió al instante.
–Tengo que subir un segundo, Romney –dijo–, necesito mi pipa. Los cigarrillos son malos para el alma. No me tardo.
Desapareció.
–¿Y bien? –dijo Bob.
–Papá dice que si hace cincuenta puntos el lunes contra Cave me llevará a Londres por el invierno.
Bob encendió otro cigarrillo y arrojó la cerilla por la ventana.
–No te apresures en empacar –dijo.
–¿No crees que papá haga cincuenta?
–No tiene la más remota posibilidad.
–Hizo veinticinco el año pasado.
–Sí, pero este año los de Cave trajeron un nuevo profesional. No creo que hayas escuchado hablar de él, pero su nombre es Simpson; Billy Simpson. Jugó para Sussex la última temporada completa, y fue onceavo en los promedios de lanzamiento de primera división. El viejo puede haber sido un bate de la gran flauta en su día, pero apuesto a que no aguanta muchos overs* frente a Billy. En cuanto a lograr cincuenta puntos...
No encontró más palabras. Yo me sentí como un gato. Podía haber arañado a alguien, a cualquiera. No me importaba a quién. No era de extrañar que papá hubiese cerrado el trato con tan buen talante. Sabía que sólo un milagro podía hacer que lo perdiera.
–¡Oh, Bob! –dije. Mi desesperación debe haber sido tremenda, porque conmovió incluso a Bob.
–¡Ánimo! –dijo.
–Nada puede animarme –dije–. Me parece que todos en el mundo son horrendos.
–Mira –dijo Bob, ansioso. Pude ver por su rostro que él pensaba que yo estaba a punto de ponerme a llorar–. Mira, si te dejas de tonterías y no te pones histérica, y ese tipo de cosas, te daré un dato de oro.
–¿Cuál?
–Ese tipo Simpson (lo sé de buena fuente) está enamorado de tu doncella... ¿cómo es que se llama?
–¿Saunders?
–Saunders. En este momento la cosa está reñida entre él y un muchacho del pueblo. Por ahora no hay ganadores. Billy va a la cabeza porque es verano y él es una celebridad durante la temporada de cricket. Pero tiene que cerrar la contienda antes de que llegue el invierno, o le robarán la delantera, porque el otro sujeto juega a la pelota y se transforma en un semidiós por estas comarcas apenas comienza el rugby. ¿Por qué no haces que Saunders persuada a Billy de que le lance pelotas fáciles al viejo, para que él pueda zurrarlas como se debe?
–¡Bob! –exclamé–, ¡eres un ángel, y te voy a dar un beso!
–¡Epa, un momento! –protestó Bob–. ¡Suéltame!
Mientras lo besaba Míster Garnet regresó.
–Yo nunca tengo esa suerte con ellas –lo escuché murmurar, desconsolado.
Hablé con Saunders mientras ella me peinaba.
–¡Saunders! –dije.
–Sí, señorita.
–Eh... nada.
–Sí, señorita.
Hubo una pausa.
–¡Saunders! –dije.
–Sí, señorita.
–¿Conoces a Simpson, el profesional de cricket de Castle Cave?
–Sí, señorita.
Su rostro, reflejado en el espejo frente a mí, se sonrojó aun más. Es de por sí bastante rojo.
–Simpatiza mucho contigo, ¿no es así?
–Eso dice él, señorita.
Sonrió con visible afectación.
–Haría lo que fuera por ti, ¿no es así?
–Eso dice él, señorita –y luego, en un arranque de confidencia: –Me lo dijo en un poema, en una ocasión, señorita.
De nuevo hicimos una pausa.
–¡Saunders! –dije.
–Sí, señorita.
–¿Te gusta ese sombrero mío prácticamente nuevo? El de gasa azul con las rosas rosas.
Su rostro se iluminó. Creo que se le hizo agua la boca.
–¡Oh, sí, señorita!
Entonces expuse mi siniestro plan. Le expliqué, tras hacerle notar lo necesario que era mantener el asunto en el más estricto secreto, que toda visita a la ciudad ese invierno dependía principalmente de que Mr. Simpson lanzara bien o mal en el partido del lunes. Ella tenía a Simpson comiendo de su mano; por lo tanto tenía que convencerlo de que le lanzara a papá una cantidad suficiente de bolas fáciles como para permitirle hacer cincuenta carreras. A cambio de esos servicios él ganaría el favor de Saunders, y Saunders ganaría el sombrero que tanto deseaba, además de un viaje a Londres.
Saunders lo podía ver muy bien.
