Cuentos de Joan Romney : La influencia de unas enaguas

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La influencia de unas enaguas (Una historia de fútbol) (Petticoat Influence (A Football Story))

Cuento. Publicado por primera vez en Strand, marzo de 1906.

Traducción: Alejandro Murgia, 2009.

Joan Romney es una encantadora jovencita interesada en sembrar el bien y lucir hermosa en los bailes. Aquí intenta devolver a su hermano Bob un favor: pero los puntos de vista de ambos hermanos sobre lo que puede y lo que no puede pedírsele al capitán del primer equipo de Oxford difieren en no poca medida.

La influencia de unas enaguas fue la tercera contribución de Wodehouse a la popular revista Strand, que publicaba relatos de ficción. La primera había sido Manejando los hilos, un cuento protagonizado por una muchachita llamada Joan Romney. Debió tener cierto éxito, ya que La influencia retoma su historia en el punto en el que aquél había quedado.

Los amantes del fútbol tendrán la rara ocasión en este cuento de asistir a un partido narrado por Wodehouse, a través de los ojos de una señorita que no entiende nada del más popular de los deportes.

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La influencia de unas enaguas
(Una historia de fútbol)

Mi hermano Bob dice a veces que si llega a morir joven, o a encanecer antes de los treinta años, será por mi culpa. Dice que yo era mala a los quince, peor a los dieciséis, y que "actualmente", como dicen las biografías de las celebridades, soy lisa y llanamente tremenda. Eso es muy ingrato de su parte, porque siempre he puesto lo mejor de mí para lograr que él sea el orgullo de la familia. Acaba de comenzar su segundo año en Oxford, así que –naturalmente– necesita que lo controlen. Desde que dejé las trenzas –hace de esto cerca de un año– he notado que soy la única persona que lo hace. Papá no se da cuenta de las cosas. Además, Bob siempre se porta bien con papá.

En estos momentos, sin embargo, hay una suerte de tregua. Le estoy muy agradecida a Bob porque, verán, si no hubiese sido por él no se me hubiese ocurrido hacer que Saunders lograse que Mr. Simpson dejara a papá batear su lanzamiento en el match con los Cavernícolas, y entonces papá no me hubiese llevado a Londres por el invierno, y si hubiese tenido que quedarme en Much Middlefold todo el invierno me hubiese muerto de aburrimiento. Así que tenía razones para estarle agradecida a Bob, y fui muy amable con él hasta que regresó a Oxford para el curso de invierno; y todavía estaba buscando una oportunidad de retribuirle un buen gesto con otro.

Habíamos tomado en alquiler una linda casa en Sloane Street desde octubre, y yo la estaba pasando en grande. Me temo, sin embargo, que papá odiaba el asunto. Una noche me dijo durante la cena:

–Mil quinientos veintitrés vehículos pasaron por la ventana del club esta mañana, Joan.

–¿Cómo lo sabes? –pregunté.

–Los conté.

–Papá, ¡qué manera de perder el tiempo!

–¿Y qué otra cosa hay para hacer en Londres? –dijo él.

Podría haberle contado millones de cosas, pero supongo que si a uno no le gusta Londres no tiene nada de divertido mirar la clase de cosas que a mí me gusta ver.

A la mañana siguiente, cuando papá se hubo ido a su club –a contar coches de nuevo, supongo– me llegó una carta de Bob.

"Querida nena (escribía): Sólo una línea. Espero que la estés pasando bien en Londres. No podré a asistir al baile de Tía Edith en tu cumpleaños, porque no me dejan salir. Traté, pero el Decano se opuso terminantemente. Mira, necesito que hagas algo por mí. El asunto es que he tenido muchos gastos últimamente, con lo de mi mayoría de edad y todo eso, y tuve que dejar partir un buen puñado de billetes de los grandes, así que probablemente tendré que tirarle la manga al viejo un poco por encima de lo acostumbrado. Lo que quiero que hagas es que lo tengas vigilado, y cuando notes que está particularmente alegre por algún motivo, me mandes un telegrama ese mismo día. Entonces me haré una escapada y golpearé mientras el hierro está caliente. ¿Entiendes? No te olvides.

