Cuentos de Joan Romney : Contra el reloj

Contra el reloj (Una historia de cricket) (Against the Clock (A Cricket Story))

Cuento. Publicado por primera vez en Pearson's Magazine, junio de 1909.

Traducción: Alejandro Murgia, 2009.

Joan Romney se enfrenta al que tal vez sea el más peliagudo caso de su carrera de hada bienhechora. Esta vez es su padre quien se mete en problemas, y el conflicto deberá dirimirse en el temible campo de juego de Much Middlefold, donde sólo los valientes se atreven.

Contra el reloj fue el último relato protagonizado y narrado por Joan Romney. Wodehouse lo publicó en el Pearson's Magazine, la influyente revista especializada en ficción especulativa que detenta el raro honor de haber publicado por primera vez un crucigrama. El cricket vuelve a estar en el centro de la acción, de la mano de pintorescos personajes como Mr. Rastrick, su hijo Gussie, el viejo Joe Gossett, y Mr. Romney, quien no sólo se luce bateando sino que termina revelándose un auténtico caballero. Aun para quienes no somos conocedores del deporte de los wickets y los innings, la historia contiene los condimentos suficientes para dejarnos deseando haber tenido más Joan Romney.

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Contra el reloj
(Una historia de cricket)

I

Mi familia es motivo de gran ansiedad para mí. A veces cuando Saunders me está arreglando el cabello –he dejado las trenzas hace siglos, casi seis meses– me miro en el espejo y me maravillo de que no esté gris –me refiero al cabello.

Tomemos a mi hermano Bob, por ejemplo. Ha mejorado ahora, por supuesto, porque he puesto mucho trabajo en él; pero cuando partió rumbo a Oxford por primera vez era una calamidad. Requirió el tratamiento más estricto de mi parte.

E incluso papá, cuando está fuera de mi alcance... Por ejemplo, ese asunto que hemos tenido del derecho de paso.

Sucedió el último verano antes de que yo dejara las trenzas. Había estado ausente visitando a tía Flora. Es una de mis tías más-o-menos, no tan buena como tía Edith pero tampoco perfectamente espantosa como tía Elizabeth. Me alegró estar de regreso.

El automóvil me esperaba en la estación. Me senté junto a Phillipps, el chofer, en lugar de hacerlo en el asiento de atrás, porque quería hablar con él. Siempre me cuenta lo que ha sucedido en mi ausencia, y lo que el mayordomo piensa del asunto.

Esta vez atacó con el viejo Joe Gossett. Joe es un anciano que se gana unos peniques dándole cuerda a un puñado de grandes relojes del pueblo: el reloj de la iglesia, el de los establos de casa, y uno o dos más. Al menos, es lo que se supone que hace; pero a menudo se olvida, y el reloj se detiene, y se arma no poco jaleo. Me gusta Joe. Es mi amigo. Solemos hablar largo y tendido sobre cerdos. Le encanta hablar sobre cerdos. Tiene dos, y los trata como si fueran sus hijos. Sé que es capaz de hablar tres cuartos de hora sobre ellos.

–Al viejo Joe –dijo Phillipps– se le olvidó otra vez darle cuerda al reloj. Es un irresponsable, señorita.

–¡Pobre Joe! –dije–. ¿Papá se enojó?

Phillipps se rió entre dientes. Es el único chofer que he conocido que se ríe alguna vez.

–¡Ah! –dijo–. Así es, señorita. Ese viejo Joe, siempre hablando de sus benditos cerdos al punto de olvidarse de que existe otra cosa en el mundo. –Phillipps condujo el automóvil una milla sin hablar. Así es él. Se cierra a sí mismo como un grifo.

Recomenzó de golpe.

–Curioso revuelo en el pueblo, señorita, por eso del derecho de paso.

Era la primera vez que oía hablar del asunto. Phillipps me contó la historia en tirones.

La cosa era así. Condenso la explicación de Phillipps dejando afuera lo que le dijo al mayordomo, y lo que el mayordomo le dijo a él.

Pasando el bosque al extremo de nuestro lago hay un campo. La gente del pueblo lo ha usado siempre como atajo. Les ahorraba tener que ir a lo largo de dos lados de un gran triángulo. A papá no le importaba. Nunca se alejaban del sendero, simplemente caminaban en línea recta de una entrada a la otra. Lo venían haciendo desde que yo tengo memoria. Pues bien, después de permitirles hacerlo durante años, de repente papá dijo que no debían, y cerró el campo. Y ahora había un gran revuelo, porque los aldeanos decían que tenían derecho legal a usar el sendero, y papá decía que no, que no tenían nada que se le pareciese, y que él tenía todo el derecho de impedirles el paso.

