Tapón de cera

¿No se sienten ustedes embotados?
¿No les parece que tienen los oídos tapados, los ojos miopes y legañosos?
¿No sienten que van por el mundo con la torpeza y la insensibilidad de un sonámbulo? ¿No tienen la sospecha —más aún: la seguridad— de que un mílimetro más allá de esta piel de rinoceronte que nos cubre el universo es algo nítido y deslumbrante?
¿No les espanta tener tan poca capacidad para el gozo —y aun también para la tristeza? ¿No creen que si uno pudiera limpiarse los ojos, si uno pudiera mirar con el alma desnuda el agua que sale de la canilla, el niño jugando en la plaza, las hebras del té que estoy tomando, el portero que manguerea la vereda a la mañana, la chica que lee a Bucay en el subte… si uno pudiera verdaderamente verlos, no creen que uno quedaría abrumado de admiración, de compasión, de alegría y de gratitud?
¿Y no creen que esta incapacidad tiene algo de trágico y de culpable?

Mística mistonga. O mala poesía, me dirán. No creo, vean. O sí, poesía; pero, justamente, en el sentido en que la poesía es más verdadera que la prosa.
Verdad, y también vida, por cierto.
Y yo creo que esa insensibilidad crónica —y modernamente agravada— es vecina de la muerte; parte de los efectos del fruto prohibido, si me permiten. Y pareciera que intuimos eso, y —como si nos faltara aire para respirar— buscamos sacudirnos esa modorra, buscamos sucedáneos que atraviesen esa costra y nos den un regusto de esa perdida emoción primordial; buscamos emocionarnos, en suma.
Envidia de los santos, de los que sabían emocionarse naturalmente (¿era Ignacio o Francisco el que les decía, llorando, a las flores: «Calla, calla, ya sé lo que me quieres decir»).

Un poco pensando en esto traje aquello de León Bloy, sobre la terrible y dichosa indefensión del alma en el cielo; y sus prefiguraciones, en los sueños. Y en el arte, digo yo. ¿No será acaso la marca del arte, la de prefigurar esa contemplación nítida, y la delectación que la acompaña?

Se me llenan de ejemplos la cabeza, agarro los que tengo más a mano (y que acaso serán útiles sólo para mí). Miyazaki: Totoro(sobre todo la escena cerca del inicio, cuando las niñas llegan a la nueva casa), Kiki (sobre todo el viaje inicial). Alegrías químicamente puras, y que sentimos tan cercanas, y en otro sentido, tan lejanas.
O la «eucatástrofe» de Tolkien. O… el arte, en suma. También la tragedia, naturalmente.
Y más que el arte: la devoción religiosa, por qué no. Esos momentos, más o menos escasos según los tiempos, en que uno pudo «rezar bien», o cuando uno vuelve de comulgar y…

Ehmmm…. momento, momento -me interrumpe el escolástico-; la emoción no es lo primordial, eso es concomitante; es un efecto; lo esencial es en todo caso la contemplación de la Verdad, percibida en un cierto plano. Ahora bien, esa contemplación produce alegría, naturalmente. Pero no hay que confundir, no hay que poner en primer lugar la emoción; eso es muy peligroso. Santo Tomás decía que…

Pero por esta vez, al escolástico le pediremos que hoy se calle. Y aun cuando yo siempre le he dado bastante voz, y he tratado a «la emoción» con la mayor desconfianza (sobre todo en lo que respecta a la … vida espiritual, digamos), hoy, en este contexto, me pongo del lado emocional. También insistir demasiado en que la emoción es un «mero efecto» y no algo por buscar por sí mismo, puede llevar -de hecho, creo que a veces lleva- a una especie de dualismo falso, paralelo al de «la fe» vs «las obras»; o el de la «ortodoxia» vs la «ortopraxis», y así…

Saber emocionarse, tener la piel fina, es parte de lo que nos toca, creo.
Signo -pero no mero signo- de salud.
Las salvedades son demasiado obvias. No se trata de sentimentalismos (se trata de la emoción que nace de ver; fundada en la realidad, por lo tanto; y que acompaña al amor por todo lo creado; y que incluye saber ver el mal). Y no hace falta decir que uno puede caer en la tentación de buscar emociones (estremecimientos, más bien) «por abajo»; en los placeres contra natura (en el sentido más amplio de la expresión: es decir, en placeres que no siguen el orden de la razón… para decirlo al modo escolástico); y, claro está, esto debe ser lo más frecuente.