Tuyo siempre,

Bob

P.D. Existe una posibilidad de que al fin de cuentas no sea necesario todo esto. Si las cosas marchan bien, tal vez pueda arañar un puesto en el equipo de la Uni, y si me las ingenio para ser titular él se pondrá tan contento que hasta un conejo comería de su mano."

Le respondí esa tarde, prometiéndole que haría todo lo que estuviera en mis manos. Pero le dije que en la actualidad papá no era muy feliz, ya que Londres y él nunca se habían llevado bien, y tal vez no quisiese oír hablar de dinero por un par de semanas. Por lo general no se preocupa por lo que gasta en nosotros, pero a veces parece caer en una visión pesimista de las cosas y habla sobre el despilfarro, y lo malo que es adquirilo como hábito en la juventud, cuando uno debería estar aprendiendo el valor del dinero.

Bob respondió que entendía, y agregó que un amigo suyo, que lo había sabido por otro tipo que había almorzado con el primo del secretario de fútbol, le había dicho que estaban considerando la posibilidad de probarlo en el equipo.

La noche en que llegó la carta fue la del baile de Tía Edith. Ella es la mejor de mis tías, y me estaba sacando a pasear a muchos lugares. Yo había aguardado con ansiedad el baile durante semanas.

Me puse mi vestido de seda blanco con faja rosa, y vino un especialista de Truefitt's para peinarme. Era un hombrecito incansable, y hablaba consigo mismo en francés todo el tiempo. Cuando terminó dio un paso atrás, extendió los brazos y dijo:

Ah, mademoiselle, c'est magnifique!

–Sí lo es, ¿verdad? –dije yo.

Lo era.

Imagino que personas diferentes tienen diferentes momentos de máxima felicidad. Yo supongo que el de papá es cuando batea en el cricket o lanza particularmente bien. Y el de Bob es cuando le pega a la pelota más lejos que nadie. Eso creo, al menos. Me encanta el cricket, pero no entiendo el fútbol. Sea como fuere, sé cuándo es que yo me siento más feliz que nunca. Es cuando sé que estoy linda y la pista está perfecta y tengo una pareja cuyo paso armoniza con el mío.

Esa noche en particular todo salía absolutamente perfecto. Yo estaba muy linda. Sé que una no puede darse cuenta, pero tanto papá como Tía Edith me lo dijeron, y lo mismo hicieron al menos la mitad de mis compañeros de baile, así que hubo una buena masa de evidencia corroborativa, como suele decir papá. Además, la pista estaba maravillosa, y todos parecían bailar bien excepto un joven que había venido de Cambridge para el baile. Danzaba muy mal, pero no parecía en absoluto que eso hiciera mella en su espíritu. Estaba extremadamente animado.

–¿Prefiere usted –me preguntó– que me disculpe cada vez que la piso, o es mejor que vaya llevando la cuenta y me disculpe colectivamente al final?

Le sugerí que podríamos sentarnos. No tuvo objeciones.

–A decir verdad –dijo–, bailar está bien, a su modo, pero lo mío es la pelota.

–Oh –dije.

–Sí. El mejor juego sobre la faz de la tierra. Me gustaría jugarlo todo el año. ¿Cricket? Sí, el cricket está bastante bien a su modo, también. Pero no se compara con la pelota. La semana pasada estaba jugando...

Mi atención se dispersó.

–Ve usted –siguió él– para el entretiempo ningún equipo había marcado. Teníamos viento a favor en el segundo tiempo, así que...

Nunca podría entender el fútbol, así que me temo que dejé que mi atención se dispersara de nuevo. Tras unos minutos lo oí decir:

–Así que ganamos, después de todo. Ahora bien, ese tipo de cosas no las vive uno en el cricket.

–Supongo que no –dije.

–El mejor deporte sobre la faz de la tierra, la pelota. Digo yo, ¿ve al hombre que acaba de pasar con la chica de rojo?

Miré en derredor. El hombre al que hacía referencia era mi pareja de la próxima pieza. Era alto y delgado, y bailaba estupendamente. Parecía tímido. Noté que le costaba hablar con la chica de tojo. Parecía en problemas.

