Desorden y unidad

Releo algunas páginas de Ciudadela. Descubro un sabor, un matiz nuevo al imaginar (nada muy original) que el padre del que se habla es figura del mismo Dios.
Por esto es que desarrollo la unidad del amor en columnas diversas y en cúpulas, y en esculturas patéticas. Porque al expresar la unidad, la diversifico hasta lo infinito. Y no tienes derecho a escandalizarte.

Sólo importa lo absoluto que proviene de la fe, del fervor o del deseo.
Porque una es la marcha del navío hacia adelante; pero sucede que colabora con esa marcha el que aguza un cincel, el que lava con agua el musgo de las planchas del puente, el que trepa en el mástil o el que enaceita la duela.

Así, pues, este desorden te atormenta porque te parece que si los hombres se sometieran a los mismos gestos y tiraran en el mismo sentido, ganarían en poder.
Pero yo respondo: la piedra angular, si se trata del hombre, no reside en las huellas visibles. Es preciso elevarse para descubrirla. Y lo mismo que no reprochas a mi escultor que para alcanzar y lograr la esencia haya simplificado hasta el extremo y empleado signos diversos tales como labios, ojos, arrugas, y la cabellera, porque le era necesaria la estructura de un filamento para asir su presa (filamento gracias al cual, si no permaneces miope y con la nariz encima, te volverá tan melancólico que te convertirás en otro). Por lo mismo, no me reproches no inquietarme por tal desorden en mi imperio.
Pues para descubrir esta comunidad de hombres, ese nudo del tronco que desprende ramas diversas, esta unidad que deseo lograr y que es el sentido de mi imperio, precisas alejarte un poco; principalmente si te pierdes en la observación de los equipos que tiran de un modo diverso sus cordajes. Y verás el navío en marcha sobre el mar.

Si comunico a mis hombres el amor de la marcha sobre el mar, y si cada uno de ellos es pendiente del peso de su corazón, entonces los verás diversificarse según sus mil cualidades particulares. Uno tejerá telas, el otro, por el destello de su hacha, derribará el árbol en la selva. El otro, forjará clavos, y en alguna parte observarán las estrellas para aprender a gobernar. Y todos, sin embargo, serán uno. Crear el navío no es tejer las telas, forjar los clavos, leer los astros, sino más bien transmitir el gusto del mar que es uno, y a la luz del cual nada hay que sea contradictorio, sino que todo es comunidad en el amor.
Por esto, para que mis enemigos me aumenten, colaboro abriéndoles los brazos, sabiendo que hay una altura en la que el combate se asemejará al amor.

Crear el navío, no es preverlo en detalle. Pues si por mí mismo intento construirlo, nada que valga la pena lograré de su diversidad. Todo se modificará al salir a la luz del día, y otros distintos a mí pueden emplearse en esas invenciones. No me corresponde conocer cada clavo del navío. Sino aportar a los hombres la inclinación hacia el mar.
Y más crezco a la manera del árbol, más me anudo en la profundidad.

Y mi catedral que es una, resulta de aquel que lleno de escrúpulos esculpe un rostro en el que se pintan los remordimientos, de que este otro que sabe regocijarse, se regocije y esculpa una sonrisa. De que aquel que es resistente me resista, de que aquel que es fiel permanezca fiel. Y no vayas a reprocharme haber aceptado el desorden y la indisciplina; pues solamente conozco la disciplina del corazón que domina, y cuando entres en mi templo te sobrecogerá su unidad y la majestad de su silencio, y cuando veas de un lado y otro prosternarse al fiel y al refractario, al escultor y al pulidor de las columnas, al sabio y al simple, al alegre y al triste, no vayas a decirme que son ejemplos de incoherencia, pues son uno por la raíz; y el templo se ha realizado, al hallar a través de ellos todos los caminos necesarios.
Pero se equivoca el que crea un orden de superficie, sin dominar desde una altura suficiente para descubrir el templo, el navío o el amor y, en lugar de un orden verdadero, funda una disciplina de gendarmes donde cada uno tira en el mismo sentido y adelanta el mismo paso. Porque si cada uno de tus súbditos semeja al otro, no has logrado la unidad; pues mil columnas idénticas no crean sino un estúpido efecto de espejos y no un templo. Y la perfección de tu diligencia sería, respecto a esos mil súbditos, exterminar a todos exceptuando uno.
El orden verdadero es el templo. Movimiento del corazón del arquitecto, que anuda como una raíz la diversidad de los materiales y que exige para ser uno, durable y potente, esa misma diversidad. No se trata de ofuscarte porque uno difiera del otro, porque las aspiraciones de uno se opongan a las del otro, porque el lenguaje de uno no sea el lenguaje del otro; se trata de alegrarte de ello ya que si eres creador, construirás un templo de portada más alta, que será su común medida.
Pero llamo ciego al que se imagina crear cuando desmonta la catedral y alinea las piedras en orden, por rango de talla, una después de la otra.

Saint Exupéry

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