Artículo 1:
¿Creer es «pensar con asentimiento»?
lat
Objeciones por las que parece que creer no es «pensar con
asentimiento»:
1. Pensar implica cierta inquisición, pues es como dar mil vueltas a
una cosa. Pero San Juan Damasceno dice que la fe es un
consentimiento sin inquisición. Por lo tanto, el
pensar no compete a la fe.
2. Como diremos luego (
q.4 a.2), la fe reside en la razón.
El acto de fe, en cambio, es acto de la potencia cogitativa, que
pertenece a la parte sensible, como hemos expuesto (
q.78 a.4). El
pensar, pues, no pertenece a la fe.
3. Además, creer es acto del entendimiento, pues su objeto es la
verdad. Ahora bien, el acto de asentir incumbe no al entendimiento,
sino a la voluntad, lo mismo que el consentir, como hemos expuesto
también (
q.1 a.4;
1-2 q.15 a.1). Por lo tanto, creer no es pensar con
asentimiento.
Contra esto: está el hecho de que así lo define San Agustín.
Respondo: Pensar puede entenderse en tres
sentidos. Primero, de manera general, significando cualquier
aplicación del entendimiento a una cosa. Así lo entiende San Agustín
en XV
De Trin. cuando escribe:
Llamo inteligencia a la
potencia por la que deliberando entendemos. Otro,
más propio, significando la aplicación del entendimiento que conlleva
cierta búsqueda antes de llegar a la perfecta inteligencia por la
certeza de la visión. En este sentido lo toma San Agustín al afirmar
en XV
De Trin. que
el Hijo de Dios no se llama pensamiento
de Dios, sino Verbo de Dios. En efecto, nuestro verbo surge solamente
cuando el pensamiento llega a saber y es informado por las cosas que
conoce. Por eso el Verbo de Dios debe entenderse sin la cogitación,
pues en él no hay nada en proceso de formación y que pueda ser
informal. Según eso, pensar se llama propiamente el
movimiento de la mente que delibera cuando todavía no ha llegado a la
perfección por la visión plena de la verdad. Pero ese movimiento de la
mente cuando piensa puede versar, bien sobre las intenciones
universales, en cuyo caso pertenece a la parte intelectiva; bien sobre
representaciones particulares, lo cual pertenece a la parte sensitiva.
De ahí que, en un segundo sentido, pensar es acto de la inteligencia
que indaga, y, en otro tercer sentido, es acto de la facultad
cogitativa.
Por lo tanto, si el acto de pensar se toma en la acepción común, o
sea, en el primer sentido, la frase pensar con asentimiento no
expresa toda la esencia de lo que es el acto de creer, ya que, en ese
sentido, quien considera las cosas que conoce o entiende, también
piensa asintiendo. Tomándolo, en cambio, en el segundo sentido, se
expresa toda la esencia del acto de creer. En efecto, de los actos de
la inteligencia, algunos incluyen asentimiento firme sin tal
cogitación, pues esa consideración está ya hecha. Otros actos del
entendimiento, en cambio, tienen cogitación, aunque informe, sin
asentimiento firme, sea que no se inclinen a ninguna de las partes,
como es el caso de quien duda; sea que se inclinen a una parte más que
a otra (inducidos) por ligeros indicios, y es el caso de quien
sospecha; sea, finalmente, porque se inclinan hacia una parte, pero
con temor de que la contraria sea verdadera, y estamos con ello en la
opinión. El acto de fe entraña adhesión firme a una sola parte, y en esto conviene el que cree, el que conoce y el que entiende. Pero su conocimiento no ha llegado al estado perfecto, efecto
de la visión clara del objeto, y en esto coincide con el que duda,
sospecha y opina. Por eso, lo
propio del que cree es pensar con asentimiento, y de
esta manera se distingue el acto de creer de los demás actos del
entendimiento, que versan sobre lo verdadero o lo falso.
A las objeciones:
1. La fe no entraña investigación
de la razón natural que demuestre lo que cree. Implica, sin embargo,
indagación sobre los motivos que conducen al hombre a creer, como, por
ejemplo, que lo ha dicho Dios y está confirmado por
milagros.
2. El pensar está tomado aquí no
como acto de la facultad cogitativa, sino como acto del entendimiento,
según hemos expuesto.
3. El entendimiento del que cree
está determinado hacia una cosa no por la razón, sino por la voluntad.
Por eso, el asentimiento se considera aquí como acto del entendimiento
determinado hacia una parte por la voluntad.
Artículo 2:
¿Es apropiada la distinción del acto de fe en las fórmulas «creer por
Dios», «creer a Dios» y «creer en Dios»?
lat
Objeciones por las que parece que no es adecuada la distinción del
acto de fe en las fórmulas creer por Dios, creer a Dios y creer en Dios:
1. A un hábito único corresponde un solo orden de actos. La fe, por
ser virtud, es un hábito. Luego no es apropiado establecer para ella
varios actos.
2. Lo que es común a todo acto de fe no debe considerarse
como acto especial de la misma. Ahora bien, creer por Dios es
común a cualquier acto de fe, puesto que la fe se apoya en la verdad
primera. No parece, por tanto, apropiado distinguir actos parciales de
la fe.
3. Además, no puede considerarse como acto de fe lo que conviene
también a los infieles. Pues bien, corresponde también a éstos creer
que existe Dios. Por lo tanto, no debe ser considerado entre los actos
de fe.
4. Finalmente, la moción hacia un fin corresponde a la voluntad, cuyo
objeto es el bien y el fin. Mas el creer no es acto de la voluntad,
sino del entendimiento. Por lo tanto, no debe proponerse como una de
sus formas creer en Dios, ya que implica movimiento hacia el
fin.