–¿Lo ve? –dijo mi compañero.

Le dije que sí.

–Ése es Hook.

–Sí. Recuerdo que se llamaba así.

Mi compañero parecía echar de menos algo en mi tono: sorpresa o admiración.

El Hook, digo –agregó–. Capitán de pelota en Oxford. ¡Tiene que haber oído hablar de T.B. Hook!

No quería decirle que no, así que murmuré:

–Oh, ¡T.B. Hook!

Eso lo contentó. Pasó a describir a Mr. Hook.

–El mejor forward que Oxford haya tenido durante años. Si lo viera driblear, ¡palabra! ¡Hola! La banda comienza de nuevo. ¿Puedo sacarla a...?

En ese momento Mr. T.B. Hook se desprendió –con alivio, creo– de la dama de rojo y, tras buscarme con la vista, me vio y se dirigió hacia mi. Admiré el modo como caminaba. Parecía andar sobre resortes.

Bailó espléndidamente, pero en silencio. Tras hacerle una observación acerca de la pista, que lo hizo ponerse violeta y al parecer, asustado, desistí de conversar y empecé a pensar, de un modo soñador, al compás de la música. No era aún el final de la pieza cuando tuve una gran idea. Me llegó de un modo bastante indirecto. Primero pensé en papá, luego en Bob, luego en la carta de Bob, luego en lo que me había dicho sobre jugar en Oxford. Y luego, en un destello, me di cuenta de que era Mr. T.B. Hook –y no otro– el que tenía el poder de hacerlo jugar o relegarlo, y vi que ésa era mi oportunidad de devolverle el favor a Bob. Luego se me ha dicho –de labios de Bob– que sólo a una chica podía ocurrírsele una idea tan atroz (tan absolutamente diabólica, fue su expresión). La ingratitud, como dije antes, es el pecado capital de Bob.

Una de mis tías siempre está hablando de la tremenda influencia que significa una mujer buena. Mi idea era probarlo con Mr. T.B. Hook en favor de Bob.

La música se detuvo, y fuimos al conservatorio. El silencio de mi pareja era más evidente ahora que habíamos dejado de bailar. Su modo de bailar el vals lo había disimulado.

Nos sentamos. Podía sentirlo tratando de encontrar algo que decir. El único comentario fácil, sobre la pista, ya lo había hecho yo.

Así que empecé.

–A usted le gusta mucho jugar a la pelota, ¿no es así? –dije.

Él se animó.

–Oh, sí –dijo–. Sí. Sí.

Hizo una pausa, y luego agregó, como si tuviese una inspiración:

–Sí.

–¿Sí?

–Oh, sí –respondió, radiante–. Sí.

Nuestra conversación se estaba volviendo bastante vivaz y chispeante.

–Es el capitán de Oxford, ¿no es así? –dije.

–Oh, sí –respondió–. Sí.

–A mí me encanta el cricket –dije–, pero no entiendo el juego de la pelota. Me imagino que es muy bueno.

–Oh, sí. Sí.

–Tengo un hermano que juega muy bien –continué.

–¿Sí?

–Sí. Está en Oxford, también. En el Magdalen.

–¿Sí?

–¿Está usted en el Magdalen?

–En el Trinity.

–¿Conoce a mi hermano?

Dijo que no había escuchado mi nombre cuando nos habían presentado, así que agregué:

–Romney.

–No creo conocer ningún Romney. Pero no conozco mucha gente del Magdalen.

–Pensé que lo conocería, porque él me dijo que usted probablemente lo pondría en el equipo de Oxford. Ojalá lo haga.

Mr. Hook, que había comenzado a sentirse casi en casa y a sus anchas, según creo, de pronto se sonrosó y se asustó de nuevo. Lo escuché murmurando: "¡Dios mío!".

–Por favor, póngalo –proseguí, sintiéndome como el ángel guardián de Bob–. Estoy segura de que él juega mucho mejor que cualquiera, y a nosotros nos alegraría tanto.

–A ustedes les alegraría tanto –repitió él, mecánicamente.

