La visibilidad de los santos

«En toda mi vida no he encontrado ningún santo. Por mi culpa desde luego; pero no lo he encontrado», se lamentaba Castellani.

¿Qué culpa?

¿Quizás cruzarse con un santo es una especie de gracia, y es por mis culpas —mi indignidad— que Dios no ha puesto en el camino de mi vida a ninguno? Dudoso que así sea, y dudoso que el cura pensara así.

Parece más prudente suponer que sí ha habido santos en mi entorno, pero que no he sabido verlos. Es decir, que no se trata de mis culpas pasadas: no percibir la santidad contemporánea, esa sería mi culpa.

De hecho, Castellani poco después dice algo así: «quizás para descubrir a los santos, hay que ser uno mismo santo.». Aunque… no se lo ve muy convencido; enseguida se ataja: «antiguamente, los miserables, los «humillados y ofendidos» los descubrían» (más natural sería poner que «los simples» los descubrían… pero se comprende que al cura le era más fácil encolumnarse con los humillados que con los simples). Antiguamente…

Es posible, cómo no, que nuestra producción de santos deje que desear (nuestra cristiandad: nuestra época, nuestro país, nuestra tribu). Pero en todo caso, lo que a nosotros nos toca es estar atentos para percibirlos y así —digamos— sacarles provecho (bueno, en realidad lo que primero nos toca es ser santos; pero las dos cosas van juntas, queda dicho).

Ahora bien: estar atentos no es lo mismo que estar ansiosos. Propiciar la santidad es una cosa; criticar y juzgar la cantidad y la calidad de determinadas santidades presuntas, es otra muy distinta. Tendemos a juzgar según el modelo del santo que imaginamos y ansiamos. Pero la santidad rompe los moldes, el santo real debe sernos mucho más nuevo, más libre y más incómodo que el santo imaginado.

 

¿Estamos hablando acá de los santos canonizados-canonizables? No exclusivamente; más bien de los santos en sentido amplio; y más en general: de las cosas de Dios, su actuación en nuestra historia. Y por eso, esto conecta con lo que decía von Balthasar, y la analogía con la receptividad estética —para con el cosmos y el arte.

¿Acaso esto viene a propósito de los antijuanpablistas, que andan tan sulfurados estos días? Digamos… sólo a modo de ejemplo. Pero sí que es buen ejemplo (y ese blog también es buen ejemplo -ejemplo de una cierta subcultura católica de la cual esto es solo un rasgo; pero eso queda para la próxima).

La cuestión es más grave, religiosamente hablando, que decidir si tal papa o tal fundador de orden/congregación merece o no una canonización. Es la manera de encarar el juicio (más que la sentencia) lo que estoy criticando. Porque la veo en las antípodas de esa dicha receptividad necesaria; más cerca la veo a taparse los ojos y los oídos a las cosas de Dios, y precisamente en nombre de un celo religioso.

Miren, yo no sé si Juan Pablo II (igual que otros canonizables o canonizados; algunos de los cuales me inspiran poca simpatía) será santo o no. Pero de algo estoy bastante seguro: de que con esos criterios, con ese espíritu, los santos vivientes se nos escapan, se nos vuelven invisibles.

Por ejemplo: ¿cómo se imaginan que juzgarían estos a un san Francisco de Asís, si les hubiera tocado ser su contemporáneo? Traigo al poverello porque aquí hay consenso: es de los más indiscutibles y resplandecientes del santoral. Y así también lo consideran estos… ahora, a ocho siglos de distancia. Pero no cuesta imaginar que muchos de sus contemporáneos (y sobre todo los doctores) tenían bastante que sospechar y que reprocharle. Aaaaah, no me hables de ese francesco, la gente se deja impresionar por los gestos pintorescos y las leyendas (casi todas falsas), pero yo sé unas cuantas cosas de él… un desequilibrado peligroso, un loquito ansioso de fama («Seré conocido en el mundo entero», dijo), si vieras la escena teatral e indecente que le hizo al padre…; y se pone a dar clases de caridad, este impresentable; la va de humilde y es un soberbio; un ignorante con ínfulas de maestro (y encima desprecia el estudio; menospreciar el intelecto no es cristiano); y claro, se ve que las órdenes tradicionales le quedaban chicas, parece que en once siglos de cristianismo todavía no hemos entendido lo que decía Cristo de la pobreza, nadie lo entendió, ni san Benito, ni san Jerónimo, ni san Antonio, ni los anacoretas ni los teólogos… no, no, tuvo que venir este exaltado harapiento a enseñarnos… parece que tenemos que borrar todo y empezar de nuevo; pretende fundar una orden y es un desastre total manejando gente, entrometido impertinente; se metió a hacer mil cosas y todas le salieron mal, y dejame que te cuente la payasada que hizo cuando pretendió convertir al sultán de Egipto (y así le fue), un mamarracho, y dejame que te cuente de las herejías de algunos de sus discípulos y sus simpatizantes… y justo en estos tiempos difíciles, con tanto anticlericalismo agresivo, cuando necesitamos fortalecer el prestigio del clero, viene este a dar alas a los «espirituales» y los «pobres»; sí, el papa prefiere mostrarle buena cara, por prudencia, quién sabe si no, la reacción del populacho, un cisma incluso… pero esto va a hacer mucho daño, va a ser peor que lo de los valdenses, acordate de lo que te digo. Por sus frutos lo conoceremos, y ya lo estamos conociendo.

