Suma teológica - Parte II-IIae - Cuestión 10
La infidelidad en general
Empezamos ahora a tratar el tema de los vicios opuestos. Primero, la infidelidad, que se opone a la fe; en segundo lugar, la blasfemia, que se opone a la confesión (q.13); por último, la ignorancia y la ineptitud, que se oponen a la ciencia y al entendimiento (q.15). Sobre el primero se ha de tratar, en primer lugar, de la infidelidad en general; después, de la herejía (q.11), y, por último, de la apostasía (q.12).

Respecto al primer punto se pueden formular doce preguntas:

  1. ¿Es la infidelidad pecado?
  2. ¿En qué sujeto radica?
  3. ¿Es el mayor de los pecados?
  4. ¿Toda acción de los infieles es pecado?
  5. Especies de infidelidad.
  6. Comparación entre ellas.
  7. ¿Se debe disputar sobre la fe con los infieles?
  8. ¿Se les debe obligar a la fe?
  9. ¿Se debe tener comunicación con ellos?
  10. ¿Pueden estar al frente de los fieles cristianos?
  11. ¿Se deben tolerar los ritos de los infieles?
  12. Los niños de los infieles, ¿deben ser bautizados contra la voluntad de sus padres?
Artículo 1: ¿Es pecado la infidelidad? lat
Objeciones por las que parece que la infidelidad no es pecado:
1. Todo pecado es contra la naturaleza, como demuestra el Damasceno en el II libro. Mas no parece que sea contra la naturaleza la infidelidad, ya que afirma San Agustín, en el libro De praedest. Sanct., que el poder tener fe es tan natural al hombre como tener caridad. Pero tener de hecho fe, como tener caridad, es una gracia de los fieles. Luego no tener fe o, lo que es lo mismo, ser infiel no es pecado.
2. Nadie peca en lo que no puede evitar, pues todo pecado es voluntario. Mas no está en poder del hombre el evitar la infidelidad, ya que sólo es evitable teniendo fe, como leemos en la Escritura: ¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel del que no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? (Rom 10,14). No parece, pues, que sea pecado la infidelidad.
3. Como ya hemos expuesto (1-2 q.84 a.4), todos los pecados se reducen a los siete capitales. Mas no parece que esté comprendida entre ellos la infidelidad. Esta, por lo tanto, no es pecado.
Contra esto: está el hecho de que el vicio se opone a la virtud. Pero la fe es la virtud a la cual se opone la infidelidad. Luego la infidelidad es pecado.
Respondo: La infidelidad puede tener doble sentido. Uno consiste en la pura negación, y así se dice que es infiel quien no tiene fe. Puede entenderse también la infidelidad por la oposición a la fe: o porque se niega a prestarle atención, o porque la desprecia, a tenor del testimonio de Isaías: ¿Quién dio crédito a nuestra noticia? (Is 53,1). En esto propiamente consiste la infidelidad, y bajo este aspecto es pecado.

Pero si tomamos la infidelidad en sentido puramente negativo, como es el caso de quien jamás oyó hablar de la fe, no es pecado, sino más bien castigo, ya que esa ignorancia de las realidades divinas es consecuencia del pecado del primer hombre. Mas quienes son infieles por esa razón, sufren en realidad el castigo por otros pecados que no se pueden perdonar sin la fe, pero no por el pecado de infidelidad. De ahí las palabras del Señor: Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de pecado (Jn 15,22). Y San Agustín, comentando estas palabras, dice que habla del pecado de no haber creído en Cristo.

A las objeciones:
1. No está al alcance de la naturaleza el tener fe; pero sí lo está el hecho de que el espíritu del hombre no se oponga a la moción interior y a la predicación externa de la verdad. De esta forma es la infidelidad contraria a la naturaleza.
2. La objeción parte del supuesto de la infidelidad como simple negación.
3. En cuanto pecado, la infidelidad tiene su origen en la soberbia, que hace que el hombre no quiera someter su entendimiento a las reglas de fe y a las sanas enseñanzas de los Padres. Por eso dice San Gregorio en XXXI Moral, que de la vanagloria proviene la presunción de novedades.

Se puede decir también que, del mismo modo que las virtudes teologales no se reducen a las cardinales, sino que son anteriores a ellas, así tampoco se reducen a los capitales los vicios opuestos a las virtudes teologales.

Artículo 2: ¿Tiene la infidelidad como sujeto al entendimiento? lat
Objeciones por las que parece que la infidelidad no tiene como sujeto al entendimiento:
1. Todo pecado, afirma San Agustín en el libro De duobus Anim., reside en la voluntad. Ahora bien, según hemos dicho (a.1), la infidelidad es pecado. Luego la infidelidad reside en la voluntad, no en el entendimiento.
2. La infidelidad tiene razón de pecado por el hecho de despreciar la predicación de la fe. Pero el desprecio es acto de la voluntad. Luego la infidelidad reside en la voluntad.
3. Exponiendo el texto de 2 Cor 11,14: el mismo Satanás se transforma en ángel de luz, comenta la Glosa: Si el ángel malo se finge bueno, incluso si se cree bueno, no es error peligroso o pecaminoso si hace o dice lo que conviene a los ángeles buenos. La razón de esto parece estar en la rectitud de voluntad que hay en quien se adhiere a él creyendo asentir al ángel bueno. Por lo tanto, la totalidad del pecado de infidelidad parece que reside en la voluntad perversa. No reside, pues, en el entendimiento.
Contra esto: está el hecho de que el sujeto de los contrarios es el mismo. Pero la fe, a la cual se opone la infidelidad, reside en el entendimiento. Luego también la infidelidad.
Respondo: Como ya expusimos en su lugar (1-2 q.74 a.1 y 2), el pecado tiene como sujeto la potencia que es principio de su acto. Ahora bien, el acto de pecado puede tener un doble principio. Uno, primero y universal, que impera todos los actos de pecado; este principio es la voluntad, ya que todo pecado es acto voluntario. Otro, propio y próximo, y es el que pone el acto del pecado. Así, el apetito concupiscible es el principio de la gula y de la lujuria, y en ese sentido se dice que la gula y la lujuria están en el apetito concupiscible. Pues bien, el hecho de disentir, acto propio de la infidelidad, reside en el entendimiento, pero movido por la voluntad, lo mismo que el asentir. Por eso, la infidelidad, lo mismo que la fe, reside, como en sujeto próximo, en el entendimiento; en la voluntad, en cambio, como en su primer principio motivo. De este modo se dice que reside todo pecado en la voluntad.
A las objeciones:
1. De lo expuesto se desprende la respuesta a la primera objeción.
2. El desprecio de la voluntad causa el disentir del entendimiento, en el que se consuma lo formal de la infidelidad. Por tanto, la causa de la infidelidad está en la voluntad; pero la infidelidad en sí misma radica en el entendimiento.
3. Quien cree que es bueno el ángel malo, no disiente de la fe, porque, como comenta allí mismo la Glosa, el sentido corporal se engaña, pero la mente no se aparta de la sentencia verdadera y recta. Pero, como allí se añade, si alguien se adhiere a Satanás cuando comienza a llevarnos a sus propios fines, es decir, a lo malo y falso, entonces no carecería de pecado.
Artículo 3: ¿Es el pecado mayor la infidelidad? lat
Objeciones por las que parece que la infidelidad no es el mayor pecado:
1. San Agustín se plantea el problema y lo confirma el VI q.1 en estos términos: Si debemos preferir el católico de pésimas costumbres a un hereje en cuya vida, fuera de ser hereje, no hay nada que reprochar, no me atrevo a aventurar sentencia. Ahora bien, el hereje es un infiel. Por lo tanto, no se puede afirmar, sin más, que la infidelidad sea el mayor pecado.
2. No parece que sea el mayor pecado lo que disminuye o excusa de él. Pues bien, el Apóstol nos da testimonio de que la infidelidad excusa o disminuye el pecado al escribir: Antes fui un blasfemo y un perseguidor insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad (1 Tim 1,13). No es, pues, la infidelidad el mayor pecado.
3. A mayor pecado se le debe mayor pena, según las palabras del Deuteronomio: (al culpable) el juez hará que le azoten según el número de faltas proporcionado a su culpa (Dt 25,2).

