Bloy y la Verónica – IV

(viene de acá)

—Mire, Sr. Bloy: usted crea lo que quiera y haga lo que quiera. Yo sólo lo estoy asesorando, como experto en marketing, medios e imagen. Usted quiere hacer carrera como escritor, ¿no? Y quiere ser leido, admirado y seguido, ¿no?, si no por la multitud, por alguna elite de gente inteligente; no se conformaría con ser admirado sólo por las formas, como un «hacedor de frases», dice por ahí. Bien, entonces… debe cuidar su imagen como pensador. Algunas de sus opiniones… escandalizadoras pueden servir para llamar la atención, para hacer ruido; pero a la larga eso no paga. No puede esperar ganarse el respecto intelectual de un lector que encuentra sus afirmaciones ridículas. La autoridad de un pensador se edifica con aciertos, no con errores de juicio. Por eso, hágame caso: todo ese episodio de la Verónica… guárdeselo, no lo publicite. Tendrá su interés novelesco, no digo que no, pero usted no sale nada favorecido; al contrario, queda muy mal parado. Usted llenó de locuras —literalmente— la cabeza de esa pobre muchacha, imaginó y anunció un apocalipsis inminente, se creyó llamado —¡qué soberbia, qué impaciencia y qué ingenuidad!— a tener un papel protagónico en ese fin del mundo… y vea cómo terminó todo. ¡Es un papelón enorme!, ¿no se da cuenta? Archívelo, hombre, archívelo. Y si no, al menos interponga un mea culpa, muéstrenos que aprendió algo. Caramba.

Y, no; Bloy no siguió el consejo -imaginario, pero imaginable.
Es raro, se dirá.

Pero entonces habrá que decir que -más raro aún- Bloy parece haber tenido razón, contra el razonable asesor de imagen. Por poner un ejemplo (y perdón por la irrelevancia; pero si no fuera por este ejemplo no habría escrito yo todo esto[*]) : yo mismo. Yo conocí a Bloy por mis librescos medios, y —allanado el camino por otros precursores, sí— me convenció. (Y como ya he contado alguna vez, fue por él, en buena medida, que me decidí a hacerme católico, con perdón de la expresión). Le creí; con todas sus evidentes arbitrariedades, injusticias e ingenuidades, en lo esencial tuvo —y tiene— alguna especie de autoridad a mis ojos. Y no a pesar del episodio de la Verónica, sino, en buena parte, por eso mismo. Un punto a favor, en lugar del aparente gol en contra. No me animaría a justificar esta manera de verlo, y me costaría explicar los motivos; aunque entreveo —confusamente, y con limitada conviccion— dos aspectos del asunto que pudieron tener algo que ver:

Primero: fe probada. La adversidad sufrida siempre impone algún respeto. En cierta manera, puede ser indicio de una vocación, o garantía de autenticidad personal (algo así sugiere Castellani a propósito del mismo Bloy, aunque en sentido levemente distinto). Y en el caso de este episodio, en que el desastre pega hasta los cimientos de la fe… uno puede creer que una religiosidad que ha sobrevivido a eso está bien templada, está limpia de autoindulgencias y vacunada contra las decepciones. Yo, en parte, lo creí. Curioso, y algo paradójico, que la historia de una ilusión tal me haya convencido de que el tipo no era un iluso (bien que se trata de ilusiones en planos diferentes), pero así fue.

Segundo: la belleza de la tragedia. A mí todo el episodio, así fijado, me impresiona no sólo como triste sino como hermoso. ¿Y qué tiene de hermoso? No estoy seguro, diría que algo afín a una tragedia griega (diría… si supiera algo de tragedias griegas, de catarsis y etc). Me parece que, cuando de las desgracias de Edipo se trata, las cuestiones de si tal o cual «tiene razón», o «tiene la culpa», resultan impertinentes; con tales preguntas, con esas ansias de opinar y juzgar, uno se distrae de la esencia del asunto, se pierde la belleza, la armonía e incluso la enseñanza (inexpresable de otro modo que no sea el artístico) de los puros hechos.
Y bueno, un poco así es como yo veo el episodio. Una obra artística bien concebida y bien representada (y acaso todo pasado humano pueda o deba ser contemplado así). Bloy mismo decía (en ocasión de la muerte de sus hijos, por ejemplo) que «todo lo que sucede es adorable»; es decir, concebido y querido por Dios (en algún sentido) y por lo tanto (en ese sentido) digno de aprecio y aun adoración. Y en ese sentido, creo, puedo admirar y aplaudir la actuación del pobre Bloy; y aun, oscuramente, sospechar que la asignación de semejante papel tiene alguna razón de mérito.
Unos peregrinos enamorados de mis libros vienen a verme. Dicen que están de acuerdo conmigo en todos los puntos, pero que, pese a eso, no pueden comprender mi admiración por Napoleón. Nada saco con decirles que admiro en éste una de las más hermosas obras de Dios; no pueden concebir esto, lo que resulta extraño. Es como si se me dijese: «Vemos en usted los más nobles sentimientos, pero no podemos concebir que tenga us­ted verdaderamente alma»

Diario de León Bloy, 22 de mayo de 1915


[*] «Esto» es esta serie de posts, sí. Pero acaso también el blog en su totalidad.

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