Yo no podía entenderlo ni por asomo, porque papá siempre había sido muy amable con los lugareños, y no parecía haber ninguna razón para de pronto ser tan desagradable con ellos.

Entonces Phillipps me explicó más, y entendí.

–Mr. Morris –dijo (Morris es nuestro mayordomo)– dice que, hablando con propiedad, no ha sido cosa del coronel en absoluto. Mr. Morris dice que ha sido Mr. Rastrick el que lo ha instigado. Mr. Morris dice que lo escuchó durante la cena. Mr. Morris dice que Mr. Rastrick no hizo más que llenarle la cabeza al coronel con que lo estaban pasando por encima, y que debía hacer valer sus derechos, y que esto era sólo el principio. Mr. Morris dice que eso es lo que provocó la decisión del coronel.

Entonces pude comprender todo el asunto, porque conozco a Mr. Rastrick, y sé como le habrá hablado a papá. Odio a Mr. Rastrick. Fue compañero de escuela de papá, y a veces viene de visita. Tiene una escuela privada cerca de Londres. Mi hermano Bob dice que no le guarda rencor por eso, pero lo que encuentra objetable es que Mr. Rastrick parezca considerar nuestra casa como una especie de extensión de su escuela privada. Es uno de esos hombres horrorosos que tratan de manejar la vida de los demás. Lo he escuchado dándole indicaciones a Morris sobre cómo supervisar la bodega. A veces le da lecciones sobre automóviles a Phillipps. Y siempre me andaba dando consejos con un tono odiosamente autoritario cuando estaba de visita.

Podía verlo perfectamente persuadiéndolo a mi padre. Mi hermano Bob una vez me dijo que obrando con tacto uno podía sentarse en la falda de papá y lograr que él mismo lo ayudara a despojar sus bolsillos; pero que si le entraba la sospecha de que lo estaban timando a hurtadillas, montaba en cólera.

Evidentemente había montado en cólera en lo que respecta a este asunto del derecho de paso.

Tomé la determinación de tratar de detenerlo, dentro de lo posible, porque sé que en uno o dos días, cuando papá tuviera tiempo de sopesar las cosas con tranquilidad, iba a desear no haberlo hecho, sólo que sería demasiado orgulloso para echarse atrás.

Pensé un buen tiempo en eso mientras me vestía para la cena.

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Cuando bajé al comedor, encontré allí a papá y a Mr. Rastrick, y al hijo de Mr. Rastrick, Augustus. Parecía de unos quince años. Nunca lo había visto antes.

–Conoces a Joan –dijo papá.

–¡Jup-up-up! –dijo Mr. Rastrick–. ¡Qué grande estás! Ya es una señorita, ¿eh, Romney?

Papá se puso radiante. Yo sentí urticaria. Detesto a los hombres que hablan como tías.

–¿Cómo está usted, Mr. Rastrick? –dije con el tono gélido que reservo usualmente a los chicos insoportables que parecen olvidar que ya he crecido y me siguen llamando por mi nombre de pila sólo porque jugamos al tenis juntos en alguna edad prehistórica. Por lo general los atraviesa como viento del este; pero Mr. Rastrick ni siquiera pareció notarlo. Se inclinó hacia adelante y siguió aconsejándole a papá lo que debía poner en el campo de croquet en invierno.

Mr. Rastrick era un hombre alto, de grandes y penetrantes ojos grises, y una barba negra y puntiaguda. Tenía lo que suele denominarse un aspecto imponente. Siempre he pensado que lucía como esas fotografías que uno ve en los álbumes, donde el padre de la familia aparece sosteniendo un rollo en una mano, con todo el aspecto de estar por dirigirle un discurso a la multitud. Mr. Rastrick siempre lucía como si estuviera por darle un discurso a la multitud. Su hijo Augustus era bajo y grueso. Me pareció un muchacho furtivo. Desde que lo vi por primera vez hasta el final de la cena no pronunció una sola palabra, sino que se dedicó a atacar la comida como si ésa fuera la única razón de su presencia allí. El muchacho era un auténtico cerdito. Saunders, mi doncella, me contó tras su partida que había pasado la mayor parte de su visita en la cocina o en sus inmediaciones, tratando de que la cocinera le diera bollos.

De todos modos, que estuviera callado no hizo ninguna diferencia. Su padre se encargó de ello. Habló por dos.

Mr. Rastrick despachó el campo de croquet antes de que sonara la campana. Se tomó un descanso durante la sopa. Al llegar el pescado atacó el cricket.

