Providas y piantavotos

La Iglesia permanece agnóstica sobre el momento preciso en que el alma humana es creada para animar el cuerpo. No hay ningún dogma que afirme la existencia de una persona desde el momento de la concepción. Se insiste, sin embargo, en que hay vida humana desde la concepción y que la vida humana es sagrada y que no debemos suprimirla. Esto en parte se debe a que la Iglesia no suscribe la creencia maniquea de que, más allá de la vida humana, la naturaleza en general no tiene un valor específico y que podemos manipularla a nuestra voluntad. Para la Iglesia, no simplemente el cigoto, sino el conjunto, todo el proceso de reproducción que culmina en el cigoto es sagrado y, por lo tanto, no tenemos la libertad de hacer con él lo que se nos antoje.

Lo comentaba Mark Shea hace un tiempo, con su habitual buen sentido. Y —me dirá algún lector insatisfecho— con su habitual falta de autoridad y precisión técnica (que yo habré empeorado en la traducción) y su habitual… falibilidad. Es posible. Pero yo lo prefiero, con mucho, a las pretensiones de infalibilidad y el dogmatismo (con o sin el soporte de la erudición filosófica-teológica y el discurso pomposo-soporífero) de tantos militantes…

En todo caso, destaco eso del «agnosticismo de la Iglesia»; agnosticismo y prudencia, que no se ve mucho en la militancia provida, lamentablemente. Demasiados católicos que saben más verdades católicas que las que sabe la Iglesia católica (y peor que saber, tienen por evidente; y pretenden hacerlo ver a todo el mundo). Flaco favor le hacen, a mi ver, a la causa que pretenden defender; y también, de rebote, al catolicismo.

Pero, limitándonos por ahora a la causa anti-abortista, yo creo que deberían al menos medir el efecto de sus campañas. Porque, si lo que verdaderamente interesa es evitar los abortos, pues entonces la décima parte del tiempo invertida en mandar mails, escribir blogs, leer boletines provida y etc, podríamos dedicarla a preguntarnos si nuestros afanes logran más o menos abortos. Por qué no preguntarnos si por cada «convertido» no estamos logrando diez conversiones para el otro lado; si la gente común, poco o nada católica, cuando lee los argumentos del lado provida, cuando asiste a sus indignaciones y toma el pulso a su amplitud de miras, honestidad intelectual y pureza de espíritu, se siente edificada, o por el contrario escandalizada. No sé cuántos habrá que terminan simpatizando con la causa abortista porque «los que están en contra son esos católicos»… (seguido de algunos adjetivos descalificadores; no siempre injustos). Y si fuera ese el caso, si nuestra militancia es contraproducente, entonces tenemos culpa, quizás tanta como los abortistas. Quizás incluso más.

No sé si es este el caso. Pero sí confieso que mi primera reacción ante casi cualquier proclama antiabortista que me topo últimamente es decirle «¿Por qué no te callas?» De verdad, echo de menos por aquí el silencio, la mínima ascesis interior (intelecto y pasiones) que se necesita para enarbolar una bandera cualquiera sin demasiado riesgo de ensuciarla y tornarla odiosa. Veo demasiado poco temor y reverencia, y demasiada confianza en la propia clarividencia y en el mérito que tiene defender —no importa cómo, no importa con qué resultados; sólo importa la energía— una buena causa.

«Bueno, cada cual hace lo que puede; y no está obligado a más». Bien. Pero entonces detengámonos a ver hasta dónde podemos. Primero, para asegurarnos de no estar actuando por debajo de nuestras limitaciones. Y segundo, para evaluar, dadas esas limitaciones, qué nos corresponde hacer. En determinados casos, bien puede resultar que lo mejor que uno puede hacer (y a lo que uno está obligado) es callarse.

Dejo para otra vez un recuento más detallado de las varias falencias y lunares que creo veo en esta militancia —la cual no repudio, ni en general ni en particular. Y con ellas, tentativas respuestas a la pregunta que se dispara como un reflejo en estos casos: «¿Y qué hay que hacer? ¡Algo hay que hacer!»

Pero menciono, aunque sea al pasar, el temita (de reciente actualidad por acá) electoral: eso de poner el aborto como uno de los pocos temas «no negociables» (de hecho, casi el único) para un católico a la hora de elegir a quién votar. No me satisface demasiado… aunque considerando que el tema de las modernas elecciones democráticas en general me resulta demasiado turbio y artificial, no puedo esperar que cualquier norma en este ámbito pueda satisfacerme. Si no me llena, y si lo quisiera mejor matizado y fundamentado, tampoco estoy seguro de que ese reclamo de no-negociabilidad vaya totalmente desencaminado. Y, en cualquier caso, si lo comparo con similares requisitos sine qua non que rigen en el campo progresista (el presupuesto para la educación pública, por ejemplo) me parece un prodigio de sensatez. Pero no hay obligación de hacer esas comparaciones.

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