Contra esto: está la autoridad de San Agustín, que establece esa
distinción en De verb. Dom. e In
Ioann..
Respondo: El acto de cualquier potencia o
hábito depende siempre de la relación de esa potencia o hábito con su
objeto. El objeto de la fe presenta tres modalidades. Como acabamos de
decir (
a.1 ad 3), el creer corresponde a la inteligencia en cuanto
impulsada al asentimiento por la voluntad, y su objeto puede
considerarse tanto desde el entendimiento como desde la voluntad que
le mueve. Por parte del entendimiento, en el objeto de la fe, según
hemos expuesto ya (
q.1 a.1), se pueden considerar dos elementos. Uno,
su objeto material. El acto de fe, en este caso, viene expresado en la
fórmula
creer a Dios, porque, como hemos dicho (
q.1 a.1), no
se nos propone para creer nada si no es en orden a Dios. El segundo
elemento a considerar es la razón formal del objeto, o
sea, el medio por el que asentimos a una verdad determinada. Ese acto
de fe se expresa por la fórmula
creer por Dios, ya que, según lo
dicho también en otra parte (
q.1 a.1), el objeto formal de la fe es la
verdad primera, a la cual se adhiere el hombre para asentir por ella a
las otras verdades. Mas hay un tercer modo de considerar el objeto de
la fe, y es la moción del entendimiento por la voluntad. En este caso,
el acto de fe viene expresado por la fórmula
creer en Dios,
pues la verdad primera dice orden a la voluntad en cuanto tiene para
ella razón de fin.
A las objeciones:
1. Con esas tres fórmulas que hemos
indicado no se expresan actos distintos de la fe, sino el mismo y
único acto, que guarda una relación distinta con el objeto de
fe.
2. Con esto va indicada también la respuesta a la segunda
objeción.
3. La expresión creer en
Dios no conviene a los infieles bajo la misma razón por la que se
considera como acto de fe. Los infieles, en efecto, no creen en la
existencia de Dios en las condiciones que determina la fe. Por eso ni
siquiera creen de verdad en Dios, ya que, como afirma el Filósofo en
IX Metaphys., el defecto que hay en el
conocimiento de lo simple está en no alcanzar al objeto en su
totalidad.
4. Según hemos expuesto (
1 q.82 a.4;
1-2 q.9 a.1), la voluntad mueve al entendimiento y a las demás
facultades del alma a su fin. Es lo que expresa la fórmula del acto de
fe
creer en Dios.
Artículo 3:
¿Es necesario para la salvación creer algo que esté sobre la razón
natural?
lat
Objeciones por las que parece que no es necesario creer para
salvarse:
1. Para la conservación y perfección de un ser parece que es
suficiente lo que le compete según su naturaleza. Pero las verdades de
fe exceden la razón natural del hombre, ya que, como hemos dicho (
q.1 a.5), versan sobre algo no visto. No parece, pues, que sea necesario
creer para conseguir la salvación.
2. Resulta arriesgado para el hombre prestar su asentimiento
a cosas sobre las que no puede juzgar si es verdadero o falso lo que
se le propone (para creer). Según leemos en el libro de Job, ¿No es
el oído el que aprecia los discursos? (12,11). Pero ese juicio no
lo puede emitir el hombre sobre lo que es objeto de fe, pues no lo
puede reducir a los primeros principios con los que juzga todas las
cosas. Resulta, pues, arriesgado prestar asentimiento de fe a esas
cosas. En consecuencia, no es necesario creer para
salvarse.
3. Además, la salvación del hombre, según la Escritura, está en
Dios: La salvación del justo —leemos— viene de Yahveh
(Sal 36,39). Y según San Pablo, lo invisible, de Dios, desde la
creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus
obras: su poder eterno y su divinidad (Rom 1,29). Ahora bien, lo
que el entendimiento comprende no puede ser objeto de fe. Luego no es
necesario creer para salvarse.
Contra esto: está el testimonio de la Escritura: Sin la fe es
imposible agradar a Dios (Heb 11,6).
Respondo: En todo conjunto ordenado de seres
vemos que hay dos cosas que concurren a la perfección de la
naturaleza: una de ellas, el impulso propio; otra, el que reciben de
la naturaleza superior. El agua, por ejemplo, por propio impulso
tiende hacia el centro; pero por el impulso que recibe de la luna se
mueve alrededor de ese centro con un movimiento de flujo y reflujo.
Otro tanto ocurre con las esferas de los planetas: por sí mismas se
mueven de occidente a oriente; impulsadas por la primera esfera van de
oriente a occidente. Pues bien, la
naturaleza racional creada es la única entre todos los seres que dice
un orden inmediato a Dios, participando de la perfección divina o en
el ser, como los seres inanimados, o también en la vida y el
conocimiento de las cosas singulares, como las plantas y los animales.
Pero la naturaleza racional, en cuanto conoce la razón universal del
bien y del ser, dice un orden inmediato al principio universal del
ser. Por lo tanto, la perfección de la naturaleza racional no consiste
solamente en lo que le compete por su naturaleza, sino también en lo
que recibe por participación sobrenatural de la bondad divina. Por eso
hemos dicho en otro lugar (
1 q.12 a.1;
1-2 q.3 a.8) que la
bienaventuranza última del hombre consiste en la visión sobrenatural
de Dios. Pero esa visión sobrenatural no puede conseguirla el hombre
si no es tornándose en discípulo que aprende de Dios, su doctor, a
tenor de la expresión de San Juan:
Todo el que escucha al Padre y
aprende su enseñanza, viene a mí (Jn 6,45). Sin embargo, el hombre
no se hace partícipe de esa enseñanza de repente, sino de una manera
progresiva, según el modo de su naturaleza. De ahí que la fe es
necesaria en todo el que aprende, para así llegar a la perfección de
la ciencia, como lo atestigua el Filósofo:
Es necesario que el
discípulo crea. En conclusión, para que el hombre
esté en condiciones de llegar a la visión perfecta de la
bienaventuranza, debe creer en Dios como el discípulo en el maestro
que le enseña.
