Lo que vemos

¡Ay, cómo puede una equivocarse tanto!…
Lamentación y queja muy escuchada, sobre todo en boca de mujeres que aún siguen buscando tras demasiadas decepciones (pre/in/post matrimonio). A mí me cuesta escuchar esas quejas (mejor: ese género de quejas, del cual este no es más que un ejemplo) con simpatía, siquiera con paciencia; acaso falta de caridad, experiencia o compresión de mi parte. El caso es que, como ya he dicho alguna vez, cuando oigo frases sobre «rehacer la vida» no puedo dejar de recordar que el quiera salvar su vida la perderá; y cuando veo que alguien reivindica (implícitamente o no) su «derecho a ser feliz», y concibe esa empresa en términos individuales, no puedo dejar de recordar la resonancia social que decíamos la otra vez; y cuando se usa la palabra «amor» (o peor: enamoramiento) en tales casos (y en boca de gente… adulta)… se me retuercen las tripas, qué vamos a hacerle.
«Yo merezco algo mejor que esto.» Yo, yo, yo
Sí, puede que esto no sea suficiente explicación. Puede que esta batalla esa más difícil de lo que mi inexperiencia y mi comodidad pueden hacerme vislumbrar; puede que -si de matrimonio hablamos- aquello de Tolkien no sea respuesta suficiente; o que -si de vida y cosmos hablamos- la insatisfacción sea justa, y la «búsqueda de felicidad», difícil y meritoria. Todo puede ser; todo puedo creerlo. O casi todo. Difícilmente creeré que nuestro tiempo sea más sabio que los pasados, en estos aspectos; y, menos, que nuestras modernas y abundantes experiencias nos hagan ingenuas las palabras del evangelio y su concepción -y su mandato- del amor. Y por eso —y porque en un sermón dominical difícilmente uno aprenda algo al respecto—, copio un trozo de un sermón de Kierkegaard sobre la epístola de Juan. (De más está decir -pero igual lo decimos- que no se trata específicamente del amor conyugal).
… Nuestro deber es amar a los hombres que vemos; por eso, tenemos que renunciar en primer lugar a todas las representaciones imaginarias y exageradas, relativas a un mundo de sueños en que sería preciso ir a buscar y hallar el objeto del amor; es decir, que a fuer de sinceros hemos de conquistar la realidad y la verdad, procurando encontrarnos y permanecer en el mundo de la realidad misma, que es el campo de acción que se nos ha encomendado.

La más peligrosa escapatoria respecto del amor es la de pretender amar exclusivamente lo que no se ve, o lo que nunca se ha visto. Esta escapatoria es tan etérea que sobrevuela por completo toda la realidad, y es tan embriagadora que fácilmente le tienta y le hace imaginar a uno mismo que se trata de la forma más alta y perfecta del amor.
Desde luego que pocas veces se les ocurre a los hombres decir despropósitos, cínicamente, respecto del amor; en cambio, es muy frecuente el engaño en que los hombres se meten a sí mismos, apartándose realmente del amor; y esto precisamente porque hablan de una manera demlsiado etérea de lo que es amar y el amor. Esto tiene una raíz mucho más profunda de lo que se piensa, pues de lo contrario no se habría afianzado tanto esa confusión por la que los hombres llaman una desgracia a lo que no es más que una culpa propia: la de no encontrar ningún objeto adecuado a su amor. De este modo lo único que hacen es impedirse más y más el poder hallarlo; pues si empezasen por caer en la cuenta de que era por su propia culpa, entonces lo encontrarían con toda seguridad.
Comúnmente se tiene una concepción del amor según la cual éste equivale a los ojos abiertos de la admiración que buscan las ventajas y perfecciones. Y así, lo más natural es que en seguida vengan los lamentos de que ha buscado en vano.
No nos toca decidir hasta qué punto el individuo tiene aquí razón o no la tiene; es decir, si en realidad no encuentra las ventajas y perfecciones dignas de amor que va buscando, o si más bien confunde esa búsqueda con un afán de exquisiteces que es incapaz de encontrar nada a su gusto. No, no es nuestro deseo terciar en esta disputa que no hace sino moverse dentro de los límites de la aludida concepción común del amor, ya que toda esta concepción no es más que un extravío, pues el amor está mejor descrito como los ojos cerrados de la indulgencia y la mansedumbre, que no ven los defectos ni las imperfecciones.