Ahora bien, los fieles que pecan merecen una pena mayor que los infieles, a tenor de estas palabras de la Escritura: ¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y tuvo como profana la sangre de la Alianza que le santificó (Heb 10,29). Luego la infidelidad no es el mayor pecado.

Contra esto: está lo que escribe San Agustín exponiendo el texto de San Juan (Jn 22): Si yo no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado, y expresándose así: Bajo este nombre general (de pecado) quiere expresar algo grande del pecado. Es, en efecto, el pecado —de infidelidad— en el cual están englobados todos. Luego la infidelidad es el mayor pecado.
Respondo: Todo pecado, como hemos expuesto (1-2 q.71 a.6; q.73 a.3 ad 3), consiste en la aversión a Dios. De ahí que tanto más grave es el pecado cuanto más aleja al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad es la que más aleja a los hombres de Dios, ya que les priva hasta de su auténtico conocimiento, y ese conocimiento falso de Dios no le acerca a El, sino que le aleja. Ni siquiera puede darse que conozca a Dios en cuanto a algún aspecto quien tiene de El una opinión falsa, ya que lo que piensa no es Dios. Es, pues, evidente que la infidelidad es el mayor pecado de cuantos pervierten la vida normal, cosa distinta a lo que ocurre con los pecados que se oponen a las otras virtudes teologales, como se verá después.
A las objeciones:
1. Nada impide el que un pecado grave en su género sea menos grave por ciertas circunstancias. Por esa razón no quiere aventurar su juicio San Agustín respecto del mal católico y del hereje que no tienen estos pecados. El del hereje, en realidad, aunque de suyo es más grave, puede estar atenuado por algunas circunstancias, de la misma manera que puede agravarse el del católico también por alguna circunstancia.
2. La infidelidad implica no sólo la ignorancia que conlleva, sino también la resistencia a las verdades de fe. En este sentido se presenta su condición de ser el pecado más grave. Tiene, sin embargo, en cuanto ignorancia, alguna causa de excusa, sobre todo cuando no se peca por malicia, como fue el caso del Apóstol.
3. Por el pecado de infidelidad recibe el infiel un castigo mayor que otro pecador por cualquier otro pecado atendido el género de pecado. Mas otro pecado, por ejemplo, el de adulterio, cometido por un creyente o por un infiel, en igualdad de condiciones, es más grave en el creyente que en el infiel, sea por el conocimiento de la verdad que le da la fe, sea por los sacramentos de la fe en que está formado y que ultraja pecando.
Artículo 4: ¿Es pecado toda acción del infiel? lat
Objeciones por las que parece que cualquier acto del infiel es pecado:
1. Sobre el texto del Apóstol: Todo lo que no procede de la fe es pecado (Rom 14,23), comenta la Glosa: Toda la vida de los infieles es pecado. Ahora bien, la vida de los infieles abarca cuanto hacen. Luego todo acto del infiel es pecado.
2. La fe dirige la intención. Pues bien, no puede hacerse nada bueno que no proceda de una intención recta. Luego en el infiel no puede darse ningún acto bueno.
3. Corrompido lo primero, se destruye lo segundo. Pero el acto de fe precede a los actos de todas las virtudes. Luego, dado que en los infieles no existe acto de fe, no pueden hacer obra buena alguna, sino que pecan en todos sus actos.
Contra esto: está el hecho de que a Cornelio (Act 10,4), siendo aún infiel, se le dijo que sus limosnas eran agradables a Dios. Luego no toda acción del infiel es pecado, sino que realiza también alguna acción buena.
Respondo: Como ya hemos expuesto (1.2 q.85 a.2 y 4), el pecado mortal quita la gracia santificante, pero no destruye del todo el bien de la naturaleza. Por eso, siendo la infidelidad un pecado mortal, los infieles están privados, en realidad, de la gracia, pero permanece en ellos algún bien de la naturaleza. De ahí que no implica que pequen en todos sus actos; pecan, sin embargo, siempre que realicen cualquier obra movidos por su infidelidad. Del mismo modo que quien tiene fe puede cometer algún pecado mortal o venial en una acción que no vaya encaminada al fin de la fe, el infiel puede realizar alguna acción buena en las cosas que no tengan relación con el fin de la infidelidad.
A las objeciones:
1. Ésa palabra puede entenderse en doble sentido: o en el de que la vida de los infieles no puede estar sin pecado, ya que los pecados no se perdonan sin la fe, o en el sentido de que es pecado cuanto hacen movidos por la infidelidad. Por eso allí mismo se añade: Porque todo el que vive y obra en la infidelidad, peca en demasía.
2. La fe dirige la intención respecto al último fin sobrenatural. Mas también la luz natural de la razón puede dirigir la intención respecto de algún bien connatural.
3. En el caso del infiel, la razón natural no queda del todo corrompida por la infidelidad, sino que queda en ella algún conocimiento de la verdad, y puede por eso hacer alguna obra buena.