A las objeciones:
1. Dado que la naturaleza del
hombre depende de la naturaleza superior, no es suficiente el
conocimiento natural, sino que es necesario un conocimiento
sobrenatural, como queda dicho.
2. El hombre asiente a los
principios por la luz natural de su entendimiento. Del mismo modo, el
virtuoso posee, por el hábito de la virtud, un juicio recto de cuanto
se relaciona con esa virtud. De esta forma, por la luz de la fe
infundida por Dios en él, asiente el hombre a las verdades de fe, y no
a los errores contrarios. Por eso ninguna condenación pesa ya sobre
los que están en Cristo Jesús (Rom 8,1), iluminados por él en la
fe.
3. Los atributos invisibles de
Dios los percibe la fe, en muchos aspectos, de una manera más elevada
que la razón natural, que de las criaturas se remonta al Creador. De
ahí las palabras de la Escritura: Más de lo que alcanza la
inteligencia humana se te ha mostrado ya (Eclo
3,25).
Artículo 4:
¿Es necesario creer lo que se puede probar por la razón
natural?
lat
Objeciones por las que parece que no es necesario creer las verdades
que se pueden probar por la razón natural:
1. En las obras de Dios, con mayor razón que en las de la naturaleza,
no hay nada superfluo. Pues bien, cuando se puede hacer una cosa por
un solo medio, resulta superfluo hacerlo por dos. Sería, pues,
superfluo recibir por medio de la fe lo que se puede conocer por la
razón natural.
2. Es necesario creer lo que constituye el contenido de la
fe. Pero de un mismo objeto no se da, como se dijo
antes (
q.1 a.5), ciencia y fe. Ahora bien, como la ciencia tiene por
objeto todo aquello que se puede conocer por la razón natural, parece
que no sea necesario creer lo que se puede probar por la razón
natural.
3. Además, los objetos de ciencia parecen convenir en la misma razón
formal de inteligibles. Pues bien, si algunos de esos objetos fueran
propuestos al hombre como cosas que debiera creer, por la misma razón
sería necesario creer todas las cosas que pertenecen a la ciencia.
Como esto resulta falso, síguese que no es necesario creer las cosas
que se pueden conocer por la razón natural.
Contra esto: está el hecho de que es necesario creer que Dios es único e
incorpóreo, cosas que pueden probar los filósofos por la razón
natural.
Respondo: Al hombre le es necesario aceptar por
la fe no sólo lo que rebasa la razón natural, sino también cosas que
podemos conocer por ella. Y esto por tres motivos. El primero, para
llegar con mayor rapidez al conocimiento de la verdad divina. La
ciencia, es verdad, puede probar que existe Dios y otras cosas que se
refieren a El; pero es el último objeto a cuyo conocimiento llega el
hombre por presuponer otras muchas ciencias. A ese conocimiento de
Dios llegaría el hombre sólo después de un largo período de su vida.
En segundo lugar, para que el conocimiento de Dios llegue a más
personas. Muchos, en efecto, no pueden progresar en el estudio de la
ciencia. Y eso por distintos motivos, como pueden ser: cortedad,
ocupaciones y necesidades de la vida o indolencia en aprender. Esos
tales quedarían del todo frustrados si las cosas de Dios no les fueran
propuestas por medio de la fe. Por último, por la certeza. La razón
humana es, en verdad, muy deficiente en las cosas divinas. Muestra de
ello es el hecho de que los filósofos, investigando con la razón en
las verdades humanas, incurrieron en muchos errores, y en muchos
aspectos expresaron pareceres contradictorios. En consecuencia, para
que tuvieran los hombres un conocimiento cierto y seguro de Dios, fue
muy conveniente que les llegaran las verdades divinas a través de la
fe, como verdades dichas por Dios, que no puede mentir.
A las objeciones:
1. La investigación de la razón
natural no le es suficiente al género humano para conocer las cosas
divinas, incluso aquellas que la razón por sí sola puede descubrir. No
es, pues, supérfluo creer en ellas.
2. La ciencia y la fe no están en
el mismo plano en un mismo sujeto. Lo que es sabido por uno (sujeto)
puede ser creído por otro, como ya hemos dicho (q.1, a.5).
3. Aunque todo lo que puede ser
objeto de ciencia coincida en la razón formal de la ciencia, no es,
sin embargo, cierto que por ello pueda orientar hacia la
bienaventuranza. Por eso, no todas las cosas de la ciencia se pueden
proponer con el mismo título como cosas que sea necesario
creer.
Artículo 5:
¿Está obligado el hombre a creer algo de manera explícita?
lat
Objeciones por las que no parece que esté obligado el hombre a creer
algo de manera explícita:
1. Nadie está obligado a aquello que no está bajo su poder. Pues
bien, no está en poder del hombre creer explícitamente una cosa, según
el testimonio de San Pablo (Rom 10,14-15): ¿Cómo invocarán a aquel
en quien no han creído?, ¿cómo creerán en aquel a quien no han oído?,
¿cómo oirán sin que se les predique?, ¿y cómo predicarán si no son
enviados? No está, pues, el hombre obligado a creer algo de manera
explícita.