–¡Jup-up-up! –comenzó. Olvidé decir que tenía una especie de impedimento en el habla. Una vez que se ponía en movimiento hablaba a un ritmo infernal; pero siempre comenzaba sus alocuciones con esas tres palabras. Era como un automóvil que arranca. Como si alguien le hubiese encendido el motor.

–Los jóvenes de hoy en día –dijo Mr. Rastrick, tomando velocidad– no tienen noción de lo que es el cricket de verdad. Póngalos usted en una mesa de billar, y los tendrá allí el día entero. Lo que me gustaría ver cuál de ellos logra apuntarse carreras en uno de los viejos campos de juego de pueblo. Esos Frys, Haywards y Pulairets, ¿qué papel harían en un campo pueblerino? ¿Qué se haría de sus tres mil carreras por temporada? Te aseguro que mi Gussie los eliminaría a todos en un abrir y cerrar de ojos.

Gussie, que había estado atiborrándose de salmón, echó un vistazo a su alrededor con la boca llena y un aire aterrorizado, y permaneció en silencio.

–Mi Gussie –continuó Mr. Rastrick orgulloso– es un lanzador de categoría. De categoría. Le he enseñado yo mismo. No le he dejado lanzar rápido, como hacen tantos muchachos estúpidos. Le dije: "Gussie, si te sorprendo tratando de sacudirlos (que creo es la expresión), te daré una paliza". Y se la he dado, incluso.

Gussie parecía triste y pensativo, como si se demorara en dolorosos recuerdos.

–¡Jup-up-up! –dijo Mr. Rastrick con entusiasmo–. Jugando para mi escuela el curso pasado contra la tercera del Charstester College (una formación más que poderosa, que contaba en sus filas con el primo de un titular del equipo de Oxford), mi Gussie anotó siete wickets por cuarenta y seis carreras.

–¡No! ¿En serio? –dijo papá–. Tenemos que organizar un partido en el pueblo para que juegues, Augustus. ¡Siete por cuarenta y seis! ¡Excelente!

–¡Jup-up-up, y eso que tenían al primo de un titular del equipo de Oxford! –dijo Mr. Rastrick.

–¡Espléndido!

El muchacho glotón acometió a dentelladas su segundo plato de salmón sin proferir palabra.

Fue entonces que tuve mi idea. ¿Han notado cómo –cuando hemos estado pensando mucho sobre algo y no podemos decidir qué hacer– a veces la solución llega de repente mientras no pensamos en eso? Así me sucedió entonces. Mientras me vestía había estado tratando de encontrar algún modo de apaciguar esta disputa entre papá y el poblado, y no podía hallar ninguno. Y entonces de pronto se me ocurrió.

–Papá –dije–, se me ha ocurrido un modo perfecto de resolver el asunto del derecho de paso. Por supuesto, sé que en realidad ellos no tienen nada que hacer en tus campos. Aun así, siempre los has dejado atravesarlo.

–¿Quién te contó eso? –preguntó papá.

Le dije que Phillipps.

–¿Por qué no realizar un partido para decidirlo, papá? –dije–. Sería tremendamente divertido. Si ellos ganan, que tengan su derecho de paso. Si ganamos nosotros, harás lo que quieres y cerrarás el campo. ¡Hazlo! ¿No piensas que es una buena idea, papá?

Porque verán, yo estaba segura de que el pueblo ganaría. Papá fue en un tiempo un bateador excelente, y aún es de los buenos, pero no creía que hubiese mucho más aparte de él; Bob estaba ausente en una gira de cricket con los Auténticos, y algunos de los del pueblo batean muy bien.

Sé que Mr. Rastrick estuvo a punto de abrir la boca para decir "¡Jup-up-up, ridículo!" pero era demasiado tarde. Papá siempre se entusiasma con el deporte, y pude ver que la idea le había encantado.

–¡Excelente! ¡Magnífico! –exclamó–. Una idea espléndida. No quiero ser duro con estos vecinos. No me importa si atraviesan el campo o no. Es sólo una cuestión de principios. Arreglaré todo esta noche.

–Jup-up-up –comenzó Mr. Rastick con gesto desaprobador; pero papá ya había tomado una decisión.

–Ahora déjenme ver –dijo–. En cuanto al equipo...

II

Debo decir que el equipo de la Casa era lo que Bob hubiese llamado una verdadera pandilla improvisada. Mr. Rastrick se la pasó hablando de su Gussie, y lo que sería capaz de hacer cuando estuviera cara a cara frente a los bateadores del pueblo; pero yo pensé para mí que iba a tener que demostrarse muy bueno para compensar al resto. Había dos mozos de cuadra, tres jardineros, John el lacayo, Phillipps (que según me había contado Saunders lanzaba muy veloz) y el vicario, Mr. Travers. Era el nuevo vicario, muy diferente del último que tuvimos, que había una o dos veces jugado para su condado. Mr. Travers había sido suplente del equipo de su Residencia en la escuela, según me dijo, pero eso había sido mucho tiempo atrás.