–Sí, señorita –dijo.
–Tienes que hacer que lance mal –dije.
–Haré lo que pueda, señorita. Y realmente creo que Míster Simpson hará lo que yo le diga.
Una vez más sonrió con afectación.
Al día siguiente papá volvió de practicar en el pueblo con buen humor.
–Estoy casi en mi antigua forma, querida –dijo–. Estuve controlándolos todo el tiempo. Vaya, estoy empezando a creer que haré esos cincuenta puntos, después de todo.
–Yo también, papá querido –dije.
Saunders trajo noticias inquietantes la noche siguiente. Parecía que Míster Simpson se encontraba en una situación peliaguda.
–Sir Edward, señorita –dijo Saunders–, que siempre se comporta muy caballerosamente, según dice Míster Simpson, le ha ofrecido un billete de diez libras si lanza tan bien que ninguno de los de Middlefold logre hacer cincuenta puntos contra Castle Cave.
Era un duro golpe. No me parecía que un amor pudiese resistir ante un chantaje así. Londres parecía alejarse a medida que la escuchaba.
–Y Simpson, ¿qué...?
–Bien, Mr. Simpson y yo, señorita, hemos discutido, y yo dije: "Oh, si prefieres el dinero de Sir Edward a un corazón que te quiere", le dije, "pues bien" le dije, "todo ha terminado entre nosotros", le dije, "y puedo nombrarte a otros que veneran el suelo que yo piso, y que no me negarían nada", le dije. Y Mr. Simpson dijo que diez libras era mucho dinero y que una cantidad así no crece en los árboles. Así que le volví el rostro y me fui, señorita; pero seguramente lo encontraré mañana, y allí veremos si sigue pensando lo mismo.
El siguiente boletín sobre el estado mental de Mr. Simpson fue favorable. Tras un día de suspenso Saunders pudo informarme que todo iba bien.
–Estuve paseando con Mr. Harry Biggs, señorita, y Mr. Simpson se cruzó con nosotros y se puso negro, y cuando lo volví a ver me dijo que lo haría, me dijo. Así que está celoso por mí, señorita.
Mr. Harry Biggs, supuse, era el rugbier rival.
Dormí bien esa noche y soñé que estaba bailando con Saunders en una casa de Belgrave Square, mientras Mr. Simpson, que era igualito a Bob, permanecía en un rincón y nos observaba.
El lunes amaneció hermoso. Me puse mi vestido de muselina rosa con flores, con una faja rosa y el sombrero de gasa rosa que tía Edith me trajo de París. Por fortuna el sol picaba, así que pude llevar mi sombrilla rosa todo el tiempo, y no hay palabras suficientes para expresar lo mona que queda.
El equipo de Cave estaba practicando cuando llegamos, y había venido un montón de gente. Cave, que se había puesto un sombrero Panamá nuevo, nos encontró en la puerta.
–Ah, Sir William –dijo, haciendo alharaca ante papá–, se lo ve bien. Ha venido a darle un poco a nuestros lanzamientos, ¿eh? ¿Cómo está usted, Miss Joan? Ya es toda una señorita, ¿eh, Sir Williams? Toda una señorita.
–Cómo está usted, Sir Edward –dije en mi modo número cuatro, el "distante pero cortésmente tolerante". (Requiere práctica, pero ya me sale bastante bien).
–He oído que tiene usted un nuevo profesional este año –dijo papá–. ¿Cuál de ellos es?
–Ah, sí, sí; Simpson. Probablemente habrá visto usted su nombre en los periódicos. Ha jugado bien para Sussex la última temporada. Allí está, parado junto a la tienda. Ese joven alto.
Observé a Mr. Simpson con interés. Era un muchacho guapo pero sombrío. Parecía un hombre con una pena secreta. Y no me sorprendía. Imagino que los lanzadores odian tener que lanzar mal a propósito. Y además estaban las diez libras. Pero debe haber pensado que valía la pena, o no lo habría hecho. No pude evitar preguntarme cuál era el atractivo que podía ver en Saunders. Tal vez yo no la veo en su mejor ángulo cuando se refleja sobre mi cabeza en el espejo.
Much Middlefold ganó el sorteo, y papá y otro hombre fueron a batear. Yo estaba tremendamente excitada. Temía que cuando llegara el momento decisivo la sangre le hirviese tanto a Mr. Simpson que se olvidaría de los atractivos de Saunders. El otro hombre tuvo a su cargo la primera bola. Pude ver que tenía mucho miedo de Mr. Simpson. Se lo veía verde. Intentó darle a la pelota y falló, pero ésta no tocó los wickets. Luego golpeó otra enviándola derecho a las manos de Sir Edward, y Sir Edward la dejó caer, resoplando como con fastidio, pues supongo que se había fastidiado. Y luego Míster Simpson lanzó muy rápido y derribó dos de las estacas.