2. El hombre está orientado hacia Dios por la caridad tanto
como por la fe. Pues bien, el hombre no está obligado a observar los
preceptos de la caridad, sino que es suficiente que esté solamente en
disposición de ánimo. Esto es evidente, por ejemplo, en el
precepto del Señor ofrecido por San Mateo: Al que te
abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra (Mt
5,39). Y como éste hay otros casos, como explica San Agustín en De
Serm. Dom. in monte. No está, pues, obligado el
hombre a creer algo explícitamente; bástale estar bien dispuesto en su
ánimo para creer lo que ha sido propuesto por Dios.
3. Además, el bien de la fe consiste en cierta obediencia, según el
testimonio del Apóstol: predicar la obediencia a la fe (Rom
1,5). Mas para practicar la virtud de la obediencia no se requiere la
observancia de preceptos determinados, sino que es suficiente tener
disponibilidad de la voluntad para obedecer, conforme a lo que leemos
en la Escritura: Me doy prisa y no me retardo en observar tus
mandatos (Sal 118,60). Por lo tanto, en el caso de la fe parece
también suficiente que tenga el hombre el ánimo dispuesto a creer lo
que se le puede proponer por intervención divina, sin que haya que
creer explícitamente una cosa determinada.
Contra esto: tenemos el testimonio de la carta a los Hebreos: El que
se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le
buscan (Heb 11,6).
Respondo: Los preceptos de la ley que está
obligado a observar el hombre versan sobre los actos de las virtudes
que son camino para llegar a la salvación. Mas, como ya hemos dicho
(
q.2 a.2), el acto de la virtud se mide por la relación que hay entre
el hábito y su objeto. Ahora bien, en el objeto de la virtud hay que
considerar dos cosas: lo que propia y directamente constituye el
objeto de la virtud, cosa necesaria en todo acto virtuoso, y lo que se
presenta de manera accidental y secundaria respecto al objeto propio
de esa virtud. Así, en la fortaleza, el objeto propio y principal de
la misma es resistir los peligros de muerte y acometer al enemigo,
incluso con peligro de la propia vida, en defensa del bien común. Es,
sin embargo, accidental respecto a su objeto el hecho de armarse,
pelear con la espada en la guerra justa o hacer cualquier otra cosa de
la misma índole. Por lo tanto, la aplicación del acto virtuoso al
objeto propio y principal de la virtud es de necesidad de precepto,
como lo es también el acto mismo de la virtud. En cambio, la
aplicación del acto virtuoso a lo que es accidental y secundario
respecto al objeto propio no cae bajo el rigor del precepto, sino a
tenor de las circunstancias de lugar y tiempo.
Se debe, pues, decir que el objeto propio de la fe es aquello que
hace al hombre bienaventurado como queda expuesto (q.1 a.6 ad 1); le
pertenece, en cambio, accidental y secundariamente todo aquello que
está en la Escritura y que es de tradición divina: por
ejemplo, que Abrahán tuvo dos hijos; que David fue hijo de Isaí y
cosas por el estilo. Por consiguiente, respecto a las verdades
primeras de la fe, que son los artículos, está obligado el hombre a
creerlas explícitamente. En cuanto a las otras verdades de fe, está
obligado a creerlas no de manera explícita, sino implícita, o en
disposición de ánimo, en cuanto que está preparado a creer cuanto
contiene la Sagrada Escritura. En todo caso, solamente está obligado a
creerlas de manera explícita cuando le conste que está contenido en la
doctrina de la fe.
A las objeciones:
1. Si se habla de que el hombre
puede algunas cosas sin el auxilio de la gracia, está obligado a
muchas cosas que no puede realizar sin la ayuda de la gracia
reparadora, por ejemplo, a amar a Dios y al prójimo, e
igualmente a creer los artículos de la fe. Pero todo
ello puede hacerlo con el auxilio de la gracia. Este auxilio de la
gracia, a cuantos se les da divinamente, se les da por misericordia;
pero a quienes se les niega, se les niega por justicia, en castigo de
algún pecado anterior, por lo menos del pecado original, como afirma
San Agustín en De corrept. et gratia.
2. El hombre está obligado a amar
determinadamente a los seres amables que son objeto propio y
sustancial de la caridad, es decir, Dios y el hombre. Pero la objeción
está planteada respecto de los preceptos de la caridad que están
relacionados con su objeto como por vía de consecuencia.
3. La virtud de la obediencia
reside propiamente en la voluntad. Por eso, para el acto de obediencia
es suficiente la prontitud de la voluntad respecto a quien manda. Esto
es su objeto propio. Mas tal o cual precepto particular tiene una
relación accidental y secundaria con el objeto propio y directo de la
obediencia.
Artículo 6:
¿Están todos igualmente obligados a creer con fe explícita?
lat
Objeciones por las que parece que todos están igualmente obligados a
tener fe explícita:
1. Todos están obligados a lo que es necesario para la salvación,
como se ve a propósito de los preceptos de la caridad. Pero, como
acabamos de decir (
a.5), es necesario para la salvación la
explicitación de lo que debemos creer. Todos, pues, están igualmente
obligados a la fe explícita.
2. Nadie debe ser examinado de aquello que no esté obligado
a creer de manera explícita. Pero a veces incluso los sencillos son
examinados sobre artículos mínimos de fe. Luego todos están obligados
a creer explícitamente todo (lo concerniente a la fe).
3. Además, si los menores no estuvieran obligados a tener fe
explícita, sino sólo implícita, deberían tener fe implícita en la fe
de los mayores. Mas esto parece que entraña un peligro, ya que podría
suceder que los mayores incurrieran en el error. Parece, por lo tanto,
que también los menores deben tener fe explícita. En consecuencia,
todos están igualmente obligados a creer explícitamente.