Y Newman («el hombre más peligroso de Inglaterra», «teólogo poco seguro») y el mismo santo Tomás (tampoco muy seguro que digamos, en su momento, condenado por Roma, demasiado amigo de novedades más dignas de paganos, y con frutos igualmente ambiguos: claaaro, hay que estar a la moda, ahora hay que leer a Aristóteles, viste? parece que san Agustín y Platón ya no alcanzan…) De hecho, pareciera que los que piden «teólogos seguros» también quisieran, exclusivamente, «santos seguros». Y para seguro, los antiguos.

Pero ¿para qué poner más ejemplos? ¿No lo dijo el mismo Cristo, respecto a los profetas? (Profeta o santo, para el caso es lo mismo: ‘hombre de Dios’). A los profetas vivos los apedrean, y a los muertos les levantan monumentos. Y piadosamente dicen (¡y lo creen!) «Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas».

¿Y no es el mismo Cristo el supremo ejemplo?

 

¿Y entonces? ¿Nos prohibimos la objeción? ¿Tenemos que renunciar al sentido crítico? Es claro que no. Pero ¿entonces? ¿Cuál es el problema?

Dejo a un lado obviedades (la necesaria ordenación del sentido crítico, su armonización con la mirada benevolente y caritativa, etc), cosas ya dichas (releer lo de von Balthasar de la entrada anterior) y recetas imposibles. Pero un par de observaciones más, para que no crea que estoy planteando un simple problema de graduación crítica (como si yo dijera que el grado de criticidad adecuado para un cristiano es X, y que aquellos se estuvieran excediendo en un tanto por ciento). Ojalá fuera algo así.

Que el desorden es más radical se ve en muchos rasgos: en particular, que estos antijuanpablistas y afines suelen ser extremadamente críticos con el presente pero extremadamentes ingenuos con el pasado. De hecho, es un rasgo muy típico del catolicismo tradicionalista, en el peor sentido (y, me temo, el más abundante) de la expresión.

Vaya un botón de muestra: máxima ingenuidad (que haría sonreir a un historiador) para imaginar el comportamiento del pastor antiguo (el papa León ante Atila: «Aún sorprendidos todos por el atrevimiento, el Santo Padre amenaza al terror hecho hombre con el poder de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, si no da la vuelta y abandona Italia. Como consumido de miedo, el gran Atila se postra ante el Papa»), máxima malevolencia para interpretar el comportamiento del pastor moderno (obispo Bergoglio -quizás el obispo actual de quien escribe- ante los «okupas» argentinos) (prefiero no citar nada en este caso, porque teñíría la cuestión con el ingrediente «gorila»; pero no se trata de eso acá, ni es un ingrediente necesario). Y podría tirar más ejemplos; es una característica esencial de la extrema derecha, digamos, como los sedevacantistas (como radiocristiandad.wordpress.com: aunque aquí habría que decir mejor «cinismo rabioso»), filo-lefevbristas1 y, claro, del mismo Lefevbre. Pero basta.

Digo que esta mala distribución del sentido crítico me parece injustificable, y síntoma de problemas de fondo graves (y, supuesto que lindan con la desesperación y el fariseísmo, y considerando las palabras de Cristo, deberían preocupar mucho más que otros temas de más rating en esos ambientes…). Pero aquí me centro en una de sus consecuencias: la de impedir ver a los santos contemporáneos. En realidad, la consecuencia es doble: no sólo me pierdo al santo contemporáneo, también me pierdo al antiguo. Me pierdo la santidad, derecho viejo.

