Ridículo

De una carta de León Bloy —tenía entonces 70 años— a una mujer:
… Es necesario que conteste, aunque sea brevemente, acerca de ciertas prácticas religiosas que le parecen a usted ridículas. ¿Por qué mirar a su alrededor? Ciertamente, nadie ha reprochado más que yo a nuestros católicos su menosprecio o su odio a la Belleza, consecuencia de la horrenda mediocridad de sus almas. Pero es fácil incurrir en error si se sale de la generalidad para caer en la observación particular. En cuanto a mí, tengo por principio no mirar a nadie en la iglesia, harto ocupado como estoy en humillarme para rogar por los otros y por mí mismo. Puede que un día vea usted, Margarita, a un anciano de mísero aspecto, desgranando su rosario ante el Santo Sacramento, como podría hacerlo una pobre mujer, y acaso lo mire usted con un poco de desprecio, ignorando que ese personaje que le parecía grotesco no era otro que León Bloy en trance de orar por usted con todo su corazón, de orar de la única manera que concibe: hasta ofrecer su vida, si fuera necesario.
Regla absoluta: un acto de amor jamás puede ser ridículo.

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