Contra esto: leemos en la Escritura: Tus bueyes estaban arando y las
asnas pastando cerca de ellos (Job 1,14). Eso, en expresión de San
Gregorio, en II Moral., quiere decir que «los menores,
simbolizados por las asnas, deben adherirse en materia de fe a los
mayores, simbolizados por los bueyes».
Respondo: La explicitación de lo que se debe
creer se hace por revelación divina: las realidades, en efecto, de la
fe rebasan la razón natural, y, como enseña Dionisio en De cael.
hier., la revelación sigue cierto orden, llegando
a los inferiores por medio de los superiores: al hombre, por medio de
los ángeles; a los ángeles inferiores, por medio de los superiores.
Por una razón semejante, la explicitación de la fe, en el caso del
hombre, debe llegar a los inferiores por medio de los superiores. Por
ese motivo, igual que los ángeles superiores, que iluminan a los
inferiores, tienen un conocimiento de las cosas divinas mayor que los
inferiores, como afirma también Dionisio en De
cael. hier., así también los hombres superiores, a
quienes incumbe enseñar a otros, están obligados a tener un
conocimiento de las cosas que hay que creer, y, por lo mismo, deben
creerlas también de forma más explícita.
A las objeciones:
1. El desarrollo explícito de lo
que se debe creer no es igualmente necesario a todos para salvarse. De
hecho, quienes tienen la tarea de instruir a los demás están obligados
a creer explícitamente más cosas que los otros.
2. Los simples fieles no deben
sufrir examen en detalles de la fe, a no ser que haya sospecha de
haber sido pervertidos por los herejes, que acostumbran a corromper la
fe de los sencillos con cuestiones sutiles. Pero si se ve que no se
adhieren de manera pertinaz a la herejía, y yerran debido a su
ignorancia, no se les debe imputar.
3. Los menores solamente tienen fe
explícita en la fe de los mayores en la medida en que éstos prestan su
adhesión a la enseñanza divina. Por eso dice el Apóstol: Os ruego
que seáis mis imitadores como yo lo soy de Cristo (1 Cor 4,16). De
ahí que la regla de fe sea no el conocimiento humano, sino la verdad
divina. Y si alguno de los mayores se aleja de la verdad divina, esto
no incide en la fe de los menores que creen en la buena fe de los
mayores, a no ser que presten pertinaz adhesión a errores particulares
de aquéllos contra la fe de la Iglesia universal, fe que no puede
fallar, pues el Señor dijo: He rogado por ti, Pedro, para que tu fe
no desfallezca (Lc 22,32).
Artículo 7:
¿Es a todos necesario para salvarse creer explícitamente el misterio
de Cristo?
lat
Objeciones por las que parece que no es a todos necesario creer
explícitamente el misterio de Cristo para salvarse:
1. El hombre no está obligado a creer de manera explícita lo que los
ángeles ignoran. En efecto, la explicación de la fe se hace por
revelación divina y llega a los hombres mediante los ángeles, como ya
hemos dicho (
a.6;
1 q.111 a.1). Ahora bien, los mismos ángeles
ignoraron el misterio de la encarnación, y, según expone Dionisio
en
De cael. hier., preguntaban en el salmo:
¿Quién es ese rey de la gloria? (Sal 23,8.10), y en Isaías:
¿Quién es ese que viene de Edom? (Is 63,1). Luego los hombres
no estaban obligados a creer explícitamente el misterio de la
encarnación.
2. Es incuestionable que Juan el Bautista entra en la
categoría de los mayores, y es de los más cercanos a Cristo, ya que de
él dice el Señor: No ha surgido entre los nacidos de mujer uno
mayor que Juan el Bautista (Mt 11,11). Ahora bien, no parece que
Juan el Bautista conociera explícitamente el misterio de Cristo, ya
que le dirigió esta pregunta: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos
esperar a otro? (Mt 11,3). Por lo tanto, ni siquiera los mayores
estaban obligados a tener fe explícita de Cristo.
3. Además, muchos gentiles obtuvieron la salvación por ministerio de
los ángeles, como escribe Dionisio en De cael. hier.. Sin embargo, los gentiles, según parece, no tuvieron fe en Cristo ni explícita ni implícita, ya que no les fue hecha ninguna revelación. Parece, pues, que no ha sido necesario para todos la fe explícita en el misterio de Cristo.
Contra esto: están las palabras de San Agustín, que afirma en De
corrept. et grat.: Es fe recta aquella por la que creemos que ningún
hombre, grande o pequeño, es liberado de la infección de la muerte y
de la esclavitud del pecado si no es por el único mediador entre Dios
y los hombres, Jesucristo.
Respondo: Según hemos expuesto (
a.5;
q.1 a.6 ad 1), pertenece al objeto propio y principal de la fe aquello por lo que
consigue el hombre la bienaventuranza. Ahora bien, el camino por el
que llega el hombre a la bienaventuranza es el misterio de la
encarnación y pasión de Cristo, según este testimonio:
No hay en el
cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos (Act 4,12). Luego en todo tiempo fue
necesario que el misterio de la encarnación de Cristo fuera de alguna
manera conocido por todos los hombres. Pero esta fe ha revestido
modalidades distintas según la diversidad de tiempo y de
personas.
Antes del pecado tuvo el hombre fe explícita en la encarnación de
Cristo en cuanto que iba ordenada a la consumación de la gloria, mas
no en cuanto ordenada a la liberación del pecado por la pasión y la
resurrección, pues el hombre no podía conocer con antelación su futura
caída en el pecado. Parece, sin embargo, que tuvo
presciencia de la encarnación de Cristo por las palabras que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se adherirá a su
mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne (Gén 2,24), palabras
que comenta el Apóstol: Gran misterio es éste, lo digo respecto a
Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32). Y no es creíble que este misterio
fuera ignorado por el primer hombre.