Del caso del centurión Cornelio hay que decir que no era infiel; de lo contrario, su acción no habría sido aceptable ante Dios, a quien no puede agradar nadie sin fe. Pero tenía una fe implícita, dado que no se había manifestado aún la verdad evangélica. Por eso le es enviado San Pedro para que le instruya plenamente en la fe.

Artículo 5: ¿Hay muchas especies de infidelidad? lat
Objeciones por las que parece que no hay muchas especies de infidelidad:
1. Dado que la fe y la infidelidad son contrarias, deben serlo respecto del mismo objeto. Ahora bien, el objeto formal de la fe es la Verdad primera, de la que recibe su unidad, aunque materialmente se crean muchas cosas. Luego el objeto de la infidelidad es también la Verdad primera, y las cosas de las que disiente el infiel son objeto material respecto de la infidelidad. Ahora bien, la diferencia específica no la dan los objetos materiales, sino los principios formales. Luego la diversidad de especies de infidelidad no la da la diversidad de objetos en los que los infieles yerran.
2. De la verdad de fe puede apartarse uno de muchas maneras. Por lo tanto, si la diversidad de especies de infidelidad surgiera de la diversidad de errores, tendríamos, según parece, infinitas especies de infidelidad, y no deben ser consideradas así las especies.
3. Una misma cosa no puede darse en especies diversas. Pero sucede que uno es infiel por error sobre diversos objetos. Por lo tanto, la diversidad de errores no da lugar a especies diversas de infidelidad. En consecuencia, la infidelidad no contiene pluralidad de especies.
Contra esto: está el hecho de que a cada una de las virtudes se oponen varias especies de vicios, como demuestran Dionisio y el Filósofo: El bien se da de un solo modo; el mal, en cambio, de muchos. Pero la fe es una sola virtud. Por lo tanto, se le oponen varias especies de infidelidad.
Respondo: Como hemos expuesto (1-2 q.64), toda virtud consiste en la conformidad a una regla del conocimiento o del obrar humanos. Ahora bien, en una materia determinada hay solamente una forma de alcanzar la regla, mientras que son muchas las formas de apartarse de ella. De ahí que a una sola virtud se opongan muchos vicios. Pero esa diversidad de vicios que se oponen a cada virtud se puede considerar de dos maneras. Una, según la diversa relación que tienen con la virtud. En este sentido se han determinado algunas especies de vicios opuestos a una virtud, como a la virtud moral se opone un vicio por exceso y otro por defecto. El segundo modo de considerar la diversidad de vicios opuestos a una virtud tiene lugar por la corrupción de los distintos elementos que se requieren para la virtud. En este sentido, a una virtud, por ejemplo, la templanza o la fortaleza, se opone gran variedad de vicios, como son los variadísimos modos de quebrantar la virtud a tenor de la variedad de circunstancias que nos apartan de la rectitud de la virtud. Por esa razón consideraron los pitagóricos el mal como infinito.

En consecuencia, pues, hay que decir que, si se considera la infidelidad en relación con la fe, las especies de infidelidad son diversas y determinadas en número. Pues, dado que el pecado de infidelidad consiste en resistir a la fe, esa resistencia se puede dar de dos maneras, ya que, o se resiste a la fe aún no recibida, en cuyo caso se da la infidelidad de los paganos o de los gentiles, o se resiste a la fe cristiana ya recibida, y esto, a su vez, puede hacerse o en figura, y tenemos la infidelidad judía, o en la manifestación misma de la verdad, y es la infidelidad de los herejes. Así, pues, en general, se pueden reseñar las tres especies de infidelidad indicadas. Pero si distinguimos las especies de infidelidad por razón de los errores en las diversas materias que pertenecen a la fe, en ese caso no hay posibilidad de establecer especies distintas de infidelidad, pues los errores pueden multiplicarse de manera infinita, como enseña San Agustín en el libro De Haeres.