Me explico. Viene un tipo y dice: «La madre superiora X no era la santa que sus propagandistas pretenden, porque yo sé que hizo tal cosa -cosa gorda. Y las santas de verdad, santa Catalina de Siena por ejemplo, de quien soy devoto, nunca habría hecho tal cosa.» Pero ocurre que este tipo es demasiado crítico con las monjas actuales y demasiado ingenuo con las antiguas. Y entonces por ahí descubre que se equivocó: tal vez la madre X no hizo tal cosa; pero también puede equivocarse por el otro lado: quizás resulta que santa Catalina sí hizo tal cosa. Bien, ninguna tragedia, cualquiera puede equivocarse. La cuestión es: supuesto esto último, y supuesto que el tipo no quiere concluir que la Iglesia se equivocó al canonizarla, tendrá que admitir que él al menos se equivocó en su devoción (la Catalina real será santa, sí, pero no era la de su estampita). O también puede descubrir que esa «tal cosa» tenía poco o nada que ver con la santidad. En cualquier caso, estaba usando criterios fuera de lugar para discernir la santidad (pasada y actual: la santidad es una sola), por ejemplo, por confundir santidad con impecabilidad; o con exigir un «aprobado» con buenas notas en un examen de moral, como prerrequisito para acceder a la canonización.

Todo sabemos, sí, que la santidad no es una cuestión de moral… pero lo sabemos en teoría. Una vez más, la analogía con la obra artística puede ayudar. Los grandes escritores no se caracterizan por tener la mínima cantidad de incorrecciones. Y los que están muy atentos a detectar esas incorrecciones suelen perderse el asunto.

Y, repito, no se trata de los santos exclusivamente, sino de los hombres de Dios, y las cosas de Dios. No hace falta decir que ese par malevolencia-ingenuidad termina aplicándose a toda la cultura humana (moderna vs antigua), en lo pequeño2 y en lo grande, y que también las consecuencias son paralelas.

 

A todo esto, alguno dirá que no le importa mucho saber percibir a los santos. Al fin de cuentas ¿es tan importante? Aun suponiendo que uno es católico, se dirá, a todo lo que uno está obligado a acatar las canonizaciones oficiales; incluso no queda muy claro a qué nos obliga eso, y en qué medida las canonizaciones son infalibles … sobre todo después de la superabundacia juanpablista. Y en cualquier caso, uno no tiene obligación de tener devoción particular a ningún santo, por canonizado que esté ¿No?

Dice un blog español, campeón del antijuanpablismo3, a propósito de JP2:

Por supuesto, quede constancia de la obediente obsequiosidad con la que el que esto escribe acogerá/acatará al beato súbito (y al santo, si llega). Pero conste también que a los Santos en particular se les tiene devoción libre y concreta, sin obligación de encenderles velas a disgusto. Así que, supongo, al beato súbito le profesaré devoción global, sumaria, en el totum de la Communio Sanctorum.

Claro… estamos en regla! Naturalmente, también estaría en regla el que no hubiera percibido la santidad de san Francisco de Asís contemporáneo, y el que hubiera acatado su canonización sin tenerle —y sin cobrarle— devoción ni estima. En regla estaremos, pero algo nos hemos perdido. ¿Culpablemente o no? No sé, no sé, habría que ver.

¿Podría haber culpa si no supimos ver esa santidad, y si fuimos causa de que otros tampoco la vieran? No sé, no sé. ¿Y si más que de un santo particular —con una estatua para encenderle velas— se tratara de todo un modelo de santidad, si me estuviera perdiendo todo un modo de santidad que toca a mi época -y que me debería tocar a mí? ¿Si me estuviera perdiendo la santidad a secas? ¿Si me estuviera perdiendo de ver cómo actúa Dios?

Que Hitchens se pierda la santidad de la madre Teresa… yo lo lamento, pero hasta por ahí nomás; no es cosa mía. A mí lo que realmente me importa es que no nos la perdamos nosotros.

 

En Marsella, Simone Weil trabó conocimiento con el padre Perrin, un dominico con quien pudo dialogar (no era fácil, dado el carácter, la formación y las ideas raras de ella) y se tomaron aprecio. El intentó convencerla para que recibiera el bautismo, en vano. Cuando ella partió para EEUU, le escribió algunas cartas (están en «Espera de Dios»). Y le recordó entonces unas palabras de él que la habían impresionado mucho:

…usted me dijo una vez, al comienzo de nuestras relaciones, unas palabras que me llegaron al fondo:

«Esté muy atenta; porque, si por su culpa pasa de largo ante algo muy grande, sería una lástima».

1. El uso de esta palabrita pueden tomarlo como un obsequio a los doctores de la ley que lean esta entrada: así los que han voceado estos días su desprecio hacia el uso de ese calificativo —los anti-anti-filo-lefebrvistas, digamos— tendrán a mano buenos motivos para despreciar a esta entrada y a su autor. De nada. El gusto es mío.

2. Ejemplo pequeño cercano, acaso insignificante: el juicio terminantemente negativo que hizo Castellani (en sintonía con mons Franceschi acá) del tango. Se lo perdió.

3. Da risa, además, (y es otro botón de muestra) que sea el mismo blog que reivindica al papa Alejandro VI (Alejandro Borgia) – es que este es español, ¡joder!

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