Pero después del pecado fue creído explícitamente el misterio de
Cristo no sólo en cuanto a la encarnación, sino también en cuanto a la
pasión y a la resurrección, por las cuales es liberado el género
humano del pecado y de la muerte. De otra suerte no se hubiera podido
prefigurar la pasión de Cristo en ciertos sacrificios tanto antes como
bajo la ley. Estos sacrificios tenían, ciertamente, un significado
conocido explícitamente por los mayores; los menores, en cambio,
conocían algo bajo el velo de tales sacrificios, creyendo que habían
sido dispuestos divinamente en orden a Cristo que había de venir. Y
así, como ya hemos expuesto (q.1 a.7), las cosas que se refieren al
misterio de Cristo las conocieron de una manera tanto más clara cuanto
más cercanos estuvieron a Cristo.
Mas en el tiempo de la gracia revelada, mayores y menores están
obligados a tener fe explícita en los misterios de Cristo, sobre todo
en cuanto que son celebrados solemnemente en la Iglesia y se proponen
en público, como son los artículos de la encarnación de que hablamos
en otro lugar (q.1 a.8). En cuanto a otras consideraciones sutiles
sobre artículos de la fe, hay quienes están obligados a creer de
manera más o menos explícita, según el estado y oficio de cada
cual.
A las objeciones:
1. Los ángeles no ignoraron el misterio
de Dios, según enseña San Agustín en V Super Genesim ad
litt. Algunos aspectos de ese misterio los
conocieron, sin embargo, con mayor perfección por revelación de
Cristo.
2. Juan el Bautista no preguntó
por el advenimiento de Cristo en la carne como si lo ignorara, pues lo
había confesado él expresamente diciendo: Yo lo he visto y doy
testimonio de que éste es el Elegido de Dios (Jn 1,34). Por eso,
no pregunta: ¿Eres tú el que ha venido?, sino ¿eres tú el
que ha de venir?, inquiriendo sobre algo futuro, no sobre algo
pasado. De igual modo, tampoco se ha de creer que ignorara que vendría
para sufrir, ya que había dicho: He aquí el cordero de Dios que
quita el pecado del mundo (v.29), anunciando así su inmolación
futura, ya vaticinada antes por los profetas, como se ve, sobre todo,
en Isaías (Is 53). Se puede, pues, decir con San Gregorio que (Juan el Bautista) inquiría porque ignoraba si habría de descender personalmente a los infiernos. Pero sabía que el efecto de su pasión llegaría incluso a cuantos se hallaban en el limbo, según las palabras de Zacarías: En cuanto a ti, por la sangre de la alianza yo soltaré a tus cautivos de la fosa en que no hay agua (Zac 9,11). Esto, sin embargo, no estaba obligado a creerlo de manera explícita antes de su cumplimiento. O se puede decir también, como San Ambrosio en Super Luc., que Juan no inquirió por duda o ignorancia, sino más bien por piedad. O, con San Juan Crisóstomo, se puede decir que Juan no formuló la pregunta por ignorancia propia, sino para que diera Cristo una satisfacción cumplida a sus discípulos. Por eso les ofrece en realidad la respuesta en forma de instrucción para los discípulos: responde mostrando sus obras como signos.
3. Muchos gentiles tuvieron
revelación de Cristo, como consta por las cosas que predijeron sobre
él. Así, en Job se dice:
Bien sé yo que mi defensor está vivo
(Job 19,25). Asimismo, la Sibila, según el testimonio de San
Agustín, predijo algo sobre Cristo. La historia de los
romanos nos refiere también que, en tiempo de
Constantino Augusto y de Irene, su madre, se encontró un sepulcro
sobre el que yacía un hombre que tenía en el pecho una lámina de oro
con esta inscripción:
Cristo nacerá de una virgen y creo en El. ¡Oh
sol!, en tiempo de Constantino y de Irene me verás de
nuevo.
Si ha habido quienes se hayan salvado sin recibir ninguna revelación,
no lo han sido sin la fe en el Mediador. Pues aunque no tuvieran fe
explícita, la tuvieron implícita en la divina providencia, creyendo
que Dios es liberador de los hombres según su beneplácito y conforme
El mismo lo hubiere revelado a algunos conocedores de la verdad, a
tenor de las palabras de Job: Nos instruye más que a las bestias de
la tierra (Job 35,11).
Artículo 8:
¿Es necesario para salvarse creer explícitamente en la
Trinidad?
lat
Objeciones por las que parece que no es necesario para salvarse creer
explícitamente en la Trinidad:
1. Dice el Apóstol: El que se acerca a Dios ha de creer que existe
y que recompensa a los que le buscan (Heb 11,6). Pero eso puede
creerse sin tener fe en la Trinidad. Luego no es necesario creer
explícitamente en la Trinidad.
2. Dice el Señor: Padre, he manifestado tu nombre
a los que me has dado (Jn 17,6). Y San Agustín comenta: No
aquel nombre tuyo con el que eres llamado Dios, sino el nombre con el
que eres llamado Padre. Y luego añade: En el hecho de haber
creado Dios este mundo es conocido por todos los gentiles; en el hecho
de que no se le debe adorar en unión con los dioses falsos es conocido
como Dios en Judea; en el hecho, en cambio, de ser Padre de este
Cristo, que quita el pecado del mundo, les he manifestado ahora este
nombre, antes oculto. Luego antes de la venida de
Cristo era desconocido el que hubiera en el seno de la Deidad
paternidad y filiación. No se creía, pues, explícitamente en la
Trinidad.
3. Además, de Dios estamos obligados a creer de manera explícita que
es el objeto de la bienaventuranza. Mas el objeto de la
bienaventuranza es la bondad soberana de Dios, que puede concebirse
sin la distinción de personas. No fue, pues, necesario creer
explícitamente en la Trinidad.