A las objeciones:
1. La razón formal de cualquier pecado puede considerarse de dos maneras. Una de ellas, según la intención de quien peca. En este caso, aquello hacia lo que tiende el que peca es el objeto formal del pecado, y así se obtienen sus especies diversas. El segundo modo, según la razón del mal. En este caso, el bien del que se aparta es el objeto formal del pecado. Pero en este segundo caso el pecado no tiene especie; al contrario, es la privación de su especie. Hay, pues, que decir que el objeto de la infidelidad es la Verdad primera, en cuanto que se aparta de ella; su objeto formal, en cambio, al que ella tiende, es la opinión falsa que sigue, y esto da lugar a su diversidad de especies. De ahí que, como es una sola la caridad que nos une al sumo bien, y son, por el contrario, diversos los vicios opuestos que nos apartan de él, dirigiéndonos a distintos bienes temporales, y esto, a su vez, según las relaciones diversas de oposición a Dios, así también la fe es una sola virtud por su relación a sola la Verdad primera; son, en cambio, muchas las especies de infidelidad, ya que los infieles siguen opiniones falsas diferentes.
2. Esa objeción está formulada en función de las distintas especies de infidelidad, según los distintos objetos en que se yerra.
3. Como la fe es una sola porque cree muchas cosas en orden a una sola, así la infidelidad, aunque yerre en muchas materias, puede ser una sola en cuanto que todas tienen relación solamente respecto de una. Nada impide, sin embargo, que el hombre yerre en distintas especies de infidelidad, lo mismo que puede estar dominado por distintos vicios y diferentes enfermedades corporales.
Artículo 6: ¿Es más grave que las demás la infidelidad de los gentiles o paganos? lat
Objeciones por las que parece que la infidelidad de los gentiles o paganos es más grave que las otras:
1. Así como la enfermedad corporal es tanto más grave cuanto más importante es la salud del miembro al que se opone, así también parece que el pecado es tanto más grave cuanto que se opone a lo que es más importante en la virtud. Ahora bien, lo principal en la fe es la fe en la unidad divina de la que se apartan los gentiles creyendo en multitud de dioses. La infidelidad, pues, de éstos es la mayor.
2. Entre los herejes, tanto más detestable es la herejía cuanto contradice a la verdad de fe en más puntos y más importantes. Y así, la herejía de Arrio, que separó de Cristo la divinidad, es más detestable que la de Nestorio, que separó la humanidad de Cristo de la persona del Hijo de Dios. Ahora bien, los gentiles se apartan de la fe en más cosas y más importantes que los judíos y los herejes, ya que no aceptan absolutamente nada de la fe. Su infidelidad es, pues, más grave.
3. El bien aminora siempre el mal. Pues bien, los judíos tienen algún bien, ya que confiesan que el Antiguo Testamento proviene de Dios; los herejes tienen, asimismo, bien, pues veneran al Nuevo Testamento. En consecuencia, pecan menos que los gentiles, que rechazan ambos Testamentos.
Contra esto: está el testimonio de San Pedro: Más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás (2 Pe 2,21). Ahora bien, los gentiles no conocieron el camino de la justicia; los herejes, en cambio, y los judíos, que de alguna manera lo conocieron, lo abandonaron. Su pecado es, por lo mismo, más grave.
Respondo: Según hemos expuesto (a.5), en la infidelidad se pueden considerar dos cosas. Una de ellas, su relación con la fe. Bajo este aspecto, peca más gravemente contra la fe quien hace frente a la fe recibida que quien se opone a la fe aún no recibida; de la misma manera que quien no cumple lo que prometió peca más gravemente que si no cumple lo que nunca prometió. Según esto, en su infidelidad, los herejes, que profesan la fe del Evangelio y la rechazan corrompiéndola, pecan más gravemente que los judíos que nunca la recibieron. Mas porque éstos la recibieron en figura en la ley antigua, y la corrompieron interpretándola mal, su infidelidad es por eso pecado más grave que la de los gentiles que de ningún modo recibieron la ley del Evangelio. Otra de las cosas a considerar en la infidelidad es la corrupción de lo que concierne a la fe. En este sentido, dado que los gentiles yerran en más cosas que los judíos, y éstos, a su vez, yerran en más cosas que los herejes, es más grave la infidelidad de los gentiles que la de los judíos, y la de éstos mayor aún que la de los herejes; si bien, quizás, haya que exceptuar a algunos de éstos, por ejemplo, a los maniqueos, quienes, aun en las cosas de fe, yerran más que los gentiles. De estos modos de gravedad en cuanto a la culpa debe anteponerse la primera a la segunda, puesto que, como hemos expuesto (a.1), la infidelidad tiene razón de culpa más por su resistencia a la fe que por su carencia de ella; esto, como hemos dicho (a.1), parece que atañe más a la pena. Así, pues, hablando en términos absolutos, la infidelidad de los gentiles (errata: de los herejes > "infidelitas haereticorum") es la peor.
A las objeciones: De esta manera queda dada la respuesta a las objeciones.
Artículo 7: ¿Se debe disputar públicamente con los herejes? lat
Objeciones por las que parece que no se debe disputar públicamente con los herejes:
1. En su carta a Timoteo escribe el Apóstol: No quieras ocuparte en disputas vanas que para nada sirven, si no es para perdición de los oyentes (2 Tim 2,14). Ahora bien, con los infieles no se puede entablar disputa pública sin contienda. Por tanto, no procede disputar públicamente con los infieles.
2. La ley de Marciano Augusto, confirmada por los cánones, dice: Infiere injuria al religiosísimo Sínodo todo aquel que se esfuerce por resolver y disputar públicamente una cuestión ya juzgada y rectamente dispuesta. Pero todo cuanto pertenece a la fe ha quedado determinado ya por los sagrados concilios. Luego peca gravemente e infiere injuria al sínodo quien pretenda disputar públicamente lo que concierne a la fe.
3. La disputa se realiza por argumentación. Pero el argumento es una razón que hace fe en las cosas dudosas, y las verdades de fe, que son ciertísimas, no deben ponerse en duda. En consecuencia, no se debe disputar públicamente sobre ellas.
Contra esto: está el testimonio de que Saulo se crecía y confundía a los judíos, y que hablaba también y discutía con los griegos (Act 9,22.29).
Respondo: En las disputas sobre la fe hay que considerar dos cosas: una, por parte del que disputa; otra, por parte de los que oyen. Por parte del que disputa hay que considerar, en realidad, la intención. Si disputa como quien duda de la fe y no tiene por cierta una verdad de ella, sino que intenta probarla con argumentos, peca indudablemente como el que duda de la fe o el infiel. Es laudable, en cambio, si uno disputa sobre la fe para refutar errores o también como materia de ejercicio. Por parte de los oyentes, hay que considerar si quienes oyen la discusión son instruidos y están firmes en la fe, o si son gente sencilla y titubean en ella. Ante personas instruidas en la fe y firmes en ella no hay, en realidad, peligro alguno en disputar sobre la fe. En cambio, por lo que afecta a los sencillos, hay que hacer una distinción. Porque éstos, o están instigados y hasta trabajados por los infieles, por ejemplo, judíos, herejes o paganos, que tienen empeño en corromper la fe, o no se hallan en absoluto en esa situación, como en las regiones donde no existen infieles. En el primer caso es necesaria la discusión pública de la fe, a condición de que haya personas preparados para ello y sean, además, idóneas para rebatir los errores. De este modo se verán confirmados en la fe los sencillos, y a los infieles se les quitará la posibilidad de engañar; y hasta el mismo silencio de quienes deberían hacer frente a cuantos pervierten la verdad de la fe sería la confirmación del error. De ahí las palabras de San Gregorio en II Pastor.: Como la palabra imprudente arrastra al error, el silencio indiscreto deja en el error a aquellos que podían haber sido instruidos. En el segundo caso, en cambio, es peligrosa la discusión pública sobre materia de fe ante gente sencilla, dado que la fe de éstos se hace más firme al no oír nada opuesto a ella. No les es, por lo mismo, conveniente oír las palabras de los infieles discutiendo contra la fe.
A las objeciones:
1. El Apóstol no prohibe del todo la discusión, sino la desordenada, que consiste más en polémica de palabras que en firmeza de doctrina.
2. Esa ley prohibe la discusión pública de la fe que procede de la duda en la misma; pero no la que se propone conservarla.
3. Sobre las cosas de fe no se debe disputar dudando de ella, sino para manifestar la verdad y refutar los errores. Conviene, ciertamente, disputar con los infieles unas veces para confirmar la fe, otras para defenderla, a tenor del testimonio de San Pedro: Siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza y de vuestra fe (1 Pe 3,15), a veces incluso para convencer a quienes se encuentran en el error, según las palabras de San Pablo: De suerte que puedan exhortar con doctrina sana y argüir a los contradictores (Tit 1,9).
Artículo 8: ¿Se debe forzar a los infieles a abrazar la fe? lat
Objeciones por las que parece que de ninguna manera se debe forzar a los infieles a abrazar la fe:
1. Se lee en San Mateo que los siervos del padre de familia cuyo campo había sido sembrado de cizaña le preguntaron: ¿Quieres que vayamos y la arranquemos?; y él respondió: No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo (Mt 13,28-29). Y comenta San Juan Crisóstomo: Dijo esto el Señor prohibiendo que se produjeran muertes. Pues tampoco se debe matar a los herejes, porque, si les matarais, habrían desaparecido también juntamente con ellos muchos santos. Luego, por la misma razón, tampoco se debe forzar a los infieles a abrazar la fe.
2. En las Decretales se dice: Respecto a los judíos ordenó el santo Sínodo que en lo sucesivo no se debería forzar a nadie a creer. Luego, por idéntica razón, tampoco se debe forzar a los demás infieles.
3. En expresión de San Agustín, hay cosas que podrá el hombre sin querer, pero no puede creer sino queriendo. Ahora bien, la voluntad no puede ser coaccionada. Por consiguiente, no parece que se deba forzar a los infieles a creer.
4. Finalmente, en nombre de Dios se dice en Ezequiel: No quiero la muerte del pecador (Ez 18,23.32). Ahora bien, como ya hemos expuesto (1-2 q.10 a.9), nosotros debemos conformar nuestra voluntad con la de Dios. En consecuencia, tampoco debemos querer que sean muertos los infieles.
Contra esto: está el testimonio de San Lucas: Sal a los caminos y a los cercados, y oblígales a entrar para que mi casa se llene (Lc 14,23).