Calculé que al pueblo no le costaría ganar.

Nuestros partidos en Much Middlefold se juegan en un prado cercano al cementerio. No es un campo demasiado bueno; para el cricket, quiero decir. Hay un espacio de césped corto en el medio del tamaño de un campo de tennis. Alrededor hay hierba alta. El espacio segado me da la impresión de un trozo de tierra ganado a la jungla. El césped no es muy bueno. Es bastante desigual. En cierto modo es un campo malo para los bateadores; pero tampoco es muy lindo para los hombres de campo. Hay un montón de zanjas, algunas de ellas bastante profundas, y la hierba alta las oculta, así que a veces uno puede ver desaparecer de golpe hombres que corrían en pos de una pelota. Por supuesto, la mayor parte de los jugadores regulares del pueblo saben donde están las zanjas, pero para los visitantes es una molestia. A veces hay barro y agua en el fondo, lo que empeora las cosas. Cuando no hay partido, se deja a las vacas pastar allí, aunque a nadie realmente le agrada que lo hagan; y ellas hacen muchos hoyos. Todo sumado, no es un campo muy bueno.

Papá ganó el sorteo. Y entonces Mr. Rastick pareció erigirse a sí mismo en capitán.

–Jup-up-up –dijo–, elegimos batear primero, Romney. Que no te quepa duda de que bateamos primero. Tú y yo seremos el primer par. Démosle confianza al equipo. Después de nosotros, que vengan lo que quieras. Mi Gussie de segundo wicket. Ése es invariablemente su puesto.

Yo estaba a cargo de llevar el marcador. Por lo general soy la que lleva el marcador en los partidos del pueblo. Fue algo extraño en esta oportunidad, porque los lugareños, en lugar de amucharse a mi lado como hacen siempre, fueron y se sentaron solos, pobrecitos, del otro lado del campo. Supongo que me consideraban el enemigo. Aunque, por supuesto, yo en realidad era su ángel guardián. Me sentí un poco sola. El vicario fue el único de nuestro equipo que se sentó a mi lado, y francamente es un pesado. Phillipps y los mozos de cuadra, y los jardineros, y John (el lacayo) estaban sentados con las doncellas un poco más allá. Todos estaban a las risotadas, disfrutando de lo lindo.

Apenas antes de que comenzara el partido, llegó el viejo Joe Gossett con su paso torpe. Cobijé la esperanza de que se sentara a mi lado, pero al descubrir a Mr. Travers se marchó como había llegado. Saunders me había contado que Joe se había olvidado de darle cuerda al reloj de la iglesia la semana anterior, y que se había detenido y todo el mundo llegó tarde al servicio, y que Mr. Travers se enfadó con Joe. Así que supongo que Joe no estaba demasiado ansioso de ver a Mr. Travers por el momento.

Por supuesto, Mr. Rastrick se hizo cargo de la primera pelota. Debió haberlo dejado a papá. Papá es muy buen bateador. Mr. Rastrick armó un alboroto sobre tomar el centro, y mirar dónde estaban los hombres de campo, y fue bastante descortés con Harris, que siempre hace de árbitro en nuestros partidos pueblerinos. No pude entender sobre qué discutieron, pero ambos agitaban sus manos. Entonces finalmente Mr. Rastick se compuso y estuvo listo para jugar la primera bola. Y fue bastante cómico, porque le pegó en el codo (eso es lo que dijo él más tarde una y otra vez) y Hunt el tendero, que jugaba en el campo, se arrojó y la cogió.

Todo el mundo reclamó, incluyendo los espectadores, y Harris levantó su mano como si fuese esa fotografía del Papa Bendiciendo el Mundo.

Mr. Rastick había estado contorsionándose tanto que no se dio cuenta de nada hasta que estuvo listo para tomar la siguiente bola, y entonces vio la mano de Harris. Pasó una eternidad hasta que lograron que abandonara el campo. Se deshizo de sus pads y se fue a sentar solo a un rincón, y el vicario entró; así que ahora quedé absolutamente sola.

Eliminaron al vicario en la última pelota del over, pero no regresó a hablar conmigo. Se fue solo a otro rincón, como Mr. Rastrick. El cricket es extraño. Cuando los eliminan, los jugadores parecen disfrutar de sentarse solos a rumiar para sí. En algunos de nuestros partidos he visto a mitad del equipo sentado alrededor del campo, todos separados y rumiando para sí.