Contra esto: está el hecho de que, en el Antiguo Testamento, se halla
expresada de distintas maneras la Trinidad de personas. Así, en el
principio se dice con referencia a la Trinidad: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza (Gén 2,26). Luego desde el principio
fue necesario creer en la Trinidad para salvarse.
Respondo: No se puede creer explícitamente en
el misterio de Cristo sin la fe en la Trinidad. El misterio de Cristo,
efectivamente, incluye que el Hijo de Dios asumió nuestra carne, que
renovó al mundo por la gracia del Espíritu Santo, y también fue
concebido del Espíritu Santo. Por eso, del mismo modo que, antes de
Cristo, el misterio de El fue creído explícitamente por los mayores,
y, por los menores, de manera implícita y como entre sombras, así
también el misterio de la Trinidad. Por consiguiente, en el tiempo
subsiguiente a la divulgación de la gracia están todos obligados a
creer explícitamente el misterio de la Trinidad. Y cuantos renacen en
Cristo lo consiguen por la invocación de la Trinidad, según consta en
San Mateo: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo (Mt 28,19).
A las objeciones:
1. De Dios se hizo necesario creer
de manera explícita en todo tiempo y por todos las dos cosas de que
habla el Apóstol. No es, sin embargo, suficiente ni en todo tiempo ni
para todos los hombres.
2. Antes de la llegada de Cristo,
la fe en la Trinidad estaba oculta en la fe de los mayores. Pero
gracias a Cristo ha sido manifestada al mundo por los
apóstoles.
3. La bondad soberana de Dios,
conocida, como ahora, por los efectos, puede ser conocida también sin
la Trinidad de personas. Pero conocido Dios en sí mismo, tal como lo
ven los bienaventurados, no puede entenderse sin la Trinidad de
personas. Por eso, la misión misma de las divinas personas nos
encamina hacia la bienaventuranza.
Artículo 9:
¿Es meritorio el acto de fe?
lat
Objeciones por las que parece que no es meritorio el acto de
creer:
1. Como ya hemos expuesto (
1-2 q.114 a.4), el principio del mérito es
la caridad. Mas la fe, como la naturaleza, es el preámbulo de la
caridad. Por lo tanto, al igual que no es meritorio el acto de la
naturaleza porque no merecemos con las obras naturales, tampoco lo es
el acto de fe.
2. El acto de creer ocupa un lugar intermedio entre el
opinar y el saber o considerar lo que se sabe. Ahora bien, ni la
consideración de la ciencia ni la de la opinión son meritorias. En
consecuencia, tampoco lo es el acto de creer.
3. Además, quien asiente a una cosa creyendo, o tiene o no tiene
causa suficiente que le induzca a ello. Si la tiene, no parece
meritorio el acto de creer, ya que no es libre para creer o no creer.
Si carece de motivo suficiente que le induzca a creer, comete un acto
de ligereza creyendo, ya que quien se confía en seguida, ligero es
de corazón (Eclo 19,4). De ahí que no parece que sea meritorio. El
acto, pues, de creer no es en modo alguno meritorio.
Contra esto: según el testimonio de la carta a los Hebreos, por la
fe alcanzaron los santos las promesas (Heb 11,33), y eso habría
sido imposible de no haber merecido creyendo. El acto de creer es, por
lo tanto, meritorio.
Respondo: Según hemos ya expuesto (
1-2 q.114 a.3 y
4), nuestros actos son meritorios en cuanto que proceden del
libre albedrío movido por la gracia de Dios. De ahí que todo acto
humano, si está bajo el libre albedrío y es referido a Dios, puede ser
meritorio. Ahora bien, el de la fe es un acto del entendimiento que
asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por
la gracia de Dios; se trata, pues, de un acto sometido al libre
albedrío y es referido a Dios. En consecuencia, el acto de fe puede
ser meritorio.
A las objeciones:
1. La naturaleza se compara con la
caridad, principio del mérito, como la materia con la forma. En cuanto
a la fe, se la compara con la caridad como disposición que precede a
la última forma. Pero es evidente que ni lo que es puramente sujeto o
materia, ni tampoco lo que es disposición anterior, puede actuar en
virtud de la forma antes de que ésta se infunda. Pero una vez que se
haya infundido (la forma), tanto lo que es sujeto como lo que era
disposición precedente actúa en virtud de la forma, que es el
principio fundamental de operación, lo mismo que el calor del fuego
actúa en virtud de su forma sustancial. Así, pues, ni la naturaleza ni
la fe sin la caridad pueden producir un acto meritorio. Pero cuando
sobreviene la caridad, el acto de fe se hace meritorio por ella, como también el acto de la naturaleza y el del libre
albedrío.
2. En la ciencia se pueden
considerar dos cosas: el asentimiento del que sabe a la cosa sabida y
la consideración de la cosa en sí misma. Pero el asentimiento de la
ciencia no está sometido al libre albedrío. El sabio, efectivamente,
se ve obligado a asentir por la fuerza de la demostración; por eso no
es meritorio el asentimiennto de ciencia. Sí está, en cambio, sometida
al libre albedrío la consideración actual de la cosa conocida, ya que
el hombre puede o no considerarla. Por eso, la consideración
científica puede ser meritoria referida a la caridad, es decir, al
honor de Dios y utilidad del prójimo. En la fe, en cambio, ambas cosas
caen bajo el libre albedrío, y por eso su acto puede ser meritorio en
cuanto a las dos. En el caso de la opinión, ésta no entraña
asentimiento firme, ya que se trata de algo débil e inseguro, como
escribe el Filósofo en I Poster., y no parece
que proceda de una voluntad perfecta. Por eso su asentimiento no
parece que tenga mucha razón de mérito. Puede, sin embargo, ser
meritoria por la consideración actual.