–Tantísimo –dije–. No puedo explicarle lo agradecidos que estaríamos. Y sería tan importante para Bob. No puedo explicar por qué, pero lo sería.

–¿Lo sería? –dijo él.

–Tremendamente. ¿No se va a olvidar usted el nombre, no? Romney. Lo escribiré en su programa. R. Romney, Magdalen College. Lo pondrá usted, ¿no? Le estaré demasiado agradecida. Y papá...

–¿Es nuestra pieza, creo? –dijo una voz.

Mi pareja para la siguiente pieza estaba de pie junto a mí. En la sala de baile estaban atacando la canción de los remeros de Eton. Escuché a Mr. Hook dar un gran suspiro. Podía ser de pena, o podía ser de alivio.

Una semana después de esto, mientras leía su periódico con el desayuno, papá dijo:

–¡Cielos! Van a poner a Bob de mediocampista para Oxford, Joan –dijo–, contra los Wolverhampton Wanderers.

–¡Oh, papá! –dije–. ¿En serio?

La influencia de la mujer buena había comenzado a hacerse sentir.

–En lugar de Welby-Smith, aparentemente. Supongo que decidieron hacer algunos cambios tras el pobre desempeño contra los Casuals. Bueno, espero que Bob se gane el puesto, ahora que tiene esta oportunidad.

–Te agradaría que consiguiera la titularidad, ¿no es así, papá?

–Sí, querida, me agradaría.

Pensé escribirle a Mr. Hook para agradecerle, pero decidí no hacerlo. Era mejor dejarlo tranquilo.

Recibí una carta de Bob quince días después diciéndome que aún estaba en el equipo, aunque no había estado jugando bien. Él mismo había creído que lo dejarían afuera en el match frente a los Old Malvernians, y no se hubiera quejado, porque había jugado mal; pero por alguna razón lo mantenían, y si no hacía nada especialmente desastroso en los próximos partidos, decía, era número puesto para el Queen's Club.

–¿Qué es el Queen's Club? –le pregunté a papá.

–Es donde se juega el partido Oxford-Cambridge. Tenemos que ir para verlo, si Bob consigue la titularidad. O aunque no la consiga.

Bob consiguió la titularidad. Sentí un escalofrío al pensar lo que habría sufrido Mr. Hook por mi culpa. Porque, verán, muchos pensaban que Bob no estaba a la altura de su puesto. Papá me leyó un párrafo de un periódico deportivo en que el hombre que escribía comparaba los dos equipos y decía que "el punto flaco de Oxford es sin duda Romney", y un montón de cosas horribles acerca de que no alimentaba adecuadamente a sus delanteros. Yo dije:

–Estoy segura de que no es verdad. Bob está siempre organizando cenas. De hecho, ésa es justamente la razón por la que...

Me detuve.

–¿Por la que qué? –dijo papá.

–Por la que está sin blanca, papá querido. Lo está, ¿sabes? Por la celebración de sus veintiún años, me ha dicho.

–No me sorprende, cariño. Recuerdo mis propios festejos de los veintiún años, y no creo que las cosas hayan cambiado mucho. Has de decirle a Bob que venga a verme si está en dificultades. No debemos ser duros con un hombre que juega el Oxford-Cambridge, ¿no es cierto, cariño?

–No. Se lo diré –respondí.

Bob paró en casa la noche antes del partido. Apenas comió nada durante la cena, y quiso una tostada en lugar de pan. Cuando lo encontré más tarde, sin embargo, parecía muy contento con todo, y muy amistoso.

–Ya está arreglado lo de las cuentas –dijo–. El viejo me dio un cheque. Está chocho con lo de mi titularidad.

–Y todo gracias a mí, Bob –exclamé–. Absolutamente todo. Si no hubiese sido por mí no estarías jugando mañana. ¿No estás agradecido, Bob? Deberías estarlo.

–Si pudieses parar por un momento de decir estupideces –dijo Bob–, te pediría que me explicaras de qué hablas.

–Vaya, si fue por mí que lograste ser titular.

–Eso lo escuché. ¿Te importaría explicármelo? No lo hagas, si es que te da dolor de cabeza.