Ahora bien, en la casa de Dios, es decir, en la Iglesia, entran los hombres por la fe. Por lo tanto, algunos deben ser compelidos a aceptar la fe.

Respondo: Entre los infieles hay quienes nunca aceptaron la fe, como son los gentiles y los judíos. Estos, ciertamente, de ninguna manera deben ser forzados a creer, ya que creer es acto de la voluntad. No obstante, si se cuenta con medios para ello, deben ser forzados por los fieles a no poner obstáculos a la fe, sea con blasfemias, sea por incitaciones torcidas, sea incluso con persecución manifiesta. Este es el motivo por el que los cristianos promueven con frecuencia la guerra contra el infiel. No pretenden, en realidad, forzarles a creer (ya que, si les vencen y les hacen prisioneros, deben dejarles en libertad de creer o no creer), sino forzarles a no poner obstáculos a la fe de Cristo.

Hay, en cambio, infieles que en algún tiempo recibieron la fe y conservan aún cierta profesión de la misma, como los herejes o cualquier otro tipo de apóstata. Este tipo de infieles deben ser forzados, incluso físicamente, a cumplir lo que prometieron y a mantener lo que una vez aceptaron.

A las objeciones:
1. Algunos interpretan esa autoridad en el sentido de que no se prohibía en realidad la excomunión de los herejes, sino su muerte; esto es evidente en el caso de la autoridad aducida del Crisóstomo. San Agustín en Ad Vincent., por su parte, dice lo mismo: Fui primero del parecer de que nadie debía ser obligado a aceptar la unidad de Cristo; que se debía obrar con la palabra y luchar con la disputa. Sin embargo, este parecer mío ha quedado superado no por las palabras de los adversarios, sino por la fuerza de los ejemplos. Efectivamente, el terror de las leyes fue tan provechoso que muchos han llegado a decir: gracias al Señor, que rompió nuestros lazos. Y cómo se deban entender las palabras del Señor en Mt 13,30.29: Dejad que el grano y la cizaña crezcan juntos hasta la siega, se ve a continuación: no sea que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo.

Claramente se enseña aquí (comenta San Agustín en Contra Epist. Parmen.) que cuando no existe ese tipo de miedo, es decir, cuando el crimen de uno es tan manifiesto y aparece tan execrable para todos que carezca en absoluto de defensores o no les tenga de tal categoría que pueda originarse división de partidos, no esté adormecida la severidad de la disciplina.

2. A los judíos no se les debe forzar a abrazar la fe si de ningún modo la han aceptado. Pero si la aceptaron, es conveniente obligarles a mantenerla, como se dice en el mismo capítulo.
3. Del mismo modo que es de voluntad hacer un voto y de necesidad el cumplirlo, así también es de voluntad abrazar la fe y de necesidad mantener la fe recibida. Por eso deben ser forzados los herejes a mantener la fe. San Agustín dice efectivamente en Ad Bonifacium comitem: Donde resuene el griterío acostumbrado de quienes dicen: es libre creer o no creer, ¿a quién hizo Cristo violencia?, reconozcan esos tales que a San Pablo Cristo le obligó primero y después le enseñó.
4. En la misma carta enseña San Agustín: Ninguno de nosotros quiere que se pierda un hereje. Pero la casa de David no mereció tener paz de otra manera que con la muerte de Absalón, su hijo, en la guerra emprendida contra su padre. Otro tanto ocurre en la Iglesia: si con la pérdida de algunos recobra a los demás, su corazón de madre encuentra curación a su dolor en la liberación de tantos pueblos.
Artículo 9: ¿Se puede tratar con los infieles? lat
Objeciones por las que parece que se puede tener trato con los infieles:
1. Exhorta el Apóstol a que, si un infiel os invita y vosotros aceptáis, comed todo lo que os presente sin plantearos cuestiones de conciencia (1 Cor 10,27). Y San Juan Crisóstomo, por su parte, afirma: Si queréis ir a comer con los paganos, os lo permitimos sin ninguna prohibición. Pues bien, ir a comer con otro es comunicar con él. Luego está permitido comunicar con los infieles.
2. Además, se pregunta también el Apóstol: ¿Por qué voy a juzgar yo a los de fuera? (1 Cor 5,12). Los de fuera son los infieles. Por lo tanto, si bien por sentencia de la Iglesia se prohibe a los fieles la comunicación con algunos, no parece que se les deba prohibir en general el comunicarse con los infieles.
3. El señor no puede servirse del criado si no comunica con él al menos de palabra, ya que el señor pone en movimiento al siervo mediante el mandato. Ahora bien, los cristianos pueden tener como siervos a infieles, sean judíos, sean paganos o mahometanos. Pueden, pues, comunicarse lícitamente con ellos.
Contra esto: está lo que leemos en el Deuteronomio: No harás pactos con ellos ni les harás gracia. No contraigas matrimonio con ellos (Dt 7,23). Y sobre el texto del Levítico: La mujer que pasado el mes... (Lev 15,22), comenta la Glosa: Debemos abstenernos de la idolatría hasta el extremo de no acercarnos ni a los idólatras ni a sus discípulos, ni tampoco tener comunicación con ellos.
Respondo: A los fieles se les prohibe el trato con alguna persona por dos razones: la primera, en castigo de aquel a quien se le sustrae la comunicación con los fieles; la segunda, por precaución hacia quienes se les prohibe el trato con ella. Ambas razones pueden deducirse de las palabras del Apóstol. Efectivamente, después de proferir la sentencia de excomunión, da como razón la siguiente: ¿No sabéis que un poco de levadura fermenta toda la masa? (1 Cor 5,6). Y más abajo da otra razón por parte de la pena inferida por la sentencia de la Iglesia: ¿No es a los de dentro a quienes vosotros juzgáis? (1 Cor 5,12).