Ahora teníamos dos wickets y ninguna carrera. Pero era el turno de batear de papá, y apenas entró comenzó a acertarle a la pelota. Se anotó seis en el primer over. Tres veces dos carreras. Papá por lo general batea hacia del suelo, así que nunca hace mucho más que dos carreras cuando juega en el campo de cricket de nuestro pueblo.

El lanzador que había eliminado a Mr. Rastrick y Mr. Travers era Simms, el herrero. Es muy rápido. Eliminó a nuestros jugadores uno detrás del otro. El niño Gussie entró reemplazando al vicario, pero no logró hacer nada. Comenzó a irse a leg antes de que Simms lanzara (aunque cuando la pelota llegó realmente era bien lenta, pues Simms no quería lanzar fuerte ante un niño) y la pelota impactó de lleno en el tocón del medio. Entonces fue el turno de Phillipps, que le dio un tremendo golpe a la pelota y la hizo salir del campo, sólo para que la capturase Payne, el panadero y confitero. No creo que se haya dado cuenta de que Payne estaba allí. Payne era un hombre pequeñito, y apenas asomaba entre las malezas.

Luego de eso nadie logró apenas nada, excepto papá que jugó de forma espléndida cada vez que podía recibir lanzamientos. Los tres jardineros fueron eliminados uno tras otro por Simms; y si John el lacayo, que entró en el último, no hubiese sido tan afortunado de permanecer en juego mientras papá efectuaba sus carreras, deberíamos haber quedado abajo por más de veinte puntos. Tal como fueron las cosas, el último wicket aportó dieciocho antes de que eliminaran a John. Así que nuestro marcador se las arregló para estar arriba por cuarenta, de los cuales papá había hecho veintitrés (not out). Hubo cinco byes.

Por supuesto, yo pensé que todo estaba en orden, porque revertir cuarenta puntos no era mucho pedirle al equipo del pueblo. A menudo hacían casi cien. Pero olvidaba al niño Gussie, o mejor, no es que lo hubiese olvidado, sino que no creía que fuese capaz en absoluto de lanzar. Sin embargo, lo era. No sé si era realmente bueno, pero lo cierto es que el suyo era un tipo de lanzamiento que los del pueblo no estaban acostumbrados a ver, y los tuvo jaqueados. En el pueblo todos lanzan o fuerte o muy fuerte, así que las pelotas rápidas no los intimidan. A Phillipps lo despacharon sin problemas. Pero el niño Gussie las lanzaba muy altas y lentas, y ellos blandían el bate desesperadamente, los pobrecitos, sin logran siquiera acercárseles. Podría haber sido muy divertido si no fuera porque estaba tan apenada. Simms la mandó de un golpe al cementerio en una ocasión, pero fue la única vez que lograron hacer algo. Simms salió, y el resto sólo intentó darle sin éxito a la pelota; los fueron eliminando o derribando tocones, con gritos de triunfo por parte de Mr. Rastick. El innings se acabó en media hora con diecisiete carreras. Ese pequeño bruto de Gussie hizo ocho wickets por seis.

Lo único a favor fue que había tiempo de sobra para un segundo innings. Así que allí fuimos de nuevo.

Esta vez fue tremendamente lento. Por lo general en nuestros partidos de pueblo todos pegan bien duro, pero nuestro segundo innings no fue para nada así. Mr. Rastrick evidentemente estaba decidido a hacer las cosas mejor esta vez. Simplemente se clavó, y no intentó pegarle. Papá fue eliminado temprano, tras haber sido atrapado en el slip. Lo mismo le sucedió a Gussie, que había ido de primer wicket esta vez porque el vicario, que no había contado con que papá fuese eliminado tan rápido, no se había calzado los pads aún. Entonces Mr. Travers y Mr. Rastick adoptaron un juego conservador. Era demasiado monótono. Cuando dieron las cinco en el reloj de la iglesia, le pedí a papá que llevara el marcador mientras yo me iba a estirar las piernas.

Estaba yendo rumbo a casa a tomar un té, sintiéndome completamente sedienta, por el atajo junto al campo, cuando de repente me pareció oir una especie de quejido. Y entonces vi un par de botines blancos asomándose por detrás de un arbusto.

Fui a mirar.

Era el niño Gussie. Yacía en el suelo con la cabeza entre las manos, gimiendo sordamente. Sospeché que estaba llorando.

–Hola –dije.

Rodó hacia mí, y me dirigió una horrible mirada vidriosa. No estaba llorando. Su entero rostro lucía un color amarillo verdoso.

–¿Qué te pasa? –le dije.

