Sólo Dios

Conté algo ayer de mi vigilia de Viernes Santo, medianoche en la iglesia en penumbras. Lamento tener que decir que en general prefiero el silencio a los cantos en la iglesia… sobre todo si son con guitarras… sobre todo si se trata de un Viernes Santo. Pero esta fue una excepción.
Larga (dichosamente larga) serie de cantos, con guitarra (mayormente arpegiada, eso sí). Primera voz femenina, acompañado a veces por una segunda masculina; muy lindo y muy emocionante. (Será tal vez que en semejante noche uno tiene el corazón blandito…).
Canciones viejas y nuevas, conocidas y desconocidas. Algunos textos famosos musicalizados: el soneto aquel «No me mueve mi Dios para quererte…«, el de Lope «Pastor que con tus silbos amorosos…«, el romance de San Juan de la Cruz «En el principo moraba…» y otros.

Entre los desconocidos para mí, un texto no versificado (y sin embargo musicalizado con expresividad), que repetía el estribillo «Sólo Dios». Lo supuse nuevo, y me produjo cierta impresión…
Al día siguiente busqué -sin muchas esperanzas- en la web, y me sorprendió descubrir que se trata de un texto de Don Orione (santo recién canonizado, a quien yo -argentino- debería conocer mejor). La canción, por lo que recuerdo, seguía al pie de la letra el escrito [*], muy simple y conmovedor.
Que dice más o menos así:
Me encontraba ayer en la habitación de un buen sacerdote, y mi mirada cayó sobre estas palabras: ¡Sólo Dios!

En aquellos momentos, mi mirada estaba llena de cansancio y de dolor, y la mente repasaba muchas jornadas afanosas como la de ayer; y sobre el torbellino de tantas angustias, sobre el ruido confuso de tantos suspiros, me parecía que era la voz afable y buena de mi angel: ¡Sólo Dios!, alma desconsolada. ¡Sólo Dios!

Sobre la ventana se veía una planta de violetas, después un corredor y algunos sacerotes que meditaban piadosamente, y más allá un crucifijo, un querido y venerado crucifijo que me recordaba años preciosos e inolvidables; y mi mirada cargada de lágrimas se detuvo allí, a los pies del Señor. Y me pareció que el alma se me levantaba, y que palabras de paz y de consuelo descendían de aquel corazón traspasado, y me invitaban a subir a lo alto, a confiarle a Dios mis dolores, y a rezar.

¡Qué silencio dulce y lleno de paz…! Y en el silencio, ¡Sólo Dios! me repetía a mí mismo: ¡Sólo Dios!

Y me parecía sentir que una atmósfera benéfica y calma rodeaba mi alma. Y entonces vi detrás de mí la razón de las penas presentes: vi que en vez de buscar en mi trabajo agradar sólo a Dios, desde hacía años mendigaba los halagos de los hombres y vivía en una continua búsqueda, en un continuo afán para que alguno me pudiera ver, apreciar, aplaudir; y saqué una conclusión: tengo que empezar una nueva vida también en ésto: ¡Trabajar buscando sólo a Dios!

¡Trabajar bajo la mirada de Dios, de Dios solo! ¡Oh! Sí, está en estas palabras toda la regla nueva de vida; está todo lo que basta para la Obra de la Divina Providencia: ¡la mirada de Dios!

La mirada de Dios es como el rocío que fortalece, es como un rayo luminoso que fecunda y dilata. Trabajemos entonces sin hacer ruido y sin tregua, trabajemos bajo la mirada de Dios, sólo de Dios!…

[* Justo hoy se me ocurre poner un link al sitio del Vaticano…]

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