Si se trata, pues, del primer aspecto, no prohibe la Iglesia el trato de los fieles con los infieles que no abrazaron nunca la fe cristiana, es decir, los paganos o los judíos. La Iglesia, en efecto, no tiene competencia para juzgar a éstos en el plano espiritual, sino temporal, como en el caso de que, morando entre cristianos, cometan una falta y sean castigados con pena temporal por los fieles. De este modo, es decir, como pena, prohibe la Iglesia a los fieles el trato con los infieles que se apartan de la fe recibida, sea corrompiéndola, como los herejes, sea abandonándola totalmente, como los apóstatas. Contra unos y otros, en efecto, dicta la Iglesia sentencia de excomunión.

En cuanto al segundo título, hay que distinguir, de acuerdo con las condiciones diversas de personas, ocupaciones y tiempos. Si se trata, efectivamente, de cristianos firmes en la fe, hasta el punto de que de su comunicación con los infieles se pueda esperar más bien la conversión de éstos que el alejamiento de aquéllos de la fe, no debe impedírseles el comunicar con los infieles que nunca recibieron la fe, es decir, con los paganos y judíos, sobre todo cuando la necesidad apremia. Si, por el contrario, se trata de fieles sencillos y débiles en la fe, cuya perversión se pueda temer como probable, se les debe prohibir el trato con los infieles; sobre todo se les debe prohibir que tengan con ellos una familiaridad excesiva y una comunicación innecesaria.

A las objeciones:
1. El Señor impuso ese precepto respecto de los pueblos en cuyo territorio habían penetrado los judíos y que eran inclinados a la idolatría. Por eso mismo había que temer que el trato continuo con los idólatras les apartara a ellos de la fe. De ahí que allí mismo se añada: Porque desviarían a tus hijos de mi seguimiento (Dt 7,4).
2. La Iglesia no dicta sentencia contra los infieles infligiéndoles una pena espiritual. Tiene, no obstante, competencia sobre determinados infieles para castigarles con alguna pena temporal. A ello se refiere el hecho de que, en alguna ocasión, la Iglesia, por ciertas causas especiales, sustrae a los infieles del trato con los fieles.
3. Hay más probabilidad de que el siervo, que se rige por las órdenes del señor, se convierta a la fe de éste que a la inversa. Por eso no se les prohibe a los fieles tener criados infieles. Pero si se diera el caso de que, por el trato con ese criado, incurriera en peligro la fe del señor, debería apartarlo de sí, a tenor del mandato del Señor: Si te escandaliza tu pie, córtatelo y arrójalo lejos de ti (Mt 5,13; 18,8).
Artículo 10: ¿Pueden tener los infieles autoridad o dominio sobre los fieles? lat
Objeciones por las que parece que los infieles pueden tener autoridad o dominio sobre los fíeles:
1. Enseña el Apóstol: Todos los que están como esclavos bajo el yugo de la servidumbre, consideren a sus dueños como dignos de todo respeto (1 Tim 6,1). Y es evidente que habla de los infieles por lo que añade: Los que tengan dueños creyentes no les falten al respeto (v.2). San Pedro, por su parte, exhorta: Criados, sed sumisos, con respeto, a vuestros dueños, no sólo a los buenos e indulgentes, sino también a los severos (1 Pe 2,18). Ahora bien, no preceptuaría esto la enseñanza apostólica si los infieles no tuvieran autoridad sobre los fieles. Parece, pues, que los infieles pueden tener autoridad sobre los fieles.
2. Los domésticos de un príncipe están sometidos a él. Pues bien, ha habido fieles que eran domésticos de príncipes infieles. Testimonio de ello nos lo ofrece este pasaje de la Escritura: Os saludan todos los santos, especialmente los de la casa del César (Flp 4,22). Luego los infieles pueden tener autoridad sobre los fieles.
3. Como afirma el Filósofo en I Pol., el siervo es instrumento de su señor en todo lo referente a la vida humana, por el mismo título que lo es del artista su ayudante en lo que se refiere a la obra de arte. Pues bien, en esas cosas pueden los fieles estar sometidos a un infiel, porque pueden ser colonos de los infieles. Por lo tanto, los infieles pueden tener autoridad e incluso dominio sobre el fiel.
Contra esto: está el hecho de que quien tiene autoridad, tiene también jurisdicción sobre quienes le están sometidos. Pero los infieles no tienen jurisdicción sobre los fieles, a tenor de lo que escribe el Apóstol: Cuando alguno de vosotros tiene un pleito con otro, ¿se atreve a llevar la causa ante los injustos, es decir, los infieles, y no ante los santos? (1 Cor 6,1). No parece, pues, que los infieles puedan tener autoridad sobre los fieles.
Respondo: En este problema se pueden considerar dos aspectos. Uno de ellos, restablecer el dominio o potestad de los infieles sobre los fieles. En este sentido, de ningún modo puede permitirse, ya que conllevaría escándalo y peligro para la fe. Sucede con facilidad que quienes están bajo la jurisdicción de otros pueden ser inducidos por sus superiores a seguir sus órdenes, a no ser que los subordinados sean de gran virtud. De igual modo, los infieles desprecian la fe de los fieles en el momento en que conozcan sus defectos. Y ésa es la razón por la que prohibía el Apóstol a los fieles acudir en juicio ante un infiel. Por eso mismo tampoco permite de ningún modo la Iglesia que los infieles adquieran dominio sobre los fieles, ni que, de cualquier forma que sea, estén al frente de ningún cargo.