–Mira, conocí al capitán de Oxford en el baile de Tía Edith, y le conté lo ansioso que estabas por estar en el equipo, y le rogué te pusiera. Y ese mismo sábado debutaste.

Bob literalmente se tambaleó, y hubiese caído si no se hubiese aferrado de una silla. No sabía que eso ocurriera fuera de las novelas. Lucía horrible. Su boca estaba completamente abierta y su rostro, verde pálido. Balaba como una oveja.

–¡Bob, no hagas eso! –dije–. ¿Qué sucede?

Se recuperó y dejó escapar una risa lánguida.

–Está bien, nena –dijo–. Punto para ti. Me hiciste caer. Caray, por un momento creí que lo decías en serio.

Mis ojos se abrieron bien grandes.

–Pero Bob –dije–, sí que lo dije en serio.

Su mandíbula cayó de nuevo.

–¿Pretendes decirme –dijo lentamente– que le pediste eso de veras? ¡Oh, por mi abuela!

Apoyó la frente en la repisa de la chimenea.

–No puedo seguir después de esto. ¡Buen Dios! Ya toda la universidad debe estar al tanto de la historia. Suponte que alguien lo supo. No podré hacer que la olviden.

Alzó la cabeza.

–Mírame bien, Joan –dijo–, si algún alma se llega a enterar de esto no te hablaré nunca más en la vida.

Y se fue de la habitación.

Yo me senté y me largué a llorar.

A la mañana siguiente apenas me dirigió la palabra. Papá insistió en que tomara el desayuno en la cama, para que no se fatigase; así que no lo vi hasta el almuerzo. Tras el almuerzo fuimos en el automóvil de la Tía Edith al Queen's Club. Mientras Bob estaba arriba haciendo su bolso, papá me dijo:

–Es un honor para nosotros, Joan: Bob va a traer a cenar esta noche al capitán de Oxford.

Me quedé sin aliento. Sentí que iba a tener que emplear todo mi tacto femenino durante la entrevista. Seguramente él no sabía lo ofendido que estaba Bob por haber sido incluido en el equipo, y podría referirse a nuestra conversación durante el baile.

Evidentemente Bob estaba aún dominado por una sombría desesperación cuando bajó. Estuvo tan silencioso en el coche que papá pensó que estaría terriblemente nervioso por el partido y trató de alegrarlo, lo que empeoró las cosas. Por fin llegamos al campo, y Bob se marchó al pabellón a cambiarse.

Nos sentamos justo detrás de dos jovencitos cuyo entero aspecto decía a gritos: "recién ingresados". Cuando pensé que Bob había sido exactamente así el año anterior, y lo diferente que era ahora, me sentí tan orgullosa de mis esfuerzos por mejorarlo que fue un consuelo para el mal momento. Estaba en una dulce ensoñación cuando papá me codeó y me desperté para oir que los jovencitos estaban discutiendo sobre Bob.

–Sí, todo muy bien –decía uno de ellos, el de saco marrón más brillante–, pero a lo que voy es que el tipo es un egoísta. No alimenta a sus delanteros lo suficiente.

Me pregunté si ese jovencito habría estado leyendo el suplemento deportivo.

–Pero es bastante rápido –dijo el otro.

–Personalmente, si yo fuera el capitán –dijo el de marrón brillante–, lo pongo a Welby-Smith. Nunca entenderé por qué lo ha dejado plantado.

–Bueno, no lo sé –comenzó el otro, cuando sus palabras se ahogaron en un estallido de aplausos, en momentos en que el equipo de Cambridge entró al campo de juego. Hubo otra ovación un momento después, y el equipo de Oxford apareció, con un Bob que parecía un perro a punto de ser bañado.

–Bien –dijo el muchacho brillante–, ganamos el sorteo. Los Tabs tendrán que jugar el segundo tiempo con el sol de frente. Justo cuando se pone, además.

Me alegró escuchar esto, porque sé qué molestia es jugar con el sol de frente en el cricket, y supongo que será igual de malo en el fútbol.