–Así no se puede jugar, ¿sabes? –escuché que decía un tipo de nuestro lado–. ¿Cómo van a poner a un Billy Simpson en un partido de cricket campestre? –Estaba sentado en el césped no lejos de mí con su uniforme. Parecía muy desdichado. Supuse que pronto le tocaría batear–. Es demasiado bueno, ¿entiendes? Estaremos todos out en media hora. Eso estropea toda la diversión que pueda haber. A ellos no les gustaría que trajésemos un montón de jugadores de primera para batear para nosotros, ¿no? ¿Sabes qué te digo? Es una auténtica vergüenza.
El siguiente jugador erró su primera bola, que superó al wicket-keeper. Hicieron una carrera, de modo que ahora le tocaba a papá batear frente a Mr. Simpson.
–Si el viejo Romney no inventa algo –dijo el hombre que pensaba que Mr. Simpson era demasiado bueno para el cricket campestre– estamos fritos. Solía ser un maestro del bateo en su época, y tal vez sea capaz de detener el desastre.
Lo hizo. Yo estaba mirando a Mr. Simpson con gran atención, pero no pude percibir que lanzara de modo diferente para con papá. Sin embargo, debe haberlo hecho, porque papá golpeó la bola y la mandó dentro de la tienda, que estaba cerca de donde yo me hallaba. Y a la siguiente bola, que era la última del over, la envió otra vez fuera de los límites. Todos aplaudieron a rabiar, y el hombre sentado en el césped junto a mí dijo que si sostenía ese ritmo, "podía llegar a quebrar a Billy, y ellos se verían forzados a cambiarlo".
–Y entonces –dijo– los tendremos servidos en bandeja.
El partido continuó de un modo algo espasmódico. Es decir, papá siguió marcando como si esos lanzamientos fueran los más fáciles que nunca hubiese visto, y los que Simpson lanzaba a sus compañeros destruían invariablemente los wickets.
–El hecho –dijo el joven a mi lado, en forma críptica–, es que somos todos unos conejos, y el viejo Romney es el único jugador nuestro que puede darle a una pelota. –Había entrado ya al campo, y lo habían sacado en la segunda bola.
El último jugador estaba ahora en los wickets, y la cosa se estaba poniendo tremendamente emotiva, porque papá había marcado cuarenta y ocho. El marcador entero era sólo noventa y tres. Todos tenían la esperanza de que el último hombre permaneciera el tiempo suficiente como para que papá pudiera hacer sus cincuenta... especialmente yo. Me encontraba en tal estado de suspenso que casi cavé una trinchera con mi sombrilla.
El otro lanzador, no Mr. Simpson, estaba lanzando. Papá bateaba, y disponía de las seis pelotas para hacer sus dos carreras.
Este lanzador no había volteado aún ningún wicket, y pude ver que tenía toda la intención de echar a papá, lo que sería mejor que sacar la cantidad que fuera de conejos, como los llamaba el joven. Y papá, sabiendo que estaba cerca de los cincuenta, pero sin saber realmente cuán cerca, estaba jugando con mucho cuidado. Así que no fue sino hasta la quinta bola del over que se las compuso para hacer algo, y fue sólo un punto. Así que ahora estaba en cuarenta y nueve. Y entonces al último jugador, un animal horroroso e idiota, va y batea la pelota más sencilla del mundo, y entre todos los presentes, ¿no va y la coge Sir Edward Cave?
Me fui a un rincón apartado a llorar a gritos.
Oh, pero después de todo, las cosas terminaron bien, porque papá dijo que cuarenta y nueve puntos frente a uno de los mejores lanzadores en Inglaterra eran suficientes para sus sencillas pretensiones, y que, por lo que a él le concernía, debían contar como cincuenta.
Así que me voy a la ciudad por el invierno, y Mr. Simpson obtuvo su billete de diez libras, y se casará con Saunders, supongo, si logra arreglarlo antes de que llegue la temporada de rugby; y papá está feliz de la vida con sus cuarenta y nueve, porque dice que le devuelve la fe en sí mismo y lo libera del temor obsesivo que tenía de estar volviéndose un veterano; y el salón de la servidumbre en pleno se retuerce de envidia por el sombrero azul con rosas rosas de Saunders.