Otro modo de hablar de dominio o prelacia es cuando se trata de un dominio o potestad que ya existía antes. En este caso se debe considerar que el dominio y autoridad han sido introducidos por el derecho humano, mientras que es de derecho divino la distinción entre fiel e infiel. Ahora bien, el derecho divino, que procede de la gracia, no abroga el derecho humano, que se funda en la razón natural. Por lo tanto, la distinción entre fiel e infiel, en sí misma, no abroga el dominio y jurisdicción de los infieles sobre los fieles. Puede, no obstante, ser derogado, en justicia, ese derecho de dominio o prelacia por sentencia u ordenación de la Iglesia, investida de la autoridad de Dios. Efectivamente, los infieles, debido a su infidelidad, merecen perder su autoridad sobre los fieles, que han sido elevados a hijos de Dios. La Iglesia, sin embargo, unas veces lo hace y otras no. Y así, en los casos de infieles sometidos a ella y a sus miembros en el plano temporal, estableció la Iglesia lo siguiente: que un esclavo de judíos, una vez hecho cristiano, quedara libre de la esclavitud, sin tener que dar precio alguno si fuera vernáculo, es decir, nacido en estado de servidumbre; la misma prescripción valía si, siendo infiel, era comprado para la servidumbre. Mas en el caso de que hubiera sido comprado para el comercio, debía ser expuesto a la venta dentro de los tres meses. En esto no infiere la Iglesia ninguna injuria, porque, dado que los mismos judíos son siervos de la Iglesia, puede ésta disponer de sus cosas, del mismo modo que los príncipes seculares promulgan muchas leyes en favor de la libertad de sus súbditos. Mas en el caso de los infieles no sometidos temporalmente a la Iglesia o a sus miembros, no estableció ésta ese derecho, aunque pudiera jurídicamente establecerlo. La Iglesia adopta esa postura para evitar el escándalo. También el Señor manifestó que podía excusarse del tributo porque los hijos son libres (Mt 17,24). Sin embargo, mandó pagar el tributo para evitar el escándalo. Asimismo, San Pablo, después de ordenar que los siervos honren a sus señores, añade: para que no se blasfeme el nombre de Dios y de la doctrina (1 Tim 6,1).

A las objeciones:
1. La respuesta ya consta después de lo dicho.
2. La jurisdicción del César era anterior a la distinción de fieles e infieles, y por eso no quedaba abrogada por la conversión de algunos a la fe. Era incluso útil la existencia de algunos fíeles en la familia del emperador para defender a los demás cristianos. Así, San Sebastián confortaba el ánimo de los cristianos a quienes veía desfallecer en los tormentos, y aún permanecía oculto bajo la clámide militar en la casa de Diocleciano.
3. Los esclavos están sometidos a sus amos en la totalidad de su vida, y los súbditos lo están a sus prefectos en cuanto a todas sus ocupaciones; los ayudantes, en cambio, de los artífices lo están solamente en cuanto a algunas obras especiales. Por ello es más peligroso el que los infieles adquieran dominio o prelacia sobre los fieles que el que les sirvan de ayuda en alguna honra. Por esa razón permite la Iglesia a los cristianos cultivar las tierras de los judíos, ya que eso no conlleva la necesidad de estar en sociedad con ellos. Salomón pidió también al rey de Tiro maestros de obras para cortar la madera, según el libro de los Reyes (3 Re 5,6). Sin embargo, si de esa comunicación o convivencia hubiera que temer la perversión de los fieles, habría de prohibirse en absoluto.
Artículo 11: ¿Se deben permitir los ritos de los infieles? lat
Objeciones por las que parece que no se deben tolerar los ritos de los infieles:
1. Es manifiesto que los infieles pecan observando sus ritos. Mas parece que consiente con ese pecado quien, pudiendo, no lo prohibe. Así lo dice la Glosa, comentando el pasaje del Apóstol: No sólo quienes lo hacen, sino quienes aplauden a los que lo hacen (Rom 1,32). Pecan, pues, quienes permiten sus ritos.
2. Los ritos de los judíos se comparan con la idolatría. En efecto, comentando también la Glosa el texto del Apóstol: No os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la servidumbre (Gál 5,1), dice: Esta servidumbre no es más suave que la de la idolatría. Ahora bien, no toleraría nadie el ejercicio de la idolatría; antes al contrario, los príncipes cristianos, según San Agustín en XVIII De civ. Dei, ordenaron, primero, cerrar y después destruir los templos de los ídolos. Tampoco, pues, deben tolerarse los ritos de los judíos.
3. El mayor de los pecados es el de infidelidad, como ya hemos expuesto (a.3). Ahora bien, otros pecados, como el adulterio, el robo y otros semejantes, no se toleran, sino que son castigados por la ley. Luego tampoco se deben tolerar los ritos de los infieles.
Contra esto: está lo que dice San Gregorio y recogen las Decretales sobre los judíos: Tengan libre licencia de observar y celebrar todas sus festividades como hasta ahora ellos y sus padres han venido celebrándolas por tan largo tiempo.
Respondo: El gobierno humano proviene del divino y debe imitarle. Pues bien, siendo Dios omnipotente y sumamente bueno, permite, sin embargo, que sucedan males en el universo pudiéndolos impedir, no suceda que, suprimiendo esos males, queden impedidos bienes mayores o incluso se sigan peores males. Así, pues, en el gobierno humano, quienes gobiernan toleran también razonablemente algunos males para no impedir otros bienes, o incluso para evitar peores males. Así lo afirma San Agustín en II De Ordine: Quita a las meretrices de entre los humanos y habrás turbado todas las cosas con sensualidades. Por consiguiente, aunque pequen en sus ritos, pueden ser tolerados los infieles, sea por algún bien que puede provenir de ello, sea por evitar algún mal.

Mas del hecho de observar los judíos sus ritos, en los que estaba prefigurada la verdad de fe que tenemos, proviene la ventaja de que tengamos en nuestros enemigos un testimonio de nuestra fe y cómo, en figura, está representado lo que nosotros creemos. Por esa razón se les toleran sus ritos. No hay, en cambio, razón alguna para tolerar los ritos de los infieles, que no nos aportan ni verdad ni utilidad, a no ser para evitar algún mal, como es el escándalo, o la discordia que ello pudiera originar, o la oposición a la salvación de aquellos que, poco a poco, tolerados de esa manera, se van convirtiendo a la fe. Por eso mismo, en alguna ocasión, toleró también la Iglesia los ritos de los herejes y paganos: cuando era grande la muchedumbre de infieles.