3. El que cree tiene motivo
suficiente para creer. Es, en efecto, inducido por la autoridad de la
doctrina divina confirmada por los milagros y, lo que es más, por la
inspiración interior de Dios que invita a creer. No
cree, pues, a la ligera. No tiene, sin embargo, razones suficientes
para saber, y por eso no desaparece la razón de mérito.
Artículo 10:
¿Disminuyen el mérito de la fe las razones aducidas en favor de las
verdades de fe?
lat
Objeciones por las que parece que las razones aducidas en favor de
las verdades de fe disminuyen su mérito:
1. Afirma San Gregorio en una homilía que no tiene mérito la fe si
la razón humana aduce pruebas demostrativas. Por
lo tanto, si la razón humana, que presenta suficientes pruebas
demostrativas, excluye del todo el mérito de la fe, parece que
cualquier tipo de razón humana aducida en favor de las cosas de fe
disminuye su mérito.
2. Cuanto disminuye la virtud disminuye el mérito, ya que,
como afirma también el Filósofo en I
Ethic., la felicidad es el
premio de la virtud. Pues bien, parece que la
razón humana disminuye el valor virtuoso de la fe, ya que es esencial
a la misma versar sobre cosas no evidentes, como en otro lugar (
q.1 a.4 y
5) expusimos, y cuantas más razones se aducen para creer una
cosa, tanto menos inevidente se nos hace. Por lo tanto,
la razón humana aducida en favor de las verdades de fe disminuye su
mérito.
3. Además, efectos contrarios tienen causas contrarias. Ahora bien,
lo que se induce contra la fe aumenta su mérito, como, por ejemplo, la
persecución que coacciona a abandonarla o la razón que persuade a lo
mismo. En consecuencia, disminuye el mérito de la fe la razón que
viene en su ayuda.
Contra esto: están las palabras de San Pedro: Estad prestos a dar
respuesta a todo el que os pida razón de vuestra fe y esperanza (1
Pe 3,15). Y no exhortaría a esto si por ello disminuyera el mérito de
la fe. En consecuencia, la razón no disminuye el mérito de la
fe.
Respondo: Según lo expuesto en otra parte
(
a.9), el acto de fe es meritorio por estar sometido a la voluntad, no
sólo en cuanto al ejercicio, sino también en su asentimiento. Ahora
bien, la razón humana que se introduce en las cosas de la fe puede
relacionarse con la voluntad del creyente de dos maneras. La primera,
antecedente. Es el caso de quien o no tiene en absoluto voluntad o no
la tiene dispuesta a creer si no es inducida por razones humanas. En
este caso, la razón disminuye el mérito de la fe, de modo semejante a
lo que hemos afirmado en otro lugar (
1-2 q.24 a.3 ad 1;
q.77 a.6 ad 2)
respecto a la pasión: cuando ésta precede a la elección en las
virtudes morales, disminuye el valor del acto virtuoso. Efectivamente,
así como el hombre debe ejercer los actos de las virtudes morales por
dictamen de la razón y no por la pasión, debe también creer las
verdades de fe no por la razón humana, sino por la autoridad
divina.
En segundo lugar, la razón humana puede relacionarse con la voluntad
del creyente de un modo consiguiente. Cierto, cuando el hombre tiene
una voluntad dispuesta a creer, ama la verdad creída, piensa en ella
con seriedad y acepta toda clase de razones que pueda
encontrar. En este aspecto, la razón humana no
excluye el mérito de la fe, sino que, por el contrario, es signo de
mayor mérito, como en las virtudes morales la pasión consiguiente es
signo de una voluntad más dispuesta, como hemos explicado ya (1-2 q.24 a.3). Tal es el significado de las palabras dichas por los samaritanos
a la mujer, figura de la razón humana: Ya no creemos por tus
palabras (Jn 4,42).
A las objeciones:
1. San Gregorio habla del hombre
que no tiene voluntad de creer si no es por la razón aducida. Mas
cuando el hombre tiene voluntad de creer las verdades de fe en virtud
únicamente de la autoridad divina, aunque tenga razones demostrativas
en favor de alguna de ellas, como es la existencia de Dios, no por eso
desaparece ni disminuye el mérito de la fe.
2. Las razones aducidas para
corroborar la autoridad de la fe en manera alguna son demostraciones
que puedan llevar al entendimiento humano a una visión inteligible;
nunca dejan de ser inevidentes. Apartan, sin embargo, los impedimentos
de la fe, mostrando que no es imposible lo que ella propone. Por eso,
tales razones no disminuyen ni el mérito ni el motivo de la fe. Mas
las razones demostrativas en favor de la fe, aducidas como preámbulos
a los artículos, aunque disminuyan la razón de fe haciendo manifiesta
la verdad propuesta, no disminuyen, sin embargo, la razón de caridad,
que hace que la voluntad se encontraría dispuesta a creer aunque no se
manifestase. Por eso no decrece la razón de mérito.
3. Cuanto contradice a la fe, sea
por consideración humana, sea por persecución exterior, en tanto
aumenta el mérito de la fe en cuanto pone de manifiesto una voluntad
más dispuesta y firme en la fe. Por eso, el mérito de la fe es mayor
en los mártires, porque no abandonaron la fe ante la persecución;
tienen asimismo mayor mérito los sabios, puesto que no abandonan la fe
ante las razones aducidas contra ella por los filósofos o por los
herejes. Mas todo lo que armonice con la fe no siempre disminuye la
prontitud de la voluntad para creer. Por eso tampoco disminuye siempre
el mérito de la fe.