Se lee y no se dice

Esto, en Hurgapalabras, me recordó la existencia de tantas palabras y expresiones que uno ha conocido por medio del lenguaje escrito, antes que por el oral… Mi caso debe ser bastante extremo; no porque lea muchísimo, más bien por la desproporción: leo bastante y hablo muy poco; y también (nerd, discapacitado social) oigo poco; y lo poco que hablo y oigo suele estar lejos de mis lecturas. Y de yapa cierta timidez o pereza intelectual: una resistencia natural a articular los «¿por qué?» «no entiendo» «¿y eso qué quiere decir?». De modo que tengo abundante experiencia de lo que describe Alejando: muchas palabras conocidas por los libros, cuyo significado me he contentado con sospechar, a veces muy vagamente.

Pero, aparte de los significados, hay otro aspecto: el sonido.
Es un poco raro, quizás algo enfermo (como una prolongada amistad epistolar, por papel o por internet, con una persona que no hemos visto nunca), tener tantas palabras en el vocabulario que no he pronunciado nunca; y que tampoco he escuchado.
Sustantivos, adjetivos, verbos, expresiones que me son útiles en los libros, pero no en mi habla.

El primer ejemplo que se me viene a la mente es una palabra que evocábamos con Marina en este post afín: «alféizar«. Cualquiera debe saber lo que es un alféizar: es la parte de la ventana donde se posan las macetas, los gatos o los codos. Bueno. Yo he tropezado montones de veces con la palabra en los libros, y muy gradualmente he ido aprendiendo su significado. Pero nunca, jamás, la he pronunciado. Y, si no me equivoco, jamás la he escuchado. (Digo esto, ahora, y se me cruza la sospecha dolinesca de que el día en que la pronuncie o la escuche «pasará algo»; por si acaso, sigamos sin pronunciarla).

En español tenemos una escritura muy fonética, y casi no hay margen de dudas sobre la pronunciación de una palabra nunca escuchada. En inglés, por caso, es distinto. Y eso me lleva a otro conjunto de palabras que sólo suelo leer: nombres propios extranjeros, sobre todo nombres de escritores o filósofos. Aunque sean figuras famosas, como no suelo moverme en círculos donde se menten esos nombres, muchas veces desconozco su pronunciación; y generalmente lo descubro al momento de intentar pronunciarlos… (Me pasó con Bloy, hace muchos años; su pronunciación –blúa– la aprendí en parque Rivadavia, de un vendedor de usados; cierto es que este sí no es de escucha frecuente). También me ocurre que no puedo… adueñarme, digamos, de una palabra en inglés si no sé cómo se escribe.

Es cierto que la mayoría de esas palabras sólo leídas provienen de situaciones no muy cotidianas. Recuerdo sobre todo el léxico marinero, de las novelas de aventuras: grumete, jarcias, barlovento, estribor, foque, santabárbara, bergantín, corredera, sextante… Pero también hay algunas que son bien usables, que no sé por qué no uso .. quizás cierta lamentable manía inconciente mía de evitar —en el habla, para empezar— cualquier manera remotamente refinada, un prurito de llaneza mal entendida.

Sea por lo que sea, es una pena. Módica, pero pena.
Pobres palabras, no fueron hechas para quedarse escritas, merecen pasar por los labios algunas vez, me digo… aunque sean labios argentinos (y aporteñados!).
Y se me ocurre que el poeta es quien puede ser hacerle el mayor servicio a estas palabras.
Porque, pienso, por más que haya corrido tanta agua bajo el puente desde aquel día en que el joven San Agustín de Hipona se sorprendió al encontrar a San Ambrosio leyendo un libro sin mover los labios, por más que hoy a muchos cultos nos cuesta menos recorrer palabras con los ojos que decirlas, la poesía nos empuja a gustar el sonido de lo que leemos, casi nos obliga a pronunciarlas.

PS: Hay un caso muy especial, quizás paradigmático, que un cristiano debería tener presente cuando de palabras no pronunciadas se trata: menos mal que Elena me lo recuerda.

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