A las objeciones: Queda patente con lo que acabamos de exponer.
Artículo 12: ¿Se debe bautizar a los niños de los judíos o de otros infieles contra la voluntad de sus padres? lat
Objeciones por las que parece que deben ser bautizados contra la voluntad de sus padres los niños de los judíos y de los demás infieles:
1. Es mayor el vínculo matrimonial que el derecho de patria potestad; éste, ciertamente, puede ser disuelto por el hombre cuando se emancipa el hijo de familia; aquél, en cambio, no puede ser disuelto por el hombre. De ello da testimonio San Mateo en estos términos: Lo que Dios unió no lo separe el hombre (19,6). Ahora bien, el vínculo matrimonial se disuelve por la infidelidad, según el Apóstol: Si la parte no creyente quiere separarse, que se separe; en ese caso, el hermano o la hermana no están ligados (1 Cor 7,15). Y el Canon, por su parte, dice asimismo que, si el cónyuge infiel no quiere permanecer con el otro sin afrenta de su Creador, el otro cónyuge no debe cohabitar con él. Con mayor motivo, por tanto, se pierde la patria potestad sobre los hijos por razones de infidelidad. Pueden, pues, ser bautizados sus hijos contra la voluntad de los padres.
2. Hay mayor deber de socorrer al hombre en caso de peligro de muerte eterna que en el de muerte temporal. Ahora bien, pecaría quien viera a un hombre en peligro de muerte temporal y no le auxiliara. Por lo tanto, dado el peligro de muerte eterna en que están los hijos de los judíos y de los infieles dejados a sus padres, que les instruyen en la infidelidad, parece que se les debe arrebatar sus hijos, se les debe bautizar y se les debe instruir en la fidelidad.
3. Los hijos de los esclavos son esclavos y están bajo el poder de sus señores. Pues bien, los judíos son esclavos de reyes y príncipes; luego también sus hijos. Por lo tanto, los reyes y príncipes tienen potestad de hacer lo que quieran de los hijos de los judíos. No cometen, pues, injuria alguna si los bautizan contra la voluntad de sus padres.
4. Todo hombre es más de Dios, de quien recibe el alma, que del padre carnal, de quien recibe el cuerpo. No se comete, pues, injuria si se sustrae a los niños de sus padres y se les consagra a Dios por el bautismo.
5. Finalmente, el bautismo es más eficaz para la salvación que la predicación, ya que por el bautismo se borra al instante la mácula del pecado, el reato de la pena, y se abre la puerta del cielo. Pues bien, si sobreviene un peligro por falta de predicación, esto le queda imputado a quien no predicó, según el testimonio de Ezequiel a propósito de quien ve venir la espada y no toca la trompeta (Ez 3,18.20; 33,6.8). Con mayor razón, pues, si se condenaran los niños de los judíos por no haber recibido el bautismo, se imputaría a pecado a quienes pudieron y no les bautizaron.
Contra esto: está el hecho de que a nadie se le debe inferir injuria. Y se inferiría injuria a los judíos si fueran bautizados sus hijos no queriéndolo sus padres, ya que perderían la patria potestad sobre sus hijos hechos ya fieles. Por lo tanto, no se les debe bautizar contra la voluntad de sus padres.
Respondo: La costumbre de la Iglesia constituye una autoridad de gran peso y se la debe seguir siempre y en todo. Porque hasta la enseñanza misma de los grandes doctores de la Iglesia recibe de ella su peso de autoridad, y por esa razón hemos de atenernos más a la autoridad de la Iglesia que a la de San Agustín, San Jerónimo o de cualquier otro doctor. Pues bien, la Iglesia nunca tuvo por norma que fueran bautizados los hijos de los judíos contra la voluntad de sus padres. En tiempos pasados, aunque hubo muchos príncipes católicos muy poderosos, como Constantino y Teodosio, que tuvieron por confidentes a obispos muy santos, como Constantino a San Silvestre y Teodosio a San Ambrosio, éstos no habrían dejado de pedírselo si fuera conforme a razón. Por ese motivo parece peligroso introducir la nueva tesis de que, al margen de la costumbre hasta ahora observada en la Iglesia, sean bautizados los hijos de los judíos contra la voluntad de los padres. Hay dos razones para esto. La primera de ellas es el peligro de la fe. Efectivamente, si los niños recibieran el bautismo antes del uso de razón, después, al llegar a mayoría de edad, podrían ser inducidos con facilidad por sus padres a abandonar lo que sin conocer recibieron. Y esto redundaría en detrimento de la fe. La segunda razón es el hecho de que está en pugna con la justicia natural. El hijo, en realidad, es naturalmente algo del padre. En primer lugar, porque, en un primer momento, mientras está en el seno de la madre, no se distingue corporalmente de sus padres. Después, una vez que ha salido del útero materno, antes del uso de razón, está bajo el cuidado de sus padres, como contenido en un útero espiritual. Porque, mientras no tiene uso de razón, el niño no difiere del animal irracional. Por eso, del mismo modo que el buey o el caballo son propiedad de alguien y puede usar de ellos a voluntad, como de un instrumento propio, según el derecho natural, es también de derecho natural que el hijo, antes del uso de razón, esté bajo la protección de sus padres. Iría, pues, contra la justicia natural el sustraer del cuidado de los padres a un niño antes del uso de razón, o tomar alguna decisión sobre él en contra de la voluntad de los mismos. Mas, una vez que comienza a tener uso de razón, empieza también a ser él mismo, y en todo lo concerniente al derecho divino o natural puede ser provisor de sí mismo. En esa situación debe ser inducido a la fe, no a la fuerza, sino por la persuasión, y puede también, contra la voluntad de los padres, prestar su asentimiento a la fe y recibir el bautismo; mas no antes del uso de razón. De ahí que de los niños de los antiguos padres se diga que fueron salvados en la fe de sus padres. Con ello se quiere dar a entender que incumbe a los padres proveer sobre la salvación de sus hijos, sobre todo antes del uso de razón.
A las objeciones:
1. En el vínculo matrimonial tienen ambos cónyuges el uso de su libre albedrío, y pueden los dos asentir a la fe contra la voluntad del otro. Esto no se da en el caso del niño antes del uso de razón. Pero, una vez que llegue al uso de razón, está en situación parecida si quisiera convertirse.
2. Nadie puede ser arrebatado de la muerte natural contra la disposición del derecho civil. Por ejemplo, si uno es condenado a muerte por el juez, nadie debe arrebatarle de ella con violencia. Por eso, tampoco puede nadie violar el orden natural, que pone al hijo bajo el cuidado del padre para librarle del peligro de muerte eterna.
3. Los judíos son siervos de los príncipes con servidumbre civil, y ésta no excluye el orden del derecho natural ni del divino.
4. El hombre se ordena a Dios por la razón, por la cual puede conocerlo. Luego el niño, antes del uso de razón, según el orden natural, está ordenado a Dios por la razón de sus padres, bajo cuya protección naturalmente se encuentra, y en lo concerniente a las cosas divinas debe actuarse sobre el niño solamente de acuerdo con la voluntad de sus padres.
5. El peligro que se sigue por omisión de la predicación recae solamente sobre quien tiene el deber de predicar. De ahí que advierta de antemano Ezequiel: Yo te he puesto por atalaya de la casa de Israel (Ez 3,17; 33,7). Mas el proveer a los hijos de los infieles lo que se refiere a los sacramentos de salvación incumbe a los propios padres. Por eso recae sobre ellos la amenaza de que, por no haber recibido el sacramento, sufra menoscabo la salvación de sus hijos.