Hubo un buen número de corridas y patadas al principio. Un hombrecito de Cambridge, de pelo rubio, consiguió la pelota en un momento, y comenzó a a correr junto a la línea lateral hasta que Bob lo arrinconó; entonces él envió la pelota hacia otro hombre, sólo que antes que ése la consiguiera apareció otro jugador que había estado cerca de Bob al empezar el partido, se la robó y la envió campo arriba.

–¡Bien jugado, Bob! –dijo papá–. Ese tipo bajito de pelo rubio es Stevens, el internacional. Es el jugador más peligroso que tiene Cambridge. Bob tendrá que sudar la camiseta para pararlo. Pero al menos en esta jugada estuvo bien.

La pelota ahora andaba cerca del arco de Cambridge, así que pensé que Oxford estaría dominando. El tipo bajito miraba desde lejos, como si fuera una persona demasiado importante para mezclarse con los otros. Pero de repente uno de los hombres de Cambridge envió la pelota en su dirección y él salió como un rayo, y parecía que no había nadie allí para detenerlo, salvo Bob, que lo esperaba en mitad de su campo.

Todos los jugadores de Cambridge corrieron en dirección del arco de Oxford, y Bob enfrentó al hombrecito como lo había hecho antes, obligándolo a pasársela a otro. Cuando lo hizo, Bob salió a marcar al otro, a pesar de que un compañero suyo ya estaba yendo a hacer lo mismo, y el hombre de Cambridge que tenía la pelota esperó a que ambos rivales llegaran y le devolvió la pelota al internacional.

–¡Oh Romney, cretino! –dijo uno de los jovencitos frente a mí, con voz agónica, y entonces se oyó un grito de perfecta alegría de parte de mitad de la multitud, pues el internacional, que no tenía a nadie entre el nervioso arquero y él, tomó impulso y mandó la pelota a las redes.

–Bien, he aquí un gol para ellos –dijo el muchacho no tan brillante–. El tipo que escribe en el Chronicle dijo esta mañana que Oxford debía considerarse afortunado si le metían sólo tres goles. ¡Qué cretino fue Romney al dejar solo a Stevens así! ¿No puede quedarse marcando a su hombre?

Papá lucía gris y macilento.

–Si Bob piensa hacer el papel de estúpido de ese modo –dijo–, hubiese sido mejor que se quedara en casa.

–¿Qué es lo que no hizo?

–No se quedó pegado a su hombre. Le toca marcar a un delantero internacional, y lo primero que hace es dejarlo con el campo despejado. Debe pegársele a Stevens.

Todo el aire parecía lleno del error de Bob. Supongo que fue una especie de telegrafía sin hilos, o algo así, lo que me llevó a hacerlo. Sea como fuere, di un salto y chillé en frente de todos, que estaban en un silencio mortal:

–¡Debes pegártele a Stevens, Bob!

A continuación hubo un estruendo de risotadas. Supongo que habré sonado graciosa, aunque no fue mi intención; y todos los que querían que ganara Oxford se sumaron al grito. Sólo después de gritar una vez "¡Debes pegártele a Stevens, Bob!" comenzaron a gritar "¡Vamos, Oxford!".

Bob se había puesto violeta –yo lo miraba a través de los prismáticos de papá– y creo que mascullaba maldiciones. Luego el juego se reanudó.

Bob me dijo más tarde, en un momento de mayor tranquilidad, que mi grito fue el punto de quiebre. Hasta allí había estado horriblemente avergonzado de haber dejado que el jugador de Cambridge burlase su marca, pero ahora sentía que debía parecer tan estúpido que no valía la pena tratar de averiguarlo. Dijo que era como la muchacha en Shakespeare que le sonreía al dolor. Había traspasado los límites del sentir humano. El resultado fue que de pronto se sintió frío como el hielo, sin nervios ni ansiedad, ni nada. Él no es bueno explicando sus sentimientos, pero creo que entiendo lo que quiso decir. Yo misma lo he sentido cuando, a renglón seguido de que me pisotearan y rasgaran el vestido en un baile, he bajado a cenar para descubrir que ya se habían comido todos los merengues. Es una especie de divina y serena desesperación. Te das cuenta de que en comparación, no podrá ya ocurrirte nada tan malo que valga la pena preocuparse.