Pero acaso esto último sirva más bien para ilustrar la importancia de cuidar la vida emocional, más que para menospreciarla. En este sentido:
Sabido es que la búsqueda de la santidad se da de patadas con la búsqueda del placer; muy bien. Sabemos que los maestros de la espiritualidad (Santa Teresa por ejemplo) mil veces nos ponen en guardia contra la «gula mística», el ansia de los «consuelos sensibles»… aunque sean los consuelos de la devoción religiosa. Y que hay que recibir de Dios, con la misma gratitud, los tiempos de dulzuras cuando vengan, y los de sequedades, cuando vengan. Y aun San Juan de la Cruz nos dará una doctrina de las sequedades, de «la noche» (del sentido y —peor— del espíritu) como un escalón en el camino de la perfección. Muy bien.

Pero por otro lado, seguramente, no toda sequedad es virtuosa. Y es escalón para los que ya han subido otros… Para el que está abajo, tal vez la sequedad no sólo será casi siempre culpable (hija de la acedia, tal vez) sino muy peligrosa; porque la ausencia de esa alegría se hace sentir, y fatalmente empujará a buscar placer en lo bajo. Una persona con su buena cuota de emociones auténticas… podrá pecar como cualquiera, sí; pero sospecho que rara vez sentirá el impulso de buscar pornografía en internet.

De todos modos, no es esto -no es la «aplicación espiritual»- el eje de lo que quería decir acá. Me fui un poco por las ramas. El punto es… lo que dije al principio. Y para volver a decirlo, en tono de predicador callejero:
Estamos embotados, hermanos míos. Estamos ciegos, estamos sordos. Estamos muertos, acaso.

Espíritu mío, ten cuidado. Nada de violentas posturas de salvación. ¡Ejercítate! – ¡Ah! ¡La ciencia no va lo suficientemente rápido!
Pero bien veo que mi espíritu está durmiendo.
Si se mantuviera siempre muy despierto, a partir de este momento, pronto estaríamos en la verdad, ¡que acaso nos rodee con sus ángeles llorando alrededor!…
-Si se hubiese mantenido despierto hasta ese momento, ¡sería por no haber cedido yo a los instintos deletéreos, en época inmemorial!… Si siempre se hubiera mantenido muy despierto, ¡yo navegaría ahora en la plena sabiduría!…
¡Oh pureza, pureza! ¡Es el minuto de vigilia quien me ha otorgado la contemplación de la pureza! – ¡Por el espíritu se va hacia Dios! ¡Desgarrador infortunio!

Rimbaud
….desde la Caída el género humano sin excepción se sumió en un profundo sueño.
Sopor prodigioso de las generaciones, con las incoherencias y deformaciones infinitas inherentes a todo sueño. Somos durmientes atestados de imágenes desdibujadas del Paraíso perdido, mendigos ciegos en el umbral de un palacio sublime de puertas condenadas. No sólo no logramos reconocernos unos a otros, sino que ni siquiera podemos distinguir, escuchando su voz, a nuestro prójimo.

Se nos dice: he ahí a tu hermano. ¿Ah, Señor, pero cómo podría reconocerlo en medio de esta multitud indiscernible y cómo sabría que es mi semejante, pues está hecho a tu imagen, si yo mismo desconozco mi propio semblante? A la espera de que te plazca despertarme, no cuento más que con mis sueños y casi siempre son pesadillas. […]

…La población toda de la Tierra se calcula en mil cuatrocientos o mil quinientos millones de personas. ¿Pero cuántas almas verdaderamente vivas hay en esa turbamulta humana? Una cada cien mil, acaso, o cada cien millones. No se sabe. Hay personas eminentes, de genio incluso, pero de alma inerte y que mueren sin haber vivido. Un alma sencilla dirá cada día, llorando de angustia: «¿Dónde está en mí el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo? ¿Puedo realmente considerarme vivo o soy un difunto en espera de sepultura?»

Causa espanto pensar que sobrevivimos en medio de una multitud de difuntos que se tienen por vivos; que el amigo, el camarada, el hermano con el que nos tropezamos por la mañana y que volveremos a ver por la noche, no es más que mera vida orgánica, apariencia de vida, una caricatura de existencia que no difiere en nada de cuantas se licúan en las sepulturas.

Leon Bloy
No elegí yo el carácter de Chihiro; es que así son muchas niñas japoneses en la actualidad. Cada vez se muestran más insensibles a los esfuerzos de sus padres para hacerlas felices. Hay una escena en la que Chihiro no reacciona cuando el padre la llama por su nombre. Recién a la segunda vez responde…

En mis películas para niños, los temas esenciales que quiero expresar son: «El mundo es profundo, complejo y hermoso», y «Niños: tienen suerte al haber nacido en este mundo».

(Miyazaki)

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