Gimió y rodó de nuevo.

Entonces noté la colilla de un cigarro tirado a su lado, y comprendí lo que había sucedido. Recogí el cigarro. Era grueso y negro. Lo reconocí de inmediato. Lo mismo le había ocurrido a Bob años atrás. El cigarro era de una marca especialmente fuerte, que papá obsequia a los arrendatarios en la cena de arrendatarios. Dice que a los granjeros les gusta que muerda un poco. Parecía que a Gussie lo había mordido malamente.

No sabía qué hacer. Entonces pensé que probablemente él querría que lo dejara tranquilo, así que lo empujé por los hombros hasta que las piernas no asomaran fuera del arbusto, y nadie que pasara por allí pudiese verlo; luego me fui a casa y me prepará un té en la cocina.

Cuando volví eran las seis menos veinte y nuestro equipo acaba de salir. Mr. Rastick se estaba pavoneando, muy satisfecho. Eché un vistazo al marcador y vi que había mantenido su bate a través del innings logrando veintidos puntos. El tanteador total era cincuenta y siete, lo que significaba que los del pueblo tendrían que hace ochenta y uno para ganar en una hora y cuarto. Noté a uno o dos de ellos que estaban parados con aspecto de sentirse compadecidos de su propia suerte.

–Jup-up-up –dijo Mr. Rastick–. Salgamos. A jugar. El pueblo debe tender su segundo innings. Vamos, vamos. ¿Dónde está mi muchacho, Gussie?

Nadie parecía haberlo visto. Todos comenzaron a gritar: "¡Gussie!".

Di un paso adelante.

–No se siente bien –dije–. Creo que no estará en condiciones de lanzar este innings.

Las caras de los bateadores del pueblo brillaron. Se acercaron a escuchar.

–¡Jup-up-up! ¿Qué? ¿Qué le ha sucedido?

Yo no quería meterlo en problemas. Dije:

–Debe haber tomado demasiado sol. Está acostado.

Eso era verdad, de todos modos.

–Bueno, no importa –dijo papá–. Lamento que esté indispuesto. Ha hecho un calor tremendo hoy. El muchacho debería haberse puesto un sombrero para el sol en lugar de esa gorra. ¿Estaba bien y cómodo cuando lo dejaste, Joan?

–No parecía querer moverse, papá –dije.

–¿Está quieto y resguardado del sol?

–Sí, papá.

–Entonces seguramente se pondrá bien. Esas cosas se pasan. Es hora de que salgamos al campo, Rastrick. Travers, ¿bateará usted del lado del cementerio?

Vi a Simms el herrero sonreir furtivamente, y adiviné lo que estaba pensando. Yo había visto a Mr. Travers lanzar en algunas ocasiones, cuando montan la red de práctica después del trabajo.

–¿Qué hora es? –dijo papá.

Miré mi reloj.

–Las seis menos cuarto –dije.

–Jup-up-up –dijo Mr. Rastrick con autoridad–. No hay espacio para caballerosidades, Romney, o tonterías de ese estilo. No vamos a jugar más tiempo del estipulado. Esto va a estar peleado. Hemos perdido a nuestro mejor lanzador, y ellos van a poner su mejor esfuerzo por anotar. No hemos de permitir que se juegue tiempo extra. A aplicar las reglas con rigor.

–Siempre nos guiamos por el reloj de la iglesia, señor –dijo Simms–. Cuando dan las campanadas.

–Jup-up-up, muy bien. Entonces cuando el reloj de la iglesia dé las siete, se acaba; y a menos que hayáis emparejado las carreras, ganamos en el primer innings. Árbitros, ¿entienden claramente eso? Jugaremos hasta que el reloj dé las siete, y ni un instante más.

–De acuerdo, señor –dijo Simms–. ¿Listo, Teddy?

–E-eh –dijo Teddy, que era el cartero del pueblo. Y allá fueron. Yo retomé el control del marcador.

Comenzamos mal, pues Mr. Rastrick, ubicado muy lejos del lanzamiento hacia Phillipps y con la vista puesta en una pelota aérea, se cayó en una zanja profunda justo cuando la pelota caía. Anotaron tres carreras antes de que lograra salir. Hay una buena dosis de lo que suele llamarse "gloriosa incertidumbre del cricket" en nuestro campo de juego del pueblo.