Como fuera, el resultado fue que Bob comenzó a jugar de un modo realmente espléndido. No soy capaz de juzgar el fútbol, por supuesto, pero hasta yo podía ver lo bueno que era. Se colaba por todos lados como si estuviese hecho de caucho. Se le abalanzaba a Stevens y le robaba la pelota. Se la pasaba devolviendo el balón al campo de Cambridge. Para ser exactos, se redimió por completo, y si no hubiese sido por el portero de Cambridge Oxford habría señalado varias veces. Justo antes de que terminara el primer tiempo un jugador de Oxford metió un gol, lo que dejó el partido en un empate.

–Bueno, Romney ha jugado bien al final –dijo uno de los jovencitos–. Si juega así todo el tiempo podríamos ganar. No llego a entender qué le pasaba al principio.

El sol había descendido mucho ahora, y a Cambridge le tocaba jugar de cara a él. Parecía molestarles bastante, y Oxford siguió atacando, con Bob subiendo a ayudar. A los veinte minutos, sin embargo, Stevens inició una nueva carrera, y Bob tuvo que retroceder para pararlo. Se las arregló para arrojarse y sacar la pelota al lateral. Uno de los jugadores de Cambridge la puso en juego lanzándola a un compañero, pero Bob de pronto se interpuso entre ambos, se hizo con el balón y salió disparado hacia adelante en una carrera a través del campo. Había sólo dos hombres entre él y el portero; eludió a uno de ellos hamacándose con la cintura, y papá se puso de pie agitando el sombrero y gritando instrucciones. El último hombre de Cambridge salió a enfrentarlo. Era emocionante. Estaban por cargar uno contra el otro cuando Bob tocó la pelota a la izquierda y se escabulló por la derecha, y el jugador de Cambridge pasó de largo, y Bob estaba frente a la portería, listo para patear. Luego la pelota silbó y fue a parar al fondo de la red, y en todo el estadio podían verse sombreros volando, y bastones agitándose, y un estruendo enorme extendiéndose por todos lados. Sonaba como pistolas.

–De todos modos –dijo el muchacho marrón brillante– hubiera debido pasarla.

No hubo más goles, así que Oxford ganó.

El final fue bastante gracioso, porque sé que se preguntarán qué le dije a Mr. Hook y qué me dijo él, y qué hizo Bob.

Pero no fue para nada lo que yo me esperaba. Cuando bajé al recibidor tras vestirme para la cena Bob y el capitán estaban conversando junto al fuego.

–Creo que ustedes ya se han conocido antes –dijo Bob, lúgubre.

–No creo haber tenido el placer –murmuró el otro hombre.

Bob se volvió hacia mí.

–Pensé que me habías dicho que conociste a Watson en el baile de Tía Edith. ¿Así que al fin de cuentas sí me estabas tomando el pelo?

–No, no te estaba tomando el pelo. Dije que conocí al capitán del equipo de pelota de Oxford.

–Bien, el capitán es Watson.

–¿Realmente es usted el capitán? –pregunté.

–Así me lo han dicho siempre.

–Entonces –dije– creo que es mi deber informarle que hay un individuo llamado Hook, T.B. Hook, que va por el mundo haciéndose pasar por capitán.

–¿Hook de Oriel? ¿Un hombre más bien tímido? ¿Qué no habla mucho?

–Sí.

–Oh, verá usted, es el capitán de pelota de Oxford, pero del equipo de rugby. Yo soy el capitán de fútbol –dijo Mr. Watson.

–¿Así que fue a Hook que le pediste? –dijo Bob–. Gracias al cielo. No has arruinado mi carrera, después de todo. Aunque debo admitir –agregó amablemente– que hiciste todo lo posible.

Es curioso cómo todo parece suceder por una buena razón. Uno creería que todos mis esfuerzos habían sido en balde. Pero al día siguiente, para demostrarme el alivio que sentía, Bob me sacó a pasear y empleó parte del cheque de papá en comprarme el más primoroso sombrerito de plumas del mundo; lo cual demuestra que no hay mal que por bien no venga, como dice siempre nuestro párroco.

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