Entre ambas concepciones del amor media una diferencia esencial; son dos concepciones toto coelo diferentes, diametralmente opuestas. Sólo la última es la verdad, y la primera un extravío. Y ya se sabe que un extravío jamás se para por sí mismo, sino que sólo hace extraviarse más y más, de suerte que cada vez resulta más y más difícil encontrar el camino de retorno a la verdad. Esto es lo que nos cuenta una leyenda que hay acerca de una cierta montaña de la voluptuosidad —que habrá que situarla en algún lugar de la tierra— : que ninguno de los que acertaron con su camino, volvió a encontrar el camino del retorno. Por eso cuando un hombre se echa al mundo con la falsa concepción del amor, no hace sino buscar y buscar, según él dice, el objeto, pero —también son palabras suyas— en vano. Sin embargo, no cambia de concepción; al revés, en el afán de exquisiteces se acaudala con una variadísima sabiduría de experto que busca con una creciente exquisitez, pero —también son palabras suyas— en vano. Y no cae en la cuenta de que la culpa tiene que estar en él o en la falsa concepción; al revés, cuanto más refinado es en su exquisitez, tanto mayor es la idea que se hace de sí mismo y de la perfección de su concepción. Es natural que no vea nada más que creaturas humanas llenas de imperfección por todas partes, ya que ¡cómo podría descubrirse otra cosa sin ayuda de la perfección! Entre tanto, abriga una seguridad absoluta de que todo ello no es así por su propia culpa, ignorando que lo hace en virtud de sus perspectivas desnostadas y llenas de odiosidad. ¡Cómo iba él a hacer esto, si precisamente lo que anda buscando es el amor! Preferiría que le quitasen la piel antes de renunciar al amor. Pues no hace sino sentir de una manera cada vez más al vivo cómo su concepción crece en exaltación exageradamente por momentos.
Y podemos preguntarnos : ¿habrá habido nunca algo más exageradamente exaltado que un extravío? Claro que no le mande nadie poner freno a su extravío, todo lo contrario, con su ayuda ha logrado remontarse tan alto en el amor de lo invisible y de un fantasma que no se ve.
O ¿diremos que de ver un fantasma y no ver, resulta una misma cosa? Desde luego, pues aleja el fantasma y no verás nada —y esto te lo concederá el mismo sujeto de nuestro extravío. Y en cambio aleja lo de ver y en seguida verás el fantasma—esto ya es una cosa que el tal sujeto echa en saco roto. Pero, según quedó dicho, nuestro sujeto no renunciará al amor por nada del mundo, ni tampoco hablará del amor con expresiones mediocres, sino llenas de exagerada exaltación y con un enorme afán de preservar dicho amor a lo invisible.
¡Qué extravío más triste!

Se suele afirmar sobre el honor y el poder mundanos, la riqueza y la dicha, que son solamente humo, lo cual no es ciertamente inexacto; pero lo tremendo está en que se convierta en humo el poder más fuerte de todos los que habitan en el hombre, un poder que según su propio concepto es precisamente nada menos que vida y vigor. También es tremendo que el hombre, ebrio con semejante humareda, crea de un modo engreído que así ha alcanzado cabalmente lo supremo. ¡Sí, no cabe duda que lo que así ha alcanzado son nubes y fantasmagorías, que siempre son algo que vuela muy por encima de toda realidad!

Se suele advertir piadosamente a los niños para que no desperdicien los alimentos que Dios nos da. Mas ¿qué don divino puede compararse con el amor que Dios ha puesto en el corazón humano? ¡Ah, y éste es el don que se desperdicia! Pues el sabio prudente opina —sin pies ni cabeza— que echa a perder su amor si ama a los hombres imperfectos y débiles. Yo creía que esto era más bien saber servirse de su amor y hacer buen uso del mismo. En cambio, es evidente que se echa a perder el amor con todo ese no poder encontrar ningún objeto digno, que se lo malbarata con toda esa búsqueda inútil y se lo desperdicia en el espacio vacío del amor a lo invisible.

Por eso : sé prudente, retorna a ti mismo, reconoce que la falta radica en tu propia concepción del amor.
En cuanto lo hagas así, comprobarás que el amor no consiste en hacer reclamos y, mucho menos, que alcance su ápice glorioso cuando la existencia entera sea incapaz de llenar suficientemente todas sus exigencias; ¿de dónde te vendría a ti el derecho a hacer tales reclamos?
En cuanto lo hagas así, habrás cambiado la concepción del amor y comprobarás que el amor es todo lo contrario de una exigencia, es un crédito que Dios te ha hecho. Y en cuanto lo hagas así, habrás encontrado el campo de la realidad misma. Y cabalmente el deber consiste en encontrar así la realidad con los ojos cerrados —pues tienes los ojos cerrados respecto de las debilidades, fragilidades e imperfecciones— en lugar de pasar por alto la realidad con los ojos abiertos, sí, con los ojos abiertos y fijos como los de un sonámbulo. Este es el deber, ésta es la primera condición para que, en general, puedas en el amor llegar a amar a los hombres que ves.
El extravío es algo que siempre está flotando, por eso es lo más natural que a veces le sea tan fácil aparecer enormemente ágil y espiritual, a fuerza de ser tan etéreo. La verdad avanza con paso firme, y por eso sus pasos son a veces tan dificultosos; la verdad se agarra a lo sólido, y por eso aparece muchas veces tan sencilla.
Se trata, pues, de un cambio bastante significativo : en vez de tener que urgir una exigencia, tener que cumplir un deber; en vez de pasarse por alto un mundo entero, tener, por así decirlo, que llevar todo el mundo sobre sus espaldas; y en vez de alargar la mano calurosamente a los frutos dichosos de la admiración, soportar con paciencia e indulgencia los defectos. ¡Ah, qué cambio tan grande! Y, sin embargo, sólo mediante esta transformación brota el amor, el amor que es capaz de cumplir el deber: en el amor, amar a los hombres que vemos

Soren KierkegaardLas obras del amor

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