Tolkien, sobre el matrimonio

Fragmento de una carta que J. R. R. Tolkien escribió a su hijo Michael (año 1941, sus edades: 49 y 21 años), sobre matrimonio y temas sexuales (uno se resiste a usar estas palabras en estos tiempos, en que por «educación sexual» nuestros educadores entienden explicar a los chicos el uso de preservativos, lubricantes y perversiones, pero yo no tengo culpa).
Y es claro que Tolkien no es ninguna autoridad en estas materias. Pero tiene lo suyo.
El trato de un hombre con las mujeres puede ser puramente físico -en realidad, ello no es posible, por supuesto: pero quiero decir que puede negarse a tener otras cosas en cuenta, con gran daño para su alma (y su cuerpo) y también para los de ellas-; o «amistoso»; o puede ser un «amante» (comprometiendo y mezclando todos sus afectos y potencias de mente y cuerpo en una compleja emoción poderosamente coloreada y animada por el «sexo»). Ésta es una palabra desvalorizada. La confusión del instinto sexual es uno de los principales síntomas de la Caída.
La palabra ha ido «yendo a peor» a lo largo de las edades. Las variadas formas sociales se mudan, y cada nuevo modelo tiene sus peligros especiales; pero el «duro espíritu de la concupiscencia» ha recorrido todas las calles y ha estado agazapado socarrón en cada casa desde la caída de Adán.

[…]
…. Éste es un mundo caído, y no hay armonía entre nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestras almas.
Sin embargo, la esencia de un mundo caído consiste en que lo mejor no puede alcanzarse mediante el placer libre o mediante lo que se llama «autorrealización» (por lo general, un bonito nombre con que se designa la autocomplacencia, por completo enemiga de la realización de los otros), sino mediante la negación y el sufrimiento. La fidelidad en el matrimonio cristiano implica eso: una gran mortificación. Para el hombre cristiano no hay escape. El matrimonio puede contribuir a santificar y dirigir los deseos sexuales a su objetivo adecuado; su gracia puede ayudarlo en la lucha; pero la lucha persiste. No lo satisfará, del modo que el hambre puede mantenerse alejada mediante comidas regulares. Su matrimonio le traerá tantas dificultades para la pureza propia de ese estado, como consuelos.
No hay hombre, por fielmente que haya amado a su prometida y novia cuando joven, que le haya sido fiel ya convertida en su esposa en cuerpo y alma sin un ejercicio deliberadamente consciente de la voluntad, sin autonegación.

A muy pocos se les advierte eso, aun a los que han sido criados «en la Iglesia». Los que están fuera de ella rara vez parecen haberlo escuchado.
Así, cuando el enamoramiento desaparece o se debilita, piensan que han cometido un error y que no han dado todavía con la verdadera compañera del alma. Con demasiada frecuencia, la verdadera compañera del alma resulta ser la primera mujer sexualmente atractiva que se cruza en el camino. Alguien con quien podrían casarse muy provechosamente con que sólo…
De ahí el divorcio, que nos procura ese «con que sólo».
Y por supuesto, por lo general tienen razón: han cometido un error. ¡Sólo un hombre muy sabio al final de su vida podría decidir atinadamente con quién podría haberse casado con más provecho entre el total de oportunidades posibles! Casi todos los matrimonios, aun los felices, son errores: en el sentido de que casi con toda certeza (en un mundo más perfecto, o incluso, con un poco más de cuidado, en este tan imperfecto) ambos cónyuges podrían haber encontrado compañeros más adecuados.
Pero el «verdadero compañero del alma» es aquel con el que se está casado de hecho.

Es muy poco lo que uno mismo puede en verdad elegir: la vida y las circunstancias lo hacen casi todo (aunque si hay un Dios, éstas deben de ser Sus instrumentos o Sus apariciones). Es evidente que, de hecho, los matrimonios felices son más corrientes cuando la «elección» de los jóvenes está aún más limitada por la autoridad parental o familiar, con tal de que exista una ética social que determine la responsabilidad y la fidelidad conyugales. Pero aun en los países donde la tradición romántica ha afectado las disposiciones sociales al punto que la gente cree que la elección de un compañero es exclusiva incumbencia de los jóvenes, sólo la más rara de las suertes reúne al hombre y la mujer que están, por decirlo así, mutuamente «destinados», y son capaces de un amor grande y profundo…

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