Tras eso, Simms y el cartero parecieron sentirse más envalentonados que nunca. Batearon de un modo espléndido. Debo reconocer que los lanzamientos fueron penosos. Phillipps comenzó bien, pero a ellos realmente les gustaban los lanzamientos rápidos, y tras el segundo over comenzaron a pegarle sin parar. Mr. Travers, después de cuatro overs que nos resultaron muy onerosos, fue eliminado, y uno de los jardineros lo reemplazó. Éste comenzó con lo que calculo debe haber sido el lanzamiento desviado más desviado que se ha visto jamás en un campo de cricket. Casi le pega a Mr. Travers, que estaba resguardando campo. Tras eso desvió dos más, y luego finalmente una bien dirigida, que Simms bateó al camino.

Pude ver que no volveríamos a batear de nuevo. La única incógnita era si ellos podrían anotar lo suficientemente rápido como para alcanzarnos antes de las siete en punto. A las seis y media Simms y el cartero todavía estaba allí, y el marcador era treinta y seis.

No podía ver el reloj de la iglesia, así que tuve que guiarme por el mío, que atrasaba cinco minutos. El reloj de la iglesia quedaba oculto desde el campo, porque estaba situado en el lado de la torre que daba al camino. Había un solo sector del campo desde el cual podía verse la hora, pero un enorme tejo del cementerio lo impedía. Así que, como verán, nuestros partidos en el pueblo se jugaban por el sonido del reloj, no por las agujas. No es que importara demasiado el no verlo. Nunca teníamos finales disputados. Cuando el equipo que bateaba último salía, casi siempre sobraban tres cuartos de hora.

No creí que lo lograran. Verán, había sido un día muy caluroso, y ambos bateadores empezaban a dar muestras de estar cansados, en especial Simms, que había lanzado en dos innings. Comenzaban a anotarse carreras menos seguido. Mr. Travers, que entró en lugar de Phillipps, lanzó una maiden. No creo que haya hecho algo semejante en toda su vida. Y en el siguiente over marcaron sólo una carrera ante John el lacayo, que había sustituido al jardinero.

Faltaban sólo quince minutos según mi reloj, cuando de pronto vi al viejo Joe Gossett que se me acercaba a los tumbos. Parecía alterado. No me alegraba demasiado verlo. Temía que se pusiese a hablarme y quería concentrar toda la atención en el juego.

Llegó prácticamente al trote.

–¡Eh, señorita! –exclamó–. ¿Qué hora es?

Le dije.

–Y mi reloj atrasa –dije–, así que en realidad faltan diez minutos. No creo que lo logren. Sólo han marcado cincuenta y cuatro.

Mr. Gossett hizo un extraño ruido con la garganta.

–El maldito reló se paró –dijo, frunciendo el ceño hacia la torre de la iglesia–. Tenía que haberle dado cuerda ayer. Le eché un vistazo mientra' venía por el camino –continuó quejumbroso–, y me dije "tienen que sé las y veinte", dije. "Ya me veo que me olvidé otra vé de darle cuerda al reló, si será posible", dije.

Estaba trasponiendo la puerta del cementerio, que estaba cerca de donde yo me sentaba, cuando tuve una idea. Mi hermano Bob dice a menudo que las chicas no tienen noción de lo que es jugar limpio en el deporte. Lo dijo cuando volvió de su gira de cricket al terminar la semana y le conté lo referente a este partido. Pero yo le repliqué que el fin justifica los medios. Y él dijo: "Ésa es la clase de inmoralidad que esperaba de tí". Pero yo sigo pensando igual, porque hubiese sido una vergüenza que la gente del pueblo perdiera su derecho de paso, y que Mr. Rastrick encima se envalentonara.

Sea como fuera, esto es lo que hice:

–¡No se vaya, señor Gossett! –dije–. No he tenido con quién hablar en toda la tarde. Aún hay tiempo de sobra para darle cuerda al reloj. Son y cincuenta y dos, así que todavía tiene ocho munutos. Y nadie puede ver el reloj desde el campo de juego para descubrir que está parado.

(Mi hermano Bob, cuando le conté esto, dijo: "¡Por todos los cielos! ¡Y pensar que hay gente que dice que las mujeres deberían votar!").

Bien, lo cierto es que regresó. Pero pude ver que no estaba contento. Estaba nervioso e inquieto, y se la pasaba preguntándome la hora cada dos segundos.

De modo que le dije:

–¿Cómo están sus cerdos, señor Gossett?

(Cuando le conté esto, Bob no dijo una palabra. Sólo alzó la cabeza y gimió).

Los ojos del señor Gossett se iluminaron con una especie de fulgor ávido. Titubeaba. Miraba vacilante ya al reloj de la iglesia, ya a mí.

–Cerdos –comenzó, y se interrumpió.

–Cerdos –indiqué amablemente–. Me encanta escucharlo hablar de sus cerdos, señor Gossett.

No dudó más. Se lanzó de inmediato. Me contó cómo había que cuidar a los cerdos, y cómo había que alimentarlos, y qué había que hacer cuando se enfermaban. Habló de los cerdos que había conocido en su vida. Me contó cómo una vez encontró a uno de sus cerdos jadeando en la pocilga, y había tenido que rociar su cara durante un cuarto de hora con agua fría. Me contó de una pelea que habían tenido sus dos cerdos. Me habló sobre la fiebre porcina y cómo curarla. Habló largo y tendido sobre la panceta, los chicharrones, y la salsa de manzana.

Fue la mar de interesante.

Y todo ese tiempo Simms y el cartero seguían pegando, hasta que, justo cuando Mr. Gossett comenzaba a darme indicaciones sobre cómo se sacrifica un cerdo, el cartero de pronto fue eliminado.

Supongo que debía estar cansado y no veía bien, porque la pelota era fácil, como para sacarla del terreno. Pero lo cierto es que derribó la estaca del medio.

–¡Oh! ¡Quedó eliminado! –dije, y creo que eso rompió el hechizo. Como fuera, el señor Gossett se detuvo en medio de su parlamento y se marchó musitando algo acerca del reloj.

Yo no sabía qué hacer. El marcador era de sólo setenta, y el siguiente jugador, que era Payne el panadero, aún no se acercaba al wicket. Comenzó a correr hacia su puesto apenas el cartero salió, pero tan emocionado estaba que no miró por dónde iba, y se cayó en la misma zanja en la que había sucumbido Mr. Rastrick. Salir le tomó una eternidad, y para cuando lo hizo, el señor Gossett estaba cruzando la puerta del cementerio. Ya no lo podía detener. Tenía tanto miedo de que se descubriera su olvido que hubiese sido imposible retenerlo por un segundo más.

Desapareció por la puerta al tiempo que Payne llegaba a los wickets.

Payne no era realmente el hombre adecuado para poner en juego, todo sumado. Era lo que se dice un renacuajo de hombre, un improvisado que muy rara vez pegaba un golpe decente. Pero como había entrado al primer wicket en el primer innings, lo dejaron entrar ahora.

Hubo dos pelotas más en el over, y a ambas las recibió con tan sólo una caricia. Y mientras tanto el señor Gossett se acercaba más y más al reloj.

Me di cuenta de que sólo habría un over más. Dado que Simms se disponía a tomarlo, existía aún una oportunidad. Pero no creía que pudiese anotar once.

Nunca me había sentido tan nerviosa, ni siquiera el día de mi primer baile.

El vicario estaba lanzando. Simms falló la primera bola. A la segunda le pegó, pero papá la atrapó. A la tercera la golpeó bien fuerte, pero junto al piso, así que sólo logró dos carreras porque el césped la detuvo. Así que faltaban marcar nueve más con sólo tres pelotas.

Y entonces falló la cuarta pelota.

–Jup-up-up, bien lanzado, Travers –rugió Mr. Rastrick, aunque no fue así en absoluto.

Pero la quinta fue una bola aérea que Simms mandó volando hasta los límites de la cancha.

Y entonces, justo mientras arrojaban la pelota al fondo y Mr. Travers partía tras ella, el reloj sonó.

Mr. Rastrick, ese hombre horrible, dio un gran grito: "¡Jup-up-up! Abajo los bails, árbitros. ¡Tiempo!"

Y los árbitros estaban por hacer precisamente eso cuando papá los detuvo.

–Tonterías –dijo–. No podemos terminarlo. Tenemos que acabar de jugar este over, por supuesto. Una bola más, Simms.

Simms parecía preocupado pero decidido. Mr. Travers también parecía preocupado. Trotó hasta la línea de lanzamiento y lanzó la última pelota. Y fue otra bola aérea descendente. Sólo que esta vez, en lugar de enviarla al borde, Simms realmente le dio de lleno. Salió catapultada hacia el cielo, y cayó con un fuerte golpe en mitad del campo. Seis.

–¡Por Júpiter! –dijo papá, mientras pasaban junto a la pizarra del marcador–, ha sido un asunto muy peleado. ¿Cuántas ha hecho Simms? ¿Cincuenta y cinco? Buen partido, Simms. Excepcional, excepcional.

Pude ver que estaba más contento que nadie con el triunfo del pueblo. Comprendí que había estado sopesando el asunto.

–Un partido limpio de cabo a rabo, Simms. Dígales a sus compañeros que habrá unos tragos en casa para ellos. Han jugado ambos de un modo espléndido, Simms. Debo decir que hubo momentos en que no creí que lo lograrían.

–Lo mismo me pasó a mí, papá –dije.

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